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“LA OBRA DE ESTE CONCILIO NO PUEDE ESTAR INSCRITA EN EL LIBRO DE LA VIDA”
PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA
(Julio Alvear Téllez, Blog La Reacción Católica)
El 14 de septiembre de 1965 se inicia la cuarta y última sesión del Concilio. El 21 de septiembre se abre el debate sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno. El borrador del texto oficial es entregado a los padres conciliares para su análisis, pero no se hace ninguna referencia explícita al comunismo entre los problemas del mundo contemporáneo, y sólo incluye acápites más genéricos respecto del “ateísmo”.
Muchos entonces se preguntaron: ¿por qué este silencio? ¿Es que entonces el comunismo no existe, no obstante dominar gran parte del mundo y violar los derechos divinos y humanos? ¿No han rechazado los Papas durante más de 100 años, desde su mismo nacimiento, el comunismo denunciando su naturaleza perversa, su propaganda engañosa, su estrategia diabólica, sus mentiras sistemáticas? ¿No es éste un enorme adversario de la Iglesia en los tiempos modernos? ¿La Iglesia va a ceder ahora frente al Anticristo rojo no obstante el ejemplo de los Papas, el combate de los santos y la sangre de los mártires que prefirieron morir a capitular?
Dos años antes, Plinio Corrêa de Oliveira había visto de qué modo el “izquierdismo católico” soñaba con que la Iglesia llegara a un acuerdo con los regímenes comunistas. El Concilio iba a ser puesto al servicio de ese anhelo. El paradigma de ese acuerdo era Polonia donde regía un modus vivendi de “coexistencia pacífica” entre la Iglesia y la secta roja, que los progresistas aplaudían, pero que en realidad, venía siendo muy perjudicial para la Fe católica. El Dr. Plinio Corrêa de Oliveira hizo llegar entonces a todos los miembros del Concilio, su opúsculo “La Libertad de la Iglesia en el Estado Comunista” (agosto de 1963) en el que sostenía la tesis de la imposibilidad de una “coexistencia pacífica” entre la Iglesia y los regímenes comunistas. La Iglesia no podía renunciar a predicar su doctrina socio-económica a cambio de una supuesta libertad en el mundo comunista; la Iglesia no podía ceder ante el comunismo.
La obra se publicó integralmente en el periódico “Il Tempo” de Roma y mereció que la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades recomendase la difusión de la obra, declarándola “eco fidelísimo del magisterio de la Iglesia”. La obra produjo un grueso debate en Francia y en Polonia, donde las organizaciones católicas “cripto” comunistas intentaron refutar al autor con pobres argumentos.
Sin embargo, la lucha de los amigos del comunismo en el Concilio continuó. Los redactores del esquema conciliar sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo sostenían que una condenación del comunismo contrastaba con el carácter pastoral del Concilio, y constituía un obstáculo al “diálogo” que había que tener con tales regímenes, de acuerdo al nuevo estilo de relaciones que veían inaugurado por Juan XXIII y Paulo VI. Indicaban también que el mismo Papa había instituido el 7 de abril de 1965 un Secretariado para los no creyentes, a fin de promover el diálogo con ellos, y había puesto en su presidencia al Cardenal Fran Cheng, que estaba sirviendo de intermediario entre la Santa Sede y los gobiernos comunistas. Mientras tanto, el Cardenal Josefa Fringa, a nombre de los obispos germanos y escandinavos, pedía no usar la palabra “comunismo” y el mismo Cheng invitaba a los católicos que vivían bajo los sistemas marxistas a rendir testimonio de Dios colaborando con el progreso económico y social del régimen (!).
