VIGENCIA DE LA HISPANIDAD
Por Juan María Bordaberry - Febrero de 2003
En sus “Memorias”, Gonzalo Fernández de la Mora evoca un expresivo episodio de los tantos que jalonaron su vida excepcional y multifacética. En ocasión de representar a España en Bolivia en fecha especial, coincidió con él Carlos Andrés Pérez, suscitándose el incidente que narra así: “El Presidente venezolano Carlos Andrés Pérez representó su país en los actos de sexquicentenario de la independencia de Bolivia. Coincidí con él varias veces. Era corpulento y tenía el aire de un patán. Hablaba a voces y con ademanes grandilocuen-tes Siempre sudoroso, no perdía ocasión para pronunciar discursos, que eran una especie de soflamas dirigidas a los amerindios, a los llamaba eufemísticamente “campesinos”. En el aula magna, bellísima, de la Universidad de Santa Cruz, obra de los españoles, tomó fuera de programa la palabra y, arrastrado por su trillada demagogia, deslizó unas inconexas frases sobre el “expolio de Potosí” y otros tópicos de similar vulgaridad. Me levanté para ausentarme, y el Presidente Banzer me pidió que, por favor, permaneciera en el estrado. Lo hice a regañadientes y con ostensible rechazo del orador, que ya había pasado a su tópico favorito, las fulminaciones contra el supuestamente ininterrumpido colonialismo explotador del indígena. Por cierto que todos los presentes eran caucásicos; sólo los dos plantones de la guardia exterior, a los que no llegaba la perorata, tenían sangre indígena. El mensaje no era muy grato para las autoridades locales, que lo soportaban con desdén.
En la recepción subsiguiente al acto me crucé con él que portaba un par de collares con águilas sobre el prominente pecho. Le miré entre condenatorio y despectivo y, deteniendo el cortejo de sus ministros, me propinó, envalentonado:
- ¿Qué le ha pasado al embajador español?
- Pues que me ha sorprendido que hable mal de España un señor que utiliza la lengua española y, además, se llama Pérez.”[1]
Este episodio, que no hay que dudar se haya repetido y se siga repitiendo incontables veces, aunque sin recibir tan ajustada repuesta, nos deja lugar para diferentes apreciaciones. En primer lugar, la insistencia en la leyenda negra que ha oscurecido exitosamente la aventura más admirable emprendida por hombre o Reino alguno en nombre de la Fe. Y con ello, más admirable aún, la conversión de los habitantes de las tierras descubiertas, su elevación a la condición de súbditos de la Corona española con iguales derechos que los peninsulares, y la organización religiosa, política y militar de los inmensos territorios.
En segundo lugar, y como bien señala Fernández de la Mora, no eran indígenas ni Pérez ni ninguno de los participantes en el acto. La sabia y cristiana política de España había fomentado la integración, estimulando los matrimonios mixtos, abriendo Universidades y Seminarios sin restricciones ni discriminación alguna. Los habitantes de la América precolombina fueron en realidad liberados de la sumisión al inca y al azteca o de la barbarie y si ahora eran súbditos de la Corona española, lo eran a cambio de derechos y obligaciones predeterminadas. Su única sumisión era ahora a Aquel, misericordioso y justo, ante el cual también doblaban su rodilla los Reyes.
Los habitantes de la costa del Pacífico, sedentarios y más avanzados que los de la costa atlántica, venían de una secular tradición de sometimiento a un poder terrenal sacralizado. superior y absoluto, que sólo imponía obligaciones. Deben haber aceptado sin violencias la condición de súbditos dentro de un sistema que les elevaba a una consideración que nunca habían recibido y hay testimonios de que conservaron su lealtad a la Corona y a la Fe hasta bien avanzadas las rebeliones liberales del siglo XIX . Merece ser recordado el episodio que narra Fernán Altuve-Febres [2] en el que describe el alzamiento monárquico de los indígenas Iquichanos contra el gobierno republicano al que consideraban “infame gobierno de la Patria”. Antonio Navala Huachaca, un nativo que había jurado defender a su Rey y a la Fe Católica, cuyas guerrillas ajusticiaron al Oficial que llevaba los partes de la victoria de Ayacucho a Simón Bolívar, escribió al Prefecto republicano: “Ustedes son mas bien los usurpadores de la Religión, de la Corona y del suelo patrio...”.
