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Tema: Satanás en la Ciudad

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    Satanás en la Ciudad

    “SATANÁS EN LA CIUDAD” (“SATAN DANS LA CITÉ”, 1951)


    (Por Marcel de la Bigne de Villeneuve)




    (…) Cap. V (Resumen) -Las infestaciones demoníacas en las doctrinas y en las instituciones políticas francesas. -Preliminares de esta acción. -La revolución y el Satanismo. -Citas de Mons. Freppel, de Blanc de Saint-Bonnet y de José de Maistre. -Primeras reacciones de la Santa Sede. -La Revolución está inspirada por Satanás.

    V

    El abate Multi aparece hoy muy sombrío.

    -Sí, me dice, es preciso hablar de Francia, puesto que su caso es más importante que cualquier otro, dado que ella ha servido de guía al universo y continúa siéndolo hasta en sus desviaciones y decadencia, pues sus ideas han tenido siempre influencia y repercusión mundiales. El cataclismo que la sacudió a fines del siglo XVIII, del que tendremos que hablar mucho, constituye realmente una “época” en la vida de la humanidad, y presenta, sin duda, como hemos de verlo, una significación muy grande. Pero estas conversaciones van a resultarnos cada vez más penosas, y siempre que toco este asunto que ahora abordamos, noto como una opresión dolorosa. ¡Es tan desconsolador, después de haber celebrado las Gestas Dei per Francos, el preguntarse uno si en adelante no habrá que escribir y por cuánto tiempo: Per Francos gesta Diaboli!

    -¡Oh!, exclamo yo, ¿no es usted exageradamente pesimista? Tenemos, sin duda, los más graves motivos de tristeza y de inquietud, pero usted sabe como yo, y mejor que yo, cuánto queda aún en Francia de fe, de abnegación, de desinterés y de heroísmo. Más que el fondo, es la superficie lo que está tocado; es el exterior y lo oficial, más que el alma de los ciudadanos, lo que está pervertido. Que se derrumbe el régimen y reaparecerán las antiguas virtudes.

    -Puede ser, y quiéralo el Cielo, responde el abate con tristeza; pero, precisamente, yo veo que el régimen no se derrumba. Como el Fénix de la leyenda, renace en sus propias cenizas o, mejor, de su propia corrupción, y de esta renovación tiene la responsabilidad el pueblo, ya que podría oponerse a ella con un poco de clarividencia y de valor. Pero, como el perro de la escritura, vuelve al vómito, es decir, a los principios envenenados que le intoxican. Desde 1900, aproximadamente, que yo observo la vida pública, no veo, a pesar de algunas veleidades efímeras, ni ensayo real de comprensión ni arrepentimiento ni mejora seria. Bien al contrario, la infección se extiende cada vez más y la decadencia se agrava. ¿Se lo diré a usted? Me temo que Francia tiene el gobierno que merece. Cierto que aún quedan justos en Sodoma, pero me pregunto si se encontraría al número necesario para su salvación.

    Y, en todo caso, lo que usted afirma con un optimismo casi temerario, confirmaría, si fuese necesario, la idea que ya hemos expresado y comentado, y que yo quisiera recalcar de nuevo hoy: que es por arriba, por las instituciones y las doctrinas, mucho más que por la acción directa y personal de los hombres, por donde se introducen entre nosotros la descomposición y la putrefacción, y para remediarla y combatirla y curarla haría falta, lo primero, darse cuenta de la situación y tomar las disposiciones adecuadas, y es, cabalmente, esta verdad y esta evidencia las que la casi totalidad de nuestros contemporáneos no quieren admitir a ningún precio.

    Ensaye usted el exponerles cómo después de una preparación muy fácil de discernir, el Espíritu del mal se ha infiltrado victoriosamente en nuestra organización social y gubernamental, e intente mostrarles las trazas demoníacas irrecusables que ésta permite, y enseguida será usted calificado de utopista y soñador, cuando no de místico y visionario. Y hasta muchos, con una estupidez que desarma, porque la inspiran excelentes intenciones, le reprocharán introducir la división entre los opositores con esas críticas de principios cívicos admitidos demasiado generalmente. Nada de política, le dirán con la tradicional gravedad del asno a quien se cepilla, nada de política: Todas las opiniones son libres y debemos cuidar de no indisponernos con los amigos que tienden a las ideas avanzadas y evitar, sobre todo, la acusación de reaccionarios que haría estéril nuestra acción. Aceptemos como un hecho las instituciones existentes, cualquiera que sean; en el terreno social hay mucho bueno que puede ser ejecutado por todos, y ahí podemos ponernos de acuerdo evitando las causas de discordia y los eternos asuntos de discusión.

    Y los desgraciados imbéciles no advierten que dejan así el campo libre a Satanás, que se ha instalado en la torre de mando de la fortaleza política, porque sabe bien que esta posición preponderante domina todas las demás y permite toda clase de incursiones y conquistas, a la vez que se ríe de la prudencia malsana de esos bobos incurables que creen hábil y juicioso respetar la bandera que él ha izado. Sin embargo, algunos espíritus más clarividentes y reflexivos saben descubrir todavía su presencia, su acción y su método, y desean responderle con una táctica igual que la suya, que juzga la única eficaz para batirle y derrotarle.

    -Dispense usted que le interrumpa, señor abate, digo yo. Va usted un poco de prisa para mí. Sinceramente, tiendo a creerle y a colocarme al lado de su opinión, pero quisiera oírle corroborar sus aserciones con algunas pruebas. Reconozco con gusto que todo sucede como si el Príncipe de las Tinieblas hubiese llegado a ser el animador oculto y todopoderoso de nuestra vida política contemporánea; pero hay mucha diferencia entre una comparación, por verosímil que parezca, y la comprobación de una realidad. ¿Puedo, pues, pedir a usted, si no una demostración positiva, que seguramente no es posible en este orden de ideas, al menos un sistema de proposiciones lo bastante demostrativas para llevar la convicción a un espíritu imparcial?

    -Su petición está perfectamente fundada, amigo mío, y es fácil complacerle. Puesto que usted no se niega a admitir, como debe hacerlo todo cristiano, y hasta todo espiritualista, la posibilidad de la inhabitación de Satanás en las instituciones y en las doctrinas sociales, se pueden seguir sus tentativas de ocultamientos y sus progresos casi paso a paso.

    Limitándonos a nuestro país, me parece un deber el hacer remontar sus trabajos de aproximación, su obsesión sistemática, hasta el fin del reinado de Luis XIV. Parece claro que, a pesar de su conciencia profesional y sus altas cualidades, el gran Rey cayó en la trampa de orgullo que le tendió el eterno tentador. Extraviado, sin duda, por la convicción excesiva en el carácter supernatural de su cargo y de su infalibilidad personal, cedió en el período de su declive al prurito de subordinar el orden ya consagrado de las cosas a los impulsos de su propia voluntad. La pretensión de introducir en la sucesión real y de legitimar, en cierto modo, con flagrante violación de las leyes fundamentales del reino a los bastardos salidos de un doble adulterio, quebrantó ampliamente las bases religiosas, morales y tradicionales de la sociedad de aquellos tiempos, que quedaron debilitadas y mucho más vulnerables a los asaltos del mal.

    Por desgracia, la conducta de Luis XV -gran príncipe desde el punto de vista técnico, si se puede decir así, pero de deplorable ejemplo en ese terreno familiar, que era el fundamento mismo de la antigua monarquía- contribuyó a aumentar los daños en vez de repararlos. Estas primeras brechas abiertas en las instituciones francesas iban a dar acceso al Espíritu del mal, siempre al acecho, y particularmente deseoso de perjudicar a nuestra patria por la vocación tan alta que ha tenido desde su origen. No ha cesado de infiltrarse en ellas, propagándose por la superficie y penetrando profundamente en su interior. Para esto ha encontrado o ha suscitado el concurso de la Francmasonería y de las Sociedades secretas, que bien parecen haber sido los instrumentos más activos de la descomposición, y que reclutaron sus primeros adheridos en las mismas filas de la aristocracia, del clero y hasta sobre las gradas del Trono. Habría mucho que decir sobre su naturaleza y la tarea que ha llevado a cabo, pero como es un tema demasiado vasto e importante para que yo pueda intercalarlo en nuestras conversaciones y tratarlo de una manera episódica, remito a usted a los numerosos estudios que se le han dedicado.

    Preparado así, insidiosamente, el terreno, y esparcida la semilla por todas partes un poco, pronto se ve surgir una cosecha de muerte, abundante y lozana. Llegamos a la Revolución propiamente dicha, que va a constituir el dominio de elección de Satanás, más aun, va a cubrirse con ella, a incorporarse sus dogmas e introducir en ella sin cesar un espíritu de rebelión y de ruina. Parece, en verdad, haber encontrado el medio de realizar una de sus principales obras maestras. Obra maestra de perversión y de amplitud. Piense usted que la Revolución no es, en efecto, una erupción esporádica y localizada que no atañe más que un pequeño número de individuos, una época breve, una simple porción de una comunidad nacional: es una marejada de fondo, una ola inmensa que lo cubre todo. Blanc de Saint-Bonnet nos la muestra como una insurrección filosófica, política y religiosa a la vez. Esto es cierto, pero incompleto, porque fue también económica, jurídica, literaria, etc. Y es, precisamente, este carácter de coordinación sintética, esta acción de conjunto, lo que debe poner en guardia al observador y hacerle inducir la unidad original del fenómeno. A mi entender, son inconcebibles e inexplicables si no se admite la hipótesis de una engastador, de una inteligencia sagaz, poderosa y maléfica.

    Con mucha perspicacia, monseñor Freppel ha atraído nuestra atención hacia la primera y ya fuerte presunción de esta presencia infernal, señalando el deseo de demolición y de saqueo sistemáticos que no pueden dejar de extrañarnos, antes que nada, en este gran trastorno. Ve en eso una reveladora oposición deliberada a las miras de la Providencia y al orden natural de las cosas, que no procede normalmente por destrozos inmensos y brutales.

    “Es cierto, escribe el eminente prelado, que en la sociedad francesa del siglo XVIII se imponían reformas considerables y adaptaciones justas y prudentes, en lo que todos estamos conformes, y el método más indicado era el apoyarse en lo que subsistía de bueno y de útil en el legado del pasado para mejorar el presente y preparar un porvenir mejor. Enderezar las costumbres y corregir los abusos era lo razonable; pero una nación que rompía bruscamente con todo su pasado, haciendo tabla rasa, en un momento dado, de su gobierno, leyes e instituciones para reedificar de nuevo el edificio social desde los cimientos hasta lo más alto, sin respetar ningún derecho ni tradición; una nación reputada como la primera de todas que declara, ante la faz de todo el mundo, que había equivocado el camino desde hacía doce siglos; que se había equivocado constantemente acerca de su genio, de su misión, de sus deberes; que no hay nada de justo ni de legítimo en lo que ha constituido su grandeza y su gloria; que hay que volver a empezarlo todo, y que no se dará tregua ni reposo mientras permanezca en pie un vestigio de su historia; no, jamás tan extraño espectáculo se había ofrecido los ojos de los hombres (1).

    Y vea usted, continúa el señor Multi, que ha levantado los ojos y parece contemplar lo invisible, vea usted cómo esta subversión gigantesca y ciega, que ya ha desbordado las fronteras de Francia y hasta las del antiguo continente, concuerda bien con lo que sabemos de la naturaleza de ese Satanás, cuyo nombre hebreo Shatan significa literalmente adversario, el que está en contra, de ese diablo, cuya etimología diaballo indica que siempre se pone a través. Aun fuera de toda preocupación confesional, cualquier espiritualista quedaría inclinado naturalmente a ver la mano de la potencia eterna de destrucción en esta Revolución, que no ha sido ni es, porque aún no ha terminado, más que una vasta empresa de demolición y de ruina, cuya doctrina se opone a todas las nociones políticas y sociales consagradas por el uso, la costumbre, la historia y la razón; una empresa tan general y bien coordinada, repito, que obliga a conjeturar la acción de un instigador inteligente y único, la intervención del Gran Maldito.

    Y como mi actitud indica que todos esos argumentos no me parecen bastante demostrativos:

    -Esta inducción, prosigue el sacerdote, se refuerza si se piensa en el fin perseguido por esta perturbación. Volveremos pronto sobre ello, pero considere usted desde ahora la orientación tomada y el fin perseguido. Observe que, apoyándose con pérfida habilidad sobre ciertas reivindicaciones bastante especiosas para arrastrar a las masas, la Revolución va dirigida contra la autoridad, el orden, la paz y la concordia sociales, y, finalmente, contra los dogmas más fundamentales del cristianismo; contra toda disciplina y toda jerarquía sacra; lleva la rúbrica del destructor. Blanc de Saint-Bonnet, al que usted admira con mucha razón, no ha despreciado esto.

    El abate coge de su escritorio un libro, que abre por una página señalada de antemano.

    -Escuche usted, me dice, este pasaje que voy a leerle, porque encontrará condensado en él, con la alteza de miras y la capacidad soberana de un escritor sin igual, todo lo que acabo de sugerirle, bien o mal, y hasta las ideas esenciales que aún hemos de precisar. Creo que no recusará usted la autoridad de su autor favorito.

    “Se ve uno obligado a llegar a una extraña hipótesis… Suponiendo que el enemigo del género humano tuviera la idea de trastornar la cristiandad con un error capaz de acelerar el fin de los tiempos, diría: Yo sacaré a luz un error que los contenga todos, y para desorientar a los hombres llevará los mismos nombres que la verdad. Este error será injertado en la más viva facultad de la naturaleza humana y tendrá su señal y su poder. En vez de centellear como débil lámpara en la inteligencia de un teólogo, sus resplandores inundarán las muchedumbres y, poco a poco, producirán un eclipse total de la fe. Lejos de consolidar a algunos príncipes en el cesarismo, como hizo el error protestante, los removerá a todos, arrastrando de un solo golpe el mundo que Cristo sacó de las ruinas de la antigüedad. Tronos, jerarquías, creencias, leyes, costumbres, herencia, propiedad, ejército, patria, todo lo arrojará como un objeto destruido, en la barbarie definitiva. Los mismos reyes cuidarán de este error como a su último medio de salvación, y será tan general, que se reirán del pequeño número de los que pretendan oponerse a él. Entonces se aproximará a la plaza por un camino también cubierto, que, desenmascarándose por completo en el momento de entrar en ella, verterá como una inundación el ateísmo absoluto que ha de tragarlo todo.
    Pues bien, este error es la Revolución” (2).

