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Tema: Satanás en la Ciudad

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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap.VII (I) -Reiteradas condenaciones del liberalismo y de la soberanía popular por la Santa Sede. -El Syllabus. -Firme actitud de León XIII y de sus sucesores.

    -Usted tiene la culpa de que yo esté lleno de pesadillas durante las noches por haber orientado mis ideas, hace una semana, hacia las manifestaciones del Satanismo en las sociedades contemporáneas, me reprocha amigablemente el abate Multi, al abrirme la puerta de su casa; y añade con tristeza: Aún no hemos terminado y, casualmente, la jornada de esta noche va a ser la peor de recorrer.

    Permanece afable y cortés, pero noto que, en el fondo, está nervioso e irritable, y me digo para mis adentros que lo más acertado es abstenerse hoy de toda contradicción y dejarle transformar el diálogo en soliloquio, como es su tendencia habitual.

    Hojea sus fichas y empieza:

    -No tengo necesidad de repetir todas las reiteradas condenaciones pontificias que han atacado a la diabólica doctrina de la Revolución y, muy especialmente, a los dos errores democráticos fundamentales sobre los que acabamos de insistir. Sin embargo, no es superfluo el recordar alguna, entre las más explícitas, ya que la táctica constante de nuestros adversarios es la de echar sobre ellas el velo del silencio. Nunca hablan de esto ni jamás hacen alusión, esperando hacerlas caer en el olvido, gracias a este mutismo.

    Esta estrategia no parece mala, pues ha contribuido a desarrollar la asombrosa ignorancia de la casi totalidad de los católicos contemporáneos. Hay que reconocer, desgraciadamente, que por timidez, inconsciencia y por dejarse llevar, muchas personas de recta intención pero de inteligencia poco cultivada y formación religiosa demasiado rudimentaria, cooperan a este modo de echar tierra sobre el asunto y hacen juego al Diablo sin sospecharlo. Por eso prefiero volver hasta sobre hechos que debieran ser conocidos por todos los fieles, sin excepción.

    Ya sabe usted que las advertencias solemnes y apremiantes no han faltado. Le he citado las primeras reacciones de Pío VI, y recuerde la Encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, en 1832, contra Lamennais y la escuela de L’Avenir, que es la primera admonición dirigida contra el Liberalismo.

    Pio IX continuó desarrollando sin descanso las condenaciones promulgadas por su predecesor, y se dedicó especialmente a perseguir a Satanás a través de todos los disfraces, más o menos ingeniosos, de que ha podido revestirse sucesivamente el infernal transformista: Naturalismo, Racionalismo, Indiferentismo, Latitudinarismo, Americanismo, Liberalismo, propiamente dicho, fueron desenmascarados y estigmatizados, y el Papa llevó su solicitud hasta añadir a la Encíclica Quanta cura, para mayor claridad y comodidad, ese catálogo llamado Syllabus, en el cual enumera 80 proposiciones tachadas de herejías o de graves errores, visados por actos pontificios anteriores.

    Señalemos, solamente para nuestro fin, la proposición condenada en el número 60: “La autoridad no es otra cosa más que la suma del número y de las fuerzas materiales”. Ahí se encuentra directamente condenada la Soberanía del Pueblo en su aspecto práctico de sufragio universal -ese sufragio que el Papa calificaba de “mentira universal”-, el cual está destinado, evidentemente, a establecer y a consagrar la autoridad absoluta del número.

    De la misma manera está condenada la 80 y última proposición: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. La forma general y absoluta en que está redactada fue escogida, sin duda, para impresionar los espíritus y obligarlos a reflexionar, pues no hay que decir que el Papa no condena, en el progreso y civilización moderna, las conquista de la ciencia, sino solamente la concepción material y anticristiana según la cual se las pretende utilizar.

    Por otra parte, la Encíclica Quanta cura estigmatiza formalmente la aserción en virtud de la cual “la voluntad del Pueblo manifestada por lo que algunos llaman opinión pública o de cualquier otra manera, constituiría la ley suprema, con independencia de todo derecho divino o humano”.

    Pio IX cuidó especialmente de descubrir y frustrar los esfuerzos y engaños de esos espíritus enamorados de la conciliación a cualquier precio, que sueñan con la unión, contra natura, entre el y el no, y se empeñan en establecer un acuerdo aparente entre la herejía y la ortodoxia. Por eso se levantó explícitamente contra el híbrido sistema bautizado por sus protagonistas con el nombre de Liberalismo católico: ve en él la más audaz y descarada de las astucias diabólicas, y no se priva de decirlo con insistencia. Por ejemplo, al recibir una delegación francesa, con motivo del 25 aniversario de su pontificado, denuncia abiertamente la “mezcla de principios opuestos que tales y tales se obstinan en realizar, y no duda en decir, con forma ruda como un latigazo, que no es habitual en él: “Hay en Francia un mal más reprobable que la Revolución y que todos los miserables de la Commune, especie de demonios salidos del infierno, y es el Liberalismo católico. Lo he dicho más de cuarenta veces y lo repito por razón del amor que os profeso”.

