… Cap. VI (II)... -Soberanía popular y liberalismo. -Demostración de Sardá y Salvany. -El liberalismo es uno de los más graves pecados, es satánico.
(...) El abate hace una pausa y me mira con un aspecto interrogador que significa claramente: ¿Está usted convencido o tengo que insistir todavía más?
-Verdaderamente, digo pensativo, la demostración es sugestiva e impresionante, y me parece sólidamente construido el sistema razonable de presunciones concordantes, que yo reclamaba el otro día.
Pues permítame usted fortalecerle aún más, considerando el asunto por un aspecto complementario, insiste mi interlocutor.
-Ayer dije a usted que no se podía tratar, por muy sucintamente que se exponga, la Soberanía del Pueblo sin hablar del Liberalismo, porque le es congénito. En efecto, el hombre no puede ser soberano individual y colectivamente, si no es independiente y libre. Por eso, los doctores de la Revolución pusieron en la base de su edificio este axioma, hoy incontestable por desgracia, “que todos los hombres nacen y permanecen libres y con los mismos derechos”. Pues bien. Va usted a encontrar otra vez aquí la acción inteligente y sutil del mismo poder maligno, la misma hipocresía e igual soberbia que la que denunciábamos hace poco, y comprobará hasta dónde ha podido corromper también la noción de libertad.
En lugar de ver lo que ésta es realmente en el hombre, es decir, una concepción relativa y no un absoluto; el manantial de nuestras responsabilidades y de nuestros méritos; el “sublime poder de ser causa”, por citar una vez más a Blanc de Saint-Bonnet, y la facultad de elegir el bien y cumplirlo, la Revolución, igual que la Reforma (protestante) de la cual es hija, no quiere hallar más que el derecho del libre examen en el libre albedrío del hombre, considerado siempre como dueño soberano de sus decisiones y de sus actos. Del derecho del libre examen, deduce ella el de libre elección, y define la libertad como el derecho del individuo de hacer todo lo que le place con la única condición de no atropellar la correlativa libertad de sus semejantes. El hombre recibe así un poder pleno y oficial para hacer legítimamente, si esto puede decirse, el mal lo mismo que el bien, o, si se quiere, el de engañarse, aunque sea deliberadamente, y para imponer su error y sus vicios como verdades y virtudes, si puede arrastrar consigo a la mayoría, puesto que es el número sólo el que decide soberanamente lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. Entendido falsamente de este modo, la libertad es promovida al rango de principio primero y absoluto de organización social, del criterio según el cual todo debe apreciarse en derecho y juzgarse de hecho, y da origen a un sistema: el Liberalismo.
Usted ha hecho la crítica política y jurídica de esta acepción de la libertad, inspirándose en páginas inmortales de Carlos Maurras, y yo suscribo plenamente sus conclusiones; pero, si no tengo que añadir nada a esencial a sus estudios de sociología positiva, aprovecho, en cambio, la ocasión que se ofrece para completarlos con algunas advertencias importantes en el orden teológico y religioso. Y es tanto más indispensable el insistir sobre este aspecto de las cosas, cuanto más numerosos son esos ciegos, renegados o cómplices, que no distinguen la realidad de la acción satánica y se esfuerzan en velarla o disfrazarla.
No faltan, felizmente, inteligencias que han sabido descubrir la acción satánica, y la denuncian con persuasiva energía. Una de las demostraciones más claras y accesibles es el denunciador y aplastante folleto del teólogo español Sardá y Salvany, del que tenemos una traducción francesa aprobada por el autor. Ataca con juego limpio y se niega en absoluto a embotar su florete. Después de haber demostrado, como acabamos de hacer nosotros, la raíz del liberalismo en la orgullosa convicción de la infalibilidad racional del hombre, expone como tema que “El Liberalismo es pecado” -hasta titula así el libro- sea que se le considere en el orden de las doctrinas o en el de los hechos.
Pecado en el orden de las doctrinas, como la Soberanía del Pueblo, del que es lógicamente inseparable y por lo mismo motivos: Porque afirma o supone la independencia absoluta de la razón individual en el individuo, y de la razón social en la sociedad”. Porque con eso niega, implícita o explícitamente, todos los dogmas del Cristianismo: la revelación y jurisdicción divina, magisterio de la Iglesia, fe del bautismo, santidad del matrimonio, independencia de la Santa Sede.
Pecado en el orden de los hechos, porque representa la inmoralidad radical, en cuanto que destruye el principio mismo de toda moralidad, consagra la absurda noción de la moral independiente y es, intrínsecamente, “la infracción universal y radical de la ley de Dios”, autorizando y sancionando toda infracción a ella.
Por consiguiente, y siempre como la Soberanía popular y por idénticas razones, “es la herejía radical y universal porque comprende todas las herejías. Es, en el orden de las ideas, el error absoluto, y en el de los hechos, el absoluto desorden, y, en consecuencia, en los dos casos, es pecado por su naturaleza ex genere suo, extremadamente grave, pecado mortal”.