En este cuadro, el “Coetus”, con la colaboración del Dr. Plinio, redacta una solicitud para que el esquema conciliar en cuestión incluya y condene el comunismo, invocando diez razones para ello, tanto doctrinales como prudenciales. La solicitud recibió un fuerte respaldo entre los padres conciliares y el 9 de Octubre de 1965, 454 Arzobispos y obispos de 86 países la suscribieron, solicitando que:
“Después del párrafo 19 del Esquema “La Iglesia en el Mundo Contemporáneo”, sea agregado un nuevo y adecuado párrafo que trate expresamente el problema del comunismo. Si el Vaticano II tiene un carácter pastoral, ¿qué otro problema es más pastoral que éste?”.
“Si el Concilio guarda silencio, este silencio, en la mente de los fieles, equivaldría a una tácita abrogación de todo cuanto los últimos Pontífices han dicho y escrito contra el comunismo”. Si el Concilio calla, “será censurado el día de mañana y con justicia, ya que su silencio sobre el comunismo se tomará como señal de cobardía y connivencia”.
La petición fue entregada por Monseñor Geraldo de Proença Sigaud y Mons. Marcel Lefebvre en la Secretaría General del Concilio. Había sido precedida por otra en la que más de 200 obispos habían rogado al Santo Padre:
“1.- Que se exponga con gran claridad la doctrina social católica y se denuncien los errores del marxismo, del socialismo y del comunismo, desde el punto de vista filosófico, sociológico y económico; 2.- Sean conjurados aquellos errores y aquella mentalidad que preparan el espíritu de los católicos a la aceptación del socialismo y del comunismo, haciéndolos propensos a éstos”.
El 13 de noviembre de 1965, la Comisión responsable de la redacción del Esquema sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo, distribuye una versión corregida del mismo a la Magna Asamblea. Pero, en contra de las reglas del Concilio y ante la sorpresa de los obispos firmantes de la petición sobre el comunismo, el texto omite nuevamente cualquier referencia a él, y no hace ninguna mención a dicha solicitud. Es como si nunca se hubiera presentado. Destruida la prueba, se borra el “delito”.... de oponerse al comunismo.
El conocido obispo italiano Luigi Carli envía entonces una protesta oficial a la Presidencia del Concilio, citando las reglas de procedimiento que establecen que “todas las enmiendas deben imprimirse y comunicarse a los Padres Conciliares de forma que puedan decidir por votación si admiten o rechazan cada una”. Pero la Comisión se excusa, por boca del Cardenal francés Eugene Tisserand, Decano del Colegio Cardenalicio, alegando en un primer momento que las peticiones “habían sido presentadas fuera de plazo”. Sin embargo, poco después se admite que esto no era cierto, y que simplemente “no habían visto las copias de sugerencias”. Finalmente, el Cardenal Gabriel-Marie Garrone, Obispo de Toulouse, afirma que el “modo de proceder” de la Comisión –de no tomar en consideración dichas peticiones- concordaba con el “fin pastoral” del Concilio y con la “voluntad expresa” de Juan XXIII y de Paulo VI.
De cualquier forma, los dados se tiraron sobre la mesa y la suerte estaba echada. Paulo VI intervino personalmente en el asunto no para enmendar la legalidad conciliar violada, sino para que se colocara una simple nota a pie de página que hiciera referencia a unas pocas encíclicas papales que condenan el comunismo, que es lo que en definitiva figurará, en todos los documentos del Concilio, como único texto indirecto de referencia sobre .... uno de los más grandes problemas del mundo contemporáneo y de la Iglesia en el Siglo XX.
El Cardenal español Vicente Enrique y Tarancón revelará en sus memorias, antes de su muerte en 1994:
“En agosto de 1962, en la ciudad francesa de Metz, el Cardenal Tisserand, siguiendo órdenes precisas de Juan XXIII, sella un pacto formal entre la Santa Sede y el metropolitano Nikodin, enviado del Patriarca ortodoxo de Moscú, muy comprometido con el Partido Comunista de la Unión Soviética.