    El señor Multi cierra su libro y dice: No quiero comentar este texto, pues sería pretensión ridícula el pretender decirlo mejor que Blanc de Saint-Bonnet. Tan sólo quiero observar que si tiene en esto, como siempre, el mérito de la clarividencia y el impresionante vigor de la forma, no le pertenece el descubrimiento. Ya otros habían discernido antes al Espíritu malhechor emboscado en el entrelazamiento de los principios revolucionarios elaborados por él, como la araña en el centro de su tela, y el primero fue, según convenía, el tradicional guardián de la ortodoxia religiosa. Y así, el Papa Pío VI, desde el 10 de marzo de 1791, reprobaba públicamente la doctrina proclamada por la Asamblea Constituyente como “contraria a los derechos del Creador Supremo”. El 23 de abril del mismo año, estigmatizaba la Declaración de los Derechos del Hombre y denunciaba su oposición respecto a la religión y a la sociedad: “Illa scilicet iura religioni et societati ad versantia”.

    Los ágiles dedos del abate sacan la nueva ficha que necesita. La mira y continúa:

    A la luz de estas solemnes advertencias, José de Maistre, que abarcaba con su mirada de águila todo el panorama de la política religiosa de su época, podía discernir y denunciar su profunda perversidad: “Lo que distingue a la Revolución francesa y hace de ella un acontecimiento único en la historia, escribía él, es que es mala radicalmente… Es el grado más alto que se conoce de corrupción; es la pura impureza…” En todo tiempo ha habido impíos, pero “nunca ha existido antes del siglo XVIII una insurrección contra Dios”. También él la declara intrínsecamente demoníaca, “satánica en su esencia”, y añade: “Veo el enemigo del género humano, que tiene su asiento en la Convención, convocando a todos los malos espíritus en este nuevo Pandemonium y oigo claramente il rauco suon delle tartaree trombe; veo todos los vicios de Francia que acuden a su llamada, y no sé si escribo una alegoría (3).

    Medio siglo más tarde, el Papa Pío IX, en su Encíclica del 8 de diciembre de 1849, ratificaba este juicio y lo hacía suyo casi con las mismas palabras. Resumiendo y precisando las condenaciones hechas por sus predecesores no dudaba en escribir con toda la autoridad de su cargo apostólico: “La Revolución está inspirada por el mismo Satanás. Su fin es destruir de arriba a abajo el edificio del Cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el edificio social del Paganismo”.

    -Todo esto converge, en efecto, digo yo, para dar a la “hipótesis” considerada por Blanc de Saint-Bonnet una verosimilitud cada vez mayor que no podrá menos de reconocer, a mi juicio, cualquier inteligencia honrada. Vemos claramente cómo todas las fuerzas de la decadencia social y política proceden de una causa común y única, de un veneno tan virulento y sutil, que infecciona todo el cuerpo. Sin embargo, aunque usted me juzgue insaciable, yo desearía algunas aclaraciones suplementarias. El término y la idea de Revolución me parecen demasiado amplios para no resultar bastante vagos. Encierran numerosos aspectos solidarios, sin duda, pero diferentes. Usted afirma que Satanás inspira la Revolución; que él es, casi podría decirse, la Revolución misma. Sea, pero yo lo veo así en todas partes y en ninguna. Desde el punto de vista que ahora es el nuestro, es decir el de la Ciudad y el Ciudadano, ¿podemos nosotros, de alguna manera, cogerle sobre el terreno, situar con precisión su acción sobre uno o varios puntos capitales dados? ¿Cuál cree usted que es el dogma central con el que especialmente se ha encubierto el Espíritu maléfico, la torre que sirve de puesto de mando a Lucifer y a su Estado Mayor?

    -La respuesta es fácil y nada dudosa, replica inmediatamente mi interlocutor. Desde el punto de vista de la vida pública, el dogma infernal por excelencia, aquel en que Satanás reside con preferencia y que constituye, para él, el mejor lugar de difusión y de corrupción, es la Soberanía del Pueblo y su sucedáneo el Liberalismo, que le es esencialmente congénito y le está tan íntimamente ligado que resultan inseparables. Y con esto hemos encontrado el asunto de nuestra conferencia de mañana.

    (1) Mons. FREPPEL: La Revolution Française, p. 6
    (2) BLANC DE SAINT-BONNET: La Legitimité, pp. 209-210
    (3) J. DE MAISTRE: Oeuvres, I, p.p. 52 et 303

    (continúa)


    .
    Última edición por ALACRAN; 21/07/2024 a las 16:30
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Satanás en la Ciudad

    (...) “SATANÁS EN LA CIUDAD” (“SATAN DANS LA CITÉ”, 1951)

    (Por Marcel de la Bigne de Villeneuve)

    Cap. VI (I)- Soberanía del Pueblo. -Se opone radicalmente a la idea cristiana del Poder. -Tiene como fin la eliminación de Dios. -Es la herejía total. -Contradice el dogma de la caída original. –Es, por tanto, triplemente satánica...

    VI

    Sin hacer hoy ningún preámbulo, el abate Multi reanuda el hilo de su exposición en el sitio en que ayer lo dejó cortado:

    -Empecemos, como debe hacerse siempre, por definir bien nuestro asunto. En primer lugar, me parece que no hay que hacer aquí las distinciones de la filosofía jurídica entre Soberanía nacional, atribuida por indiviso a la entidad metafísica Nación, y Soberanía popular, según la cual el poder supremo estaría fraccionado entre los ciudadanos individualmente considerados. Usted conoce esta cuestión mejor que yo, y no quisiera hacer el papel ridículo de aquel pedante que daba lecciones a su párroco. Y hay que dejar a un lado esta división, porque, como usted ha dicho, no presenta ningún interés real, ya que las dos teorías, las dos falsas, se reducen prácticamente un sistema común, el mismo que, después de muchos otros, precisaba el ministro Augagneur en un discurso a la Cámara de los Diputados: “El Derecho y la Ley no son más que la voluntad de la mayoría, regular y libremente expresada”. Tal es la ortodoxia democrática. Si los primeros grupos revolucionarios ensayaron el sustraerse a ella por motivos interesados y egoístas, al fin se han visto obligados a acatarla.

    Por la misma razón, no me ocuparé tampoco de la distinción entre Soberanía inmediata y Soberanía mediata; Soberanía constituida como depósito en el pueblo y Soberanía propiedad del pueblo. No desconozco la importancia intrínseca de la cuestión, pero, en realidad, no se propone aquí tampoco. Lo que ahora nos interesa es el concepto que la doctrina revolucionaria clásica se forma de la Soberanía y el que impone a sus adheridos, y veremos que las fórmulas empleadas y las instituciones establecidas indican, sin confusión ni disputa posibles, que la teoría que adopta y aplica es la de la Soberanía inmediata, de la Soberanía propiedad del pueblo. De ésta, pues, nos ocuparemos exclusivamente.

    Las nociones básicas sobre las cuales tenemos que razonar pueden resumirse como sigue:

    Todo individuo es libre y soberano por naturaleza y por esencia, y lo es tanto, que no puede renunciar a este derecho natural. Su voluntad no se detiene más que en el punto en que ataca a la libertad correlativa de otros, como dice la Declaración de los Derechos del Hombre. La Soberanía del pueblo es la suma, o, más exactamente, la resultante de esas soberanías individuales, y participa de su carácter de limitación; es la Voluntad General, reina y señora absoluta, en último recurso, de sus decisiones en todo lo que concierne a la Ciudad. En pocas palabras, es la omnipotencia del Número. Hay, pues, superposición, perfectamente lógica, de la Soberanía del Hombre y de la Soberanía del Pueblo, y la primera tiene a la segunda como término necesario.

    Ahí se encuentra la base de la doctrina revolucionaria y la corrupción democrática de la Sociedad, y ahí está también el punto esencial de la ocupación y de la infestación demoníacas.

    Voy a probarlo rápidamente, insistiendo sobre tres ideas sucesivas:

    La Soberanía popular se opone diametralmente a la noción cristiana del Poder; conduce, por necesidad, a la eliminación de Dios, que es arrojado de la Ciudad por la rebelión del hombre, inspirado por el espíritu infernal, y destruye la base del dogma de la Caída original, pretendiendo sustituirlo por otro contrario.

    Para demostrar el primer punto, basta con colocar, una frente a otra, la idea democrática y la idea cristiana de la autoridad, como lo ha hecho, por ejemplo, el abate Carlos Maignen, en un excelente folleto titulado “La Soberanía del Pueblo es una Herejía”, del cual voy a utilizar algunos pasajes.

    El Cristianismo pone, como principio primero y absoluto, con San Pedro y San Pablo, que “todo poder viene de Dios” y, por consiguiente, para ser legítimo, debe estar ejercido conforme a sus leyes establecidas o reveladas. Que la Voluntad divina, única independiente, se impone a la voluntad subordinada de los individuos, y que ninguna decisión, aunque emane de la mayoría, ni siquiera de la unanimidad de éstos, presenta el menor valor ni fuerza obligatoria intrínseca, si está en oposición con las leyes divinas. La contraseña formal fue dada por los Apóstoles y ha sido repetida muchas veces por los Papas: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

    A estas exigencias responde la Revolución:

    Cada uno de nosotros somos soberanos por nosotros mismos. Pongamos en común esta soberanía; designemos a alguno de entre nosotros para ser el depositario de ella y ejercerla en nuestro nombre tanto como se lo permitamos; de esta manera, alguien dirigirá a la sociedad hacia su fin, y, sin embargo, al obedecerle, cada uno no obedecerá más que a sí mismo”.

    Bien se ve que Dios no entra para nada en todo esto.

    ¿Quién es gobernado? El Pueblo.

    ¿Quién gobierna? El Pueblo.

    ¿De dónde viene la autoridad? Del Pueblo. (1)

    No se puede imaginar contradicción más completa.

    Ni tampoco una contradicción más fundamental, dada la importancia capital del objeto sobre el que versa. Los teólogos dicen, en efecto, con una justa comparación: “La autoridad es a la sociedad lo que el alma al hombre; es ella quien le da el ser y la vida”. Cualquier intento de laicizar o, con más exactitud, de suprimir esta alma, hiere a la comunidad en el centro más vital que tiene.

    He aquí ahora el segundo punto:

    “Cuando el pueblo ha ocupado así todo el sitio, no queda, como es natural, ningún lugar para Dios. No es tolerado más que en la medida que el Pueblo lo consiente, y no será por mucho tiempo, pues Dios le parece un usurpador y un rival intolerable e inhabilitado, puesto que es él, el pueblo, quien, recuperando sus derechos de mando, ha sustituido legítimamente a Dios. No hay ya ley moral impuesta por la Naturaleza sin ley divina revelada por Dios. El hombre no tiene deberes fuera de los que él puede libremente imponerse o reconocerse a sí mismo; no existen más que sus Derechos; es él quien hace su ley, y la ley no es más que la expresión de la voluntad general, puesto que “la fuente de toda autoridad, dice la Declaración de 1789-1791, reside esencialmente en la Nación”. Por eso, en cuanto Dios aparece en el mundo o su nombre se pronuncia en alguna parte o sus representantes elevan la voz, la Revolución exclama: ¡Ahí está el enemigo!

    La guerra es, sin tregua ni cuartel, entre la Revolución y los que han permanecido fieles a Dios sobre la tierra, porque la Revolución es una tentativa de organización del mundo sin Dios y contra Dios. Es la herejía total (2).

    La herejía es flagrante e indudable, especialmente en el punto que nosotros examinamos, porque, la Soberanía popular es incompatible con el dogma cristiano de la caída original y de la mancha primitiva del hombre. Si en éste existe, en efecto, el mal desde su nacimiento, si el hombre lleva en sí mismo malas tendencias que no pueden ser combatidas y refrenadas más que con la gracia y una autoridad ilustrada, como enseña el Cristianismo, es absurdo proclamar al hombre, sin condiciones, soberano e independiente; y, sin embargo, el principio de la Soberanía popular exige que el individuo nazca bueno, inteligente y libre. Esto es lo que afirma muy alto Juan Jacobo Roussseau y todos los filósofos y doctrinarios de la Revolución, y después de ellos, muy recientemente, Eduardo Herriot reconocía como un postulado fundamental: “La democracia está fundada sobre un gran acto de fe en la bondad de la naturaleza humana”. Contra el dogma de la caída original, la Soberanía popular erige el de la bondad y rectitud nativas, el de la “inmaculada concepción” del hombre, según la célebre expresión de Blanc de Saint-Bonnet, y esto la lleva inevitablemente, sin atreverse a decirlo, a añadir el de su competencia infusa.

    ¿Ve usted? ¿Alcanza usted aquí la acción diabólica? La Soberanía popular permite a Lucifer levantarse de nuevo contra el orden divino y satisfacer, a la vez, su espíritu de venganza y su eterna malicia. Con la reivindicación de la “inmaculada concepción” del hombre, se desquita de la decadencia consecutiva al pecado de nuestros primeros padres. Y hace más aún. El Tentador experimenta una sutil satisfacción en renovar para nosotros la primera caída, fingiendo querer limpiarnos de sus consecuencias, y en hacernos caer a todos, y cada día, como el primer padre y por el mismo motivo. La causa y el aguijón de la rebeldía original fue el orgullo: “Seréis como dioses”; la afirmación de la Soberanía individual y popular proviene de la misma tendencia, está señalada intrínsecamente con el mismo vicio; no se podría admitir y practicar sin demostrar una vanidad criminal y bufonesca, y una deliberada insurrección contra el orden de cosas que Dios estableció en castigo del pecado y, por consiguiente, sin incurrir en nuevo castigo.

    Para insistir un poco más y descender a algún detalle concreto, compruebe usted el antagonismo que demuestran sus posiciones fundamentales, entre la doctrina de la Democracia numérica y la doctrina cristiana. Recuerde usted, por ejemplo, el cuidado con que ésta nos pone en guardia contra la excesiva tendencia al propio juicio, tan frecuente en el hombre, porque resulta muy atractiva para su orgullo instintivo. “No juzguéis para que no seáis juzgados”, dijo el mismo Jesucristo. “No juzguéis, si no queréis engañaros”, responde como un eco San Agustín. Este precepto de modestia y de prudencia es, ante todo, de orden espiritual, pero su alcance y su valor se extienden ampliamente al dominio moral y, por consiguiente, social y político. Por lo menos, debe inspirarnos una legítima reserva el empleo de serias precauciones en el uso de nuestra facultad de juzgar.

