EL PURO TRAZO HORIZONTAL
Habrá que parafrasear aquel malicioso dicho que hace de los boy-scouts «unos niños vestidos como bobos comandados por un bobo vestido como niño» para describir a esta turba episcopal de comedia musical angloamericana. Y cabría llamarlos: «unos vejetes cuyo munus pastoral es obedientemente depuesto a los pies de un rebaño mostrenco, ajeno al redil, que se vuelve pastor de sí mismo y de los mismos obispos», o bien «unos carcamanes con halo de juventud implume, tonsurados de cuajo -desplumados- por jóvenes de ascendiente senil, munidos por colmo de las dotes de management necesarias para el éxito-relámpago».
El fiasco de la Jornada Mundial de la Jarana era tan previsible como incomprensibles sus motivaciones últimas, sin dudas ajenas a la evangelización. A fuer de ecuánimes, que no de ecúmanos, debe señalarse lo que de bueno queda en pie al paso del tornado. Hemos leído, por ejemplo, de aquellos jóvenes que, instados por el presentador de una de las celebraciones a arrodillarse ante el Papa, permanecieron de pie, y luego sí se arrodillaron en profundo recogimiento cuando llegó el Santísimo, aunque el Papa no lo hiciera ni pintado. O de una vigilia de adoración en la que se vieron copiosas lágrimas derramadas ante la custodia. O del propio Papa, en la misma circunstancia y deponiendo el insulso tono habitual, exponiéndoles a los presentes un programa de vida cristiana basado sencilla y sensatamente en la oración, los sacramentos y las obras de caridad.
Pero, ¿es posible que debamos entresacar y exhibir estas notas felices de las jornadas como si se tratara de joyas en el muladar? ¿Desde cuándo el culto que se entiende a sí mismo como irrevocable y perfecto debe reconocer que aún cobija algunas perfecciones, ya casi como un lastre listo a soltar, en medio de una profusa irrupción de anomalías? La ambigüedad, la admisión deliberada de no pocos males intrusos junto con los bienes de siempre, ¿no favorece, acaso, la proliferación de aquéllos, la parasitación expansiva del organismo otrora sano?
La coreografía de los obispos es apenas un símbolo, una aglutinación cifrada de muchos de los desvaríos urdidos para la ocasión. Para muestra bastan el trono-ostensorio del Papa, acicate el más adaptado a la papolatría; las peregrinaciones de monjas de clausura a las playas cariocas, mezcladas en impertérrito conjunto con bañistas inverecundas; el Vía Crucis transformado en espectáculo emocionalista y antropocéntrico, con exhibición en una de las estaciones de una enorme Menorah; el espantoso palco papal -felizmente malogrado por una intensa lluvia- en Guaratiba, con dos cuernos asomando por los lados; etc. Y cómo no, la airosa fidelidad de Francisco a su acostumbrada verba al despedir a los jóvenes en la última misa de las jornadas celebrada frente al mar, que no recuerda ni pizca al tono de las despedidas paulinas: «los jóvenes en las calles quieren ser protagonistas del cambio. Por favor, no dejen que otros sean protagonistas del cambio».
A lo que asistimos, en todo caso, es al envejecimiento prematuro del modernismo que, como todos los errores y herejías, nacen ya viejos. El culto latréutico de la juventud (concebida en sus parámetros más temporales) esconde una sonora renuncia a toda esperanza futura, una deserción de la eternidad, a la vez que como un afeite aplicado a deshora, una evidente estratagema para protestar que jerarquía no es decrepitud, como el mundo cree. Se trata, con todo, de un recurso que causa el mismo efecto de aquellos infatuados ancianos que, no resignados a las marcas de la edad, buscan cubrir su calvicie con peluca.
El drama de esta jerarquía es que ha negado el drama, y al testimonio cristiano lo ha convertido en una mera comedia musical. Quitan el trazo vertical de la Cruz, la tensión ascensional, para dejar sólo el horizontal, lo que ya no es Cruz. Y ese trazo horizontal que dejan no es -¡válgales Dios!- la caridad fraterna, que ésta no puede dejar de provenir de su fuente celestial. Ese remanente trazo horizontal diríase más bien emblema y signo de la poltrona en la que yacen, cómodos y seguros. O de la chatura de sus inteligencias, demasiado abocadas a "hacer carrera". O del electrocardiograma de una Iglesia que han corrompido hasta el tuétano y hasta la postración.
Por eso el chileno padre Agustín Martínez, comentando aquellas palabras del santo obispo de Hipona tomadas de sus Enarrationes in Psalmos en las que éste declara su aspiración «hacia un ser simple, hacia un ser verdadero, hacia un ser adecuado, hacia ese Ser que habita en la celestial Jerusalén, esposa de mi Señor, allí donde nada muere ni desfallece, donde nada es transitorio», se sirve categóricamente recordar que «el hombre nada quiere con lo cambiable, con lo compuesto, con lo puramente temporal. La dinámica de su ser es una dinámica trascendental», ya que «superar la vida volviendo sobre el puro hombre es erróneo. Superar la vida significa establecerse sobre ella, sobre lo humano». Quae sursum sunt quaerite. Queda demasiado claro que la jerga antropocéntrica que sisean nuestros prelados post-conciliares no tiene ya ni trazas de católica.
El sujeto de aquella juventud a la que se refiere el salmista (Ps. 103), que «se renueva como el águila», es muy otro de aquel al que van dirigidos estos festivales playeros. Es, en todo caso, el mismo sujeto del introito de la Misa Tradicional, omitido cuidadosamente en la redacción del Novus Ordo, que se vuelve al Dios «qui laetificat juventutem meam». Nuestros pastores han interpretado «juventud» en otra clave, más o menos la misma que propiciaba irónicamente una película rodada hace casi quince años, en la que un cardenal aggiornato expone ante unos cuantos periodistas una nueva imagen de bulto de Cristo, propuesta de ahora en más como objeto de culto: el "Cristo colega".
http://tradiciondigital.es/2013/07/2...zo-horizontal/
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