En una sugestiva coincidencia con la Revolución Francesa, la rebelión contra España nació en las clases pudientes, la burguesía, según la terminología revolucionaria, y en los sectores más cultos a los que llegaban las ideas liberales que se diseminaban por la Europa napoleónica. Atribuir a los “criollos” las ideas revolucionarias no hace sino confundir al analista estudioso: los “criollos” eran tan españoles como los peninsulares y si los que se levantaron contra la Corona revestían además la condición de militares no fueron, al menos formalmente, por no entrar en sus conciencias, leales a la Patria que debían defender. Ya nos ha enseñado Bernardo Lozier[3] cómo visionarios como Belgrano y Saavedra advirtieron el camino contrario a la mejor tradición hispánica a que llevaba la revolución. No estaba dirigida a liberar ningún “criollo” español ni a ningún indígena súbdito fiel de la Corona sino que respondía a la misma y oculta pretensión de la “liberté” de 1789: “liberar” al hombre de Dios. Ese es el verdadero y oculto sentido de la frase “Libertad o muerte” que hoy difunde desgraciadamente un pabellón uruguayo.
Los llamados “indígenas”, ya entonces muchos de ellos mestizos y sobre todo, cristianos y súbditos españoles, nunca sufrieron tanto como cuando triunfaron las revoluciones liberales en la América hispana. Desapareció la organización social que sustentaba el orden, sin el cual no es posible guardar los derechos y, como en todas las revoluciones de los tiempos modernos, se desataron los enfrentamientos entre los propios detentadores del nuevo poder, asentado sobre las arenas movedizas del pensamiento liberal. Los que habían sido integrantes de una sociedad estable y pacífica pasaron a ser víctimas de innumerables guerras intestinas, por motivos la mayoría de las veces inexplicables u ocultos y en las cuales no les quedó más alternativa que ser carne de cañón. Esa fue su liberación.
La España americana fue despedazada, con la decisiva ayuda de las potencias masónicas de la época, cuya presencia quedó plasmada en los símbolos de los nuevos países: soles, estrellas, triángulos, gorros frigios. Su organización política se apartó de los principios naturales para responder a diseños del laboratorio soberbio de la razón, aunque contrariaran la vocación natural de los pueblos, nacida de su condición de criaturas de Dios. Bolívar llegó a advertirlo y las llamó “repúblicas fantásticas”, desde su exilio temporal en 1812.
Hispanoamérica quedó inerme. Antes de la revolución, nada separaba a los países surgidos de ella. Los unía la Fe, la tradición, la lengua, la cultura y la organización política, en pie de igualdad con la España peninsular. La fantasía de una guerra de liberación del falso yugo español se fue construyendo con posterioridad por los grupos dirigentes que no buscaban más que la instauración de las nuevas ideas filosóficas, estimulados y apoyados por las potencias europeas que ya las profesaban y que, además, pugnaban por el acceso al comercio de las inmensas riquezas que ahora quedaban desguarnecidas. El verdadero pueblo, el sencillo pueblo, como siempre pasa, no podía llegar a advertir tamaña mistificación. Es revelador leer en Groussac [4] los detalles de la colecta que el infatigable Moreno impulsa para marchar contra Liniers en Córdoba: “...y las hay también más conmovedoras aún que las ofrendas humildes de los negros esclavos para una cruzada de emancipación que no era todavía sino la de los blancos: y son las de los españoles que al enviar sus ahorros a la Junta, formulan votos ingenuos por la causa del Rey ! (pág.373).
Igualmente, la adhesión humilde y silenciosa para Liniers y sus compañeros, prisioneros, vejados y robados, padeciendo ignominias, en su marcha dolorosa que ellos creen que es hasta Buenos Aires. La noche “...era el momento que aprovechaba algún gaucho para poner estribos a las monturas o alcanzar un paquete de cigarillos a los fumadores; tampoco faltó allí la Verónica legendaria de todos los calvarios, en forma de alguna chinita compasiva que compró con sus ahorros seis pañuelos de algodón, y “bañada en lágrimas” los ofreció a su virrey.” (pág.387)
Todo termina cuando amanece el día en que ven que ha cambiado su custodia y Liniers pregunta quién es el que manda, advirtiendo de inmediato que ha llegado Castelli con su secretario doctor Rodríguez Peña, que les dieron cuatro horas para preparar sus almas.