Los términos del llamado Pacto de Metz consistirán en que el Patriarcado acepta una invitación formal de enviar observadores al Concilio Vaticano II, y la Santa Sede, por su parte, adquiere el compromiso de que no habrá condena alguna contra el comunismo. Ya en 1963 lo reveló el propio obispo de Metz, Mons. Schmitt, y, más recientemente, ha sido el importante medio católico italiano "30 Giorni" quien lo ha descrito con todo lujo de detalles (…) El Pacto de Metz se llevó a estricto cumplimiento: en las actas del Concilio se leen las palabras capitalismo, totalitarismo, colonialismo pero ni una sola vez aparece comunismo·" (Cfr. Vicente Enrique y Tarancón, “Confesiones”, ed. PPC, Madrid 1996, 923 pags)
Monseñor Georges Roche, testigo de los hechos, con el tiempo también hablará en "30 Giorni":
“Ese acuerdo fue negociado entre el Kremlin y el Vaticano al más alto nivel (…) Yo puedo asegurar (…) que la decisión de convidar observadores ortodoxos rusos al Concilio Vaticano II fue tomada personalmente por S.S. Juan XXIII, con el consejo del Cardenal Montini (futuro Paulo VI) (…) El Cardenal Tisserant recibió órdenes formales para negociar el acuerdo y cuidar para que fuese observado durante el Concilio”.
El teólogo alemán P. Bernard Häring, que durante el Concilio fue secretario coordinador de la Comisión de redacción de la “Gaudium et Spes”, relata al mismo medio:
“Cuando cerca de doscientos obispos pidieron una condenación solemne del comunismo, Monseñor Glorieux y yo, fuimos acusados (de ocultarla), a manera de chivos expiatorios. No tengo motivos para negar que hice todo lo posible para evitar esa condenación…. Yo sabía que Juan XXIII había prometido a las autoridades de Moscú que el Concilio no condenaría el comunismo para posibilitar la participación de observadores de la Iglesia Ortodoxa rusa”.
Recordemos que en su época, el premio Nobel y disidente soviético, A. Solzhenitsin, enviará una carta al Patriarca Pimen, jefe de la iglesia ortodoxa Rusa, y lo interpelará por “la administración de una Iglesia que está a merced de los dictadores ateos nombrados para controlarla por el Departamento de Asuntos Religiosos”. (Citado por “Approaches”, Nº 35, edición de octubre de 1973, p.3).
¿Cuál fue el juicio de Plinio Corrêa de Oliveira sobre todo esto? ¿Se calló como muchos se callaron y como aún hoy se callan los eclesiásticos que relatan la historia del Concilio como si fuese una antesala del divino Espíritu Santo?
La verdad es que el rechazo del Concilio a condenar el comunismo –ni siquiera lo nombra cuando trata de los problemas contemporáneos- vino a ser, en la práctica, una “apertura” hacia él, lo que a su vez no era más que una faceta de la “apertura” al mundo moderno. No podría entenderse esto de “abrirse al mundo moderno”, sin abrirse también al comunismo, que a la época del Concilio era como filosofía y sistema político, social y económico, el fruto más maduro de la modernidad. Por ello, cuando el Dr. Plinio toca las relaciones del Concilio con el comunismo, suele a partir de este aspecto parcial formular un juicio global sobre el Vaticano II:
Veamos algunos de sus escritos. Son muchos. Seleccionamos sólo unos pocos.
I
(“Revolución y Contra-Revolución”, edición italiana de 1976, con comentarios de 1992)
(Texto de 1976)
“Dentro de la perspectiva de Revolución y Contra-Revolución, el éxito de los éxitos alcanzado por el comunismo post-staliniano sonriente fue el silencio enigmático, desconcertante, asombroso y apocalípticamente trágico del Concilio Vaticano II acerca del comunismo.
Este Concilio quiso ser pastoral y no dogmático. Alcance dogmático realmente no lo tuvo. Además de esto, su omisión sobre el comunismo puede hacerlo pasar a la Historia como el Concilio a-pastoral.