Y como algunos aparentaron incredulidad y hasta escándalo a irrisión, insiste el autor con vehemencia:
"No solamente pecado grave, sino pecado de tal gravedad que sobrepasa a todos los otros, porque es esencial e intrínsecamente contra la fe, herejía. Contiene toda la malicia de la infidelidad, además de una protesta expresa contra una enseñanza de la fe o la adhesión expresa a otra que, como falsa y errónea, está condenada por la fe misma, y añade, al pecado muy grave contra la fe, el endurecimiento, la obstinación y una orgullosa preferencia de la razón propia a la razón de Dios.
Por consiguiente, el Liberalismo, que es una herejía, y las obras liberales, que son obras heréticas, son los mayores pecados que conoce el Código de la ley cristiana, y el hecho de ser liberal constituye un pecado mayor que el de la blasfemia, el robo, el adulterio, el homicidio y cualquier otra cosa prohibida por la ley de Dios y castigada por su infinita justicia”. (3)
Y como la potencia de Satanás adquiere una extensión proporcionada al pecado de los hombres, considere usted qué intervención tan enorme la pueden dar, sobre la organización y la vida de las naciones, la adopción oficial y la práctica general del dogma de la Soberanía popular y de los principios del Liberalismo.
-Vaya, vaya, digo yo. Sardá arrea fuerte, según la jerga de nuestros tiempos. Me figuro que suscitaría furiosas cóleras y que sería reprochado de exageración y de fanatismo.
-Y no se equivoca usted, añade el abate sonriendo. Sus enemigos fueron más allá, y, lisonjeándose de encontrar una acogida favorable ante el Papa León XIII, en quien algunos creían hallar menos intransigencia que en sus predecesores, pretendieron descubrir en la obra de Sardá, no solamente enojosas exageraciones, sino hasta notables errores teológicos. No contentos con multiplicar libelos contra su tesis, la denunciaron al tribunal del Índice, pero el resultado se volvió contra su intento, pues lejos de lanzar ninguna censura contra el animoso escritor, la Congregación alabó oficialmente su celo y su ortodoxia, y censuró el libro de su principal contradictor.
Por otra parte, Sardá hace saber con mucha prudencia las necesarias distinciones, y no niega que haya muchos grados en el pecado de Liberalismo. Explica, particularmente, que la buena fe, la ignorancia -en cierta medida y con tal de que no sea voluntaria o inexcusable- y la irreflexión pueden atenuar su gravedad. Pero, al menos, que nadie se engañe: el Liberalismo, hasta cuando permite excusa, permanece siendo una falta, y es una ilusión condenable y absurda esperar el bautizo de la herejía, transformar el pecado en virtud, convertir al diablo esforzándose bien o mal, como lo han hecho muchos alocados y extraviados, por amalgamar los principios liberales y los dogmas de la fe, en yo no sé qué extraña e inaceptable mezcolanza.
Soberanía inmediata e ilimitada y libertad absoluta del Pueblo no ofrecen, por su unión, la expresión madre del principio democrático en su pura ortodoxia. Estas dos nociones constituyen la democracia en el sentido revolucionario, lógico y completo del término. Admire usted, de paso, hasta donde tiene razón Blanc de Saint-Bonnet cuando escribe que nuestros errores políticos no son más que errores teológicos realizados.
Ya ha señalado usted lo bien que estos dos puntos de vista se entremezclan y ordenan. El dogma político de la democracia, repitámoslo, sale de la negación del principio cristiano de la caída original y es, en esta medida y a este respecto, herejía y pecado. También vemos que las consecuencias diferentes, pero mancomunadas, de la aberración democrática se producen en los dos terrenos. Desde el punto de vista religioso surgirían de ella, con inagotable fecundidad, el Liberalismo católico y toda una serie abundante de otras concepciones heterodoxas, de las que mañana hablaremos. Desde el punto de vista político, ella engendra el Igualitarismo, el reinado de la impericia, el orgullo de la incompetencia, la lucha perpetua de las facciones, el sufragio universal inorgánico y tiránico, y esta perturbación, este embrutecimiento del cuerpo social que ha perdido su base fundamental y todo criterio de juicio y de conducta.
Creo que usted estará de acuerdo en que es preciso inducir una causa, y una causa proporcionada a los efectos, en la raíz de este florecimiento de perjudiciales quimeras, de esta erupción casi universal de herejías y de errores multiplicados alrededor de un absceso central. O si no, hay que renunciar a explicar nada y hacer un acto de fe en no sé qué ciega casualidad.
Por el contrario, cualquiera que crea en la acción del Espíritu del mal, ve aclararse todo el embrollo aparente en el que estamos sumergidos, y comprende la necesidad, si queremos volver a la salud política y a la elevada dignidad de nuestra naturaleza, de reaccionar de manera completa y radical contra los engaños de Satanás, en lugar de consentir en pactar con él sobre tales o cuales puntos que le aseguran la acción necesaria a su detestable tarea. (...)
(1) SARDÁ y SALVANY: El liberalismo es pecado, Cap. III
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