Por Luis F. Villamea23 -F: 25 años después...
Yo estuve allí
Exactamente hace 25 años publiqué en esta revista la crónica que se reproduce, íntegra, a continuación. Era un 23 de febrero de 1981 y yo estaba cubriendo la información parlamentaria como cronista de Fuerza Nueva. Lo hacía habitualmente dentro de la sección "Desde mi otro escaño", y ese día me encontré con este hecho histórico de alcance único y de resonancia universal. Fui, con Joaquín Abad, cronista de "El Alcázar", el único periodista al que se permitió quedarse allí durante todo el acontecimiento, y salí, junto a los diputados, al mediodía del 24 de febrero, después de dieciocho horas. Lo aquí acontecido es un relato de alcance, escrito deprisa y con las notas que fui recogiendo a lo largo de la estancia en el Congreso.
Todo ello se publicó en el número 739 de nuestra revista, de 7 de marzo de 1981. Después, y ya más despacio, amplié aquel relato en un capítulo del libro "Gutiérrez Mellado: Así se entrega una victoria", editado también por esta casa. Creo que hoy bien merecía la pena recordar aquellos hechos, que para esta publicación tuvo carácter de exclusiva.
Fui testigo de excepción, es cierto. Por ello voy a intentar hacer un relato lo más pormenorizado posible de lo que vi. Estaba en la tribuna de Prensa, junto al rincón de la puerta lateral, en mi sitio de siempre, cuando, de súbito, irrumpió, a metro y medio de mí, un guardia civil de poblada barba conminando a todos a arrojarse al suelo y disparando su metralleta. Antes se había escuchado un disparo en el pasillo. Cinco impactos de bala, muy cercanos, se pueden contemplar sobre el bajotecho del balconcillo. Mientras, el teniente coronel Tejero subía a la tribuna de oradores y pronunciaba la frase, pistola en mano, que todos pudimos oír por televisión. Los diputados, los periodistas, el público de la tribuna, desde el suelo, eran tranquilizados por los propios guardias, que advertían a todos que contra ellos, personalmente, no iba nada, sino contra el sistema. Yo escribía en el suelo lo que podía. Sagaseta sufrió un pequeño corte en la nariz por algún resto de cristal roto, sobre sus gafas. Un guardia cercano le ofreció su pañuelo, que creo que el diputado canario no aceptó.
Eran las seis y veinte de la tarde, y se estaba nombrando en la votación al diputado del PSOE Núñez Encabo. Gutiérrez Mellado se levanta y dice que el único teniente general es él, y sale de la sala zarandeado como un guiñapo, como se pudo igualmente ver en televisión. Tejero nunca apuntó con su pistola a Landelino Lavilla -como alguien ha dicho-; la tuvo en la mano breves instantes, tan sólo los de la entrada en el hemiciclo en el momento de anunciar al Pleno que la autoridad militar se haría cargo de la situación producida por el vacío de poder. Es entonces cuando Suárez dice que sigue siendo el presidente del Gobierno en funciones y pide un despacho para parlamentar, cosa que se acepta. Luego vuelve a entrar. Los periodistas abandonan la tribuna de Prensa por orden de la Guardia Civil, pero yo intento introducirme por algún vericueto del Palacio para buscar la forma de no perderme esta ocasión histórica. Me voy, junto con otros compañeros, hacia el edificio nuevo, utilizando el pasadizo que lo comunica con el antiguo. Allí nos paran y nos devuelven hacia donde estábamos. Nos dicen que salgamos a la calle. Al llegar a la planta baja sigo buscando las vueltas par dar con la forma de quedarme. Me introduzco en el pasillo semicircular que bordea el hemiciclo, que incluso cruzo por dentro, y allí me quedo atrapado. Cuando quise salir ya no podía, porque la Guardia Civil apostada en los accesos impedía todo contacto con el exterior. Fue milagroso. No tuve más remedio que quedarme en el hemiciclo, sentado, precisamente detrás de donde estaba Blas Piñar. A todo esto habían salido de la sala, por este orden, Felipe González y Alfonso Guerra. Eran las ocho y diez minutos de la tarde. A las ocho y doce lo hacía Carrillo, que hasta ese momento estaba petrificado, marmóreo, blanco e inmóvil. Dos minutos después sale Rodríguez Sahagún. Este último manifestaría después en la tribuna de oradores que estuvo en una habitación en cuyas cuatro esquinas, sentadas, sin poder hablar, había cuatro personas -debían ser las antes aludidas-, con él en el centro. A las ocho y dieciséis minutos se oye en los pasillos un estentóreo grito, coreado por muchos, de "¡Viva la Guardia Civil!", y otro, que chocaba, de "¡Viva la Democracia!", no respondido por nadie. También se oye otro de "¡Arriba España!".