Explicamos el sentido especial en que tomamos esta afirmación. Figúrese el lector un inmenso rebaño languideciendo en campos pobres y áridos, atacado por todas partes por enjambres de abejas, avispas y aves de rapiña. Los pastores se ponen a regar la pradera y a alejar los enjambres. ¿Puede esta actividad ser calificada de pastoral?
En tesis, ciertamente. Sin embargo, en la hipótesis de que, al mismo tiempo, el rebaño estuviese siendo atacado por jaurías de lobos voraces, muchos de ellos con piel de oveja, y los pastores se abstuviesen completamente de desenmascarar y de ahuyentar a los lobos, mientras luchasen contra insectos y aves, ¿podría su obra ser considerada pastoral, o sea, propia de buenos y fieles pastores?
En otros términos, ¿actuaron como verdaderos Pastores quienes, en el Concilio Vaticano II, quisieron espantar a los adversarios minores y dejaron —por el silencio— libre curso al adversario maior?
Con tácticas aggiornate —de las cuales, por lo demás, lo mínimo que se puede decir es que son cuestionables en el plano teórico y que se vienen mostrando ruinosas en la práctica— el Concilio Vaticano II intentó ahuyentar, digamos, abejas, avispas y aves de rapiña. Su silencio sobre el comunismo dejó a los lobos en total libertad.
La obra de ese Concilio no puede estar inscrita, en cuanto efectivamente pastoral, ni en la Historia, ni en el Libro de la Vida.
Es penoso decirlo. Pero la evidencia de los hechos señala, en este sentido, al Concilio Vaticano II como una de las mayores calamidades, si no la mayor, de la Historia de la Iglesia. A partir de él penetró en la Iglesia, en proporciones impensables, la “humareda de Satanás” que se va dilatando cada día más, con la terrible fuerza de expansión de los gases. Para escándalo de incontables almas, el Cuerpo Místico de Cristo entró en un siniestro proceso como que de autodemolición.
La Historia narra los innumerables dramas que la Iglesia sufrió en los veinte siglos de su existencia. Oposiciones que germinaron fuera de Ella, y desde fuera intentaron destruirla. Tumores formados dentro de Ella, por Ella extirpados, y que, ya entonces de fuera hacia dentro, intentan destruirla con ferocidad.
Sin embargo, ¿cuándo vio la Historia, antes de nuestros días, una tentativa de demolición de la Iglesia, no hecha por un adversario, sino calificada de “auto-demolición” en altísimo pronunciamiento de repercusión mundial?
De ahí resultó para la Iglesia y para lo que aún resta de civilización cristiana, un inmenso desmoronamiento. Por ejemplo, la Ostpolitik vaticana y la gigantesca infiltración del comunismo en los medios católicos son efectos de todas estas calamidades. Y constituyen otros tantos éxitos de la ofensiva psicológica de la III Revolución contra la Iglesia".
(Texto de 1992)
La Ostpolitik vaticana: efectos que también sorprenden
"Hoy en día, leyendo estas líneas sobre la Ostpolitik, alguien podría preguntar, ante la enorme transformación que hubo en Rusia, si ésta no resulta de una jugada “genial” de la Jerarquía Eclesiástica.
El Vaticano, basado en informaciones del mejor quilate, habría previsto que el comunismo, corroído por crisis internas, comenzaría a su vez a auto-demolerse. Y para estimular al cuartel general mundial del ateísmo materialista a practicar esa auto-demolición, la Iglesia Católica, situada en el otro extremo del panorama ideológico, habría simulado su propia auto-demolición. Con ello habría atenuado muy sensiblemente la persecución que entonces sufría de parte del comunismo: entre moribundos ciertas connivencias serían concebibles. La flexibilización de la Iglesia habría, pues, creado condiciones para la flexibilización del mundo comunista.
