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Tema: Satanás en la Ciudad

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    Re: Satanás en la Ciudad

    Cap VIII (I) El reclutamiento de las tropas satánicas. Los hijos legítimos del Demonio y de la Revolución Francesa. Doctrina de ésta y su difusión.

    Para calmar su nerviosismo, el abate Multi vuelve al sillón y comienza a cotejar sus notas

    -Decía a usted hace un momento que la cohorte satánica de la tierra comprende dos elementos: El primer contingente, que es el más visible, está formado por los que reivindican abiertamente su origen, y son los que yo llamo hijos legítimos de Satanás y de la Revolución Francesa. Su posición es clara: han escogido con deliberación, sin subterfugios ni reticencias, entre la doctrina de 1789 y la de la Iglesia; han sentado plaza en la cruzada individualista y laica; son del partido de la Contra-Iglesia; contribuyen a determinar sus planes y su táctica y son los que constituyen sus cuadros. Encuentran allí, sin duda, una gran satisfacción para sus apetitos y ambiciones, y esta consideración no les parece despreciable; pero, al menos para alguno, no es la única determinante.

    Hay, entre ellos, convencidos, perfectamente leales y sinceramente fanatizados. Han oído decir tantas veces que el Cristianismo es absurdo, quimérico, prescrito y explotado por los curas, mientras que el dogmatismo revolucionario es la expresión misma de la ciencia y la condición de todo progreso del espíritu, de toda mejora social positiva, que pueden creerlo de buena fe. Además, una vez adaptados los principios, se encuentran cogidos en un sistema cuyo lógica formal es atrayente para las inteligencias de tipo deductivo. Por eso, el radicalismo es, para ellos, el enemigo, según la fórmula de Leon Gambetta, y no significa la pretensión excesiva del clero a dominar donde no tiene nada que hacer, sino la doctrina y la disciplina de la Iglesia

    Afirman que son defensores irreductibles de la Democracia y de la República, y tampoco ponen equívocos ni anfibología en estos términos. La Democracia es la Soberanía del Número como tal, como lo quiere la Declaración de 1789-1791; de la Cantidad que crea el Derecho, la Ley y la Legitimidad, con su voluntad arbitraria. La República es el gobierno fundado únicamente sobre la elección igualitaria; el gobierno que no admite como consagración válida más que la del sufragio universal inorgánico e individualista, y que practica rigurosamente el culto de la urna. Así estalla el desacuerdo profundo, radical, irreductible, entre el programa revolucionario ortodoxo y el programa cristiano.

    El pobre y gran Lamartine sentía y confesaba esto cuando, al recibir a la delegación del Consejo Supremo del rito escocés, el 10 de marzo de 1848, unos días después de la Revolución, le decía: “Estoy convencido de que del fondo de vuestras Logias es de donde han salido, primero en la sombra, luego a media luz y, por fin, a pleno día, los sentimientos que provocaron la explosión sublime de que fuimos testigos en 1789”. Para los que no quieren perderse en utopías, es evidente la incompatibilidad. Renán lo comprendía cuando escribió: “La Revolución es, en definitiva, irreligiosa y atea”. Ferdinand Buisson lo reconocía, por su parte, al afirmar con la autoridad que le corresponde: “El laicismo es el corolario de la Soberanía popular”.

    En el extremo opuesto del terreno político, mons. Freppel expresaba la misma convicción en su animosa declaración de 1890: “La República, en Francia, es una doctrina anticristiana, cuya idea madre es la laicización o secularización de todas las instituciones bajo la forma del ateísmo social. Es lo que ha sido desde su origen en 1789…; es lo que es en la hora actual”.

    Casi al mismo tiempo le hacía eco Jules Ferry, en el Congreso masónico de 1891: “El catolicismo y la República Francesa son filosóficamente irreductibles el uno a la otra”.