    ¿Se ha pensado en la profunda e insolente contradicción que le opone el dogma de la Soberanía popular? Soberanía que consiste esencialmente en que todo sea juzgado por todos; en hacer del juicio individual la regla obligatoria, permanente, cotidiana, de la sociedad; en remitirse, en último recurso de toda cuestión, al juicio de cada uno y, correlativamente, fíjese usted bien, en obligar a cada uno a juzgar, no sólo de lo que conoce mejor o peor, sino de lo que ignora por completo. Y, al menos, reclama de cada uno de nosotros, a título de servicio cívico, ese acto tan difícil como es el de juzgar de la capacidad, competencia y honradez del delegado a quien da su firma en blanco.

    Tal es, y nadie podría negarlo, la exigencia fundamental de la Democracia. Tiene la cínica audacia de añadir, primero, que el criterio del pueblo soberano es siempre recto e infalible; lo cual no puede menos de envanecer, sin medida, a los individuos que forman el cuerpo social, y de incitarlos a dar su opinión a la ligera y según su capricho o interés personal del momento. Luego hace de manera que, a los ojos de cada elector, se atenúe la conciencia de la responsabilidad propia, que es contrapeso del propio juicio, porque la siente diluida hasta el infinito, y casi insignificante entre el veredicto de la masa.

    A la doble puesta en guardia del precepto cristiano “No juzguéis, si no queréis ser juzgados”, y “No juzguéis si no queréis equivocaros”, el sistema democrático responde, pues, por dos prescripciones diametralmente opuestas: “Juzgad, porque sois los únicos e insustituibles soberanos”, y “Juzgad, porque no podéis engañaros”.

    En esta ruptura radical con la prudencia y la moral enseñada por el Evangelio y por la Iglesia, ¿no es acertado el discernir una intervención característica y reveladora del eterno contradictor, del enemigo perpetuo del género humano, del Demonio?

    Y pocas perspectivas son más aterradoras que las que nos ofrece esta multiplicación frenética y esta perversión consecutiva del propio juicio, pues no olvide usted que el Señor añade: “Como juzguéis seréis juzgados. Se os medirá con la medida con que hayáis medido”.

    En resumen: La Soberanía Popular es satánica, en cuanto pretende expulsar a Dios de la Sociedad y proclamar contra Él los llamados Derechos del Hombre, exactamente igual que Lucifer pretendía sustituir a Dios en el cielo y proclamar contra Él los pretendidos Derechos de los Ángeles rebeldes.

    Es satánica en lo que niega, explícita o insidiosamente, dos dogmas esenciales de la Fe cristiana, a saber, el de la caída original, con la profunda mancha del hombre, y el de que toda autoridad tiene en Dios su fuente exclusiva, su regla y sus límites.

    Es satánica, por consiguiente, en cuanto establece toda la organización política y social sobre la insubordinación y el orgullo, y hace de este pecado, padre y manantial de otros vicios, el resorte esencial de toda la actividad de las naciones.

    Es “la herejía de nuestro tiempo”, decía el cardenal Gousset, que demostró ser buen profeta. “Será tan peligrosa y tan difícil de extirpar como el jansenismo. Lo será más aún, porque le sobrepuja inmensamente en malicia y extensión”. (...)


    (1) Abate Carlos MAIGNEN: La Souveraineté du People est une Hérésie, p. 33.

    (2) Abate Carlos MAIGNEN: Ob. cit., p. 34.

    Última edición por ALACRAN; 28/07/2024 a las 12:01
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap. VI (II)... -Soberanía popular y liberalismo. -Demostración de Sardá y Salvany. -El liberalismo es uno de los más graves pecados, es satánico.

    (...) El abate hace una pausa y me mira con un aspecto interrogador que significa claramente: ¿Está usted convencido o tengo que insistir todavía más?

    -Verdaderamente, digo pensativo, la demostración es sugestiva e impresionante, y me parece sólidamente construido el sistema razonable de presunciones concordantes, que yo reclamaba el otro día.

    Pues permítame usted fortalecerle aún más, considerando el asunto por un aspecto complementario, insiste mi interlocutor.

    -Ayer dije a usted que no se podía tratar, por muy sucintamente que se exponga, la Soberanía del Pueblo sin hablar del Liberalismo, porque le es congénito. En efecto, el hombre no puede ser soberano individual y colectivamente, si no es independiente y libre. Por eso, los doctores de la Revolución pusieron en la base de su edificio este axioma, hoy incontestable por desgracia, “que todos los hombres nacen y permanecen libres y con los mismos derechos”. Pues bien. Va usted a encontrar otra vez aquí la acción inteligente y sutil del mismo poder maligno, la misma hipocresía e igual soberbia que la que denunciábamos hace poco, y comprobará hasta dónde ha podido corromper también la noción de libertad.

    En lugar de ver lo que ésta es realmente en el hombre, es decir, una concepción relativa y no un absoluto; el manantial de nuestras responsabilidades y de nuestros méritos; el “sublime poder de ser causa”, por citar una vez más a Blanc de Saint-Bonnet, y la facultad de elegir el bien y cumplirlo, la Revolución, igual que la Reforma (protestante) de la cual es hija, no quiere hallar más que el derecho del libre examen en el libre albedrío del hombre, considerado siempre como dueño soberano de sus decisiones y de sus actos. Del derecho del libre examen, deduce ella el de libre elección, y define la libertad como el derecho del individuo de hacer todo lo que le place con la única condición de no atropellar la correlativa libertad de sus semejantes. El hombre recibe así un poder pleno y oficial para hacer legítimamente, si esto puede decirse, el mal lo mismo que el bien, o, si se quiere, el de engañarse, aunque sea deliberadamente, y para imponer su error y sus vicios como verdades y virtudes, si puede arrastrar consigo a la mayoría, puesto que es el número sólo el que decide soberanamente lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. Entendido falsamente de este modo, la libertad es promovida al rango de principio primero y absoluto de organización social, del criterio según el cual todo debe apreciarse en derecho y juzgarse de hecho, y da origen a un sistema: el Liberalismo.

    Usted ha hecho la crítica política y jurídica de esta acepción de la libertad, inspirándose en páginas inmortales de Carlos Maurras, y yo suscribo plenamente sus conclusiones; pero, si no tengo que añadir nada a esencial a sus estudios de sociología positiva, aprovecho, en cambio, la ocasión que se ofrece para completarlos con algunas advertencias importantes en el orden teológico y religioso. Y es tanto más indispensable el insistir sobre este aspecto de las cosas, cuanto más numerosos son esos ciegos, renegados o cómplices, que no distinguen la realidad de la acción satánica y se esfuerzan en velarla o disfrazarla.

    No faltan, felizmente, inteligencias que han sabido descubrir la acción satánica, y la denuncian con persuasiva energía. Una de las demostraciones más claras y accesibles es el denunciador y aplastante folleto del teólogo español Sardá y Salvany, del que tenemos una traducción francesa aprobada por el autor. Ataca con juego limpio y se niega en absoluto a embotar su florete. Después de haber demostrado, como acabamos de hacer nosotros, la raíz del liberalismo en la orgullosa convicción de la infalibilidad racional del hombre, expone como tema que “El Liberalismo es pecado” -hasta titula así el libro- sea que se le considere en el orden de las doctrinas o en el de los hechos.

    Pecado en el orden de las doctrinas, como la Soberanía del Pueblo, del que es lógicamente inseparable y por lo mismo motivos: Porque afirma o supone la independencia absoluta de la razón individual en el individuo, y de la razón social en la sociedad”. Porque con eso niega, implícita o explícitamente, todos los dogmas del Cristianismo: la revelación y jurisdicción divina, magisterio de la Iglesia, fe del bautismo, santidad del matrimonio, independencia de la Santa Sede.

    Pecado en el orden de los hechos, porque representa la inmoralidad radical, en cuanto que destruye el principio mismo de toda moralidad, consagra la absurda noción de la moral independiente y es, intrínsecamente, “la infracción universal y radical de la ley de Dios”, autorizando y sancionando toda infracción a ella.

    Por consiguiente, y siempre como la Soberanía popular y por idénticas razones, “es la herejía radical y universal porque comprende todas las herejías. Es, en el orden de las ideas, el error absoluto, y en el de los hechos, el absoluto desorden, y, en consecuencia, en los dos casos, es pecado por su naturaleza ex genere suo, extremadamente grave, pecado mortal”.

    Y como algunos aparentaron incredulidad y hasta escándalo a irrisión, insiste el autor con vehemencia:

    "No solamente pecado grave, sino pecado de tal gravedad que sobrepasa a todos los otros, porque es esencial e intrínsecamente contra la fe, herejía. Contiene toda la malicia de la infidelidad, además de una protesta expresa contra una enseñanza de la fe o la adhesión expresa a otra que, como falsa y errónea, está condenada por la fe misma, y añade, al pecado muy grave contra la fe, el endurecimiento, la obstinación y una orgullosa preferencia de la razón propia a la razón de Dios.

    Por consiguiente, el Liberalismo, que es una herejía, y las obras liberales, que son obras heréticas, son los mayores pecados que conoce el Código de la ley cristiana, y el hecho de ser liberal constituye un pecado mayor que el de la blasfemia, el robo, el adulterio, el homicidio y cualquier otra cosa prohibida por la ley de Dios y castigada por su infinita justicia
    ”. (3)

    Y como la potencia de Satanás adquiere una extensión proporcionada al pecado de los hombres, considere usted qué intervención tan enorme la pueden dar, sobre la organización y la vida de las naciones, la adopción oficial y la práctica general del dogma de la Soberanía popular y de los principios del Liberalismo.

    -Vaya, vaya, digo yo. Sardá arrea fuerte, según la jerga de nuestros tiempos. Me figuro que suscitaría furiosas cóleras y que sería reprochado de exageración y de fanatismo.

    -Y no se equivoca usted, añade el abate sonriendo. Sus enemigos fueron más allá, y, lisonjeándose de encontrar una acogida favorable ante el Papa León XIII, en quien algunos creían hallar menos intransigencia que en sus predecesores, pretendieron descubrir en la obra de Sardá, no solamente enojosas exageraciones, sino hasta notables errores teológicos. No contentos con multiplicar libelos contra su tesis, la denunciaron al tribunal del Índice, pero el resultado se volvió contra su intento, pues lejos de lanzar ninguna censura contra el animoso escritor, la Congregación alabó oficialmente su celo y su ortodoxia, y censuró el libro de su principal contradictor.

    Por otra parte, Sardá hace saber con mucha prudencia las necesarias distinciones, y no niega que haya muchos grados en el pecado de Liberalismo. Explica, particularmente, que la buena fe, la ignorancia -en cierta medida y con tal de que no sea voluntaria o inexcusable- y la irreflexión pueden atenuar su gravedad. Pero, al menos, que nadie se engañe: el Liberalismo, hasta cuando permite excusa, permanece siendo una falta, y es una ilusión condenable y absurda esperar el bautizo de la herejía, transformar el pecado en virtud, convertir al diablo esforzándose bien o mal, como lo han hecho muchos alocados y extraviados, por amalgamar los principios liberales y los dogmas de la fe, en yo no sé qué extraña e inaceptable mezcolanza.

    Soberanía inmediata e ilimitada y libertad absoluta del Pueblo no ofrecen, por su unión, la expresión madre del principio democrático en su pura ortodoxia. Estas dos nociones constituyen la democracia en el sentido revolucionario, lógico y completo del término. Admire usted, de paso, hasta donde tiene razón Blanc de Saint-Bonnet cuando escribe que nuestros errores políticos no son más que errores teológicos realizados.

    Ya ha señalado usted lo bien que estos dos puntos de vista se entremezclan y ordenan. El dogma político de la democracia, repitámoslo, sale de la negación del principio cristiano de la caída original y es, en esta medida y a este respecto, herejía y pecado. También vemos que las consecuencias diferentes, pero mancomunadas, de la aberración democrática se producen en los dos terrenos. Desde el punto de vista religioso surgirían de ella, con inagotable fecundidad, el Liberalismo católico y toda una serie abundante de otras concepciones heterodoxas, de las que mañana hablaremos. Desde el punto de vista político, ella engendra el Igualitarismo, el reinado de la impericia, el orgullo de la incompetencia, la lucha perpetua de las facciones, el sufragio universal inorgánico y tiránico, y esta perturbación, este embrutecimiento del cuerpo social que ha perdido su base fundamental y todo criterio de juicio y de conducta.

    Creo que usted estará de acuerdo en que es preciso inducir una causa, y una causa proporcionada a los efectos, en la raíz de este florecimiento de perjudiciales quimeras, de esta erupción casi universal de herejías y de errores multiplicados alrededor de un absceso central. O si no, hay que renunciar a explicar nada y hacer un acto de fe en no sé qué ciega casualidad.

    Por el contrario, cualquiera que crea en la acción del Espíritu del mal, ve aclararse todo el embrollo aparente en el que estamos sumergidos, y comprende la necesidad, si queremos volver a la salud política y a la elevada dignidad de nuestra naturaleza, de reaccionar de manera completa y radical contra los engaños de Satanás, en lugar de consentir en pactar con él sobre tales o cuales puntos que le aseguran la acción necesaria a su detestable tarea. (...)

    (1) SARDÁ y SALVANY: El liberalismo es pecado, Cap. III
    Última edición por ALACRAN; 28/07/2024 a las 12:03
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap. VI (III)... –¿Será figura de la Democracia Revolucionaria la Bestia del Apocalipsis?

    Convengo muy sinceramente en la conclusión del señor Multi y me dispongo a retirarme; pero mi interlocutor no se menea. Parece absorto en profunda meditación, y, de repente, con una imperceptible vacilación en la voz, continúa:

    -Antes de terminar no creo inútil conducirle a un puesto de observación aún más elevado y amplio y descubrir ante usted nuevos horizontes. Le haré partícipe de una suposición que se ha impuesto hace mucho tiempo a mi reflexión y no cesa de obsesionarme. Ante ese espectáculo del que acabo de descubrir algunos aspectos, yo me pregunto si no estaremos asistiendo a algunos de los mayores fenómenos de descomposición y de apostasía general previstos y anunciados para uno de los últimos tiempos del mundo. Concretando exactamente mi pensamiento, ¿recuerda usted los capítulos XIII y XIV del Apocalipsis?

    -Ya lo creo. Se trata de los pasajes dedicados a las dos Bestias, ¿no es cierto? Pero le prevengo con toda franqueza, señor abate, que le acompañaré eventualmente, y con mucha repugnancia, a una excursión por el terreno de la Revelación de San Juan.