Cabría responder que, si la Sagrada Jerarquía tenía noción de que el comunismo estaba en condiciones tales de indigencia y ruina que habría de auto-demolerse, Ella debía denunciar esa situación y convocar a todos los pueblos de Occidente a preparar las vías de lo que sería el saneamiento de Rusia y del mundo, cuando el comunismo cayese efectivamente; y no debía callar sobre el hecho, dejando que el fenómeno se produjera al margen de la influencia católica y de la cooperación generosa y solícita de los gobiernos occidentales. Pues sólo haciendo tal denuncia sería posible evitar que el derrumbe soviético llegase a la situación en la cual se encuentra hoy; esto es, un callejón sin salida, donde todo es miseria e imbroglio.
De cualquier forma, es falso que la auto-demolición de la Iglesia haya apresurado la auto-demolición del comunismo, a menos que se suponga la existencia de un tratado oculto entre ambos en ese sentido —una especie de pacto suicida—; tratado ése, por decir lo menos, carente de legitimidad y utilidad para el mundo católico. Esto, para no mencionar todo lo que esa mera hipótesis contiene de ofensivo a los Papas en cuyos pontificados esta doble eutanasia se habría verificado".
(Texto de 1976)
B. La Iglesia, moderno centro de embate entre la Revolución y la Contra-Revolución
En 1959, fecha en que escribimos Revolución y Contra-Revolución, la Iglesia era tenida como la gran fuerza espiritual contra la expansión mundial de la secta comunista. En 1976, incontables eclesiásticos, inclusive obispos, figuran como cómplices por omisión, colaboradores y hasta propulsores de la III Revolución. El progresismo, instalado por casi todas partes, va convirtiendo en leña fácilmente incendiable por el comunismo el bosque otrora reverdeciente de la Iglesia Católica.
En una palabra, el alcance de esta transformación es tal que no dudamos en afirmar que el centro, el punto más sensible y más verdaderamente decisivo de la lucha entre la Revolución y la Contra-Revolución se desplazó de la sociedad temporal a la espiritual y pasó a ser la Santa Iglesia, en la cual se enfrentan, de un lado, progresistas, cripto-comunistas y pro-comunistas, y de otro, anti-progresistas y anti-comunistas
II
(“Comunismo y anti-comunismo en el umbral de la última década de este milenio”; manifiesto publicado tras la caída del muro de Berlín en 50 de los más importantes periódicos de Occidente, en febrero y marzo de 1990. Extractos)
1. Descontento, incendio que disgrega al mundo soviético
Las reformas perestroikianas en la Rusia soviética, los movimientos políticos centrífugos que hace días casi llevaron a la guerra civil en Azerbaiján y a sus enclaves armenios, agitan también a Lituania, Letonia y Estonia, en las orillas del Báltico, como, más al sur, a Polonia, Alemania Oriental y aun a Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Yugoslavia. Aumentadas con la espectacular caída del muro de Berlín y de la cortina de hierro, esas conmociones constituyen, en su conjunto, un movimiento ciclópeo como no se vió mayor desde las dos conflagraciones mundiales o, tal vez, desde las guerras de Napoleón.
Toda esta modificación contemporánea del mapa europeo se reviste, aquí y allá, de circunstancias y significados diversos. Pero por encima de todos éstos hay un significado genérico, que los engloba y penetra a todos como un gran impulso común: es el Descontento.
* Descontento con D mayúscula
Escribimos esta última palabra con “D” mayúscula, porque es un descontento hacia el cual convergen todos los descontentos regionales y nacionales, los económicos y culturales, por muchas y muchas décadas acumulados en el mundo soviético, bajo la forma de una apatía indolente y trágica, de quien no concuerda con nada, pero que está impedido físicamente de hablar, de moverse, de levantarse, en suma, de exteriorizar un desacuerdo eficaz.
Era el descontento total pero, por así decir, mudo y paralítico, de cada individuo en su casa, en su tugurio o en su choza, donde la familia tantas veces ya no existe, habiendo sido substituido frecuentemente el matrimonio por el concubinato.
