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Tema: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

  1. #1
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    La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    LA TREMENDA CULPA DE JUAN XXIII

    (P. Michel Simoulin)

    Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, y desde su preparación y discurso inaugural le imprimió una dirección muy clara: el llamado aggiornamento (puesta al día), consistente en una adaptación de la Iglesia al mundo. Este proyecto del Papa Juan ya venía fraguándose desde su etapa como sacerdote, obispo y cardenal, y quedó reflejado en sus escritos personales (el Diario del alma), cartas y homilías.

    El origen de ese proyecto se encuentra en un concepto equivocado de las relaciones entre la fe y la caridad, en virtud de la cual sería posible una unidad del género humano basada exclusivamente en un amor por encima de las divergencias doctrinales, que Juan XXIII confundía con la virtud teologal de la caridad.

    Este trabajo del P. Michel Simoulin estudia el desarrollo de esa idea a lo largo de toda la vida de Angelo Roncalli, y recoge algunas misivas cuyo contenido ecumenista aún hoy consigue sorprendernos por su expresividad

    PREÁMBULO
    EL DIARIO DEL ALMA
    1) En el seminario
    2) Sacerdote y obispo
    3) Cardenal y Papa
    4) Líneas maestras del pensamiento de Angelo Roncalli
    PALABRAS Y ESCRITOS PÚBLICOS
    1) El nuncio Roncalli
    2) Hacia el Concilio
    GAUDET MATER ECCLESIAE: JUAN XXIII EN GUERRA CON LA TRADICIÓN
    CONCLUSIÓN
    NOTAS


    Última edición por ALACRAN; 03/04/2020 a las 21:23
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    Si muchos cardenales hubiesen conocido en la intimidad a nuestro venerado Padre Juan XXIII, no le habrían votado”: así escribía mons. Loris Capovilla, el 15 de marzo de 1965, Adelaide Coari, unida desde su juventud por la amistas espiritual a Angelo Roncalli, con el cual tuvo en común “la experiencia de aquella generación que a principios del siglo XX había asistido, cuando no sufrido, las disposiciones antimodernistas, y se había mantenido firmemente dentro de la Iglesia” (S. Zampa, A. G. Roncalli ed Adelaida Coari: una amicizia spirituale, en Giovanni XXIII, transizione del Papato e della Chiesa, en edición de G. Alberigo, pág. 49, nota 53, y págs. 35 y ss.), a la espera de tiempos más propicios.

    En las siguiente líneas desvelaremos, en los escritos del mismo Angelo Roncalli, esa ”intimidad” desconocida para los cardenales electores, y en esa “intimidad” se nos desvelará la raíz primera de la actual crisis de la Iglesia.

    PREÁMBULO

    El 24 de mayo de 1963, sintiendo el papa Juan XXIII próxima su muerte (que acaecería el 3 de junio), confió al card. Cicognani, a mons. Dell’Acqua y a mons. Capovilla su testamento espiritual, que es como el compendio de su pensamiento y de toda su vida: “ahora más que nunca, sin duda, más que en siglos pasados, nos consagramos a servir al hombre en cuanto tal, y no sólo a los católicos; a defender ante todo y donde sea los derechos de la persona humana, y no solamente los de la Iglesia Católica. Las circunstancias actuales, las exigencias de los últimos cincuenta años, la profundización doctrinal, nos han conducido ante realidades nuevas, como dije en el discurso de apertura del Concilio. No es el Evangelio el que cambia. Somos nosotros quienes comenzamos a comprenderlo mejor. Quien ha vivido más y se ha encontrado a principios de siglo ante tareas nuevas de una actividad social que abarca a todo el hombre; quien ha estado, como yo he estado, veinte años en Oriente, ocho en Francia, y ha podido confrontar culturas y tradiciones distintas, sabe que ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de aprovechar las oportunidades y mirar a lo lejos (1).

    Para quien ha estudiado la vida del Papa Juan leyendo su Diario del alma, sus escritos y discursos hasta su alocución de apertura del Concilio, la sorpresa no es grande. Porque desde el seminario se aprecia que su mente no entiende bien el concepto de caridad ni sus relaciones con la fe. Y esta desviación se desarrolló a lo largo de todo el curso de su vida. Veremos así el pensamiento de Angelo Roncalli expresarse cada vez más claramente en su predicación, pero sin corregirse jamás.

    Sin duda, él experimentó ciertas influencias: su amistad con Ernesto Buonaiuti [
    modernista], su compañero de seminario que le asistió en la ordenación (2), su admiración hacia mons. Radini Tedeschi, del cual fue fiel secretario de 1905 a 1914, o sus relaciones con Dom Lambert Beauduin (monje benedictino precursor de la Reforma litúrgica postconciliar) en Bulgaria. Pero estas influencias no habrían tenido ningún efecto si su espíritu no estuviese ya renqueante. Por ello hay que interrogar a Angelo Roncalli mismo. Esto no es demasiado difícil, porque habló mucho y también escribió mucho. Leeremos, por ejemplo, algunos pasajes del Diario del alma, que escribió desde 1895, al entrar en el seminario de Bérgamo, hasta 1963, algunos días antes de su muerte; leeremos algunos extractos de su predicación en Sofía, Estambul, Venecia y Roma, y veremos aparecer cierta persistencia sobre algunos argumentos esenciales, que se repiten siempre y que se afirmarán con solemnidad en el discurso Gaudet Mater Ecclesia con que abrió el Concilio el 11 de octubre de 1962. Y esto debería bastar para demostrar que Juan XXIII no era un ecumenista vulgar, mediocre o de bajo nivel, sino un verdadero “humanista”, colaborador consciente y convencido de la fraternidad universal del nuevo orden mundial.

    Leamos, para empezar, algunas citas del Diario del alma. Y puesto que se trata del alma, estemos atentos para discernir lo que en él se dice de dos potencias del alma: la inteligencia, potencia del conocimiento, de la verdad y de la fe, y la voluntad, potencia del amor, del bien y de la caridad.

    Última edición por ALACRAN; 03/04/2020 a las 21:30
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  3. #3
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    Re: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    EL DIARIO DEL ALMA (3)

    1) En el seminario

    a) Amor y Caridad.

    Angelo Roncalli es seminarista desde 1893 e intenta conquistar la virtud. Tres virtudes le preocupan: la pureza, la humildad y la caridad. En febrero de 1900 (cuando tiene dieciocho años) estudia la teología y anota: “si todos los hombres representan a Dios, ¿por qué no los amaré a todos, por qué no los despreciaré, por qué no seré respetuoso con ellos? Esta reflexión debe frenarme de ofender a mis hermanos de cualquier manera” (4)

    Esto puede parecer justo, y de hecho no es falso. Sin embargo, parece que falta en ello una perspectiva esencial para un cristiano: la que diferencia entre el amor natural y la caridad. Bastaría citar aquí el opúsculo De Charitate de Santo Tomás para comprender que la caridad es amor, pero que no todo amor es caridad. El amor es una pasión natural del alma: es la complacencia en el bien. La caridad es una virtud sobrenatural y sólo es caridad ese amor que viene de Dios, pasa por Dios y conduce a Dios. “Amamos al prójimo porque Dios está en él, o al menos para que Dios esté en él”, dice Santo Tomás (5). La caridad no consiste solamente en un amable respeto, sino en un movimiento hacia los demás para dar a los demás el bien que no tienen, el primero de los cuales es la verdad y por consiguiente la fe.