    En 1892, los Cardenales y el Episcopado francés se lamentaban, en una carta pública de que el gobierno republicano se hubiera hecho la personificación de una doctrina en oposición absoluta con la fe católica. Poco más tarde, el 15 de enero de 1901, en la tribuna de la Cámara de Diputados, un ministro republicano, que llegaría a ser como Jules Ferry, presidente del Consejo, Viviani, confirmaba este antagonismo: “No estamos enfrentados con las Congregaciones sino con la Iglesia”, y con la aprobación de Pelletan, que el 11 de marzo siguiente declaraba empeñado el conflicto, “entre los Derechos del Hombre y los Derechos de Dios”, el mismo Viviani, el 8 de noviembre de 1906 se jactaba con más énfasis y lirismo de la tarea anticlerical que había cumplido, e insistía sobre el trabajo de propaganda laica que estimaba necesario todavía: “Nuestros padres, nuestros antepasados, nosotros mismos, todos de acuerdo nos hemos aplicado a una obra de anticlericalismo y de irreligión. Hemos arrancado las creencias de las conciencias. Cuando un desgraciado, fatigado por el trabajo del día, doblaba las rodillas, le hemos levantado diciéndole que más allá de las nubes no había más que quimeras. Todos juntos, con gesto magnífico, hemos apagado en el Cielo las estrellas que no volverán a encenderse más”.

    Es tan imperiosa la exigencia lógica y está la tradición tan bien fundada, que no se libran de ellas los más rectos y honrados. Cuando Charles Benoist le dirigía un llamamiento a la conciliación y a la unión, Raymond Poincaré le respondió: “Entre usted y yo existe toda la amplitud de la cuestión religiosa”. Era el intérprete de todos los doctrinarios, para los cuales las leyes laicas de la III República son el fundamento sagrado del régimen democrático, el Santo de los Santos al cual no se puede tocar.

    Tales conceptos entrañan un peligro que no puede negarse, ya que constituyen un manantial constante de divisiones, persecuciones y tiranía, y sabido es que los sucesivos gobiernos democráticos no han dejado de aplicar implacablemente su programa.

    La I República francesa, bajo el impulso de su inspirador, fusiló, guillotinó, destrozó y desmoralizó, a su gusto, sacerdotes y fieles; rompió con la Santa Sede; intentó establecer un cisma en Francia y, luego, extirpar radicalmente la Fe. Al hacer esto se juzgaba muy consecuente con la orden de Voltaire: “Aplastemos a la infame”, y con sus propios principios, no tenía dudas respecto a la extensión de su poder: “Tenemos, ciertamente, el derecho de mudar de religión”, afirmaba el representante Camus, con la aprobación de sus colegas, en la Asamblea Constituyente de 1789.

    Si la II República (... francesa, 1848-1852) fue demasiado efímera para que se la pueda tener en cuenta seriamente, Lamartine, en la entrevista de la que hablaba hace un momento, reconoció que el patronazgo masónico se encontraba en sus principios, como en su antecesora.

    En cuanto a la III República (...francesa, 1870-1940) a pesar de sus orígenes directos (el II Imperio y los gobiernos que la siguieron), se apresuró a volver francamente a los ejemplos de su antepasada: separó la Iglesia del Estado; proscribió, dispersó y robó a las Congregaciones; se apoderó de los fondos de las fábricas de los templos; instituyó una neutralidad mentirosa en la enseñanza, y persiguió las escuelas libres con incesantes importunidades, con su odio y con su deseo de expoliación.

    La IV República (1946-1958) no ha renegado de ese tradición y sigue declarándola “intangible” (*)

    Todo esto es, en verdad, muy grave y deplorable. Es la discordia civil instalada en el país con carácter permanente, pero, al menos, no podemos quejarnos de que tal acción sea irracional e inesperada; es brutal e imperativamente exigida por el espíritu y la fe democráticos. Se puede sufrir por su causa, pero no puede uno sorprenderse de ello. Brota, como el fruto de la flor, de los dogmas cuyo carácter infernal ya le he probado a usted. Los hijos de Lucifer avanzan contra los de la Iglesia a banderas desplegadas; nada de ambigüedades, la victoria depende únicamente de la fuerza moral y material de cada cual, y si uno de los beligerantes parece, en ciertos aspectos, superior porque dispone de los recursos del “reino de este mundo” ampliamente, el otro tiene con él la potencia inapreciable de la verdad.

    (*) Escrito cuando aún no existía la V Republica francesa, la actual, desde 1958, más aberrante y demoníaca que las anteriores

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 06/10/2024 a las 11:21
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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