Descontento porque los hijos fueron substraídos más de una vez del “hogar” y entregados compulsivamente al Estado, recibiendo sólo de éste la educación global. Descontento en los lugares de trabajo, en donde la pereza, la inacción y el tedio invadieron gran parte del horario, y donde los salarios mediocres alcanzan apenas para la compra de productos y artículos insuficientes y de mala calidad, frutos típicos de la industria estatizada en virtud del régimen del capitalismo de Estado. A lo largo de las colas formadas frente a los establecimientos comerciales, en cuyas estanterías casi vacías se deja ver desvergonzadamente la miseria, lo que se comenta con susurros es la completa carencia cualitativa y cuantitativa de todo.
Descontento, principalmente porque en todas partes hay casos en que el culto religioso está prohibido, las iglesias fueron cerradas y en las escuelas la prédica religiosa es coartada e impera la enseñanza compulsiva del materialismo, del ateísmo, en una palabra, de la irreligión comunista.
El conjunto de estos males causa más lástima que la mera consideración de cada uno en particular. En suma, si contra tal o cual aspecto de la realidad soviética se manifiestan quejas, los hechos más recientes hacen evidente que contra el conjunto de esa realidad se propaga un incendio de verdadero furor. Furor que, por el propio hecho de afectar al conjunto, alcanza al régimen e inflama todas las capacidades de indignación de la persona humana: un descontento global contra el régimen comunista, contra el capitalismo de Estado, contra el ateísmo despótico y policiaco, contra todo lo que, en fin, resulta de la ideología marxista y de su respectiva aplicación a todos los países ahora en convulsión.
Es el caso, pues, de hablar de Descontento. Probablemente el más amplio y total descontento que la Historia haya conocido.
(...)
6. La Gran Cruz: lucha con los hermanos en la Fe
Sin embargo, por más que se alarguen estas reflexiones, por fuerza de la complejidad del tema sobre el cual versan, no podrían omitir un punto capital.
Es el prolongado desentendimiento – a tantos y tantos títulos doloroso – con gran número de hermanos en la Fe.
* De Pío IX a Juan Pablo II
Ya en los sufridos y gloriosos días del pontificado de Pío IX (1846-1878), el conjunto de los documentos pontificios deja ver la oposición radical e insuperable entre la doctrina tradicional de la Iglesia, por un lado, y los devaneos sentimentaloides del comunismo utópico, por otro, así como el asalto rencoroso y pedante del comunismo científico o marxista.
Esta incompatibilidad no hizo sino ahondarse en el transcurso de los pontificados posteriores como lo demuestra, por ejemplo, la afirmación lapidaria de Pío XI, contenida en la Encíclica Quadragesimo Anno, de 1931: “El socialismo (...) se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista” (Doctrina Pontificia, Documentos Sociales , Ed. BAC, Madrid, 1964, p.681).
Y más señaladamente aún, el famoso decreto de 1949 de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, promulgado por orden de Pío XII, que prohíbe a todos los católicos colaborar con el comunismo y castiga hasta con la excomunión ciertas formas de colaboración.
Tales actos pontificios tenían por fin cohibir el trasbordo de católicos hacia las filas del comunismo, por una parte, y, por otra, la infiltración de los comunistas en los medios católicos, bajo pretexto de una colaboración entre unos y otros para la solución de ciertos problemas socio-económicos.
Este punto era particularmente importante, pues extendiendo la mano a los católicos (“política de la mano tendida”) para esa falaz colaboración, los comunistas declarados y especialmente los inocentes útiles de todos los matices entraban en una convivencia familiar y asidua con los católicos, creando un clima propicio para seducir, hacia el pensamiento y la acción marxistas, a considerable número de hijos de la Iglesia.
* La era de la Ostpolitik vaticana
A través de toda la inmensa máquina de propaganda del comunismo internacional, desde el Kremlin hasta la más apagada célula comunista de aldea, comenzaron a registrarse, en el mundo entero, una serie de actitudes un tanto distensivas, ya en relación con el conjunto de las naciones libres de Occidente, ya en relación con las diversas iglesias, y especialmente en relación a la Santa Iglesia Católica.