    Tenemos en el seminarista Roncalli un concepto de la caridad no gobernada por la fe y por el amor de Dios, “caridad” que no es más que un amor al hombre en cuanto tal, sin orden ni prioridad y sin discernimiento. Lamentablemente, Roncalli no corregirá jamás esta actitud.

    b) Ciencia y estudio

    En 1903, Roncalli está en Roma y lleva dos años en el seminario Romano: “Vigilancia a las superficialidades, ligerezas, manías en lo referente al estudio, a las cosas nuevas, libros nuevos, sistemas nuevos, personas nuevas (...) Debo tener en cuenta todo y seguir con interés el movimiento ascendente de la cultura católica, pero con la debida proporción” (6). “Siento la manía de querer saberlo todo, conocer todos los autores de valor, ponerme al corriente de todo el movimiento científico en sus multiformes expansiones, y en realidad leo aquí, devoro otro escrito allá, y saco poquísimo fruto” (7). Estamos en 1903, y debemos recordar que ese movimiento científico y cultural es el que San Pío X condenará cuatro años después. Tampoco debe olvidarse que el Santo Pontífice declarará que una de las causas del modernismo es precisamente la curiosidad unida a la afición por las novedades: “la curiosidad, si no se frena sabiamente basta por sí sola para explicar todo tipo de errores (...) ¡Lejos del clero el amor a las novedades!” (8).

    c) Un signo de los tiempos

    El mismo año 1903 dejará también a Roncalli un recuerdo que parece haberle impresionado mucho: la visita a Roma del rey Eduardo VII de Inglaterra y, poco después, la del emperador de Alemania el 2 de mayo: “sin embargo, este hombre, aunque protestante, ha hecho algo verdaderamente bueno aquí en Roma (...) Es un signo de los tiempos, que tras una noche borrascosa se ven iluminados por una luz nueva que brota del Vaticano, un retorno lento, pero vivo y real, de las naciones a los brazos del Padre común que desde hace tanto las espera” (9). Volveremos a encontrar con frecuencia ese “signo de los tiempos”, que Roncalli leerá siempre en las nuevas relaciones de las naciones con la Iglesia.

    d) La fe

    En diciembre, se prepara para la ordenación al diaconado: “procuraré guardar bien mi fe, como un santo tesoro, y pondré sumo cuidado en empaparme de ese espíritu de fe que va poco a poco desapareciendo por culpa de las llamadas exigencias de la crítica, al soplo y a la luz de los tiempos nuevos (...) Mi estudio procurará siempre, en todas las ciencias sagradas y en todas las cuestiones teológicas y bíblicas, investigar antes la doctrina tradicional de la Iglesia, y a partir de ella juzgar los datos recientes de la ciencia. No desprecio la crítica, y me guardaré muy bien de pensar mal o de faltar al respeto a los críticos; es más, me gusta la crítica y seguiré con entusiasmo los últimos resultados de sus investigaciones, me pondrá al corriente de los nuevos sistemas, de su desarrollo incesante, estudiaré sus tendencias; la crítica para mí es luz y verdad, y la verdad es santa y una sola. Sin embargo me esforzaré siempre por poner en tales discusiones, donde con harta frecuencia prevalecen entusiasmos irrazonables y apariencias deslumbrantes, una gran moderación, armonía, equilibrio y serenidad de juicio, aunque junto con una prudente y circunspecta amplitud de miras (...) Aquí en Roma, sobre todo, debo tomar ocasión de todas las cosas, incluso insignificantes, aun no del todo confirmadas por datos o motivos ciertos para alimentar mi fe, sin dejar nunca que envejezca, para educarla en una fortaleza varonil y decidida, y junto con una ternura inefable y una simpática ingenuidad” (10).

    Así pues, la fe es un tesoro que guardar, pero también que alimentar con la ayuda de la “crítica” para que no “envejezca”. La fe se nos presenta como una virtud ad intra, un tesoro que se puede incluso tener la obligación de profesar, pero no sentiremos frecuentemente en Angelo Roncalli la voluntad de compartir este tesoro y transmitir la fe a quienes no la han recibido.

    continúa...

    Última edición por ALACRAN; 03/04/2020 a las 21:32
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  4. #4
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    Re: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    2) Sacerdote y obispo

    El 10 de agosto de 1914, décimo aniversario de su ordenación, escribe: “las aptitudes particulares de mi carácter, las experiencias, las circunstancias, me inclinan al trabajo tranquilo, pacífico, fuera del campo de batalla, más que a la actividad batalladora, a la polémica, a la lucha”(11). De hecho, jamás luchará para destruir el error o para librar de él a quienes no se adhieren a la fe o a la verdad. Pero estas disposiciones no impiden que sea consagrado obispo en 1925.

    Visitador apostólico en Bulgaria, luego delegado apostólico en aquel país, Angelo Roncalli busca siempre desenvolver su caridad, y escribe al P. Gusmini el 28 de junio de 1926: “es preferible y bastante más ventajoso excederse un poco en bondad y en indulgencia (...) ciertos actos de firmeza hacen temblar” (12). Esto es innegable, pero no todos los actos de firmeza son malos; y ciertas faltas de firmeza pueden ser todavía más terribles.

    En 1935, Angelo Roncalli es trasladado a la Delegación Apostólica de Turquía y Grecia, con sede en Estambul. Durante los ejercicios de noviembre de 1940 medita el salmo Miserere (Sal. 50, 3-21). En el séptimo versículo se refiere a un dicho del P. Segneri, escritor espiritual del siglo XIX: “la verdad -dice el P. Segneri- es una virtud trascendente que entra en todos los asuntos bien regulados y, según la diversidad de éstos, toma diversos títulos. En las escuelas se llama ciencia; en el hablar, veracidad; en las costumbres, pureza; en la conversación, sinceridad; en el obrar, rectitud; en el contratar lealtad; en el aconsejar, libertad; en el cumplir las promesas, fidelidad; en los tribunales tiene el sublime título de justicia. Ésta es la verdad del Señor. ‘quae Manet in aeternum’” (13). Estas palabras son bellísimas, y también, verdaderas. Pero podemos tal vez lamentar que no se trate aquí de la verdad “predicamental”, que es la conformidad de la inteligencia con la realidad, en la cual se perfecciona el espíritu humano mismo. Y cuando Angelo Roncalli escribe: “mi sacerdocio” es “apostolado de verdad y caridad (...) soy maestro de misericordia y verdad” (14), podemos preguntarnos de qué verdad se trata.