Al violento descaecimiento de la unidad política acompaña el de la Fe. Más lento, por cierto, porque eran sentimientos demasiado arraigados para ser agredidos sin arriesgar lo logrado. Las Constituciones de los nuevos estados cuidaron de recoger en sus textos la declaración del carácter oficial de la Religión Católica. Era la letra, pero entre las convulsiones internas, la influencia creciente de naciones ateas o herejes y la presencia en los cargos directrices de connotados masones, fue quedando cada vez más en eso, en la letra. En Uruguay, bajo de la vigencia formal de ese texto constitucional, se secularizaron los cementerios, se oficializó la enseñanza atea, se retiraron los crucifijos de los hospitales, se legalizó el divorcio y se instituyó el matrimonio civil con la obligación de ser previo al religioso. El Presidente Batlle y Ordóñez, en la ceremonia de asunción de su segunda presidencia, después de haber jurado por Dios Nuestro Señor y por los Santos Evangelios, agregó: “Permitidme que, llenado el requisito constitucional, para mí sin valor, a que acabo de dar cumplimiento, exprese en otra forma el compromiso solemne que contraigo en este instante: Juro por mi honor de hombre y de ciudadano que la justicia, el progreso y el bien de la República, realizados dentro de un estricto cumplimiento de la ley, inspirarán mi más grande y permanente anhelo de gobernante”.[5]
Todo esto sucedía bajo un texto constitucional que declaraba que la Religión Católica era la Religión oficial lo que recién fue derogado por la Constitución de 1917, después de 87 años de vigencia.
En Ecuador, mientras tanto, Gabriel García Moreno, presidente católico que había pretendido restaurar la Fe en las instituciones y en la enseñanza , contrariando el oleaje liberal que arrasaba la tradición hispánica en América, caía apuñalado. García Moreno había sido el único gobernante del mundo que hizo llegar su apoyo al S.S.Pío IX, cuando quedó prisionero de los ejércitos liberales de la naciente república italiana.
Pero estos son episodios; significativos como el desplante de Batlle o trágicos, como la muerte de García Moreno. El verdadero descaecimiento de la Fe en Hispanoamérica viene del dominio y la difusión del pensamiento liberal, por ser el que profesaban las capas dirigentes de la sociedad y que, por tanto, inspiraba sus actos de gobierno, y por la presencia cultural y económica de las nuevas potencias mundiales: la Francia revolucionaria y liberal, con tanta influencia en la nueva cultura, y Gran Bretaña y Estados Unidos, con todo su poder económico.
España ya no tenía arrestos para el rescate. En 1830, al negar Fernando VII la aplicación de la Ley Sálica y con ello la Corona para Carlos V, abrió el camino a la acción conspirativa del liberalismo negador de los valores de la tradición española; de entre ellos, con especial importancia para ese tiempo, la autoridad de la Corona. La propia España transcurrió el siglo XIX sacudida por los embates liberales y sólo la resistencia carlista demostró la vitalidad de los valores ancestrales.
Termina el siglo con España tal vez en el punto más bajo de su gloriosa historia: las Cortes liberales, la pérdida total y definitiva de los últimos bastiones de su fenecido Imperio, Cuba, Puerto Rico, Filipinas. Peor aún, la derrota, en dramático contraste, de sus embarcaciones de madera a manos de poderosos buques de hierro, luego de la inmoral farsa del hundimiento del “Maine” en la bahía de La Habana, aún al costo calculado de vidas del propio agresor.
Nace el nuevo Imperio, inmoral, plutocrático, incapaz de hazañas como la Reconquista o el Descubrimiento, llevadas a cabo con el único soporte de la Fe. Su expansión voraz sólo es posible en base a su portentosa riqueza. Junto con esa expansión material difunde la vida social moderna, hedonista y materialista, nacidos del fatalismo calvinista. Los prodigiosos medios de comunicación le permiten penetrar no ya en los países sino en los hogares, deformando a la juventud, descristianizando a los pueblos los que, a falta de esperanza trascendente, quedan en la brevedad de lo material.