De ahí una nueva actitud de aquéllas y de ésta con relación al mundo de más allá de la cortina de hierro. Tal cambio ya se había vuelto visible en el pontificado del sucesor inmediato de Pío XII, el Papa Juan XXIII (1958-1963), y esa tendencia a la distensión se fue prolongado hasta nuestros días, para culminar con la reciente visita de Gorbachov a Juan Pablo II.
En 1969, con la inauguración de la Ostpolitik del Canciller teutónico Willy Brandt, ese vocablo alemán entró en boga en los medios de comunicación social. Y, así, acabó aplicándose también a la política distensionista del Vaticano. Sin embargo, en realidad, esta última precedió cronológicamente al distensionismo de Bonn.
La distención del Vaticano con los gobiernos comunistas a partir del Concilio Vaticano II fue un balde de agua fría para los mártires de la Iglesia que murieron por no ceder frente al Anti-cristo rojo. En la foto, el Cardenal croata A. Stepinac, que lideró la resistencia de su país contra las huestes marxistas, fue envenenado en 1960 por las autoridades comunistas, mientras cumplía su condena de 16 años de trabajos forzados en los campos de concentración.
Evidentemente, de Pío XII a Juan Pablo II, hubo una inmensa modificación en la línea diplomática del Vaticano en relación al mundo comunista. Esta materia envuelve, sin duda, aspectos doctrinales que dependen del Magisterio Supremo del Romano Pontífice. Pero, esencialmente, la materia es diplomática y, en sus aspectos estrictamente tales, puede ser objeto de apreciaciones diversas por parte de los fieles.
Así, no tenemos duda en afirmar que las ventajas obtenidas por la causa comunista con la Ostpolitik vaticana no sólo fueron grandes, sino literalmente incalculables. Ejemplo de ello es lo ocurrido en el Concilio Vaticano II (1962-1965).
De hecho, fue en la atmósfera de la incipiente Ostpolitik vaticana que fueron invitados representantes de la Iglesia greco-cismática (“Ortodoxa”) rusa para acompañar, en calidad de observadores oficiales, las sesiones de aquel Concilio. ¿Ventajas de la Santa Iglesia en esto? – Según lo que hasta el momento se sabe, ínfimas, esqueléticas. ¿Desventajas? Mencionemos sólo una.
Bajo la presidencia de Juan XXIII, y después de Pablo VI, se reunió el Concilio Ecuménico más numeroso de la Historia de la Iglesia.
Estaba resuelto que en él irían a ser tratados todos los más importantes asuntos de actualidad, referentes a la causa católica. Entre ellos no podría dejar de figurar – ¡absolutamente no podría! – la actitud de la Iglesia frente a su mayor adversario en aquellos días. Adversario tan completamente opuesto a su doctrina, tan poderoso, tan brutal, tan astuto como otro igual la Iglesia no había encontrado en su Historia ya entonces casi bimilenaria. Tratar de los problemas contemporáneos de la religión sin tratar del comunismo, sería algo tan fallo como reunir hoy en día un congreso mundial de médicos para estudiar las principales enfermedades de la época y omitir del programa toda referencia al SIDA...
Esto fue, pues, lo que la Ostpolitik vaticana aceptó a pedido del Kremlin. Este declaró que si en las sesiones del Concilio se debatiese el problema comunista, los observadores eclesiásticos de la iglesia greco-cismática rusa se retirarían definitivamente de la magna asamblea. Estrepitosa ruptura de relaciones que hacía estremecer de compasión a muchas almas sensibles, pues todo lleva a temer, a partir de ahí, un recrudecimiento de las bárbaras persecuciones religiosas del otro lado de la cortina de hierro. ¡Y, para evitar esta posible ruptura, el Concilio no trató del SIDA comunista!