    Durante el mismo retiro escribe también: “la Iglesia se presenta no como un monumento histórico, sino como una institución viviente” (15). Volveremos a encontrar más tarde esta concepción de la Iglesia, que no debe ser un museo sino un jardín.

    Nuncio en Francia desde 1945, reflexiona sobre las virtudes: “la primera de las cardinales es la prudencia. Aquí es donde combaten y a menudo son vencidos papas, obispos, reyes y dirigentes. Ésta es la virtud característica del diplomático. Yo debo profesarle un culto preferente (...) saber callar, saber hablar con medida, saber abstenerme de juzgar a las personas y tendencias (...) sino cuando me lo imponen mis superiores o los intereses más graves. En todo, decir más bien menos que más, y temor de decir demasiado” (16). ¿Acaso no es extraño oír aquí a un obispo calificar como virtud lo que no es sino el arte de la diplomacia?

    En 1948 anota algunas reflexiones sobre “mi temperamento, inclinado a la condescendencia y a descubrir inmediatamente el lado bueno de las personas y las cosas, más que a la crítica y al juicio temerario” (17).


    Última edición por ALACRAN; 04/04/2020 a las 20:25
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  5. #5
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    Re: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    3) Cardenal y Papa

    Tras su acceso al Patriarcado de Venecia en 1953, constatemos su continua preocupación por la caridad. En mayo de 1955 escribe: “no necesito emplear formas duras para mantener el buen orden. La bondad atenta, paciente y generosa llega mucho más rápidamente que el rigor y el látigo. Y no sufro decepciones ni dudas en este punto” (18). Así pues, esto no es en él solamente una consecuencia de su temperamento, sino una convicción real bien arraigada, que no teme equivocarse.

    Después de ser elegido Papa el 28 de octubre de 1958, leamos tres citas del Diario del Alma. La primera, de diciembre de 1959, sigue manifestando la misma confianza en sí mismo: “estoy agradecido al Señor por el temperamento que me ha concedido y que me preserva de aturdimientos e inquietudes molestos. Me siento en obediencia en todo y veo que el mantenerme así, ‘in magnis et in minimis’ confiere a mi pequeñez tanta fuerza de audaz sencillez que, por ser totalmente evangélica, pide y obtiene respeto general, y es motivo de edificación para muchos” (19).

    En la segunda cita volvemos a encontrar esa “audaz sencillez” junto con la virtud de la prudencia. Estamos a 13 de agosto de 1961. Angelo Roncalli es Papa desde hace más de dos años y hace una meditación sobre la simplicidad y la prudencia: “tratar a todos con respeto, con prudencia y con sencillez evangélica (...) Posee esta sencillez el que no se avergüenza de confesar el Evangelio incluso delante de hombres que lo consideran una debilidad y cosa de chiquillos, ni de confesarlo en todas sus partes y en todas las ocasiones y en presencia de todos”. Hemos leído bien: se trata de “confesar el Evangelio”, no de predicarlo. “Prudente es quien sabe callar una parte de la verdad cuya manifestación sería inoportuna; y que callada no daña a la verdad que dice falsificándola; el que sabe lograr los buenos fines que se propone, escogiendo los medios más eficaces de querer y obrar; el que en todos los casos sabe prever y medir las dificultades opuestas y contrarias, y sabe escoger el camino del medio con dificultades y peligros menores; el que habiéndose propuesto un fin bueno e incluso noble y grande no lo pierde nunca de vista, logra superar todas las dificultades y llega a buen término; el que en todo asunto distingue la sustancia y no se deja importunar por los accidentes (...) La sencillez es amor; la prudencia, pensamiento. El amor ora, la inteligencia vigila” (20).

    Un espíritu mal pensado podría encontrar aquí cierto tipo de maquiavelismo. Al menos, debemos recordar que quien escribe estas reflexiones sobre la prudencia ya no es un diplomático; no es un misionero perdido en medio de un país pagano, ni vicario de una parroquia en la periferia roja de Roma, sino el sucesor del Apóstol, al cual Jesucristo ordenó “confirmar a sus hermanos” (Lc. 22, 32). Y esta concepción de la prudencia se parece extrañamente a lo que Santo Tomás llama astucia (21).

    Pero finalicemos nuestra lectura del Diario del alma con algún devoto pensamiento sobre el misterio de Pentecostés, el 29 de septiembre de 1961: “el Concilio debe resultar un nuevo Pentecostés de fe, de apostolado, de gracias extraordinarias (...) Nuestra oraciones, unidas con las suyas [de María] renovarán el antiguo prodigio; y será como el amanecer de un nuevo día, un alba vivísima de la Iglesia Católica, santa y cada vez más santa, católica y cada vez más católica, en los tiempos modernos” (22).
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    Re: La tremenda culpa de Juan XXIII P. Michel Simoulin)

    4) Líneas maestras del pensamiento de Angelo Roncalli

    Creo que tenemos aquí todo el pensamiento íntimo de Juan XXIII. Él no era débil ni inconstante. Al contrario. Se observa en él una voluntad tenaz y profunda de unir a todos los hombres en una caridad humana, que ignora la diferencia entre ellos y sus contrastes; una “caridad” que rechaza tomar en consideración el error y todo lo que podría ser un obstáculo para la unidad; una “caridad” que rechaza enfrentarse a las dificultades y resolverlas, para reunirlo todo en el “amor”, considerado como único vínculo de unidad; una “caridad” que no busca comunicar el bien de la fe, sino solamente la paz humana.

    A Angelo Roncalli no le agrada la lucha doctrinal, ni mucho menos la condena de los errores, y prefiere la caridad pastoral a la teología especulativa que ilumina la verdad y hace de ella un signo de contradicción, fuente de divergencias y de discordias. Le agrada, sin embargo, la crítica junto con la novedad y el movimiento, signo de vitalidad y medio para la unidad. No se debe nunca ofender a nadie, y los errores doctrinales son simples accidentes históricos que se deben superar y vencer en la “caridad”. Así, a pesar de todos los contrastes en la fe, que son divergencias dolorosas, trabajaremos por una Iglesia cada vez más santa y cada vez más católica.

    La actitud sin malicia del Papa Bueno no debe engañarnos. No es “un simple dato caracteriológico de un Papa bonachón” (23) y no es el primero ni el único en ser afectado por el “aspecto profundamente reflejo de sus posiciones” (24) o por la “profunda coherencia, unida a una desconcertante sencillez, de sus líneas inspiradoras” (25).