Lo advierte Chesterton, ¡ en 1926 ! , cuando escribe: “La próxima gran herejía va a ser sencillamente un ataque a la moralidad, y en particular a la moralidad sexual. Ya no viene de algunos socialistas sobrevivientes de la sociedad Fabiana, sino de la exultante energía vital de los ricos resueltos a divertirse por fin, sin Papismo, ni Puritanismo ni Socialismo que los contengan... La locura de mañana no está en Moscú sino mucho más en Manhattan.”[6]
Los hombres de hoy, despojados de la Fe, se convierten en una nave sin timón que deriva hacia el sueño de la felicidad terrenal. Hasta los teólogos de la liberación pregonan que hay que mirar menos para el Cielo y más hacia la tierra. A veces me conmuevo cuando veo gentes sin esperanza, gente que ha padecido una desgracia –los informativos de televisión lo consideran una noticia – y que piden el resarcimiento a alguien que se supone que tiene lo que han perdido. El mundo de hoy sólo está preparado para aspirar a la felicidad terrenal; no puede aceptar el dolor o el sufrimiento. Como bien dice el P.J.Orlandis, “La aversión al dolor y al sufrimiento corre pareja con la búsqueda de la felicidad. El dolor es un huésped inoportuno de otras edades, que se resiste a abandonar la tierra. (......) El dolor ha sido arrojado ya de muchas de sus posiciones. Ahora es posible dar hombres al mundo sin dolor, morir sin sufrimiento, y adormecer e insensibilizar el espíritu para que no le hieran las adversidades y desgracias de esta vida. Mas a pesar de todo, el dolor sigue existiendo, el hombre topa con él por doquier. Dolor físico y, más aún, dolor moral, sufrimiento del alma, que al carecer de sentido y de valor se convierte en pura condena, en dolor animal y sin esperanza.” [7]
El Concilio Vaticano II ha sido el motor de esta temporalización del cristianismo. El cristianismo es una Religión, nos re-liga a Dios y por tanto El es lo más importante, lo trascendente de nuestra Fe. En Él está nuestra esperanza, no en la felicidad terrena, cuyo deseo no nos está vedado siempre que sea sin perder de vista que sólo estamos de paso hacia la Eternidad. San Pablo dice: “Si es sólo para esta vida la esperanza que hemos puesto en Cristo, entonces somos los más desventurados de todos los hombres.” (I Cor.XV,19)
En el mundo en que vivimos puedo adivinar la réplica: es fácil pensar así cuando se tienen más de setenta años. Cierto: cuando yo tenía veinte tenía mucho más temor a la muerte y al sufrimiento que hoy. No es eso lo que quiero expresar; sería negar la naturaleza humana: lo que no puedo es aceptar cómo, en nombre de la libertad de conciencia y del ecumenismo complaciente con las herejías, a los hombres de hoy nadie les recuerda estas cosas; más bien se les hace soñar con la felicidad temporal. Ojalá no hubiera dolor y sufrimiento pero si sobrevienen, nada es peor que afrontarlos sin esperanza.
Es agredida así la Fe, nuestra Fe, la Fe de nuestros mayores y la que queremos para nuestros hijos. La Fe integérrima, sólida, sin resquicios por los que puedan filtrarse herejías liberales. La Fe de Trento, por la que tanto luchó España.
Hemos perdido la unidad hispánica, entre nosotros y con España, a la que vemos perder su propia integridad con las autonomías que no son los fueros que vienen desde el fondo de la historia de España y que, respetados por los Reyes, convergían para conformar la Patria y defenderla. Pero conservamos factores de unidad: la lengua, la Fe, que pese a todas las agresiones que está sufriendo, subyace en los pueblos hispano americanos, más cuanto más alejados están de los estratos políticos o plutocráticos.
Hemos dejado de ser respetados; para el universo nórdico somos un subcontinente atrasado que ponemos en riesgo su bienestar con nuestra tasa de natalidad. Hasta Hollywood tiene un arquetipo: morocho, tez oscura, grandes bigotes. Si es bueno, bajito y bastante tonto, si es malo, corpulento y asesino que normalmente cae bajo las justicieras balas de un rubio. Siempre con el fondo musical de una guitarra. Hemos dejado de ser hispanos: ahora somos latinos, según distinción que, se dice, acuñó Bonaparte.