    -¿Y eso por qué, amigo mío?- pregunta el señor Multi con sorpresa.

    -Oh, muy sencillamente: porque el impenetrable misterio en que se envuelve se presta a demasiadas interpretaciones utópicas y a suposiciones aventuradas y falaces, y en todas las épocas se ha abusado de ellas para sacar sin escrúpulo las más discutibles aplicaciones a los acontecimientos de actualidad, y en la duda irreductible, yo preferiría abstenerme de ello.

    -No niego de ningún modo que muchos hayan utilizado la profecía juanista con imprudencia y ligereza. Sin embargo, usted convendrá en que, si la Iglesia la ha colocado en la categoría de los libros inspirados, es porque pensaba que teníamos que sacar de ella enseñanzas útiles, y, si el amor propio y la vanidad humana han ensayado con frecuencia al adaptarla a hechos demasiado localizados o efímeros para merecer la comparación, no quiere esto decir que no estuviera justificado en otra época.

    -¿Y usted piensa que hacer ese honor tan poco envidiable a la nuestra no es valorarla demasiado?

    -Líbrese usted de hablar con ironía. Hay, a pesar de todo, algunos motivos serios y tristes para creer que puede suponerse sin desatinar y hasta con alguna verosimilitud. Recuerde que hace un momento convenía usted conmigo en que la Revolución señala una vuelta muy grande en la historia del mundo por su doctrina universal, por su malicia intrínseca, por su oposición radical a las verdades cristianas, por la amplitud de su extensión y por las intensas deformaciones intelectuales y morales que ha producido.

    -Sin embargo, ¿qué relación puede ver usted entre la Bestia del mar y los dogmas revolucionarios?

    -No olvide usted que los intérpretes admiten que el mar o abismo es sólo una imagen para designar las agitaciones y los trastornos de los pueblos. Según su opinión, la Bestia juanista, por referencia a las cuatro bestias de Daniel, que representan cada una un imperio, y de las cuales parece ésta la síntesis, significa el poder político puesto al servicio del Dragón, y este Dragón, nos dice San Juan explícitamente, por una parte, que es “la serpiente antigua, el Diablo y Satanás”, y, por otra parte, que él da a la Bestia su trono y su autoridad. Por consiguiente, la Bestia apocalíptica es la figura de una colectividad política bajo la influencia demoníaca. Tal es la opinión del Rvdo. P. Albo. En cuanto al Rvdo. P. Péret, ve en ella “la potencia diabólica de perdición de las colectividades humanas”, lo cual viene a ser casi lo mismo.

    -Le veo venir, señor abate. Puestas así las premisas, va usted a añadir triunfalmente: Nosotros hemos reconocido que los postulados revolucionarios fundamentales son de esencia satánica, luego la Bestia apocalíptica es la figura profética de la Revolución.

    -Pues el silogismo no estaría tan mal construido, y me parece, además, corroborado por el hecho de que la Bestia constituye un excelente símbolo para designar una doctrina estúpida y absurda por naturaleza, digna de ser representada por un bruto, ya que lleva consigo la negación de todo elemento espiritual y divino; elimina la razón, o, al menos, la somete a la cantidad ciega y pretende hallar la capacidad en la incompetencia, y establece el orden por la anarquía. La Boétie, antiguamente, ¿no habla en el mismo sentido del populacho?

    -Pero, veamos… Yo creía a los comentaristas casi unánimes para decir que la Bestia de San Juan es la alegoría del emperador Nerón, prudentemente camuflada, y esta Bestia, a pesar de la multiplicidad de sus encarnaciones, no es, sin embargo, el ave Fénix para que usted la haga resucitar arbitrariamente al final del siglo XVIII.

    -Usted no tiene en cuenta la idea desarrollada por los comentaristas más autorizados de que, en la literatura profética, el valor de un símbolo no se agota, por necesidad, con una sola aplicación. El género apocalíptico practica el plurisimbolismo simultáneo o sucesivo. En términos tal vez más expresivos: los símbolos son polivalentes. Puede, pues, admitirse sin dificultad, que la Bestia juanista representa una posibilidad de reviviscencia histórica perpetua. Puede muy bien designar, en particular, al mismo tiempo al feroz Nerón y a la Democracia de nuestro tiempo. Entre esas dos formas de tiranía hay, además, numerosas semejanzas y puntos de contacto…

    -No dudaba que usted poseía un entendimiento muy sutil, señor abate, y bien lo demuestra. Sin embargo, yo me he dejado decir que la identificación de la bestia con Nerón se ha podido hacer de un modo casi seguro, porque la cifra 666 que San Juan atribuye al monstruo apocalíptico corresponde en caracteres hebraicos a la gráfica NERO CESAR. ¿Va usted a sostener que se da la misma coincidencia con la Democracia?

    -No sostendré eso, porque no estoy bastante familiarizado con el hebreo como para juzgarlo; pero lo que sé bien es que la gematría antigua, la ciencia abstrusa del lenguaje cifrado fundada sobre la idea de que las letras tienen un valor numérico en algunas lenguas, sobre todo en griego y en hebreo, esta gematría, a través de la cual hace usted una excursión tal vez temeraria, va a suministrar argumentos bastante curiosos a mi hipótesis.

    Ella enseña, en efecto, y usted lo sabrá seguramente, que 6 es un número imperfecto por excelencia, por oposición a 7, que señala una plenitud una perfección. Seis, escribe el Rvdo. P. Allo, “es un siete malogrado” (1), significa lo que se ha truncado, lo que está falto de un elemento esencial para realizar su plenitud y muestra una presunción ridícula para conseguirla, y esta significación aumenta cuando la cifra está repetida, como en este caso. Por eso San Alberto Magno y el Venerable Beda creyeron que simbolizaba la creación puramente material y el hombre sin religión. Con una interpretación aproximada, tiene uno el derecho de pensar que significa, sobre todo, la cantidad pura, la cantidad grosera e indefinida, sin ningún principio superior para organizarla y animarla, lo que es precisamente el dogma central de la Democracia.

    Continuemos con este análisis de las cifras, puesto que usted ha querido meterse en él. La Bestia es representada con siete cabezas, y esta multiplicidad para un solo cuerpo me parece también muy significativa del régimen popular, porque no olvidemos que siete es un número perfecto e indica, pues, ilimitación de los jefes posibles de la comunidad. Los diez cuernos y las diez diademas confirman esta interpretación, y parece que quieren hacernos comprender que el poder supremo es el atributo de la multitud, aunque este poder presente un aspecto ficticio e irrisorio, según la significación gemátrica, bastante desfavorable a la cifra diez. También se explica uno inmediatamente por qué los cuernos, es decir, la insignia del poder, llevan nombres de blasfemia, y por qué la boca no profiere más que ultrajes a la Divinidad. La Democracia revolucionaria, ¿no es intrínsecamente negación de la autoridad espiritual, y no lleva consigo ofensa permanente y guerra a Dios?

    Todas las otras alegorías secundarias me parece que encuentran una explicación tan fácil y tan clara. Mañana veremos cómo la Bestia revolucionaria, “la Bestia escarlata”, se ha curado de la herida, mortal en la apariencia, que le había producido el Papado, y, tan bien, que ha podido vencer la oposición de los espíritus más rectos y de los corazones más valientes, de los Santos, y ha asegurado su dominación durante el largo periodo simbolizado por cuarenta y dos meses. “Le ha sido dada autoridad sobre toda tribu, todo pueblo, toda lengua y toda nación, como lo hemos hoy día, y por el intermediario de la Bestia de la Tierra, que, a mi juicio, simboliza los gobiernos establecidos para ejercer efectivamente el poder y realizar las voluntades de la primera, recibe los homenajes del mundo entero, sobrecogido de admiración, que se prosterna ante el Dragón y que adora a la Bestia diciendo: “¿Quién hay semejante a la Bestia y quién puede combatir contra ella?”

    -Vamos a ver, francamente, ¿no evoca esto de modo irresistible, en usted, la insolente pretensión de las Democracias actuales a la dominación del universo? Y cuando el vidente de Patmos escribe que cada uno debe recibir una marca en la mano derecha o sobre la frente para que ninguno pueda comprar ni vender si no está señalado con el nombre de la Bestia o con el número de su nombre, ¿no le ha llamado a usted la atención el reciente recuerdo y el espectáculo actual (1951) de los esfuerzos prodigados por toda forma de Democracia, incluida la nuestra (francesa) para arrancar por engaños, por la fuerza o por vía jurídica, los derechos elementales de ciudadanos a todos los que se niegan a inclinarse ante la ideología satánica, hoy victoriosa?

    -Puede ser, digo levantándome. Existen ahí coincidencias bastante curiosas. Sin embargo, hasta que no esté mejor informado, yo no veo en su descripción y en sus ingeniosas comparaciones más que un juego habilidoso de su espíritu.

    -Si reflexiona usted sobre ello, tal vez encuentre algo más que eso, dice el señor Multi. Pero yo no he pensado en imponerle mi interpretación, por sugestiva que pueda parecerme, en una materia en que las opiniones permanecen perfectamente libres y en que es difícil hallar en hilo conductor. Por eso, después de haberle propuesto este perturbador asunto de meditaciones, volveré mañana a un terreno más positivo.

    Me despido; pero, apenas he cerrado la puerta, me sorprendo a mí mismo murmurando:

    -Y, sin embargo, el punto de vista del abate, bien merece alguna reflexión…

    (1) R. P. ALLO: Saint Jean, L’Apocalypse.

    -
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap.VII (I) -Reiteradas condenaciones del liberalismo y de la soberanía popular por la Santa Sede. -El Syllabus. -Firme actitud de León XIII y de sus sucesores.

    -Usted tiene la culpa de que yo esté lleno de pesadillas durante las noches por haber orientado mis ideas, hace una semana, hacia las manifestaciones del Satanismo en las sociedades contemporáneas, me reprocha amigablemente el abate Multi, al abrirme la puerta de su casa; y añade con tristeza: Aún no hemos terminado y, casualmente, la jornada de esta noche va a ser la peor de recorrer.

    Permanece afable y cortés, pero noto que, en el fondo, está nervioso e irritable, y me digo para mis adentros que lo más acertado es abstenerse hoy de toda contradicción y dejarle transformar el diálogo en soliloquio, como es su tendencia habitual.

    Hojea sus fichas y empieza:

    -No tengo necesidad de repetir todas las reiteradas condenaciones pontificias que han atacado a la diabólica doctrina de la Revolución y, muy especialmente, a los dos errores democráticos fundamentales sobre los que acabamos de insistir. Sin embargo, no es superfluo el recordar alguna, entre las más explícitas, ya que la táctica constante de nuestros adversarios es la de echar sobre ellas el velo del silencio. Nunca hablan de esto ni jamás hacen alusión, esperando hacerlas caer en el olvido, gracias a este mutismo.

    Esta estrategia no parece mala, pues ha contribuido a desarrollar la asombrosa ignorancia de la casi totalidad de los católicos contemporáneos. Hay que reconocer, desgraciadamente, que por timidez, inconsciencia y por dejarse llevar, muchas personas de recta intención pero de inteligencia poco cultivada y formación religiosa demasiado rudimentaria, cooperan a este modo de echar tierra sobre el asunto y hacen juego al Diablo sin sospecharlo. Por eso prefiero volver hasta sobre hechos que debieran ser conocidos por todos los fieles, sin excepción.

    Ya sabe usted que las advertencias solemnes y apremiantes no han faltado. Le he citado las primeras reacciones de Pío VI, y recuerde la Encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, en 1832, contra Lamennais y la escuela de L’Avenir, que es la primera admonición dirigida contra el Liberalismo.

    Pio IX continuó desarrollando sin descanso las condenaciones promulgadas por su predecesor, y se dedicó especialmente a perseguir a Satanás a través de todos los disfraces, más o menos ingeniosos, de que ha podido revestirse sucesivamente el infernal transformista: Naturalismo, Racionalismo, Indiferentismo, Latitudinarismo, Americanismo, Liberalismo, propiamente dicho, fueron desenmascarados y estigmatizados, y el Papa llevó su solicitud hasta añadir a la Encíclica Quanta cura, para mayor claridad y comodidad, ese catálogo llamado Syllabus, en el cual enumera 80 proposiciones tachadas de herejías o de graves errores, visados por actos pontificios anteriores.

    Señalemos, solamente para nuestro fin, la proposición condenada en el número 60: “La autoridad no es otra cosa más que la suma del número y de las fuerzas materiales”. Ahí se encuentra directamente condenada la Soberanía del Pueblo en su aspecto práctico de sufragio universal -ese sufragio que el Papa calificaba de “mentira universal”-, el cual está destinado, evidentemente, a establecer y a consagrar la autoridad absoluta del número.

    De la misma manera está condenada la 80 y última proposición: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. La forma general y absoluta en que está redactada fue escogida, sin duda, para impresionar los espíritus y obligarlos a reflexionar, pues no hay que decir que el Papa no condena, en el progreso y civilización moderna, las conquista de la ciencia, sino solamente la concepción material y anticristiana según la cual se las pretende utilizar.

    Por otra parte, la Encíclica Quanta cura estigmatiza formalmente la aserción en virtud de la cual “la voluntad del Pueblo manifestada por lo que algunos llaman opinión pública o de cualquier otra manera, constituiría la ley suprema, con independencia de todo derecho divino o humano”.

    Pio IX cuidó especialmente de descubrir y frustrar los esfuerzos y engaños de esos espíritus enamorados de la conciliación a cualquier precio, que sueñan con la unión, contra natura, entre el y el no, y se empeñan en establecer un acuerdo aparente entre la herejía y la ortodoxia. Por eso se levantó explícitamente contra el híbrido sistema bautizado por sus protagonistas con el nombre de Liberalismo católico: ve en él la más audaz y descarada de las astucias diabólicas, y no se priva de decirlo con insistencia. Por ejemplo, al recibir una delegación francesa, con motivo del 25 aniversario de su pontificado, denuncia abiertamente la “mezcla de principios opuestos que tales y tales se obstinan en realizar, y no duda en decir, con forma ruda como un latigazo, que no es habitual en él: “Hay en Francia un mal más reprobable que la Revolución y que todos los miserables de la Commune, especie de demonios salidos del infierno, y es el Liberalismo católico. Lo he dicho más de cuarenta veces y lo repito por razón del amor que os profeso”.