    Sin embargo, se me podría objetar que el Diario del alma es un escrito íntimo, y que el hombre público no era así. Por consiguiente, es preciso estudiar también su predicación y veremos que la cosa es muy interesante.

    continúa...
    Última edición por ALACRAN; 04/04/2020 a las 20:39
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    PALABRAS Y ESCRITOS PÚBLICOS

    1) El nuncio Roncalli

    Como queremos tratar aquí del ecumenismo, se considerará sólo el periodo en el cual Angelo Roncalli se halla en contacto con el mundo no católico. Tampoco tomaremos en consideración las palabras privadas referidas por otros. Las palabras públicas y los escritos bastarán para sacar a la luz de forma explícita el tema de la necesidad de buscar siempre y ante todo lo que une, dejando de lado lo que constituye una dificultad: “no se trata de un simple dato caracteriológico, de la consecuencia de una predisposición casi natural: por el contrario, es una elección precisa elevada a teoría, añadiéndose al uso explícito en las homilías del término “hermanos separados”, indicando la necesidad de superar las barreras de cualquier género, invocando una cautela que sin embargo no excluye decisiones concretas, y hablando de la falsedad de una lógica que haga perdurar la separación” (26).

    Así, en carta a su hermano Giovanni el 17 de febrero de 1937, Mons. Roncalli se refiere a su comportamiento en Bulgaria y propone como modelo “mi silencio (...) contentarme con poco para no ofender la caridad y la paz” (27). Y en verdad le veremos practicar con habilidad y finura notables el arte de callar todo cuanto pueda disgustar.

    “¡Oh, Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica!”, exclama en Estambul el día de Pascua de 1939 (28), pero no añade “romana”, y no lo añadirá jamás. Por el contrario, podrá decir a los ortodoxos antes de abandonar Bulgaria: “el respeto que siempre he querido profesar en público y en privado, por todos y cada uno, mi silencio imperturbable y sin amargura (...) han debido hablar a todos de la sinceridad de mi corazón también hacia ellos, a quienes siento amar en el Señor con la misma caridad cristiana y fraterna que nos enseña el Evangelio. Pensemos todos seriamente en salvar nuestra alma, y habrá de llegar, porque Jesús lo ha dicho, el día en que en la Iglesia santa sean únicos el rebaño y el pastor. Apresuremos con nuestras oraciones y con nuestra caridad ese bendito día. ‘Via pacis, via charitatis, via veritatis’” (29). En consecuencia, el camino a seguir está bien trazado, y será siempre el mismo: primero la paz, luego la caridad, por último la verdad; viviendo en la paz y en el amor fraterno, amándonos a pesar de nuestras diferentes creencias, llegaremos a la verdad.

    Pero es al revés: sabemos que, así como el deseo y el amor presuponen el conocimiento, así también la caridad presupone la fe, y la unidad en la caridad presupone la unidad en la fe. Además estamos en 1935, y Pío XI había escrito claramente en 1928: “puesto que la caridad se apoya, como su fundamento, sobre la fe íntegra y sincera, es necesario que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente por el vínculo de la unidad de la fe” (30).

    Ello no impide que la finalidad de Angelo Roncalli, finalidad que él considera su deber, sea siempre “favorecer esas formas de confraternización entre los católicos y los ortodoxos que sirvan para reconducir a todos más íntimamente a las fuentes puras de la vida religiosa cristiana” (31). Y esa fuente pura es para él la Eucaristía, motivo de comunión entre católicos y ortodoxos.

    Así, el 27 de julio de 1926, a un joven búlgaro que le pedía estudiar en el seno de la Iglesia Católica, le escribe para invitarle, “como siempre he hecho con todos los jóvenes ortodoxos, a aprovechar los estudios y la educación que usted recibe en el seminario [ortodoxo] de Sofía”. Para justificar su rechazo explica que “los católicos y los ortodoxos no son enemigos, sino hermanos. Tienen la misma fe, participan en los mismos sacramentos, sobre todo en la misma eucaristía. Nos separan algunos malentendidos sobre la constitución divina de la Iglesia de Jesucristo. Quienes fueron causa de esos malentendidos han muerto hace siglos. Dejemos las antiguas controversias y, cada uno en su campo, trabajemos para hacer buenos a nuestros hermanos, ofreciéndoles nuestros buenos ejemplos (...) Más tarde, aunque partiendo de caminos distintos, nos encontraremos en la unión de las Iglesias para formar todos juntos la verdadera y única Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo” (32).

    Estas palabras son verdaderamente tremendas. No sólo se puede apreciar que Roncalli usa ya la palabra “Iglesia” cuando habla de los ortodoxos, sino que debe notarse también la influencia de Dom Lambert Beauduin, con quien Roncalli mantenía desde hacía años estrechos contactos, y que atacaba duramente la práctica de las conversiones individuales: “esta búsqueda de conquistas aisladas es altamente perjudicial para la aproximación de las Iglesias” (33). Esta concepción no era una novedad: era una herencia de algunos anglicanos del siglo XIX (34).

    El 18 de marzo de 1927, Angelo Roncalli se entrevista en Estambul con el patriarca ecuménico Basilio III, elegido para la sede de Constantinopla en 1925. Escribe entonces a Adelaide Coari: “hace un mes mantuve en Constantinopla un interesante coloquio con el patriarca ecuménico Basilio III, el sucesor de Focio y de Miguel Cerulario [causantes del cisma de oriente en los siglos IX y XI, respectivamente]. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Pero es a la caridad de los católicos a la que se pide que apresure la hora del retorno de los hermanos a la unidad del rebaño. ¿Comprende? A la caridad, más que a las discusiones científicas” (35).

    Como siempre, insiste Roncalli sobre la primacía de la caridad en las relaciones con los hermanos separados. Ya en la homilía de Pentecostés de 1925 (apenas llegado a Bulgaria) afirmaba sin temblar: “puesto que la caridad del Señor, difundida hoy en una forma más viva en nuestros corazones, me invita a hablar, permitidme que ofrezca el doble fruto de la fiesta de este día, ‘pax et gaudium’, en señal de saludo y de felicitación a nuestros queridos hermanos ortodoxos, separados de nosotros a causa de una disciplina diferente, pero unidos a nosotros en la misma adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” (36). Por consiguiente, el terreno estaba bien preparado para recibir todas las influencias y este pensamiento se reencontrará en muchas otras homilías.

    Nombrado representante pontificio en Turquía y Grecia en 1935, las convicciones de Angelo Roncalli se confirmarán allí. El 6 de enero, Angelo Roncalli hace su solemne entrada en la catedral del Espíritu Santo, donde pronuncia su primera homilía: “cada cual tiene un espíritu particular, pero todo espíritu alaba al Señor (...) En la Santa Iglesia católica, como en la vida de los pueblos, todo se renueva salvo las bases doctrinales y morales del orden social, natural y sobrenatural; las circunstancias nuevas de tiempos y lugares inspiran nuevas formas de vida y de apostolado religioso. Y bajo este aspecto, afortunado sea quien sepa caminar con los tiempos, ajustarse a las necesidades de las almas, y encontrar en todo el punto justo para preparar el futuro” (37). Y continúa haciendo algunas observaciones sobre la “estabilidad de los principios eternos de la Iglesia y la mutación de las circunstancias”.

