Hay que hablar del pecado y la condenación
Hoy ni los sacerdotes quieren hablar del pecado y de la condenación. Ni los fieles desean escuchar nada del Juicio Final ni del infierno. Fue la conclusión de un grupo de estudio, en cuyo Evangelio Juan Bautista exponía dramáticamente la situación de los malos cristianos a los que llamaba «raza de víboras» (cf. Mt 3, 1-12).
El pasado año, los asistentes a las misas dominicales del domingo Segundo de Adviento, comprobaron que casi todos los sacerdotes que trataron de explicar dicho interesante fragmento, no se refirieron al pecado, al juicio, a la condenación, y a la «generación de víboras», sino que eligieron temas gratos, simpáticos, con muchas campanitas de Navidad por fondo.
Es que todos, más o menos conscientes, estamos traicionando la esencia misma del Evangelio, porque los cuatro pilares fundamentales de la enseñanza de Jesús son:
Primero: la malicia del hombre que con el pecado se opone al amor de Dios, y al deseo que tiene de salvar a toda la humanidad.
«El pecado es el “enemigo número uno” de nuestra santidad y en realidad el enemigo único, ya que todos los demás en tanto lo son en cuanto provienen del pecado o conducen a él.
El pecado, como es sabido, es una “transgresión voluntaria de la Ley de Dios”».
Segundo: la bondad exquisita de Dios que olvida el pecado del hombre dignamente arrepentido, y le eleva a la dignidad envidiable de la filiación divina.
Tercero: el Reino de Dios que es la invitación permanente de Jesús a que todos los mortales consigan su salvación que supone regresar a la Casa del Padre, para sumergirse en la felicidad completa y eterna.
Hay una palabra fundamental en la predicación de Jesús, como que había constituido el tema fundamental de la predicación de Juan el Bautista: «convertíos». Convertíos, así comienza la predicación de Cristo, porque dicho vocablo contiene la esencia de todas sus enseñanzas, y convierte en vida sus palabras. Conversión significa en Jesús: cambio de corazón, reconocimiento de una conducta equivocada y deseo de rectitud en el porvenir. Quien no se convierte, prostituye la Palabra divina, cambiándola en mera erudición o advertencia, pero sin fruto en la práctica.
Cuarto: el abismo inevitable de la eterna condenación en el que se sumergen quienes desprecian el amor divino y prefieren seguir las invitaciones del Enemigo del género humano. Después de la muerte solamente se abren dos caminos, el camino de la salvación de la felicidad eterna, y el camino de la condenación, de la desgracia eterna.
No, no diga usted que es el destino, no lo es. No diga Usted que es Dios, ya lo dijo Jesús: «Yo no vine a condenar a nadie, sino a salvarlo». Es la persona misma la que se hace sorda a las llamadas continuas permanentes de Dios. No quiere saber nada de su porvenir y le llega la hora impreparado, y es él mismo el que se convence de que no merece la salvación eterna.
Si se retiran cualquiera de estas cuatro ideas fundamentales, el Evangelio cae arruinado, no tendría sentido, ya que la misma Encarnación de Dios, eje de todas las relaciones de Dios con el hombre, lleva como finalidad primera liberar al hombre de la esclavitud del pecado y de Satanás y trasladarlo al seno amoroso de Dios.
La predicación que, o por cobardía, o por halagar a los oyentes escolla voluntariamente tales cuatro básicos temas evangélicos, no es una predicación según los mandato de Cristo, sino une tergiversación de su Palabra Divina.
El Evangelio nunca fue producto de confitería, Jesús siempre habló de la dificultad de seguirle, de la renuncia exigida para hacerle fiel, de la estrechez de la puerta del Cielo, de la decidida lucha contra las pasiones propias y contra los maléficos embates del diablo.
Muy equivocada la actitud de los sacerdotes, que no quieren hablar del pecado, de la condenación y del infierno, porque engañan miserablemente a los fieles, haciéndoles creer que dichas palabras y sus conceptos respectivos, fueron ya arrancados del Evangelio como cosa pasada.
También en tiempos de Isaías el profeta, setecientos años antes de Jesús, existía esta clase de sacerdotes y de falsos fieles. De ellos dijo Isaías: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de Mí, y si alguien se pone a predicar, no son más que mandatos de hombres, su religión de nada sirve» (Mt 15, 8-9).
Germán Mazuelo-Leytón
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