A todo esto, en el hemiciclo, la lidia con los diputados la dirige un teniente joven, espigado, de bigotillo recortado y con tricornio. Tiene modales de militar puro, serio, grave, sin concesiones, aunque delicado y con una notable formación castrense que a lo largo de la noche iba a poner de manifiesto cumplidamente. Resistió toda la tarde, la noche y la mañana de pie, dando paseos cortos, sin comer ni beber. No descompuso nunca el gesto y se le veía seguro de sus actos, con profundas convicciones. Mantenía la comunicación necesaria de forma educada, sin gastar una sola palabra, y cuando lo consideraba oportuno él mismo rompía la tensión para que los casi trescientos cincuenta diputados, más algunos senadores, pudiesen hablar un poco o relajar la tirantez del momento. Llamó la atención a algunos diputados, a los que la mayor parte de las veces silenciaba sólo con el gesto. A uno le quitó un libro de color blanco. Destilaba autoridad y eficacia; era la estampa clásica del oficial nato. Más tarde demostraría incluso sensatez, sano juicio y rasgos de acusada inteligencia. Fue la atracción de estas dieciocho horas históricas.
A las ocho y treinta y cinco minutos llega el diputado socialista Vida Soria, que ocupa su escaño. Y aparece en la tribuna de público, arriba, el subsecretario de Turismo, Ignacio Aguirre. De nuevo la tribuna de Prensa se puebla de periodistas. Veo a Rosa Posada y a otros compañeros de la información que regresan a su sitio. Con los periodistas -hay que reconocerlo- la Guardia Civil tuvo cierta flexibilidad, a veces desconcertante. No así con los fotógrafos, que desde el primer momento tuvieron que entregar sus rollos, excepto los que, con notable celo profesional, hicieron lo posible por esconder. A las ocho y cuarenta y seis minutos de la tarde un guardia civil da lectura a un telegrama de la agencia Europa Press fechado en Castellón. Se da cuenta de que el Capitán General de la III Región Militar tiene a las tropas en la calle, y se recoge la declaración firmada por don Jaime Miláns del Bosch y Ussía. A las nueve y cuarto un guardia descose varias sillas y pone la guata de su interior sobre la mesa de los taquígrafos. Después, un ujier -el personal tuvo un comportamiento ejemplar, sin nerviosismos y como si formase parte de su obligación-, añadió a la estopa varios cilindros de cartón de los que se utilizan para envolver planos. Todo esto serviría para encenderlo en caso de apagón. Tejero da orden a los guardias de que si se produjese la oscuridad, y viesen acercarse cualquier bulto a las puertas, abriesen fuego.
Sobre las nueve y media se oyen unos aviones que sobrevuelan el edificio. Blas Piñar sale al servicio y Fraga, muy interesado, le pregunta a Aizpún: "¿Se ha ido Blas?". El presidente de Fuerza Nueva vuelve momentos más tarde. Tejero, que entra en el hemiciclo de vez en cuando, y que bastante antes había comunicado a los guardias el saludo y el abrazo que les dirigía el general Miláns, manifiesta que la II, III y IV Regiones Militares se han unido. Eran las once menos cuarto. A las once y media entra en la sala un guardia civil con boina verde -debía ser de las unidades especiales- que entrega una bolsa de plástico y unas instrucciones al diputado ucedista Muñoz Peirats. Después de esto abraza a sus compañeros y se va. Se trataba de un medicamento que tenía que tomar el parlamentario, y que le dejó sencillamente estupefacto y perplejo. Luego reaccionó y se le notó un evidente agradecimiento.
A la busca de la noticia
Durante la noche solicité permiso al guardia de la puerta posterior del hemiciclo para ir al lavabo. Aproveché la estancia en éste para preguntarle al que cubría la vigilancia en los servicios si me autorizaba a estirar un poco las piernas por el vestíbulo, cosa que conseguí. Más tarde logré llegar, previa petición, a la tribuna de Prensa nuevamente, que ya estaba vacía de periodistas. Se habían ido todos. Me encontraba en una situación privilegiada, porque ya no se podía salir al exterior, cerradas verjas y puertas a cal y canto y con vigilancia que pude ver a través de la ventana. Durante la noche había una especie de línea de separación entre las entradas habituales al Palacio -entre los dos edificios- y la Plaza de Cánovas del Castillo, donde se divisaban vehículos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. De todas formas existía como una especie de zona de nadie que llamaba la atención, exactamente la que va desde la puerta del hotel Palace hasta los leones de las Cortes. Esta zona estaba cubierta, en las primeras horas de la madrugada, por diez vehículos de la Policía Militar, que yo creía que hacían función de vigilancia externa. Mi sorpresa fue mayúscula cuando bajé a la sala de Prensa del edificio nuevo, acompañado de un guardia, para buscar a un responsable que me permitiese conseguir un teléfono para llamar a casa, o a alguien que pudiese llamar en mi nombre, y me encontré, sentados en los bancos, ante las máquinas de escribir y los telex, a cerca de cien mocetones de no más de dieciocho años de edad y no menos de un metro ochenta de estatura. Luego vi que los coches que los había transportado ya no estaban en la Carrera de San Jerónimo, sino en el patio interior y con la verja cerrada. Se habían sumado. Al pasar por un pasillo vi a un ujier que oía a José María García, en una radio, retransmitir festivamente un partido de fútbol de algo que, a mi parecer, resultaba extraordinariamente grave y sin decidir. Hablaba, desde el Palace, de que las autoridades allí presentes no sabían qué hacían, durante tanto tiempo, los policías militares que, en teoría, habían ido con la misión de parlamentar. Se hablaba mucho por la radio del general Armada.
