“Si muchos cardenales hubiesen conocido en la intimidad a nuestro venerado Padre Juan XXIII, no le habrían votado”: así escribía mons. Loris Capovilla, el 15 de marzo de 1965, Adelaide Coari, unida desde su juventud por la amistas espiritual a Angelo Roncalli, con el cual tuvo en común “la experiencia de aquella generación que a principios del siglo XX había asistido, cuando no sufrido, las disposiciones antimodernistas, y se había mantenido firmemente dentro de la Iglesia” (S. Zampa, A. G. Roncalli ed Adelaida Coari: una amicizia spirituale, en Giovanni XXIII, transizione del Papato e della Chiesa, en edición de G. Alberigo, pág. 49, nota 53, y págs. 35 y ss.), a la espera de tiempos más propicios.
En las siguiente líneas desvelaremos, en los escritos del mismo Angelo Roncalli, esa ”intimidad” desconocida para los cardenales electores, y en esa “intimidad” se nos desvelará la raíz primera de la actual crisis de la Iglesia.
PREÁMBULO
El 24 de mayo de 1963, sintiendo el papa Juan XXIII próxima su muerte (que acaecería el 3 de junio), confió al card. Cicognani, a mons. Dell’Acqua y a mons. Capovilla su testamento espiritual, que es como el compendio de su pensamiento y de toda su vida: “ahora más que nunca, sin duda, más que en siglos pasados, nos consagramos a servir al hombre en cuanto tal, y no sólo a los católicos; a defender ante todo y donde sea los derechos de la persona humana, y no solamente los de la Iglesia Católica. Las circunstancias actuales, las exigencias de los últimos cincuenta años, la profundización doctrinal, nos han conducido ante realidades nuevas, como dije en el discurso de apertura del Concilio. No es el Evangelio el que cambia. Somos nosotros quienes comenzamos a comprenderlo mejor. Quien ha vivido más y se ha encontrado a principios de siglo ante tareas nuevas de una actividad social que abarca a todo el hombre; quien ha estado, como yo he estado, veinte años en Oriente, ocho en Francia, y ha podido confrontar culturas y tradiciones distintas, sabe que ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de aprovechar las oportunidades y mirar a lo lejos (1).
Para quien ha estudiado la vida del Papa Juan leyendo su Diario del alma, sus escritos y discursos hasta su alocución de apertura del Concilio, la sorpresa no es grande. Porque desde el seminario se aprecia que su mente no entiende bien el concepto de caridad ni sus relaciones con la fe. Y esta desviación se desarrolló a lo largo de todo el curso de su vida. Veremos así el pensamiento de Angelo Roncalli expresarse cada vez más claramente en su predicación, pero sin corregirse jamás.
Sin duda, él experimentó ciertas influencias: su amistad con Ernesto Buonaiuti [modernista], su compañero de seminario que le asistió en la ordenación (2), su admiración hacia mons. Radini Tedeschi, del cual fue fiel secretario de 1905 a 1914, o sus relaciones con Dom Lambert Beauduin (monje benedictino precursor de la Reforma litúrgica postconciliar) en Bulgaria. Pero estas influencias no habrían tenido ningún efecto si su espíritu no estuviese ya renqueante. Por ello hay que interrogar a Angelo Roncalli mismo. Esto no es demasiado difícil, porque habló mucho y también escribió mucho. Leeremos, por ejemplo, algunos pasajes del Diario del alma, que escribió desde 1895, al entrar en el seminario de Bérgamo, hasta 1963, algunos días antes de su muerte; leeremos algunos extractos de su predicación en Sofía, Estambul, Venecia y Roma, y veremos aparecer cierta persistencia sobre algunos argumentos esenciales, que se repiten siempre y que se afirmarán con solemnidad en el discurso Gaudet Mater Ecclesia con que abrió el Concilio el 11 de octubre de 1962. Y esto debería bastar para demostrar que Juan XXIII no era un ecumenista vulgar, mediocre o de bajo nivel, sino un verdadero “humanista”, colaborador consciente y convencido de la fraternidad universal del nuevo orden mundial.
Leamos, para empezar, algunas citas del Diario del alma. Y puesto que se trata del alma, estemos atentos para discernir lo que en él se dice de dos potencias del alma: la inteligencia, potencia del conocimiento, de la verdad y de la fe, y la voluntad, potencia del amor, del bien y de la caridad.
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