    Mas, he aquí que sube a la cátedra de San Pedro un Papa reputado como más “politicante” que “zelante” (León XIII), y los espíritus de tendencia liberal sienten renacer sus esperanzas de “combinazioni”, y los anticlericales se hacen la ilusión de manejar a nuevo Pontífice. Gambetta, que le juzga “aun más diplomático que sacerdote” y que le califica de “oportunista sagrado”, prevé ya la eventualidad de una “unión de razón” entre la Democracia y la Iglesia. Inútil espera. León XIII demostrará en su doctrina el mismo rigor que su antecesor. En la Encíclica Inscrutabili Dei, donde reitera expresamente las condenaciones llevadas a cabo por Pío IX y confirma el Syllabus, reprocha a los partidarios del dogma revolucionario de haber eliminado a Dios “por una impiedad muy nueva que los mismos paganos no han conocido”, y de “haber proclamado que la autoridad pública no tomaba de Él su principio, su majestad y la fuerza para mandar, sino de la multitud del pueblo, la cual, creyéndose desligada de toda sanción divina no ha soportado el estar sometida a otras leyes más que a las que ella habría promulgado conforme a sus caprichos”.

    En la Encíclica Immortale Dei, que también se refiere al Syllabus, declara que “la soberanía popular que, sin tener a Dios en cuenta, dice residir en el pueblo por derecho natural” y los otros principios revolucionarios de Libertad y de Igualdad, constituyen doctrinas “que la razón humana reprueba” y que la Santa Sede no ha tolerado nunca ver emitidas impunemente.

    En la encíclica Diuturnum Illud insiste de nuevo: “Al hacer depender el poder público de la voluntad -perpetuamente revocable- del pueblo, se comete, primero, un error de principio, y, además, no se da a la autoridad más que un fundamento frágil y sin consistencia”. Y añade aún: “De las herejías (de la Reforma protestante) es de donde nacieron el derecho moderno, la soberanía del pueblo y esta licencia sin freno fuera de la cual no saben muchos ver la verdadera libertad”.

    La Encíclica Humanum Genus (contra la masonería) opone a la trilogía revolucionaria, estigmatizándola una vez más, la noción cristiana de la libertad igualdad y fraternidad, y la Encíclica Libertas praestantissimus renueva explícitamente la censura contra la teoría según la cual el origen de la comunidad civil debe buscarse en la libre voluntad de cada uno y “el poder público emana de la multitud como de su fuente primera”, y tan bien que el ex abate Charbonnel se lamenta de que “jamás ningún Papa haya anatematizado tanto las teorías democráticas y revolucionarias como León XII, “Papa liberal”.

    Otros veinte textos podrían añadirse a éstos, si fuera preciso, del mismo León XIII y de sus sucesores. Hagamos notar solamente que San Pío X en la Carta Notre charge apostolique, sobre Le Sillon, califica de “ideal condenado” la doctrina que “coloca la autoridad en el pueblo”; que pretende realizar la nivelación de las clases, y quiere que la autoridad suba de abajo para ir hacia lo alto”. Le Sillon, dice, se imagina un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas”. El Papa prohíbe “hacer entre el Evangelio y la revolución aproximaciones blasfemas”, del tipo de las que citaré enseguida algunos ejemplos.

    La Encíclica Pascendi de San Pio X, contra el modernismo, ataca a la última transformación de este liberalismo, que poco después nos mostraría Pío XI “abriendo el camino al comunismo ateo”. Y si Pío XII, como antes León XIII, se presta, según luego veremos, a ciertas concesiones de vocabulario, no cede ni una jota, muy al contrario, en cuestión de principios, y frente a las concesiones revolucionarias toma exactamente la actitud de los anteriores Pontífices.

    No; hay que perder toda esperanza de ver nunca a la Santa Sede volverse atrás de una doctrina tan minuciosamente definida y tan expresamente promulgada. Entra en el tesoro riquísimo de las verdades adquiridas, y no sería posible atenuarla o modificarla sin renegar de la tradición apostólica y consumar la más estrepitosa de las quiebras morales (*).


    (*) ... Pues "hubo vuelta atrás"...
    Lo anterior estaba escrito en 1951, bajo Pío XII, cuando aún nada hacía presagiar la hecatombe del concilio Vaticano II, que echaría por tierra el Magisterio pontificio anterior, para venir a defender justamente lo contrario (con el mayor cinismo, sin ningún temor, respeto ni vergüenza y con bendición apostólica incluida).


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    Última edición por ALACRAN; 25/08/2024 a las 11:53
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap. VII (II) -Resistencia diabólica. -Sus astucias y sus disfraces. -La mentira en el mundo. -Inmensos progresos del Espíritu del Mal.

    Podría creerse que con estos reiterados golpes, la Bestia democrática, por volver a la imagen de San Juan, había quedado herida de muerte y, en efecto, si las instrucciones dadas por la Santa Sede hubiesen sido observadas, la ofensiva diabólica hubiera tenido que reconocerse vencida; pero, naturalmente, Satanás se ingenió para detener la acción dirigida contra él. Su estrategia ha sido sumamente hábil, como era de suponer, y le ha permitido reparar sus pérdidas y llegar más allá. Por una parte, retirada táctica y resistencia silenciosa; por otra, recurso a la mentira en grandes dosis, mentira cínica o sutil, descarada o suavizada; mentira universal erigida en regla de vida política y en el sistema de organización social.

    En lugar de movilizar enseguida todas sus fuerzas y suscitar una rebelión general con gran estrépito; en vez de lanzarse inmediatamente a un combate decisivo de conjunto en el que hubiera corrido grave riesgo de ser vencido por completo, como en su primera rebelión, Satanás prefirió establecer una resistencia elástica y pasiva, limitando la oposición abierta a algunas manifestaciones esporádicas, suficientes para mantener los dogmas destructores, pero no lo bastante graves en apariencia, como para hacer presagiar una gran disgregación. En la mayor parte de los casos, Satanás encaja los golpes en silencio y sin protestas.

    Por eso, cuando la Santa Sede fulmina las condenaciones, de las que he citado a usted algunos ejemplos, halla casi siempre, una obediencia aparente, pero superficial y floja, sin adhesión verdaderamente filial y profunda; un eco dócil al exterior, pero no una colaboración real de los espíritus y de los cuerpos, y, con frecuencia, sus admoniciones han sido recibidas con “el alma fugitiva”, como diagnosticaba San Pío X por algunos elementos de Le Sillon. Se acataba con las formas, manifestando, si era preciso, discretas reservas más o menos respetuosas, una especie de escepticismo con tinte de conmiseración por la intransigencia y torpeza de la Santa Sede o de simpatía respecto a sus víctimas, y una esperanza, apenas declarada, en posibles desquites para el porvenir, y se continuaba profesando, in petto, de modo más o menos explícito, el error censurado invocando las necesidades de oportunidad y las exigencias de la hipótesis.

    No se organizaba contra él la lucha paciente, tenaz, con sanciones adecuadas y con la vigilancia ininterrumpida que hubiera sido indispensable, de manera que con el olvido, que llegaba pronto, la doctrina condenada recuperaba su vigor poco a poco, reclutaba nuevos partidarios y, rejuvenecida, maquillada, transformada, volvía a ganar terreno. Al cabo de algunos años, la masa y hasta la mayor parte de los mandos, habían perdido la noción y el recuerdo preciso de las intervenciones pontificias y todo se hallaba como para volver a empezar de nuevo.

    Gracias a estas hábiles maniobras, el espíritu del Mal ha conseguido espantosos progresos. Sólidamente instalado (1951), ya lo hemos visto, sobre las dos posiciones dominantes de la teoría revolucionaria, la Soberanía popular y el Liberalismo, que la ofensiva papal no ha conseguido desmantelar, a pesar de sus reiterados ataques, manejando como maestro consumado, el orgullo humano, ha multiplicado sus infiltraciones e invasiones dentro de la organización y la vida sociales con progresos, ya esporádicos, ya indudables. La infestación diabólica se manifiesta y se asegura por todas partes, incesante y multiforme. A los avisados se les descubre por una señal irrecusable, infaliblemente característica “del que es mentiroso desde el principio” porque “no hay verdad en él”.

    Ya implica disimulo e hipocresía la actitud que hemos descrito ahora, pero este punto de vista parcial debe ser generalizado infinitamente.

    En efecto, el príncipe de la bribonería y del fraude ha conseguido hacer reinar en el mundo contemporáneo, hasta un grado anormal, la confusión y la mentira, que es su esencial y más preciso medio de acción. (…)

    En estas tinieblas, como observa muy bien Blanc de Saint-Bonnet, han desaparecido todas las bases sólidas de la vida pública, toda la integridad del alma social, y en todas partes han sido reemplazadas por fingimientos. La duplicidad es universal y nos ciega, nos ahoga, nos extravía, pudre y disuelve todos nuestros puntos de apoyo. Nuestra época y nuestro espíritu se hallan tan gangrenados de la mentira, que contaminan casi indefectiblemente hasta las instituciones y los hombres que quisieran permanecer indemnes, y los llevan, a falta de cosa mejor, a recurrir a la mentira para luchar contra la mentira.

    Mentira en la filosofía política, que pretende subrepticiamente reemplazar el espíritu por la materia, la cualidad por la cantidad, el Criador por la criatura, la razón por la ciega aritmética.

    Mentira en el lenguaje político, y especialmente en la jerga parlamentaria, que ha llegado a ser anfibiológica y casi hermética, y de la que ni una palabra, como indica acertadamente Peguy, ha conservado su significación natural.

    Mentira en las instituciones políticas, edificadas sobre fundamentos inestables y ruinosos, y mentira en particular, lo hemos visto, en la soberanía del Pueblo, que desfigura la autoridad de la que hace una esclava, y el poder al cual convierte en un despojo.

    Mentira en la Justicia, que se convierte en dócil sirvienta de la iniquidad triunfante, sin preocuparse siquiera de la evidencia; se prostituye a los poderosos de la actualidad, y pretende, impasiblemente, transformar la culpabilidad en inocencia y la inocencia en culpabilidad.

    Mentira en la policía, que pervierte la moralidad pública que está obligada a defender, y mentira en la represión y en la venganza, que se esconden bajo la máscara de la legalidad y en la sombra de los calabozos.

    Mentira en la interpretación del bien común y del interés general, que no son invocados más que para servir al interés de los partidos o que se rebajan a un concepto sórdido, groseramente utilitario, que se confunde voluntariamente con el bienestar, las comodidades materiales y la satisfacciones concedidas a los instintos egoístas de las muchedumbres.

    Mentira en la Ley, que no es racional, impuesta para el bien de todos, sino la simple expresión, camuflada en derecho formal, de la voluntad del más fuerte, entregándola así a una perpetua inestabilidad y a una injusticia permanente.

    Mentira en la Libertad, que no se quiere ver como es, a saber, una conquista lenta y penosa y la sublime facultad de ser causa, sino un don gratuito y congénito al que se transforma en proveedora del mal, en disolvente de la autoridad, en negación de la responsabilidad. Mentira en la Igualdad, en cuyo nombre se pretende estúpidamente dar a todos los hombres un estatuto, derechos y satisfacciones uniformes. Mentira en la Fraternidad, que se envanece de hacer inútil la Caridad, y no consigue más que renovar sin interrupción del drama de Caín y Abel.

    Mentira en la Moral, privada de su base y de su fin, que ha llegado a ser puramente ficticia, y mentira en el himno entonado por doquier a la apoteosis de la persona humana, cuya dignidad nunca ha sido tan desconocida y ultrajada.

    Mentira en la educación, que sólo un cebo sin función educadora y cesa, por tanto, de merecer el nombre que se le atribuye.

    Mentira en el crédito, que el Estado confunde abiertamente con la expoliación y el robo, y mentira en la moneda, cuyo valor real está cada vez en mayor desequilibrio con el valor aparente y tiende irresistiblemente hacia el cero.

    Mentira en la virtud y la honestidad, reducidas, con demasiada generalidad, a no ser más que máscaras engañadoras, y mentira en el lenguaje, en que se obliga a las palabras a decir lo contrario de lo que ellas quieren significar.

    Mentira, diré yo, hasta en las oraciones, que algunos políticos, que se hacen reclamo con la religión, elevan públicamente al Cielo por la salvación de un Estado que es la negación y la violación permanente de los derechos divinos, pues según la gran frase de Bossuet, Dios se ríe de las súplicas que se le dirigen para evitar las públicas calamidades, cuando no se opone nada a lo que se hace para atraerlas.

    Mentira, para remate de todo, en el comportamiento de los mejores, que juzgan un deber, pretendiendo evitar un mal peor, el pactar con lo falso, ostentar opiniones que no son las suyas y hacerse pasar por lo que no son.

    Mentira, ¡ay!, en la verdad, a la cual se incorpora sistemáticamente una parte de error, y mentira en el error, al cual se añade sistemáticamente una parte de verdad, perturbando de tal modo el espíritu de los hombres que, a los ojos de muchos vienen a ser prácticamente indiscernibles o intercambiables.

    La perversión y la confusión han llegado a ser tan grandes, que un parlamentario francés ha podido proclamar, sin suscitar ninguna reprobación: “Más vale unirse en el error que dividirse en la verdad”.

    Lo repito: no hay índice más revelador ni más temible de la empresa diabólica en nuestra patria, y en el mundo entero, que ese descrédito absoluto y general en que ha caído la verdad; que esa indiferencia y tranquilo menosprecio que demuestran, respecto a ella, nuestros ciegos contemporáneos. Nada evidencia mejor la deformación, la intoxicación de los caracteres por las potencias infernales, que esta convicción, de que cada cual alardea, de ser verdad lo que a él le parece. Aún quedan oposiciones personales a esta concepción, pero en la sociedad civil no hay ninguna institución protectora contra semejante estado de espíritu. Muy al contrario, toda la organización política de la Ciudad tiende a desarrollarlo y reforzarlo. Nada más siniestro que la quietud, la beatitud que parece experimentar en esta atmósfera, y tanto mayores cuanto más saturadas están de engaños, falsedades y perjurios. Casi podría decirse que la Ciudad practica el disimulo y la hipocresía con orgullo, ostentación y entusiasmo, y, bien entendido, Satanás previene toda mejora y cualquier arrepentimiento, y emboscado en los dogmas revolucionarios, lanza sobre el mundo sus nubes corrosivas de imposturas, como oleadas de gases deletéreos.