Volví a la tribuna de Prensa del hemiciclo. En el pasillo principal vi a Landelino Lavilla, apoyado sobre la pared, cansado, hablar de forma tranquila con Tejero. Parecía que sostenían una conversación educada sin mayor importancia, aunque, hay que reconocerlo, el presidente del Congreso tenía los ojos rojos y abultados. Tejero aparecía imperturbable, con las manos en los bolsillos, con una sangre fría que le desconcertaba a uno. Allí nadie de los que iban y venían parecía tener prisa. La tranquilidad era la tónica. Varios números, muy jóvenes, llevaban unas bandejas con bocadillos. No me atreví a pedir uno, pero no hizo falta: me lo ofrecieron. Luego entré en el bar del edificio antiguo, que parecía la cantina de un cuartel. Había por lo menos cien guardias comiéndose el bocadillo o tomándose un fanta. Reinaba un clima lo más alejado que nadie pueda imaginarse de la gravedad de lo que estaba pasando. No digo que el aire fuese festivo pero sí despreocupado. Yo no sabía qué hacer, si pedir un refresco o ir al lavabo a beber agua del grifo. Opté por pedir a un muchacho uniformado que había detrás de la barra una coca-cola. Tampoco sabía si preguntar su precio o no. Lo hice. "Hoy invita la casa, no se preocupe", me contestó.
Se iba acercando el final
Volví a la tribuna de Prensa, donde instalé mi "cuartel general" durante la pesadilla que se iba haciendo larga. Todo el mundo comprobó que algo no marchaba. Lo de Valencia, sin embargo, había sido serio. El Ejército estuvo movilizado, y hasta en la Plaza del Caudillo se establecieron baterías antiaéreas. ¿Qué pasaba entonces? En mi "otro escaño" de la tribuna, el que habitualmente ocupo -que ya me pertenece por derecho propio- tuve ocasión de hablar con los guardias que también sentados en los escaños se iban turnando en la vigilancia. El retraso hacía cundir el desánimo, en especial en los que comenzaban a no ver claro el resultado. Algunos empezaban a manifestar que no conocían exactamente el objetivo, pero que aceptaban las órdenes. Otros estaban muy convencidos. Las deserciones tuvieron lugar a última hora, por la ventana y por la verja principal, donde oí a alguien que no se ponía impedimento para salir. Parece ser que fueron treinta y uno, de un total de más de doscientos. Un señor de paisano cuya función desconocía -seguramente era algún funcionario, diputado o senador- les decía a dos guardias indecisos -ya al filo de las once de la mañana- señalándoles, a través de la ventana, a un grupo de cuatro compañeros que abandonaban el Palacio por la verja del patio: "Esa es la postura más sensata". La radio, además, iba machacando sin piedad y horadando voluntades, que al final, a través de la guerra psicológica y de nervios desatada, convirtió en estoica la resistencia de los que permanecieron hasta el final.
A las siete de la madrugada intenté una cabezada sobre el escaño. Imposible. Cambiaba de postura veinte veces, treinta. Me sacó de mi incomodidad, ya sobre las nueve de la mañana, un revuelo en los escaños, que hasta entonces habían permanecido silenciosos. Era Fraga, que en el nombre de los derechos humanos quería salir de allí. Tejero en persona le salió al paso, y hubo un incidente que pudo resultar gravísimo, para unirlo ya de por sí a la misma gravedad de todo lo que sucedía. Tejero, ante la actitud de Fraga, que se declaraba buen valedor de la Guardia Civil a lo largo de su vida política, optó por sacarle de allí y llevarle a un cuarto si no se callaba. "Que conste que ha sido usted quien me ha puesto la mano encima", creí oír. "No le he puesto una mano; le he puesto las dos", respondió el teniente coronel. ¿Por qué Fraga tomó esta determinación a las nueve de la mañana, después de más de catorce horas sin rechistar? ¿Por qué no apeló a los mismos derechos humanos cuando se llevaban a sus compañeros de Cámara, al poco de comenzar la irrupción violenta en el hemiciclo? Pero con todo, esto no fue lo peor. A raíz de su actitud, Álvarez de Miranda y Cavero instaron crudamente a los guardias a que disparasen. Carlos Sentís, diputado catalán de UCD, reconoció en La Vanguardia del día siguiente que allí se llamó a los guardias "terroristas" y "mentirosos", y esto -dice el periodista y diputado- pudo hacer posible que disparasen. Sólo el alto sentido militar del talante de aquellos hombres -lo digo sin rubor y sin que me duela nada- hizo imposible que en ese preciso instante comenzase la masacre. Todos somos humanos. Fue una imprudencia temeraria, tardía, injustificable después de haber soportado una tarde, una noche y ya una mañana sin moverse del escaño y cuando el final se palpaba por momentos.