La mano tendida era cubierta por un guante: el guante aterciopelado de la cordialidad. Pero, por dentro del guante, la mano era de hierro. Lo sentían las más altas autoridades de la Iglesia, lo que no impidió que prosiguiesen con la Ostpolitik . Esto fue llevando a creciente número de católicos a tomar en relación al comunismo una actitud interior equivalente a una verdadera “caída de barreras ideológicas”.
Y en el terreno de la acción concreta, a colaborar cada vez más con las izquierdas en la ofensiva contra el capitalismo privado y en favor del capitalismo de Estado, con la ilusión de que el primero era opuesto a la “opción preferencial por los pobres”, mientras que el segundo tenía varias afinidades (o incluso más que esto) con la opción tan preconizada por el actual Pontífice. ¡Oh, qué cruel desmentido les infligió el capitalismo de Estado!
(...) Con el apoyo de las valientes TFPs entonces existentes respectivamente en Argentina, Bolivia, Canadá, Colombia, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, Uruguay y Venezuela, fue lanzado en 1974 el documento titulado “La política de distensión del Vaticano con los gobiernos comunistas – Para la TFP: ¿cesar la lucha o resistir?”, dirigido al Papa Pablo VI, en el que todas las entidades hermanas y autónomas se declaraban con nosotros en estado de respetuosa resistencia a la Ostpolitik vaticana.
El espíritu que nos llevó a ello y que también anima a las TFPs y Bureaux de representación hoy constituidos en 22 países – se puede resumir en este apóstrofe de la misma declaración: “En este acto filial, decimos al Pastor de los Pastores: Nuestra alma es Vuestra, nuestra vida es Vuestra. Mandadnos lo que quisiéreis. Sólo no nos mandéis que crucemos los brazos ante el lobo rojo que embiste. A esto, nuestra conciencia se opone”.
* ¿Interpelación? No: llamado fraterno
A vosotros, dilectos hermanos en la Fe, cuya vigilancia la falacia comunista extravió o está extraviando, no haremos ni una sola interpelación. De nuestro corazón siempre sereno parte, rumbo a vosotros, un llamado embebido de ardoroso afecto in Christo Domino : frente al terrible cuadro que en estos días se esboza ante vuestros ojos, reconoced, por lo menos hoy, que fuisteis engañados. Quemad lo que ayudabais a vencer. Y combatid al lado de aquellos a quienes aún hoy ayudáis a “quemar”.
Sinceramente, categóricamente, sin ambigüedades tendenciosas, pero con la franqueza tan enormemente respetable que es inherente a la contrición humilde, volved vuestras espaldas a los que cruelmente os han engañado. Y poned en nosotros vuestra mirada, serena y fraterna, de hermanos en la Fe.
Este es el llamado que os hacemos hoy. Expresa nuestras disposiciones de siempre, las de ayer como las de mañana.
En las palabras finales de este documento, nuestra voz se carga de emoción, la veneración nos embarga, nuestros ojos filiales y reverentes se levantan ahora hacia Vosotros, ¡oh pastores venerables que disentisteis de nosotros! ¿Dónde encontrar las palabras de afecto y de respeto apropiadas para depositar en vuestras manos – en vuestros corazones – en un momento como éste?
Mejores no podríamos encontrarlas sino, mutatis mutandis, en las propias palabras que, en 1974, dirigimos al hoy fallecido Pablo VI.
Las pronunciamos arrodillados, pidiendo vuestras bendiciones y vuestras oraciones.
Hemos dicho”.
El Dr. Plinio hace referencia en este manifiesto del año 1992 a la Ostpolitik que el Vaticano mantuvo con los regímenes comunistas desde el Concilio hasta la caída misma del muro de Berlín. Ello incluye fundamentalmente los Pontificados de Paulo VI y de Juan Pablo II. Sobre ambos tomó posiciones públicas discordantes, aunque con matices distintos, que no pueden omitirse aquí, aunque daremos sólo una rápida referencia.
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