    ¡Qué triunfo para el Padre de la Mentira el haber abusado así, con engañosos fantasmas, de la credulidad del pueblo soberano, que, soñando con paz, dicha y tesoros, se despierta horrorizado, de cuando en cuando, para contemplar las hojas secas y los reptiles venenosos que tenía entre las manos! (…)

    ****

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 01/09/2024 a las 10:58
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    ...
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap. VII (III) La Contra-Iglesia Revolucionaria y sus conquistas políticas y sociales. -Ocupación y posesión diabólica en las sociedades contemporáneas. -Matanzas y carnicerías universales. -Mecanización y embrutecimiento de los hombres

    No puedo contener un gesto de aprobación, pero el abate Multi está tan absorto que ni siquiera me ve, y continúa:

    Contemple usted cómo, después de haber corrompido las inteligencias y haber entretenido en el error el espíritu de los hombres, “el mono de Dios” ha coronado su tarea con una obra maestra de duplicidad e insolencia.

    Le vemos empeñado, en todos los puntos del globo, y más particularmente entre nosotros, en copiar la obra divina, desnaturalizándola y caricaturizándola de la manera más odiosa, para destruirla mejor. Sustituye disimuladamente doctrina con doctrina, mística con mística, credo con credo, y da a la Revolución democrática el aspecto de una religión al revés, para captar las aspiraciones espirituales de las almas, invirtiendo todos los caracteres del catolicismo.

    Como Cristo vino a abrir al hombre el camino del Cielo, el Diablo pretende dar a éste libre acceso a los goces de este mundo y transportar el Paraíso a la tierra. Construye su falaz reino a imagen del reino celestial, y su malhechora Iglesia sobre el modelo de la Iglesia verdadera. A esta Contra-Iglesia, que él se esfuerza con éxito en hacer “católica” en el sentido etimológico de universal, ha dado un gran Fetiche, el Pueblo deificado en sus elementos y en su masa, el Pueblo hipostasiado por la doctrina revolucionaria, y especialmente por Michelet, en un Ídolo dotado de una personalidad propia, infalible e impecable, creando así una verdadera idolatría democrática.

    Le ha dado un símbolo, condensado en la Declaración de los Derechos, y una “teología”, con exégetas sutiles en los doctores y pontífices que ofician en los cenáculos parlamentarios, y los comités políticos con misioneros que siembran incansablemente, por la palabra y la prensa, la cizaña que debe ahogar la buena semilla. Tiene su catecismo compuesto de slogans muy sencillos, repetidos constantemente para saturar bien las inteligencias, y propuestos sin descanso a la veneración de las muchedumbres, como axiomas indiscutibles.

    Tiene sus prestidigitadores, que se esfuerzan en imitar los milagros, pero presentándose como exclusivamente científicos; su magia, que pretende operar la transubstanciación de las ignorancias, de los impulsos frívolos, de los bajos intereses y de las opiniones malsanas en una Voluntad General infalible “siempre recta, inalterable y pura”. Tiene su culto y objeto sagrados, figurados por las urnas electorales y las papeletas de voto, sus fieles, de los que hablaremos en seguida, sus sacristanes y sus pertigueros.

    De arriba abajo de esta Contra-Iglesia circula una fe ardiente y viva, inflamada y enardecida por abundante concesión de prerrogativas y ventajas, que llega, a menudo, hasta el más ciego fanatismo, y que sigue cuidadosamente en todos los puntos esenciales el contrapié de la fe católica.

    Bajo la cubierta de reivindicaciones políticas y sociales, el Príncipe de este Mundo establece progresivamente su imperio, y por su acción insidiosa, la democracia se identifica cada vez más con la Demonocracia. “Demos” y “Demon” se parecen mucho, y Satanás habita con gusto en el número. ¿No dice él mismo que su nombre es Legión?

    Las masas, ciegas por naturaleza, no distinguen el carácter infernal de esta ocupación cada día más extendida y poderosa. Atraídas por el reclamo de ciertas apariencias halagadoras, creen perseguir su propio bien, el mejoramiento de su suerte y hasta un ideal más perfecto de justicia, mientras caen entre las redes del Tentador. Sin embargo, sus elementos más refinados empiezan a sentir inquietudes al comprobar el creciente desorden y la inseguridad e inestabilidad generales que se manifiestan en todas las comunidades nacionales, y en cuanto a las inteligencias un poco perspicaces, hace mucho tiempo que no tienen ninguna duda.

    Si hubiese sido necesaria, además, una prueba suplementaria de la acción infernal, Satanás la hubiera dado en el caso en que, sobrepasando los límites de una infestación cotidiana, hábilmente disimulada, revelara su terrible poder en fenómenos que ofrecieran todos los caracteres de una abierta crisis de posesión colectiva. Me refiero a los enormes trastornos, acompañados de convulsiones sociales tetánicas como han sido, en España, la reciente Revolución roja y, entre nosotros, franceses, el Terror jacobino, y el Terror llamado depuración de los años 1944 y siguientes.

    No comprendo cómo se puede desconocer la influencia demoníaca en esos acontecimientos. Está patente y estalla en ellos, tanto por la explosión general y paroxística de los instintos más perversos, como por la voluntad deliberada de pudrir y corromper todas las nociones más corrientes, y hasta el mismo lenguaje, para mejor desorientar y perturbar los espíritus, sustituyendo, por todas partes, con un significado nuevo, vicioso o criminal, las ideas más venerables y los vocablos legítimamente consagrados: Religión, Patria, Ley, Piedad, Libertad, Igualdad, por ejemplo.

    Pero esa influencia brilla, sobre todo, en la orgía de sacrificios humanos, que interrumpen y alteran, de cuando en cuando, el pesado sueño de Demos. Porque Satanás, y esta es otra señal tan probatoria y reveladora como la anterior de su intervención directa, no olvida que es, no solamente mentiroso y padre de la mentira, sino “homicida desde el principio”, como declaró Jesucristo. No contento con engañar a sus inocentes y con frustrar las esperanzas que sustenta en ellos, los somete, con intervalos cada vez más frecuentes, a espantosas carnicerías, que ningún esfuerzo humano consigue prevenir ni detener.

    Aquí se conjugan y afirman la duplicidad y la crueldad, pues jamás se ha celebrado más pomposamente el sagrado derecho a la vida y las imprescindibles prerrogativas del ser humano, que desde la promulgación de los dogmas demoníacos de la Revolución, y nunca han corrido por el mundo más torrentes de sangre. Jamás ha estado la existencia de los hombres más avasallada y tiranizada por leyes y reglamentos arbitrarios e impersonales, más despreciada, más alegremente sacrificada a ideologías ilusorias y vanas, ni nunca habían adquirido las inmolaciones humanas está amplitud tan terrible que, ni los que ni los peores caníbales la han demostrado más atroz. (…)

    Hasta ahora, no he hablado a usted más que del homicidio en su forma más sencilla, visible y material: la destrucción de los cuerpos, pero no es ese el aspecto más importante y trágico de la cuestión. La verdadera catástrofe es que volvemos a caer, sin advertirlo, en ese Reino de las Tinieblas del que Dios nos había sacado, dice San Pablo, para trasladarnos al de la Luz (Col. I, 13).

    Observe usted que, en realidad, Satanás ataca en el mundo contemporáneo, aun más, al espíritu, a la razón, al alma. Es decir, que dirige sus esfuerzos a matar en el hombre lo que le hace verdaderamente hombre. Le mata intelectual, moral y espiritualmente, y el proceso de este homicidio es bastante delicado y difícil de demostrar, porque se halla, como siempre, cuidadosamente rodeado de misterio y camuflado hasta el extremo de presentar como un beneficio inestimable uno de los mayores peligros que amenazan nuestra especie.

    Había que hacer un estudio muy largo y complejo que, además ha sido ya tratado de manera interesante, y yo no puedo alargarme más aquí. Permítame usted tan solo señalarle los hechos principales: esta progresiva mecanización de la actividad humana por una técnica que las fuerzas espirituales, debilitadas y proscritas, no llegan a dirigir, equilibrar ni esclarecer; esta civilización de las máquinas que produce una atmósfera tan sofocante, tan deletérea, tan cegadora, que transforma el ser humano en robot y le coloca en la servidumbre de los motores y de los pistones, de esos “esclavos técnicos”, más poderosos que su pretendidos dueños, que nos descubre tan pintorescamente Virgil Gheorghiu.

    Civilización de las máquinas que llega a ser fatalmente una civilización de imbéciles porque comienza a suprimir al esfuerzo intelectual en los que ejecutan; a oscurecer la preocupación de la realidades invisibles para la casi totalidad de los hombres; les hace perderse en un estado habitual de pereza y torpeza mentales, persuadiéndoles, al mismo tiempo, de que están en el único camino de la felicidad; los sumen en la peor miseria, y les hacen incapaces de comprenderlo y librarse de ella. Vea V., una vez más, la garra siniestra, la ironía cruel e impecable del Príncipe de la Mentira, del Homicida, en esta comedia atroz y dolorosa, en que el hombre está persuadido de que se sobrehumaniza mientras que se está deshumanizando.

    Pero casi no puedo decirle nada de este punto de vista capital, porque estoy viendo marchar inexorablemente la aguja del reloj, y quisiera, al menos, poner de relieve otra manifestación muy reprobable de la duplicidad y actividad de Satanás, a propósito del reclutamiento, la composición y el comportamiento del ejército de ejecución que ha lanzado sobre el mundo, porque es un asunto que también merece una atención muy particular.

    En términos generales, puede decirse que este ejército comprende dos categorías, y enfrente de nosotros tenemos, por una parte, los hijos legítimos de Lucifer y de la Revolución Francesa; de otra, la multitud, un poco heteróclita, de los que yo llamaré bastardos de Satanás.

    Al oír este calificativo tan original, ha debido aparecer en mi semblante una expresión de risa, pues el abate se incomoda y se sofoca.
    -No se ría usted, dice, ni siquiera se sonría, pues llegamos aquí al punto más trágico de nuestras explicaciones y ponemos el dedo en la llaga más viva, que no sabemos si será mortal. No se distraiga usted por lo que puede haber de involuntariamente pintoresco en un lenguaje que procuro hacer adecuado a las exigencias de la verdad, y únase, si le es posible, al dolor que me causa esta exposición.

    Debía aplazar el final, pero me resulta tan penoso, que prefiero hacer el esfuerzo de terminar hoy, y de imponer a usted el de escucharme, si es preciso, parte de la noche; pero aguarde un poco y permítame detenerme y recogerme unos minutos antes de abordar la última etapa...
    Última edición por ALACRAN; 08/09/2024 a las 11:01
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap VIII (I) El reclutamiento de las tropas satánicas. Los hijos legítimos del Demonio y de la Revolución Francesa. Doctrina de ésta y su difusión.

    Para calmar su nerviosismo, el abate Multi vuelve al sillón y comienza a cotejar sus notas

    -Decía a usted hace un momento que la cohorte satánica de la tierra comprende dos elementos: El primer contingente, que es el más visible, está formado por los que reivindican abiertamente su origen, y son los que yo llamo hijos legítimos de Satanás y de la Revolución Francesa. Su posición es clara: han escogido con deliberación, sin subterfugios ni reticencias, entre la doctrina de 1789 y la de la Iglesia; han sentado plaza en la cruzada individualista y laica; son del partido de la Contra-Iglesia; contribuyen a determinar sus planes y su táctica y son los que constituyen sus cuadros. Encuentran allí, sin duda, una gran satisfacción para sus apetitos y ambiciones, y esta consideración no les parece despreciable; pero, al menos para alguno, no es la única determinante.

    Hay, entre ellos, convencidos, perfectamente leales y sinceramente fanatizados. Han oído decir tantas veces que el Cristianismo es absurdo, quimérico, prescrito y explotado por los curas, mientras que el dogmatismo revolucionario es la expresión misma de la ciencia y la condición de todo progreso del espíritu, de toda mejora social positiva, que pueden creerlo de buena fe. Además, una vez adaptados los principios, se encuentran cogidos en un sistema cuyo lógica formal es atrayente para las inteligencias de tipo deductivo. Por eso, el radicalismo es, para ellos, el enemigo, según la fórmula de Leon Gambetta, y no significa la pretensión excesiva del clero a dominar donde no tiene nada que hacer, sino la doctrina y la disciplina de la Iglesia

    Afirman que son defensores irreductibles de la Democracia y de la República, y tampoco ponen equívocos ni anfibología en estos términos. La Democracia es la Soberanía del Número como tal, como lo quiere la Declaración de 1789-1791; de la Cantidad que crea el Derecho, la Ley y la Legitimidad, con su voluntad arbitraria. La República es el gobierno fundado únicamente sobre la elección igualitaria; el gobierno que no admite como consagración válida más que la del sufragio universal inorgánico e individualista, y que practica rigurosamente el culto de la urna. Así estalla el desacuerdo profundo, radical, irreductible, entre el programa revolucionario ortodoxo y el programa cristiano.

    El pobre y gran Lamartine sentía y confesaba esto cuando, al recibir a la delegación del Consejo Supremo del rito escocés, el 10 de marzo de 1848, unos días después de la Revolución, le decía: “Estoy convencido de que del fondo de vuestras Logias es de donde han salido, primero en la sombra, luego a media luz y, por fin, a pleno día, los sentimientos que provocaron la explosión sublime de que fuimos testigos en 1789”. Para los que no quieren perderse en utopías, es evidente la incompatibilidad. Renán lo comprendía cuando escribió: “La Revolución es, en definitiva, irreligiosa y atea”. Ferdinand Buisson lo reconocía, por su parte, al afirmar con la autoridad que le corresponde: “El laicismo es el corolario de la Soberanía popular”.

    En el extremo opuesto del terreno político, mons. Freppel expresaba la misma convicción en su animosa declaración de 1890: “La República, en Francia, es una doctrina anticristiana, cuya idea madre es la laicización o secularización de todas las instituciones bajo la forma del ateísmo social. Es lo que ha sido desde su origen en 1789…; es lo que es en la hora actual”.

    Casi al mismo tiempo le hacía eco Jules Ferry, en el Congreso masónico de 1891: “El catolicismo y la República Francesa son filosóficamente irreductibles el uno a la otra”.