    El 25 de febrero de 1935, octavario por la unidad de los cristianos, pronuncia unas palabras extrañas: “Jesús no fundó las diversas iglesias cristianas, sino su Iglesia (...) Aquella sociedad divino-humana que debía ser sobre la tierra imagen de la sociedad celestial, se disolvió a medida que aquí y allá los intereses humanos, locales y nacionales se impusieron al designio de Cristo y lo desfiguraron (...) Pero nuestra piedad es grande hacia tantos hermanos en Jesucristo que observamos a nuestro alrededor, dignos como nosotros y más que nosotros de gozar de los frutos de la Redención de Jesús (...) Mis queridos hermanos, no nos detengamos sobre los recuerdos de lo que nos divide (...) Contemplemos el futuro a la luz del designio de Cristo. La unidad de la Iglesia debe ser reconstruida plenamente (...) La palabra de Jesús es eficaz como un sacramento. Pero exige nuestra cooperación: cooperación de oración, cooperación de caridad fraterna (...) roguemos implorando del cielo y de la tierra el retorno a la unidad de la Iglesia (...) y eduquemos cada vez más nuestro corazón en las efusiones de esa caridad hacia nuestros hermanos separados (...) ¡Gran enseñanza es la que me gusta repetir a menudo: ‘via charitatis, via veritatis’, itinerario de caridad, itinerario de verdad!” (38). Observemos que aquí se habla de una recuperación de la unidad de la Iglesia, como si ésta se hubiese perdido, y no de un retorno de los separados a la unidad de la Iglesia. Desgraciadamente, este concepto de unidad se hará cada vez más dominante.

    La fiesta de Pentecostés es fuente de inspiración sobre este tema: “¡cuántas luchas en otros tiempos sobre si el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, o procede del Padre por medio del Hijo! ¡Oh, cuánto tiempo perdido en inútiles disquisiciones, que hoy nos revelan la vacuidad de aquellos siglos dolorosos!” (39). ¿Sería posible encontrar un pensamiento más despreciativo para la Iglesia y para sus Padres?

    El argumento del cambio en las formas vuelve todavía a añadirse al de la caridad como medio para superar todas las divisiones: “en los designios del Señor, lo material y mutable por naturaleza no tiene importancia (...) El reino de Dios es todo para beneficio de la humanidad, pero no está subordinado a lo que, incluso en la misma religión verdadera, hay de material, de externo, de transitorio. Jesús de Nazaret fijó las líneas fundamentales de la organización eclesiástica, pero no ligó ésta a razones locales o circunstanciales” (40).

    En la tercera misa de Navidad de 1943 tenemos una bella meditación sobre el espíritu de fe y sobre el espíritu de mansedumbre, que continúa con una meditación sobre el espíritu de universalidad y de catolicidad: “en Belén comienzan a desaparecer las distinciones: si hay preferencias, es por los pequeños, por los pobres, por los marginados: la democracia en acción [sic] (...) según el nuevo y bueno espíritu que acoge a todos en una sola familia (...) Los pequeños brazos del Niño Jesús, abiertos por igual a los pastores y a los Reyes Magos, son los mismos que desde la Cruz gritan a todos el respeto por la verdadera igualdad y fraternidad universal” (41).

    La misma perspectiva y el mismo convencimiento para superar las divisiones son retomados en la homilía de Pentecostés de 1944: “observando el sentimiento que nos hace amar, distingámonos de quien no profesa nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, musulmanes, creyentes o no creyentes de otras religiones”. Angelo Roncalli observa que: “parece lógico que cada cual se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar o nacional, encerrándose dentro del círculo de la propia camarilla, como se dice de los habitantes de muchas ciudades de la Edad de Hierro”. Pero Roncalli no aprueba esta lógica: “a la luz del Evangelio y del principio católico, ésta es una lógica falsa; Jesús vino a abatir esas barreras; murió para proclamar la fraternidad universal; el punto central de su enseñanza es la caridad, es decir, el amor que une a todos los hombres a Él como primero de los hermanos, y a Él con nosotros al Padre” (42). Por consiguiente, si he entendido bien, la caridad uniría a Cristo con todos los hombres... ¡incluso con quienes no creen en él!

    Si damos un salto adelante llegamos, tras el periodo francés, al discurso con el cual se presenta ante el clero y el pueblo de Venecia el 15 de marzo de 1953. Comienza complaciéndose de su buen temperamento: “un poco de sentido común que me hace ver rápida y claramente las cosas; una disposición hacia el amor a los hombres que se mantiene fiel a la ley del Evangelio, respetuoso de mi derecho y del de los demás, me impide hacer el mal a nadie y me anima a hacer el bien a todos”. Luego describe su experiencia: “la Providencia me hizo recorrer los caminos del mundo en Oriente y en Occidente, acercándome a gente de religión e ideología diversas, conservando la calma y el equilibrio en la investigación y en la opinión; siempre preocupado, salvada la firmeza en los principios del Credo católico y de la moral, más por lo que nos une que por lo que nos separa y suscita confrontaciones” (43).
    Última edición por ALACRAN; 06/04/2020 a las 21:45
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    2) Hacia el Concilio

    Con esto me parece que podemos comprender todas las palabras y las conductas del Papa Juan, que se confirmarán en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962.

    Cuando en la alocución de 25 de enero de 1959 hable de “una época de renovación”, o cuando lance una “renovada invitación a los fieles de las iglesias separadas a participar con nosotros en este convite de gracia y de fraternidad”, comprenderemos el verdadero sentido de sus palabras (el texto oficial del Osservatore Romano dice: “a seguirnos también ellas en esta búsqueda de unidad y de gracia”).

    El 29 de enero de 1959 pide “acabar con las discordias y volver a juntarnos sin hacer un proceso minucioso para dilucidar quién estaba equivocado y quién tenía razón; puede haber habido responsabilidad en todas las partes; así que el Papa sólo quiere decir: juntémonos” (44). Dice también el 31 de enero que “la labor de quien la gobierna [la Iglesia] no es custodiarla como un museo, sino guiarla por el camino de la vida” (45). Escribe al clero véneto el 21 de abril de 1959 hablando de “su deseo más anhelante de dilatar los espacios de la caridad y de permanecer con su puesto con claridad de pensamiento y con grandeza de corazón (...) En Oriente, primero la aproximación, luego el acercamiento, y la reunión perfecta de tantos hermanos separados con la antigua Madre común” (46).

    En la audiencia del 14 de febrero de 1960 advierte que “si los hermanos que se han separado, y que también están divididos entre sí, quisieran concretar el común deseo de unidad, podríamos decirles con vivo afecto: ésta es vuestra casa; ésta es la casa de los que llevan el signo de Cristo. Si, por el contrario, como algunos todavía afirman, se quisiese empezar con discusiones y debates, no se concluiría en nada” (47).

    En la audiencia del 27 de marzo de 1960 invita a todos a moverse: “y el Papa que os habla, el humilde siervo de Dios, quiere este domingo, también él, moverse para caminar hacia sus hijos más humildes y queridos (...) Lo que importa es moverse siempre, no reposar sobre el surco de los hábitos contraídos; caminar siempre en busca de nuevos contactos; estar siempre abierto a las exigencias legítimas del tiempo en que estamos llamados a vivir, para que cristo sea anunciado y conocido en todas las formas” (48).

