Fuente:
ABC, 6 de Junio de 1969, página 3.
Llegar
La técnica es cada vez más milagrosa. Pero no ha recibido el milagro o “carisma” de la profecía. Casi todas las que se le han escapado a la embriaguez creadora del “invento”, han fallado. Edison, el inventor del fonógrafo, creía, según dijo en un discurso, que éste serviría, por ejemplo, para recoger las palabras últimas de un moribundo querido. Todo esto quedó olvidado y el “tocadiscos”, su hijo, se buscó la vida por su cuenta. No parece que se llegará a esta proposición: “¿Qué quieres que ponga? ¿La Quinta Sinfonía, o las últimas palabras del abuelito?”.
Nadie pensaba que la televisión iba a influir tanto en la venta de zapatos. Ni nadie creía que los automóviles habían sido inventados para bloquear la circulación. Tampoco adivinó nadie que el reactor se inventaba para sacar billete hacia cualquier sitio y llegar casi siempre a La Habana.
¿Y la astronáutica? Se puede ya casi estar seguro de que muy pronto el hombre va a llegar a la Luna. Pero, ¿qué va a hacer allí? Nadie tiene la menor idea. El último trío americano ha visto ya las dos caras de la Luna, la descarada y la recoleta, a quince kilómetros de distancia: como se ve Carmona desde La Luisiana. Es distancia de la que ya tenemos todos experiencia. Porque en su descenso, todo avión ha estado algún momento a quince kilómetros sobre la ciudad. Sabemos que se ven las personas y los tranvías. Pero en la Luna los teleobjetivos siguen fotografiando lo mismo en una cara que en otra: llanuras, montes, cráteres. Ni un mal “Seat 600”, ni un motocarro, ni una bicicleta.
Me temo que conjugamos con demasiado énfasis el verbo “llegar”. Vamos a llegar a la Luna. Bien. ¿Pero “llegar” está correctamente empleado cuando se pone el pie en algún sitio y luego se marcha uno? El que mete el pie desnudo en las enanas y abatidas olitas últimas de la playa, y se santigua y da un gritito, “¡qué frío!”, y se vuelve a la caseta, ¿podemos decir que se ha bañado? Los simples ciudadanos espectadores queremos que se “llegue” a la Luna como se llega por tren a Ciudad Real o por “caravelle” a las Canarias. No vale llegar e irse: que es lo que se está barruntando. Hasta ahora no parece que se encuentre en nuestro satélite ningún metal o cuerpo simple que prolongue la línea canónica de nuestra química. Ni tampoco una selenita con quien casarse y recomenzar nuestro fecundo negocio ibérico de la fabricación de mestizos.
Se ha publicado en toda la Prensa que los sorprendentes trajes espaciales, que dan a los cosmonautas pinta de ir anunciando los neumáticos “Michelín”, tienen un coste de un millón de pesetas, además de ser muy incómodos y producir picores y eczemas. No es posible pensar en colonización, ni minería, ni labranza, con esos trajes. ¿Concibe nadie un consejo de administración de cualquier industria lunar vestidos todos así? Ni ¿cómo se va a fundar ninguna raza humano-selenita, aunque mandemos una cápsula o varias con buen surtido de señoritas, si para darse el primer beso hay que abrir la escafandra, cosa que puede ser mortal? No cabe ningún preludio amoroso. Porque el hombre estará “sobre” la Luna. Y lo único que “sobre” la Luna no puede hacerse es dar un paseo romántico “bajo” la Luna. Hoy por hoy parece que lo único que podrá hacerse en la Luna será regresar a los Estados Unidos.
Sólo recuerdo un traje a ras de tierra con ese mismo coste del millón de pesetas. Me refiero a aquel traje de pieles de chinchilla y brillantes que lució Masiel en el Festival de Madrid. Pero esto lo hacía para que la vieran, y para que hablaran de ella duranta una semana los hombres, las mujeres, las revistas y los predicadores. Pero a los Armstrong, Collins y Aldrin, los futuros “colones” de Julio, no los va a ver nadie; ni van a tener público allá arriba, ni parece fácil que bajo sus escafandras puedan cantar el “La-la-la”. Las fotografías no pueden ser más deprimentes. La decepción de los cosmonautas se revela en las pequeñas venganzas que se toman. Están cada vez más seguros de que los terrícolas habitamos una humilde chabola en los suburbios de una mediocre galaxia. Entonces ellos telegrafían a Houston que la Luna es una birria y que la Tierra se ve desde allí como una bola verde y celeste, tan atractiva como una olla de buena cerámica vidriada. Y que además hace para la Luna oficio solar: la han visto “salir” y “ponerse” en el horizonte lunar con crepúsculo y todo. La Luna vive en su creencia tolemaica –la Tierra que gira en torno de ella–, hasta que aparezca un Galileo que le baje los humos.
¿Qué va a poderse hacer tras llegar a la Luna? ¿Acaso “patentar” los aparatos triunfadores? Es difícil “patentar” lo incierto, que además no parece rentable. Imitaríamos a aquel inventor solitario que organizó una maquinita con flejes, varillas y ruedecillas, que se empeñaba en patentar con una dubitación posibilista: o para coser botones o para rallar pan.
En cualquier caso queda la bandera. El polvo y los baches de la Luna parecen poco cómodos para transitar por ellos, al menos mientras no les enviemos en un cohete al Ministro Silva. Pero parece tener suficiente densidad para clavar una bandera. Ya se disputa sobre si la de Estados Unidos o la de las Naciones Unidas: uniones rotuladas en teoría para encubrir prácticas desuniones. Por lo pronto, ya Norteamérica se ha adelantado a enviar en el módulo que se ha dejado caer sobre la Luna su bandera estrellada.
El “Séneca”, que oía todos estos comentarios, murmuró suavemente:
– ¡Ya la estamos pringando!
José María Pemán
De la Real Academia Española
Marcadores