    En 1892, los Cardenales y el Episcopado francés se lamentaban, en una carta pública de que el gobierno republicano se hubiera hecho la personificación de una doctrina en oposición absoluta con la fe católica. Poco más tarde, el 15 de enero de 1901, en la tribuna de la Cámara de Diputados, un ministro republicano, que llegaría a ser como Jules Ferry, presidente del Consejo, Viviani, confirmaba este antagonismo: “No estamos enfrentados con las Congregaciones sino con la Iglesia”, y con la aprobación de Pelletan, que el 11 de marzo siguiente declaraba empeñado el conflicto, “entre los Derechos del Hombre y los Derechos de Dios”, el mismo Viviani, el 8 de noviembre de 1906 se jactaba con más énfasis y lirismo de la tarea anticlerical que había cumplido, e insistía sobre el trabajo de propaganda laica que estimaba necesario todavía: “Nuestros padres, nuestros antepasados, nosotros mismos, todos de acuerdo nos hemos aplicado a una obra de anticlericalismo y de irreligión. Hemos arrancado las creencias de las conciencias. Cuando un desgraciado, fatigado por el trabajo del día, doblaba las rodillas, le hemos levantado diciéndole que más allá de las nubes no había más que quimeras. Todos juntos, con gesto magnífico, hemos apagado en el Cielo las estrellas que no volverán a encenderse más”.

    Es tan imperiosa la exigencia lógica y está la tradición tan bien fundada, que no se libran de ellas los más rectos y honrados. Cuando Charles Benoist le dirigía un llamamiento a la conciliación y a la unión, Raymond Poincaré le respondió: “Entre usted y yo existe toda la amplitud de la cuestión religiosa”. Era el intérprete de todos los doctrinarios, para los cuales las leyes laicas de la III República son el fundamento sagrado del régimen democrático, el Santo de los Santos al cual no se puede tocar.

    Tales conceptos entrañan un peligro que no puede negarse, ya que constituyen un manantial constante de divisiones, persecuciones y tiranía, y sabido es que los sucesivos gobiernos democráticos no han dejado de aplicar implacablemente su programa.

    La I República francesa, bajo el impulso de su inspirador, fusiló, guillotinó, destrozó y desmoralizó, a su gusto, sacerdotes y fieles; rompió con la Santa Sede; intentó establecer un cisma en Francia y, luego, extirpar radicalmente la Fe. Al hacer esto se juzgaba muy consecuente con la orden de Voltaire: “Aplastemos a la infame”, y con sus propios principios, no tenía dudas respecto a la extensión de su poder: “Tenemos, ciertamente, el derecho de mudar de religión”, afirmaba el representante Camus, con la aprobación de sus colegas, en la Asamblea Constituyente de 1789.

    Si la II República (... francesa, 1848-1852) fue demasiado efímera para que se la pueda tener en cuenta seriamente, Lamartine, en la entrevista de la que hablaba hace un momento, reconoció que el patronazgo masónico se encontraba en sus principios, como en su antecesora.

    En cuanto a la III República (...francesa, 1870-1940) a pesar de sus orígenes directos (el II Imperio y los gobiernos que la siguieron), se apresuró a volver francamente a los ejemplos de su antepasada: separó la Iglesia del Estado; proscribió, dispersó y robó a las Congregaciones; se apoderó de los fondos de las fábricas de los templos; instituyó una neutralidad mentirosa en la enseñanza, y persiguió las escuelas libres con incesantes importunidades, con su odio y con su deseo de expoliación.

    La IV República (1946-1958) no ha renegado de ese tradición y sigue declarándola “intangible” (*)

    Todo esto es, en verdad, muy grave y deplorable. Es la discordia civil instalada en el país con carácter permanente, pero, al menos, no podemos quejarnos de que tal acción sea irracional e inesperada; es brutal e imperativamente exigida por el espíritu y la fe democráticos. Se puede sufrir por su causa, pero no puede uno sorprenderse de ello. Brota, como el fruto de la flor, de los dogmas cuyo carácter infernal ya le he probado a usted. Los hijos de Lucifer avanzan contra los de la Iglesia a banderas desplegadas; nada de ambigüedades, la victoria depende únicamente de la fuerza moral y material de cada cual, y si uno de los beligerantes parece, en ciertos aspectos, superior porque dispone de los recursos del “reino de este mundo” ampliamente, el otro tiene con él la potencia inapreciable de la verdad.

    (*) Escrito cuando aún no existía la V Republica francesa, la actual, desde 1958, más aberrante y demoníaca que las anteriores

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; Hace 3 semanas a las 11:21
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap VIII (II) Los bastardos de Satanás. Pretendidas conciliaciones entre la Democracia y el Evangelio. Aproximaciones blasfemas. Respuesta revolucionaria a las concesiones pontificias. Antagonismo irreductible entre la Democracia revolucionaria y el Catolicismo.

    Pero a Satanás no le gusta combatir así, a cara descubierta, prefiere mucho más el disimulo, el fingimiento, el doble o triple juego. Su preocupación esencial es siempre el apoderarse, con fraude, de las inteligencias del adversario; prefiere preparar la caída de la plaza por tratos corruptores; provocar disidencias y defecciones antes que dar prematuramente el asalto. Por eso se esfuerza en deslizar, entre los soldados de la buena causa, agentes encargados de arruinar su moral y de orientarlos poco a poco hacia la capitulación. Tal es la tarea esencial de los que yo he llamado bastardos de Satanás, y entre ellos hay diversas variedades.

    La más fácil de discernir, y tal vez por eso, la menos peligrosa, está formada por las inteligencias atacadas de una enfermedad congénita del pensamiento que les hace incapaces de elegir entre las dos ortodoxias opuestas. Por efecto de la ceguera o del aguijón del orgullo, se les oye afirmar la identidad de las contradictorias; envanecerse de encontrar la verdad en cada una de ellas y jactarse de reconciliar a Satanás con Dios.

    De tamaña aberración, en la que resulta difícil distinguir entre el desequilibrio mental y la hipocresía, se encuentran algunos extraños y tristes ejemplos de un grado menor o mayor que, a veces, resulta increíble. Uno de los más pasmosos es el de Weishaupt, que proclamaba la identidad de la doctrina masónico-democrática con la cristiana, y cuyo ritual glorifica la obra de “Nuestro Gran Maestre Jesús de Nazaret”. Y, sin duda, había convencido a Camilo Desmoulins, que se atrevía a llamar a Jesucristo “el primer sans-culotte”, y a Marat, de quien se dice que hacía la apología de los Libros Santos declarando: “La revolución está en el Evangelio”. Lo cual no le impedía practicar el amor al prójimo con un ardor que se ha hecho célebre… (IRONÍA)

    También se encuentra un eco atenuado e inesperado del gran asesino (Marat), en Buchez, que en su “Historia parlamentaria de la Revolución” reedita la opinión de que “la Revolución tuvo su origen en el Evangelio”. Y aquí tiene usted luego al desgraciado Lamennais, por cuya pluma leemos igualmente: “La Revolución da al Catolicismo un segundo nacimiento” y el cual se había obligado a restablecer la armonía entre la Democracia y la Doctrina cristiana.

    La misma extravagante quimera trastornó las cabezas de dos académicos liberales, el duque Alberto de Broglie y Saint-Marc Girardin, que aspiraban a “purificar los principios de 1789 por los dogmas de la Religión Católica y hacerlos marchar de acuerdo”.

    Esta psicosis no ha perdonado a la jerarquía eclesiástica, pues fue un prelado, antiguo vicario general de monseñor Dupanloup el que se atrevió a escribir en su obra “El Cristianismo y los tiempos presentes: “Se habla de conquistas del 89, y acepto la frase, pero son las conquistas del Evangelio y de la Iglesia sobre el orgullo de la humanidad… Todo esto es la obra del Cristianismo; sale de las entrañas (sic) del Evangelio y es, en fin, al cabo de siglos, su dilatación y florecimiento total”.

    Semejantes y tan perentorias afirmaciones son muy capaces de hacer delirar a cerebros frágiles o mal equilibrados, y es el caso de ese profesor de una Universidad católica a quien el deseo frenético de aproximar la Revolución a la Iglesia inspira estas líneas con renovadas aserciones análogas de Marc Sangnier, cuyo absurdo confina con el sacrilegio:
    Si, más cristiana, la Democracia moderna tuviese conciencia de la grandeza del Cristianismo y de su democracia trascendental, el Cristo, es decir, Dios hecho hombre y hombre del pueblo, el obrero-Dios, sería, como merece serlo (sic), el personaje (sic) más popular; las iglesias donde pone su divinidad al alcance de todos serían consideradas como los verdaderos palacios de la democracia, y los días más solemnes de la vida nacional serían el de las elecciones, en que el pueblo, por la papeleta de voto ejerce acto de ciudadanos y participa realmente de la Soberanía, y el día de Pascua, en que el pueblo, por la Hostia consagrada, hace actos de cristiano y participa sobrenaturalmente de la Divinidad. La papeleta del voto y la Hostia consagrada son los dos medios por los cuales el pueblo sube al trono como un rey y al altar como un Dios. El sufragio universal y la comunión general de Pascua son las dos instituciones eminentemente democráticas; la una hace accesible al pueblo la soberanía, la otra le vuelve accesible la misma Divinidad”.

    Yo no conozco un tipo más característico de esas aproximaciones blasfemas, que Pío X reprocharía al “Sillon” más adelante.

    Desgraciadamente, me sería muy fácil encontrar proposiciones tan erróneas y condenables en muchos teorizantes y políticos de nuestros días y hasta en plumas que debían ser más prudentes. La profunda ignorancia en materias de sociología que el clero tolera o mantiene entre los fieles, y que hasta comparte con ellos frecuentemente, permite tal vez conceder algunas circunstancias atenuantes a las extravagancias de cabezas impulsivas o descentradas, aunque no por eso son menos peligrosas. Pero mucho más culpables y temibles aparecen las confusiones que siembran y se esfuerzan por crear y establecer hombres que ostentan el título de “católicos” y que, con gran refuerzo de sofismas y de aserciones temerarias, procuran engañar sobre la significación real y el alcance de los dogmas de 1789 y los presentan con un aspecto aceptable y hasta atrayente. Estos no merecen excusas, porque deben saber a qué criminal trabajo les empuja su interés personal y en qué atmósfera de constante hipocresía se han condenado a evolucionar.

    Esta duplicidad fue puesta de manifiesto en una circunstancia que se hizo célebre. Cuando León XIII, con vacilación, con pesar y rodeando su concesión de restricciones y de condiciones rigurosas, toleró que se utilizará el término Democracia Cristiana en la estricta acepción de “una bienhechora acción cristiana entre el pueblo”, prohibiendo que se le hiciera desviar en sentido político, un estremecimiento de júbilo sacudió a nuestros sicofantes, que olvidaron, por un instante, su habitual simulación, y en el paroxismo de un insolente triunfo exclamaron: “Le hemos hecho tragar la palabra, y le haremos tragar la cosa”. Y sin preocuparse lo más mínimo del mundo de prescripciones pontificias, se ingeniaron, como se ha dicho en sentido espiritual, por hacer de la fórmula una unión contra natura de palabras en las que el sustantivo devora inmediatamente a su adjetivo. Inútil decir por qué no podía realizarse su injuriosa esperanza, pero sólo esta exposición permite comprender el triste fondo de las almas.

    Una segunda experiencia, no menos concluyente, resulta de la acogida hecha al Mensaje de Navidad de 1944, del Papa Pío XII. El Soberano Pontífice había llevado la condescendencia y el espíritu de conciliación hasta conceder, como lo habían hecho antes que él ciertos teólogos, el empleo de la palabra Democracia hasta en el sentido político, pero siempre, bien entendido, con obligaciones expresas, no permitiendo confundir lo que él llamaba la “verdadera” democracia, es decir, un régimen popular respetuoso de la verdadera religión, de la moral, de la autoridad, de la jerarquía, y de las desigualdades necesarias, con la falsa “democracia”, o sea, la energía revolucionaria de la Soberanía absoluta del Pueblo y el pecado de Liberalismo. Con esta extrema tolerancia esperaba el Papa, tal vez, amansar a la fiera, pero pronto debió perder esta ilusión. Como la primera vez, pero con más insolencia aun, el animal respondió con una amenazador crujido de sus mandíbulas.

    Unos meses más tarde, la nueva Constitución francesa, no contenta con “reafirmar solemnemente” sin modificar nada, la Declaración de los Derechos de 1791, estimó conveniente el precisar, con mayor fuerza aún, su incompatibilidad con el dogma católico, en su artículo I, que estipula que Francia es una República laica y democrática, y el III, aún más sumario y brutal, en cuyos términos “la Soberanía pertenece a la Nación”.

    La ONU, por su parte, proclamaba en su propia declaración de los Derechos del Hombre, votada en la sesión del palacio de Chaillot, en septiembre de 1948, que “la voluntad del Pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Desde entonces no hay escapada ni conciliación posible, pues bien evidente es que se trata de la Soberanía inmediata, de la Soberanía propiedad del pueblo, de la Soberanía condenada. La blasfemia se hace patente o irrecusable en su grosería, y la oposición se afirma irreductible con la doctrina tantas veces expuesta en las recientes encíclicas: toda teoría según la cual la autoridad pertenece a un hombre, a un grupo o a fortiori al Pueblo entero, y que se funda únicamente a gusto del número, es incontestablemente, de inspiración diabólica, puesto que desprecia la Revelación y pervierte la misma noción del Poder.

    Esta fue la respuesta del lugartenientes del diablo al Vicario de Dios, y yo no he oído decir que los demócrata-cristianos hayan rehusado asociarse a ella y hayan boicoteado una Constitución y unas declaraciones que por sólo este hecho debieran parecerles radicalmente inaceptables desde el punto de vista religioso. Al contrario, no han cesado de participar en el ejercicio de un poder así viciado esencial y originalmente.

    No podía esperarse otra actitud de parte de los revolucionarios auténticos. El enemigo es irreductible e intransigente en la adhesión a los dogmas de 1789. Es la piedra de toque para él, y nunca escogerá entre los suyos a quienes no hayan suscrito expresamente esta profesión de fe y dado pruebas decisivas de su obediencia. Permítame aquí una comparación un poco escatológica, de la que le ruego me excuse, pero que emplearé porque es enteramente evocadora.

    Los demonólogos nos cuentan, como usted sabe, que en algunas ceremonias del culto antiguo luciferino, y tal vez en nuestros tiempos, se imponía al neófito una prueba repugnante: Para demostrar la sinceridad de su adhesión y obtener su iniciación, tenía que besar… el revés del Diablo, es decir, en realidad, de un macho cabrío, que estaba reputado como la encarnación de Satanás...

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; Hace 2 semanas a las 12:03
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  11. #11
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    Re: Satanás en la Ciudad

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Cap VIII (III) Desertores y renegados. Las introducciones diabólicas se multiplican. Aterradoras perspectivas se abren ante el mundo. “Hoc est protestas tenebrarum”. El abate Multi se rehace de un momentáneo desaliento. Condiciones indispensables para la victoria final.