    El 7 de marzo, en Santa Sabina, se refiere a la unidad de la Iglesia: “por lo demás, miramos con nostalgia y con amor a nuestros hermanos separados, los cuales, alejados de la unidad de la Iglesia, han dado origen a tradiciones que han quebrantado la gran tradición, pero sin destruirla del todo. La gracia del Señor ha mantenido los elementos más preciosos de la fundación divina” (49).

    El 10 de agosto de 1962 dice a los seminaristas que habían venido a visitarle a Castel Gandolfo que “el Concilio quiere tomar la vía ancha, la vía de los pueblos y de las gentes, los caminos vislumbrados por los profetas e indicados por Cristo” (50).

    Por último, debemos hablar del mensaje del 11 de septiembre de 1962 (Ecclesia Christi, lumen Gentium), un mes antes de la apertura del Concilio. Si creemos lo publicado por el Card. Suenens en 1985 y 1991, en él se encuentra una distinción entre la Iglesia ad intra y la Iglesia ad extra que habría sido inspirada y esclarecida por los cardenales Suenens, Montini (futuro Pablo VI), Liénart, Lercaro y Siri (51). Algunas partes del mensaje serían casi al pie de la letra pasajes del texto elaborado por dichos cardenales para dirigir el Concilio según su pensamiento, y según un proyecto que el papa Juan pidió se conservase en secreto. Consistiría en que la Iglesia quiere ser estudiada tal cual es, en su estructura interna (vitalidad ad intra), que representa, sobre todo ante sus hijos, los tesoros de la fe iluminadora, pero también en su vitalidad ad extra, es decir, ante las exigencias y las necesidades de los pueblos. Nos encontramos de nuevo aquí con lo que ya habíamos oído sobre la fe y la caridad: la fe es un tesoro que debe custodiarse ad intra, para los fieles, y la caridad es una conducta que debe manifestarse ad extra, para los demás. No fueron los cardenales amigos del Papa quienes le enseñaron esta distinción, pero quizá le ayudaron a aclarar y expresar su pensamiento.

    Todas estas ideas, sin embargo, se encuentran en la alocución de apertura del Concilio (Gaudet Mater Ecclesiae) del 11 de octubre de 1962. Tenemos ya todo el material que se resumirá en este discurso, y podemos creer al Papa Juan cuando dice a su secretario: “de aquel discurso publicad también su primera redacción en lengua italiana, para que se sepa, no como elogio para mí, sino en deuda de mi asumida responsabilidad, que me pertenece desde la primera palabra hasta la última” (52). De hecho, toda su vida es la verdadera y mejor exégesis de esta alocución.

    continúa
    Última edición por ALACRAN; 06/04/2020 a las 21:52
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    GAUDET MATER ECCLESIAE
    : JUAN XXIII EN GUERRA CON LA TRADICIÓN


    Este discurso es la clave para comprender el Concilio: define el espíritu del Concilio y su método, tomando la dirección opuesta no solamente a todo el trabajo de preparación de la Curia, sino también a las enseñanzas y directrices de los Papas desde la Revolución Francesa y a la tradición pastoral de la Iglesia.

    http://www.vatican.va/content/john-xxiii/es/speeches/1962/documents/hf_j-xxiii_spe_19621011_opening-council.html

    Leyendo los “signos de los tiempos”, Juan XXIII hace un análisis de las nuevas relaciones entre la sociedad y la Iglesia: la Cristiandad ya no existe, y eso es un bien para todos; la Iglesia es libre y puede abrirse a todos. Habiendo entrado en una época de renovación, cuyas formas son totalmente distintas, la Iglesia tiene necesidad de un nuevo impulso vital para adaptarse a las exigencias de la edad actual, para que pueda realizar esa renovada forma de unidad en la misericordia. En otros términos, se repite que estamos en el umbral de una nueva era, y el Concilio debe tomar la vía ancha.

    Luego, el discurso desarrolla cuatro ideas:

    1. Se trata en primer lugar de la relación dinámica entre la vida terrena y los bienes celestiales. La Iglesia atraviesa el tiempo y el espacio en contacto con todas las realidades humanas. Los cristianos tienen a su disposición el tiempo y las cosas materiales para conseguir los bienes celestiales, y la Iglesia siempre está dispuesta a respetar y valorar los más recientes desarrollos del pensamiento, de la voluntad y del genio humano, sin estar ligada a nada material.

    2. Por consiguiente el fin del Concilio no puede ser discutir o repetir la doctrina, sino dar un salto adelante para una nueva profundización doctrinal y espiritual en la doctrina que transmitir. Ésta se ha convertido en “patrimonio común de los hombres”. Por ello tal salto debe darse en conformidad “con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales”. Se trata de una nueva penetración doctrinal, no para cambiar la sustancia de la doctrina, sino para una reformulación de “la manera como se expresa”, según “las normas y exigencias de un magisterio de carácter plenamente pastoral”.

    3. Por tanto se debe renunciar a las condenas para anunciar el Evangelio en toda su misericordia. Hay que abandonar la severidad y escoger la misericordia, ilustrando así la validez de la doctrina de la Iglesia. Ésta podrá entonces extender por todas partes la amplitud de la caridad cristiana, arrancando así las semillas de la discordia y favoreciendo la paz y la unión fraterna.

    4. De este modo quedará abierta la puerta para un ecumenismo auténtico, superando las divisiones entre cristianos. En realidad, el problema de la unidad cristiana está situado en el más amplio contexto de la unidad de destino de la humanidad entera. Aunque la familia cristiana no haya alcanzado todavía plenamente la unidad en la verdad, la Iglesia quiere trabajar en la recomposición del gran misterio de la unidad. Y ya puede verse como una triple irradiación del misterio de la unidad de la Iglesia: unidad de los católicos entre sí, unidad de oraciones y de deseos de los cristianos separados y, en fin, unidad en la estima y en el respeto hacia la Iglesia de los hombres religiosos no cristianos. Estará así preparada la vía hacia esa unidad del género humano que se pide como necesario fundamento para que la Ciudad terrena se componga a semejanza de la celestial.

    En resumen, la Iglesia de los Papas que han condenado los errores del pasado o la Revolución, debe dejar su puesto a esta Iglesia cuya caridad trasciende todos los errores. Hoy, libre la Iglesia del poder civil, debe sin embargo todavía vivir un nuevo Pentecostés que renueve la faz de la tierra. No es un museo de antigüedades que haya que custodiar, sino un jardín cuya riqueza interior hará florecer el Concilio. Para ello debe liberarse todavía de sus viejas categorías de pensamiento y de sus pasadas actitudes hacia el mundo, para que pueda trabajar con amor y misericordia con todos los hombres de buena voluntad en la edificación de una sociedad nueva adaptada a las nuevas condiciones de la historia, es decir, al nuevo orden mundial en la unidad del género humano.