    Mas, he aquí que sube a la cátedra de San Pedro un Papa reputado como más “politicante” que “zelante” (León XIII), y los espíritus de tendencia liberal sienten renacer sus esperanzas de “combinazioni”, y los anticlericales se hacen la ilusión de manejar a nuevo Pontífice. Gambetta, que le juzga “aun más diplomático que sacerdote” y que le califica de “oportunista sagrado”, prevé ya la eventualidad de una “unión de razón” entre la Democracia y la Iglesia. Inútil espera. León XIII demostrará en su doctrina el mismo rigor que su antecesor. En la Encíclica Inscrutabili Dei, donde reitera expresamente las condenaciones llevadas a cabo por Pío IX y confirma el Syllabus, reprocha a los partidarios del dogma revolucionario de haber eliminado a Dios “por una impiedad muy nueva que los mismos paganos no han conocido”, y de “haber proclamado que la autoridad pública no tomaba de Él su principio, su majestad y la fuerza para mandar, sino de la multitud del pueblo, la cual, creyéndose desligada de toda sanción divina no ha soportado el estar sometida a otras leyes más que a las que ella habría promulgado conforme a sus caprichos”.

    En la Encíclica Immortale Dei, que también se refiere al Syllabus, declara que “la soberanía popular que, sin tener a Dios en cuenta, dice residir en el pueblo por derecho natural” y los otros principios revolucionarios de Libertad y de Igualdad, constituyen doctrinas “que la razón humana reprueba” y que la Santa Sede no ha tolerado nunca ver emitidas impunemente.

    En la encíclica Diuturnum Illud insiste de nuevo: “Al hacer depender el poder público de la voluntad -perpetuamente revocable- del pueblo, se comete, primero, un error de principio, y, además, no se da a la autoridad más que un fundamento frágil y sin consistencia”. Y añade aún: “De las herejías (de la Reforma protestante) es de donde nacieron el derecho moderno, la soberanía del pueblo y esta licencia sin freno fuera de la cual no saben muchos ver la verdadera libertad”.

    La Encíclica Humanum Genus (contra la masonería) opone a la trilogía revolucionaria, estigmatizándola una vez más, la noción cristiana de la libertad igualdad y fraternidad, y la Encíclica Libertas praestantissimus renueva explícitamente la censura contra la teoría según la cual el origen de la comunidad civil debe buscarse en la libre voluntad de cada uno y “el poder público emana de la multitud como de su fuente primera”, y tan bien que el ex abate Charbonnel se lamenta de que “jamás ningún Papa haya anatematizado tanto las teorías democráticas y revolucionarias como León XII, “Papa liberal”.

    Otros veinte textos podrían añadirse a éstos, si fuera preciso, del mismo León XIII y de sus sucesores. Hagamos notar solamente que San Pío X en la Carta Notre charge apostolique, sobre Le Sillon, califica de “ideal condenado” la doctrina que “coloca la autoridad en el pueblo”; que pretende realizar la nivelación de las clases, y quiere que la autoridad suba de abajo para ir hacia lo alto”. Le Sillon, dice, se imagina un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas”. El Papa prohíbe “hacer entre el Evangelio y la revolución aproximaciones blasfemas”, del tipo de las que citaré enseguida algunos ejemplos.

    La Encíclica Pascendi de San Pio X, contra el modernismo, ataca a la última transformación de este liberalismo, que poco después nos mostraría Pío XI “abriendo el camino al comunismo ateo”. Y si Pío XII, como antes León XIII, se presta, según luego veremos, a ciertas concesiones de vocabulario, no cede ni una jota, muy al contrario, en cuestión de principios, y frente a las concesiones revolucionarias toma exactamente la actitud de los anteriores Pontífices.

    No; hay que perder toda esperanza de ver nunca a la Santa Sede volverse atrás de una doctrina tan minuciosamente definida y tan expresamente promulgada. Entra en el tesoro riquísimo de las verdades adquiridas, y no sería posible atenuarla o modificarla sin renegar de la tradición apostólica y consumar la más estrepitosa de las quiebras morales (*).


    (*) ... Pues "hubo vuelta atrás"...
    Lo anterior estaba escrito en 1951, bajo Pío XII, cuando aún nada hacía presagiar la hecatombe del concilio Vaticano II, que echaría por tierra el Magisterio pontificio anterior, para venir a defender justamente lo contrario (con el mayor cinismo, sin ningún temor, respeto ni vergüenza y con bendición apostólica incluida).


    .
    Última edición por ALACRAN; 25/08/2024 a las 11:53
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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