    Pues bien, este rito obsceno no ha desaparecido, sólo se ha transformado. Hoy en día, para atraerse a la potencia infernal y beneficiarse de su protección y de las ventajas materiales de las que, en apariencia, es una generosa dispensadora, es necesario un gesto análogo con la Declaración de los Derechos del Hombre, y suscribir el concepto revolucionario, no de un modo vago y formulario, sino muy expresamente en lo que una y otro tienen de herético e inadmisible. En una palabra, hay que optar, sin reticencias por lo que Pio XII llamaba la “falsa” democracia, que es, precisamente la que los revolucionarios llaman la “verdadera”, y hay que repudiar la que el Papa califica de verdadera, que para ellos es la “falsa”. Inextricable embrollo en el lenguaje, pero el fondo permanece claro y cierto. Fuerza es romper con la doctrina católica acerca de puntos capitales, si se quiere ser consagrado como perfecto demócrata por los doctores de la Contra-Iglesia.

    “Ningún católico, a menos que sea un mal católico, puede reconocer y admitir los Derechos del Hombre, escribía firmemente Albert Bayet. Conclusión: para ser buen demócrata hay que ser mal católico.

    Por una falta de lógica que puede tener algunas consecuencias personales felices, pero que permanece absolutamente incomprensible desde el punto de vista psicológico, algunos de estos hombres, a quienes su ambición o el extravío de su inteligencia conducen a desencaminarse en un engranaje herético, pretendían, sin embargo, no romper con la fe cristiana. Persisten en engancharse a la vez en las dos doctrinas rivales y, asintiendo a las prendas de fidelidad que reclama el Diablo, se jactan de no malquistarse con Dios. La caridad nos prohíbe sospechar sus intenciones y sondear el misterio de esas actitudes contradictorias y acusarles sin pruebas indudables de traición deliberada; pero la evidencia nos da derecho a decir que todo pasa como si se obstinaran en permanecer en la Iglesia sólo para favorecer las infiltraciones del enemigo y entregarle, poco a poco, las posiciones que están encargados de defender. Son, al menos, desertores virtuales y renegados en potencia.

    Algunos han llevado su evolución hasta el final, y han reconocido implícitamente, o hasta con cinismo, que ella les conducía fuera de la Iglesia. No quiero citar los nombres, demasiado numerosos, que surgen en mi memoria, pero usted estará pensando también, con seguridad, en esos sacerdotes desviados, en esos antiguos presidentes militantes de la Juventud Católica que han formado en las filas de los demócratas ortodoxos para hacer entre ellos una muy “laica” y fructífera carrera. Por la ostensible lección que se desprende de ella, no haré mención más que de la cínica declaración del ciudadano Florimond Bonte, uno de los jefes comunistas más notorios, en una reunión del Partido Demócrata popular, en Lille (Francia), el 10 de abril de 1927:

    “En cuanto a vosotros, demócratas cristianos, no os combatimos; nos sois demasiado útiles. Si queréis saber qué tarea estáis cumpliendo, miradme a mí. He salido de entre vosotros; después he ido hasta la conclusión lógica de los principios que me habéis enseñado. Gracias a vosotros, el comunismo penetra donde no permitiríais entrar a sus hombres; en vuestros patronatos, en vuestras escuelas, en vuestros círculos de estudio y en vuestros sindicatos. Trabajad mucho, demócratas cristianos, que todo lo que hagáis por vosotros lo haréis por la Revolución comunista”.

    Quiero creer que estas felicitaciones, como latigazo, y estos irónicos estímulos, han detenido a algunos demócratas cristianos en la pendiente resbaladiza en que se habían colocado. Vale cien veces más la brutal franqueza de un Florimond Bonte, que no dar lugar a ambigüedades, que el equívoco sostenido cuidadosamente por los que no se deciden a optar y quieren tener un pie en cada campo. Desgraciadamente, son cada vez más numerosos los hombres que fustigaba León XIII en las encíclicas “Sapientiae christianae”, “Etsi nos” e Immortale Dei, con un vigor de expresión bastante raro en los documentos pontificios. Los acusaba de vivir “como cobardes”, practicando frente al adversario una política “de excesiva indulgencia” o de “disimulo pernicioso”.

    Una vez más resultaron ineficaces esos reproches y esas exhortaciones. Ha llegado ser espectáculo normal el ver a jefes que no se atreven a hablar con el energía y claridad, que se resguardan detrás de anfibologías; se esfuerzan en dar consignas ambiguas y vagas para no comprometerse, e invocando consideraciones de oportunidad y de prudencia ("esta prudencia que nos mata", decía el Cardenal Pie), se agotan en maniobras complicadas y en retiradas estratégicas para evitar el combate.

    Nada más desmoralizador y de consecuencias más desastrosas, para las masas poco advertidas, que estas sospechosas evoluciones. Los escasos elementos un poco reflexivos que en ellas se encuentran no comprenden que se les prediquen sucesivamente, y siempre en nombre de un deber superior, órdenes irreconciliables. El sentido común y la lógica quedan derrotados. ¿Cómo quiere usted que compaginen las prescripciones pontificias, cuando las conocen, con los compromisos electorales? ¿Cómo van a acomodar, por ejemplo, la expresa condenación formulada por el “Sylabus” contra la afirmación de que la autoridad es, sencillamente, la suma de las voluntades del Número, con las protestas rituales de veneración, de confianza, de sumisión, que multiplican los mismos “candidatos buenos” respecto al sufragio universal? ¿Cómo, con el lenguaje de ese líder contemporáneo que, afirmando que es católico, y sin suscitar las censuras, o al menos, la desaprobación de la jerarquía eclesiástica, puede declarar: “En el manantial legítimo, es decir, en el voto del Pueblo es donde hay que sacar con urgencia la autoridad necesaria a los poderes de la República, porque el sufragio universal es el dueño y señor de todos nosotros?

    Aturdidos y desorientados por las timideces, compromisos y contradicciones de los unos; por las afirmaciones heterodoxas, pero no oficialmente reprobadas de los otros; contaminados por los malos ejemplos y la ambición, acaban algunos por caer en el escepticismo, sin escuchar más que las sugestiones del interés personal. Otros, más numerosos, dejan coexistir, mezclados y sin procurar ponerlos de acuerdo en la penumbra de su inteligencia, nociones buenas y malas, exactas o falaces, aunque las primeras pierden pronto su claridad y ascendiente por efecto de esa vecindad. También en ellos se embota la rectitud natural de la conciencia, y se desvanece el imperio de la verdad, de manera que, conforme a las previsiones de León XIII, el ejército cristiano pierde su cohesión, la confianza en sí mismo y su fuerza. Embarazado por elementos que practican corrientemente tratos ocultos con el enemigo,, y hasta por renegados expertos en traiciones, sus tropas han llegado a dudar de la justicia de su causa y a dejarse seducir por los principios que, reunidas, iban a combatir. Aún parecen numerosas, pero su corrupción está muy avanzada y, en parte, se hallan ya maduras para la deserción.

    El abate Multi parece deshecho por la fatiga. Se detiene unos momentos y reanuda con esfuerzo:

    -He expuesto a usted los puntos que me parecen esenciales en el asunto, y espero haberle hecho compartir mi profunda convicción. En verdad, en verdad, vuelvo a decirlo, me parece imposible que la malicia natural de los hombres pueda ella sola ser la fuente de todos esos fenómenos aterradores. No es capaz de desencadenarlos y, sobre todo, de asegurar su dirección única, su coordinación y su síntesis. Es preciso que esté atizada, sistematizada, azuzada, en su eficiencia, por la acción lúcida de ese maestro del mal a quien, como a él mismo dijo Jesucristo cuando la tentación en el desierto, se ha dado todo poder en el mundo (San Lucas IV, 6). Nunca ha sido esta laminación más real y más desconocida, a la vez.

    ¡Ah, si supiéramos atravesar la corteza de las cosas! ¡Si tuviéramos la clarividencia sobrenatural de Sor Catalina Emmerich, que, en sus visiones de la Pasión, discernía bajo formas palpables a los espíritus infernales que salían del cuerpo de los actores y de los testigos del sombrío drama y excitaban a los verdugos en su feroz trabajo! ¡Qué espanto sería el nuestro si viésemos enjambres de demonios salir de los textos de las Declaraciones y de las Constituciones heréticas o ateas que nos rigen y que creemos, neciamente, capaces de salvaguardar nuestros derechos; de los artículos de leyes infames; de los propósitos mentirosos de los políticos; de los carteles y urnas electorales; si los viéramos frecuentar, en masa, las asambleas parlamentarias y las conferencias internacionales; pulular entre nuestros propios partidarios, nuestros pretendidos defensores y sus jefes; si los contempláramos cuando pervierten, embrutecen y envilecen, de mil maneras, los espíritus, las almas de nuestros contemporáneos y los empujan, estimulando su miserable vanidad, hacia esos caminos de perdición que no conducen más que a las disensiones, a las luchas, a las guerras civiles y a las catástrofes!

    ¡Qué justificado terror nos asaltaría al oír a la legión satánica repitiendo por todos los puntos del globo, y casi a cada uno de nosotros, el “si cadens adoraveris me…” y obtener, en efecto, el homenaje feudatario de una multitud cada vez más numerosa!

    ¡Qué angustia el ver prepararse el advenimiento de esta era de castigo de furor cuyos principios colocaban la vidente de Dulmen (la misma Sor Ana Catalina Emmerich) “cincuenta años antes del año 2000”, fecha en que debe ser roto el sello del abismo y desencadenado sobre el universo el mismo Satanás! “Hora et potestas tenebrarum”.

    ¿Quién podrá evitar un estremecimiento de ansiedad al relacionar los acontecimientos que, precisamente desde hace algunos años (1951) sumen los espíritus en la noche de una expectativa llena de terror y estallan sobre el mundo con la violencia y la amplitud de una catástrofe apocalíptica?

    El abate se detiene de nuevo en un momento, y con tono más sordo continúa:

    -Pero hasta los mejores tienen cerrados los ojos, como los apóstoles en Getsemaní. ¿Qué cataclismo será necesario para abrírselos, puesto que dos advertencias terribles y próximas no han sido bastante para despertarlos y volverlos a la conciencia del mal ya la inminencia del riesgo?

    Esta torpeza frente al peligro y esos perezosos ensayos de transacción con el enemigo son los que me hielan de terror, casi estoy tentado a decir que me desesperan, porque a la amenaza se aproxima y estamos expuestos a que el ciclón nos lleve a todos, inocentes y criminales, envueltos en el mismo torbellino. Si la fe nos revela la comunión de los santos y la reversibilidad de los méritos, la inversa es también verdadera, y podemos comprobar todos los días la comunión de los culpables bajo la égida de Satanás y la reversibilidad de las faltas. Lo mismo que el agua aspirada por el sol en los océanos y en los ríos vuelve a caer sobre la tierra en forma de lluvia y de nieve, así caen los errores, las equivocaciones y las iniquidades en forma material de explosivos y de ruinas, no sólo sobre quienes los cometen, sino también sobre los que los toleran. Y ha habido tanta maldad desde el advenimiento y difusión de los principios de la Soberanía popular y la democracia, que las repercusiones se hacen, fatalmente, cada vez más extensas, multiplicadas y crueles. Si continuamos por el mismo camino, el castigo no puede dejar de precipitarse y aumentarse todavía más.

    Las perspectivas que se abren ante nosotros son de espanto: un porvenir de azotes y inauditos para el mundo, para Francia, para cada uno de nosotros, porque, en el orden moral es tan verdadero como en el físico, que nada se crea ni se destruye, y nuestro instinto infalible de justicia nos obliga a creer que las faltas y las perversiones deben ser castigadas. Por eso se impone la necesidad de otra vida para los individuos; pero, como otra vida no puede ser para las comunidades y las naciones, es en el tiempo donde deben pagar sus deudas, y el castigo caerá, ineludiblemente, con todo su peso, sobre los que vivan en los días de la gran cólera, los cuales no están muy lejos. (…) Pero, en el fondo, ¿quién no es culpable en nuestra afrentosa época? ¿Quién es el que no tiene que acusarse de no apresurar o agravar, al menos, por complicidad o por inercia, la gran calamidad que ha de venir? (…)

    ***
    La voz del sacerdote se debilita por momentos, y acabó por extinguirse del todo, mientras el crepúsculo como anticipación de las tinieblas, cuyo proximidad anunciaba, sumía lentamente la estancia en creciente oscuridad (…)

    -No, no me escuche usted, y perdóneme por haberle dado el espectáculo de mi debilidad. Me desplomo como un cobarde ante la perspectiva de la prueba inminente. Hace mucho, sin embargo, que nos está anunciada. Recuerde usted que San Pablo escribe: “… vendrá un tiempo en que los hombres no tolerarán la sana doctrina, sino que acudirán a doctores según sus deseos, para calmar la comezón de sus oídos, y los cerrarán a la verdad aplicándolos a las fábulas”. (II Tim 4, 3-4)
    San Gregorio Magno completa esta advertencia previéndonos de que en los últimos tiempos los cristianos, obedeciendo a una falsa política, se callarán ante las violaciones de las leyes divinas y humanas, predicarán la prudencia y la política mundana y pervertirán con sus sofismas y facundias el espíritu de los fieles.

    Pero ni lo uno ni lo otro nos autoriza para ceder ante el abatimiento. Hasta cuando nos predica la calamidad nos prescribe el Apóstol tocar a alarma a tiempo y a destiempo.

    Ninguno de nosotros tiene derecho a retirarse bajo su tienda, y aunque hubiera que caer sobre la brecha, debe decirse que, tal vez, él es la unidad que completará el número de justos necesarios para salvar la Ciudad criminal y la Comunidad corrompida.

    Esas voces tan altas son las que hay que escuchar, y no las de usan desaliento pasajero. Olvídelo, querido amigo, y para humillarme como merezco, medite usted, antes bien, la divisa de un príncipe protestante que puede darnos a los católicos, demasiado temerosos y flojos, una lección de ese aguante y esa energía que dan la victoria: “No hay que esperar para emprender ni tener buen éxito para perseverar”.

    Y recuerde usted, en fin, para sostener la esperanza y el valor necesario en las luchas decisivas que se preparan, que, si “la Bestia ha de subir del abismo”, como lo vemos en nuestros días, tiene también, cuando nuestro valor haya conseguido el fin de la prueba, que “irse de aquí a la perdición”.
    Última edición por ALACRAN; Hace 1 semana a las 13:25
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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