    Wenger, corresponsal de La Croix, no se equivocó al escribir: “el discurso del 11 de octubre es la verdadera ley fundamental del Concilio. Más que un orden del día, define un espíritu. Más que un programa, daba una orientación (...) Un Papa juzgado como conservador proponía un programa innovador” (54). Y la encíclica Pacem in Terris será en 1963 la confirmación clara de que el ecumenismo del Papa Roncalli no es más que un elemento de su visión mundialista de la Iglesia en el mundo actual.

    La tarde de ese mismo día, el Papa Juan dirá al pueblo de Roma reunido en la Plaza de San Pedro su famoso “discurso de la luna”, que confirma su pensamiento y que hizo llorar de emoción a todas las gentes: “sigamos pues, amándonos así; y en cada ocasión sigamos tomando lo que nos une, dejando de lado, si lo hay, cualquier cosa que pudiese ponernos en dificultades”.
    Última edición por ALACRAN; 07/04/2020 a las 20:42
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    CONCLUSIÓN

    La vida y la experiencia no le enseñaron nada a Angelo Roncalli: captado desde su juventud por una idea fija, revelada en su Diario del alma, en su predicación y en sus últimas palabras, confió esta idea al Concilio para hacer de ella la norma de la nueva Iglesia.

    Separó la caridad de la fe, y esto es un crimen tremendo: la caridad no puede ser caridad si no incluye la fe, tanto para tener un objeto propio como para comunicarlo. Cuando se trata de Dios, es cierto que la caridad no tiene otro fin que sí misma, porque posee en sí su propio objeto. Pero cuando se trata del prójimo, la caridad lleva siempre y necesariamente o a gozar de Dios si está presente en él, o a dárselo si está ausente. Es evidente que existe también una forma negativa de la caridad, que busca no molestar, no desagradar, no ofender a nadie: es la paciencia, la cortesía, la amabilidad o la afabilidad.

    Pero existe sobre todo una forma positiva, que es la benignidad, es decir, la comunicación del bien. Y el primer bien que debe comunicarse es Dios, su verdad, su caridad y su paz, que es fruto del orden, de la sumisión a la Palabra, a la Verdad, a la Voluntad de Dios. Esta caridad positiva es una obligación para el cristiano, para el sacerdote, para el obispo... ¡pero todavía más para el Papa! Y la verdad sobre Dios jamás puede ser importuna.

    Además, Juan XXIII quiso olvidar una verdad que conocía bien (¡la recuerda en su alocución!), a saber, que la unidad es una realidad intrínseca. La que nace únicamente de causas extrínsecas no es una unidad, sino un “estar juntos”, una reunión en la cual cada uno conserva su propia identidad. De hecho, todos siguen estando interiormente separados, unidos sólo por un sentimiento amistoso que no cambia nada. La verdadera unidad surge de las causas intrínsecas: idem credere, idem sperare, idem velle et nolle [un mismo creer, un mismo esperar, un mismo querer y no querer], la primera de las cuales es la verdadera y única fe católica. Sólo la fe informada por la caridad puede realizar la verdadera unidad cristiana.

    Por el contrario, esa gran unidad con la que sueña el Papa Roncalli no es la unidad de la fe, sino sólo la de los hombres que quieren amarse y apreciar a la Iglesia y su doctrina.

    Lamentablemente, Juan XXIII hizo de una conducta de cortesía, de urbanidad o de sana diplomacia, un principio de teología, no solamente pastoral sino también dogmática: la caridad que se debe tener hacia todos los hombres debe reducir al silencio todas las exigencias de la verdad. La Cristiandad es un monumento del pasado. Se debe caminar hoy sobre la vía ancha de la misericordia (que indudablemente la Iglesia nunca había seguido... hasta él) según principios y métodos despreciados hasta ahora. No es la doctrina la que se intenta cambiar -se dice- sino el espíritu y la actitud ante el mundo moderno.

    Así, Juan XXIII hizo saltar todos los cerrojos puestos por sus predecesores para proteger la fe de la Iglesia, anulando con un discurso de once páginas tres Syllabus: el de Pío IX (1864), el de San Pío X (Lamentabili y Pascendi, 1907), y el de Pío XII (Humani Generis, 1950). Ese discurso es verdaderamente una declaración de guerra a la Tradición de la Iglesia.

    Por consiguiente, si buscamos dónde o cuando dio un giro el Concilio, buscamos en vano. El Concilio jamás dio giro alguno. Fue desorientado desde el principio por Juan XXIII mismo, y los giros imprimidos al Concilio por el Card. Liénart el 13 de octubre de 1962, o por el Card. Suenens el 4 de diciembre (Vid. Ralph M. Wiltgen, El Rhin desemboca en el Tíber), o cualquiera otro, no son más que la confirmación y el reforzamiento de esa orientación originaria querida y dada personalmente por Juan XXIII. Todos esos “giros” del Concilio, como todos los actos que le precedieron (nombramiento de los expertos, por ejemplo), acompañaron (gestos hacia los no católicos, por ejemplo) o siguieron, han sido momentos en los cuales el Concilio ha sido guiado o reconducido sobre la vía querida por Juan XXIII.

    Y si releemos las últimas palabras del Papa Juan, no podemos dejar de pensar en las palabras tan claras de San Pío X sobre Le Sillon, cuyo fundador Marc Sangnier, había dejado en Mons. Roncalli “el recuerdo más vivo de toda su juventud sacerdotal” (55); verdaderamente se puede decir que el Sillon se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera. Nos tememos algo todavía peor (...) El beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (porque el sillonismo, sus jefes lo han dicho, es una religión) más universal que la Iglesia Católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en el ‘reino de Dios’. ‘No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad’" (56).

    Juan XXIII no fue un papa de tradición, sino de contradicción. Y si fue un Papa de transición, lo fue en el sentido en el cual dijo un día Karl Rahner que “el Papa de transición, Juan XXIII, aseguró la transición de la Iglesia hacia el porvenir” (57). En este sentido es verdad que el Papa Roncalli fue un Papa de transición desde la Iglesia Católica a la “Iglesia Conciliar”. Él es el verdadero padre, el único padre del Concilio, del ecumenismo actual y de esta “Iglesia Conciliar” que él quiso y de la cual otros Papas han sido y son todavía hijos. Él puede decir a todos los Papas, obispos o sacerdotes de la “Iglesia Conciliar”: “no tenéis muchos padres (...) soy yo quien os ha engendrado” (cfr. Sal. 2, 7).

    P. Michel Simoulin

    III Congreso Teológico de Sí Sí No No (1998)
    Última edición por ALACRAN; 07/04/2020 a las 20:43
    Hyeronimus dio el Víctor.
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    NOTAS

    1 Mons. Capovilla, Giovanni XXIII, Quindici letture, Roma 1970.

    2 Juan XXIII, Diario del alma. Cristiandad, Madrid, 1964. En la edición italiana (San Paolo, 1989) se reproduce una nota autógrafa de Juan XXIII fechada en 1961 y publicada por el Osservatore Romano el 1 de mayo de 1966. Esta nota resulta extraña porque el Papa parece lamentar la muerte sin ceremonias religiosas de Buonaiutti, más que su culpa e impenitencia.

