El Mártir, los Osos, y un Papa calamitoso

Hacer el oso, según nos indica el «Diccionario de Uso del Español» de María Moliner, es «hacer voluntaria o involuntariamente cosas que hacen reír». Hacer involuntariamente el oso equivale, por tanto, a hacer el ridículo.

Últimamente, abundan y sobreabundan los obispos que hacen el oso. De manera que uno no sabe ya si reír o llorar del espectáculo al que estamos asistiendo en la Iglesia desde los infaustos idus de marzo de 2013.
Escribo esto porque acabo de leer la muy aleccionadora «Fábula del oso» de Wanderer, y, mientras lo hacía, iban desfilando ―o más bien bailando― en mi cabeza los varios prelados osunos que en estos tiempos nos obsequian con sus gracias en la vieja y agonizante España. En Madrid, sin ir más lejos, contamos con un oso muy notorio, que fuera conservador en tiempos de Juan Pablo II, y más conservador aún en tiempos de Benedicto XVI, y ahora, de repente, ha descubierto su vena «progre», o, como se dice en la jerga de esa secta, «inclusiva de las distintas sensibilidades». Y, quizás para compensar el tiempo que no les dedicara anteriormente, se arrima ahora en exclusiva a los representantes de la «sensibilidad» que promete in nostra aetate los frutos más purpurados.

No es el único. Apunta Wanderer que «nadie está obligado a ser un héroe (aunque un obispo me parece que sí)». Y ahí radica precisamente el problema. Los obispos son los sucesores de aquellos que escucharan del Salvador esta recia profecía: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra». Los obispos, por tanto, deberían partir del supuesto de que han sido llamados al martirio. Y un martirio provocado por su fidelidad a la palabra de Cristo. A nadie se le obliga a aceptar el episcopado. Pero el que lo acepte, debería ser consciente de qué compromiso está asumiendo.
Sin embargo, un repaso somero a la historia de la Iglesia basta para quitarnos muchas ilusiones acerca de tal compromiso. Todos conocemos, por ejemplo, la amarga experiencia que llevaría a Tomás Moro a escribir, poco antes de su ejecución, lo siguiente:


«Son muchos los [obispos] que se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe ..., se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más astutos que los hijos de la luz...
Desgraciadamente, algunos de ellos (muchos más de los que uno podría sospechar) no se duermen “a causa de la tristeza", como era el caso con los Apóstoles. No. Están, más bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con el vino del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el lodo».


Muchos más de los que uno podría sospechar, sí, prefieren dormir en una esperanza púrpura (... cuando no rosa), o en la tranquilidad de una diócesis cómoda y una vida sin sobresaltos, o en el dulce sueño de unos elogiosos titulares de prensa, o en la importancia de ser apreciados y tenidos en cuenta por los grandes personajes del mundo, o de la provincia. Prefieren esto, digo, al martirio. Lo cual, ciertamente, es muy humano. Tan humano como que la muerte tenga la última palabra, y la enseñanza de Cristo fuera vana.

Y así, muchos obispos había en la Inglaterra de Enrique VIII, pero sólo hubo un San Juan Fisher. Lo mismo que hubo muchos obispos en la Alemania de Hitler, pero sólo un Clemens von Galen. Y ahora, en estos tiempos calamitosos en los que, desde la misma sede de Pedro, brota, día tras día, inagotable, el ácido disolvente de la fe, los obispos ―no todos, pero sí bastantes más de los que uno podría sospechar― hacen el oso: Callan ante las ocurrencias del misericordioso líder de la alianza de religiones, juegan a los hospitales de campaña con fotógrafos situados en el ángulo oportuno, primerean a tutti quanti tenga nombre en el mundo de la política, el deporte o el espectáculo, y nos arrullan a todos con su etílico discurso acerca del amor y la ternura embelesada. Es que están ebrios con el vino del demonio, y por eso su discurso se tambalea, y poco les falta ya para que tengan que echarse a dormir como cerdos en el lodo.
¿Y entonces, qué podemos hacer nosotros? Puesto que el problema no es ya que los lobos se acerquen, sino que apenas si hay forma de distinguir, entretanto, a los pastores de los lobos, y a los lobos de los pastores. Y entonces, digo, ¿qué podemos hacer nosotros?
Continuemos repasando las palabras de Santo Tomás Moro:


«Cuando tales cosas veamos (y desgraciadamente ocurren con mucha frecuencia), pensemos que Cristo mismo nos habla de nuevo:"¿Por qué dormís? Despertaos, levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Por que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores.” Por el mal ejemplo de esos sacerdotes perversos, la peste del vicio se extiende con facilidad entre el pueblo. Y cuanto menos idóneos son para recibir la gracia quienes, por obligación, han de vigilar y rezar por el pueblo, tanto más necesario es para éste estar bien despierto, levantarse y rezar con gran ardor, no sólo por sí mismos, sino también por estos sacerdotes.»

Pues así están las cosas, y parece que no nos queda otra. Rezar y rezar y esperar. Hasta que Dios Nuestro Señor se apiade de nosotros, y Él mismo ponga el remedio, como lo ha puesto ya tantas otras veces. No nos queda otra: Rezar, rezar, rezar y esperar. Y, eso sí, mientras tanto, no perder un minuto atendiendo a las gracietas de los osos, ni a las tabernarias ocurrencias de ... en fin... no sé si me explico.

Francisco José Soler Gil

Para quienes estén interesados, en este video pueden ver al Oso Buenanueva haciendo gracias en el circo romano.



The Wanderer