Se van las mujeres
A las diez menos diez -fue un detalle- salían las mujeres, con Elena Vázquez, la diputada ugetista, agarrada a su escaño sin querer abandonar a sus compañeros. Al principio había salido una socialista catalana embarazada. Y más tarde, ya bordeando las once, llegó para mí el momento clave de todo el suceso. Parece ser que Aramburu Topete había entregado un sobre, en la verja, para Tejero. El teniente espigado, apoyándose por primera vez sobre el respaldo de una silla que tenía delante, anunció que "el desenlace estaba próximo, pero que, como siempre que se llega al final, aparecen los momentos más graves y se toman las decisiones más delicadas". Lo dijo con entereza, sabiendo cercana la rendición, con voz segura, llena de decoro y sin perder el "mando". Era una escena de película de guión esmerado. Daba una sensación de dominio sobre sí mismo y sobre la Cámara que no hubiese necesitado en ese preciso momento de la presencia de las armas para certificar un valor. Solicitó nuevamente tranquilidad, espera y silencio. Los diputados tenían que saber, en su fuero interno, aunque no lo digan -hay alguna excepción, como la de Carlos Sentís-, que con oficiales como éste estaban seguros. Fueron unas palabras, pocas, que contenían un mensaje como escasas veces, contadas veces, se ha escuchado en esa Cámara.
Por fin llegó Tejero con varios oficiales, suboficiales y guardias detrás de él. Llevaba los guantes puestos, y anunció los treinta años de cárcel que le costaría el hecho. La responsabilidad la aceptó solo. Solé Tura le dijo que faltaba alguien en la Cámara, y respondió que esas personas ocuparían sus puestos en segundos. Fraga ya estaba hacía tiempo en su escaño. Por fin llegaron los que habían salido muchas horas antes. Cuando se incorporó Suárez hubo un conato de aplauso que fue sofocado por los mismos diputados. Después Landelino Lavilla llamó "señor teniente coronel" a Tejero, le manifestó que la salida de diputados se haría reglamentariamente, primero -por filas- los diputados de los escaños, luego el Gobierno y, por último, la Mesa. El "señor teniente coronel" había dispuesto antes que los congresistas saliesen primero, después sus guardias y él el último, para entregarse a un superior. Hizo un saludo militar al presidente del Congreso -que quiso tomarse a risa por algunos parlamentarios, que cambiaron de actitud apenas esbozada-, ordenó a los hombres que habían permanecido fieles hasta el final que formasen -firmes y con su arma en posición reglamentaria- un cordón nutridísimo de escolta a los diputados que abandonaban el viejo caserón y, por fin, salió tranquilo y se rindió. Algunos guardias lloraban. Fraga, momentos antes, le aconsejó a Landelino que levantase formalmente la sesión. Puestos a formalidades, pensaba yo, podía haberse continuado la votación interrumpida.
Tejero, firme, imperturbable, despedía honrosamente a los diputados al principio del cordón formado por sus hombres. Al pasar Fraga, que caminaba con aire sonriente y burlón, el teniente coronel dijo: "Es peor que Carrillo". Esto es historia pura y creo que sólo lo pudo escuchar el que escribe y dos oficiales que estaban a su lado.
La historia de esta Patria grande que se llama España se hace sobre la pugna de los corazones, a cuerpo limpio y sin esperar recompensas. Mirar las cosas a la luz del "golpismo", sin escarbar, es de espíritus pobres, o ruines. Muchas veces deberíamos preguntarnos si la libertad nos la han quitado o la hemos perdido, porque la libertad es como la honra, la invocas para ti sin mirar si la tienen los demás: los abatidos, los rematados, los que yacen en un oscuro rincón de nuestra tierra sin un recuerdo, sin una plegaria, sin una flor... En la calle hacía sol. Eran algo más de las doce del mediodía, la hora del Angelus.
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