    3 “Mi alma está en estas páginas más que en cualquier otro de mis escritos”, Diario del alma, introducción a la edición italiana, pág. 7

    4 Diario del alma, pág. 130

    5 De charitate, art. 4, n. 6

    6 Diario del alma, 4-1-03, pág. 173

    7 Diario del alma, 8-1-03, pág. 174

    8 San Pío X, Pascendi Domini Gregis, 8-9-1907

    9 Diario del alma, 8/9-12-03, págs. 194

    10 Diario del alma, 8/9-12-03, págs. 218-219

    11 Diario del alma, 10-8-14, pág. 263

    12 Diario del alma, ed. It., n.722, nota 2

    13 Diario del alma, pág. 322

    14 Diario del alma, págs. 328-329

    15 Diario del alma, pág. 332

    16 Diario del alma, pág. 344

    17 Diario del alma, pág. 350

    18 Diario del alma, pág. 366

    19 Diario del alma, pág. 378

    20 Diario del alma, pág. 389

    21 Summa Theologica, II-II, 55, 3

    22 Diario del alma, ed. It., n.1024

    23 G. Ruggeri, Appunti per una teología in Papa Roncalli, en Papa Giovanni, edición de Giuseppe Alberigo, Laterza 1987, pág. 248

    24 A. Melloni, Formazione e sviluppo della cultura di Roncalli, en Papa Giovanni cit., pág. 16

    25 G. Ruggeri, op. cit., pág. 246

    26 M. Guasco, La predicazione di Roncalli, en Papa Giovanni cit., pág. 267

    27 Juan XXIII, Cartas a sus familiares. Paulinas, Bilbao 1969, pág. 332

    28 A. Melloni, Angelo Giuseppe Roncalli, La predicazione a Istanbul. Omelie, discorsi e note pastorali (1935-1944), Biblioteca de la Rivista di Storia e letteratura religiosa, Florencia 1993, pág. 180

    29 Homilía del 25 de diciembre de 1934, en Francesca Della Salda, Obbedienza e pace. Il vescovo Angelo Giuseppe Roncalli tra Sofia e Roma (1925-1934), Marietti 1989, pág. 261

    30 Pío XI, encíclica Mortalium Animos de 6 de enero de 1928

    31 Carta a Mons. D’Herbigny, 9 de julio de 1925, en Della Salda, op. cit., pág. 37

    32 Carta del 27 de julio de 1926 a C. Morcefky, en Della Salda, op. cit., pág. 49

    33 De quoi s’agit-il?, en Irenekon. Della Salda, op. cit., pág. 61, nota 88

    34 G. Tavard, Petite histoire du mouvement oecuménique, Fleurus 1960, pág. 41

    35 Carta del 9 de mayo de 1927, en A. y G. Alberigo, Giovanni XXIII. Profezia nella fedeltà. Queriniana, Brescia 1978, pág. 427

    36 Homilía del 31 de mayo de 1925, en Obbedienza e pace, cit., pág. 153

    37 Homilía del 6 de enero de 1935, en Melloni, La predicazione a Istanbul cit., págs.. 49-50

    38 Homilía del 25 de febrero de 1935, ibid., págs. 54-56

    39 Homilía del 30 de mayo de 1936, ibid.., pág. 88. En Church Times del 7 de junio de 1963 se refiere que, recibiendo una vez a un eminente observador anglicano, el Papa le preguntó: “¿es usted teólogo?”. “No, Santo Padre”, repuso el interlocutor algo apurado. “¿Menos mal, ‘Deo gratias! Tampoco yo lo soy más de lo necesario. Fíjese en cuantas dificultades nos han puesto los teólogos profesionales, con sus sutilezas y su amor propio (...) Los cristianos corrientes, como usted y como yo, tenemos que escapar de ellos”.

    40 Homilía del 6 de enero de 1938, en Melloni, op. cit., págs. 138-139

    41 Homilía del 25 de diciembre de 1944, ivi, pág. 344

    42 Homilía del 28 de mayo de 1944, ivi, pág. 368

    43 Guasco, op. cit., págs. 125-126. Obsérvese que, el 20 de diciembre de 1949, la instrucción Ecclesia Catholica había pedido a los obispos que vigilasen para que, con el pretexto de que se debía dar mayor consideración a lo que nos une que a lo que nos separa de los no católicos, no se favoreciese el indiferentismo.

    44 Il Concilio Vaticano II, en La Civiltà Cattolica, edición de Giovanni Caprile. Annunzio e preparazione, vol. I, pág. 107, n. 1

    45 Ivi, pág. 108

    46 AAS (1959), pág. 380

    47 Acta et documenta Concilio oecumenico vaticano II Apparando, Typis polyglottis vaticanis, 1960, Series I, Volumen I, Acta Summi Pontificis, pág. 74

    48 Citado por Ruggieri, op. cit., págs. 256-257. El Papa dará ejemplo recibiendo el 17 de octubre de 1960 a 180 delegados judíos del United Jewish Appeal y diciéndoles: “soy José, vuestro hermano” (J. Toulat. Juifs, mes frères. Paris, 1962, pág. 17)

    49 Osservatore Romano, 10 de marzo de 1962

    50 Il Concilio Vaticano II cit., vol I, p. II. pág. 576

    51 Nouvelle Revue Théologique, n. 107, ene-feb. 1985, págs. 3-21. Card. Suenens, Souvenirs et esperances, Fayard 1991, págs. 65-80

    52 Capovilla, op. cit., pág. 197

    53 Desgraciadamente, esta distinción entre la sustancia de la doctrina tradicional y su formulación en los términos con que se expresa, fue condenada por San Pío X (Pascendi, 1907) y por Pío XII (Humani Generis, 1950). [N. del T.: para los textos de este discurso nos guiamos por Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, B. A. C. 252, Madrid 1965, págs. 745-752. Pero debe tenerse en cuenta que los textos transcritos, correspondientes al n. 14 de dicho discurso (pág. 749), difieren sustancialmente en la versión latina oficial y en las versiones vernáculas. Al respecto, vid. Romano Amerio, Iota Unum. Estudio sobre las transformaciones de la Iglesia atólica en el siglo XX. Salamanca 1995, Cap. IV, págs. 67-69]

    54 Vatican II, I session, Paris, 1963, págs.. 38-39

    55 Carta del 6 de enero a la Sra. Sangnier, L’âme populaire, n. 571, pág. 4

    56 San Pío X, Notre Charge Apostolique, 25 de agosto de 1910, en Doctrina pontificia. Documentos políticos. BAC 174, Madrid 1963, pág. 419, nn. 38-39

    57 Citado por G. Zizola, Les Papes du XX siècle, DDB 1996, pág. 153

    LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI

    .
    Última edición por ALACRAN; 10/04/2020 a las 20:30
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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