No tenemos una cabeza política unificadora como era la monarquía. Decir esto supone quedar de inmediato expuesto a la pregunta socarrona sobre la identidad del candidato. No se trata de eso, desde luego. Se trata de las virtudes de la institución monárquica, con mucho superiores a las de –si es que tiene alguna- la falacia sufragista. La unidad, el antes, el durante y el después que dan continuidad, respeto y enseñanzas de los que fueron y visión de lo quedará a los que vienen. Legitimidad de origen, que podemos aceptar forzadamente que tenga también un gobernante democrático, y legitimidad de ejercicio de la que carece seguramente, pues sigue teniendo legitimidad democrática, haga lo que haga en tanto se ajuste a las leyes. Y digo que acepto “forzadamente” la legitimidad de origen democrática recordando a Bernanos cuando dice que concibe la democracia “como una verdad provisoria, que no dura un minuto más que la mayoría que la ha hecho”.
La Monarquía tradicional española nunca fue parlamentaria, a la inglesa, ni absoluta, a la francesa. Las leyendas negras diseminadas por la revolución han hecho que se asocie la Monarquía con el absolutismo y éste, desde luego, con la arbitrariedad. La Monarquía española no puede apartarse de su legitimidad de ejercicio, es decir, la defensa de la Fe, el respeto de los Fueros, la unidad de la Patria y la vigencia de la justicia.
Dios, con la restauración integral de la Fe; Patria, con la reunificación primero en las conciencias y luego en los hechos, de Hispanoamérica y Rey, como retorno a las instituciones naturales de gobierno.
Es larga y difícil la marcha hacia las fuentes pero tenemos una buena hoja de ruta: el tradicionalismo carlista que si, partiendo de una cuestión en apariencia sólo dinástica, atravesó casi dos siglos para ser la conciencia de España, ha ganado nuestro respeto y nuestra confianza para la empresa.
Una última consideración, ésta casi personal aún cuando creo que le debe calzar bien a muchos.
Me ha nacido la inquietud de escribir sobre nuestra identidad pensando en mis hijos y en mis nietos y aún los que vengan después, que ya no veré. Me he preguntado ¿cuál pensarán que es su identidad ? He de hacer lo posible para que piensen que es hispánica, porque de lo contrario, no tienen ninguna. Serían ciudadanos del mundo globalizado, sin principios, sin pasado, sin historia. Hasta la práctica de su Religión se ha protestantizado con el Concilio. El mundo en que viven desdeña lo español. Si con estas ideas –que muchos podrían desarrollar mejor que yo- consigo despertar la inquietud que los separe espiritualmente de la única opción que hoy les ofrece el mundo y que nos es sustancialmente ajena, pensaré que les he hecho un bien y daré gracias a Dios por ello.
[1] Gonzalo Fernández de la Mora, “Río Arriba”, pág.239. Editorial Planeta, MADRID 1995.
[2] Fernán Altuve-Febres, “Los últimos estandartes del Rey” en “Razón Española”, Nº 98, pág.314. También en el Boletín Nº11 de la Hermandad Tradicionalista Carlos VII, pág.12.
[3] Bernardo Lozier:”Belgrano y la opción monárquica”. CUSTODIA DE LA TRADICIÓN HISPÁNICA” setiembre de 2002, pág. 9.
[4] Paul Groussac: SANTIAGO DE LINIERS, Editorial Americana, Buenos Aires, 1942.
[5] Carlos Manini Ríos: ANOCHE ME LLAMÓ BATLLE, pág.12. Montevideo, 1970.
[6] G.K.Chesterton: “EL AMOR O LA FUERZA DEL SINO”, pág.252. Ediciones Rialp S.A., Madrid 1993
[7] José Orlandis: PERFIL ESPIRITUAL DEL HOMBRE DE NUESTRO TIEMPO. Publicado en números 75 y 76 de “Nuevo Tiempo”, octubre y noviembre de 1960 y recogido en “Historia y Espíritu”, Ediciones Universidad de Navarra, 1975, pág.126.
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