Uruguay: benjamín de España
Por Juan María Bordaberry
Ex Presidente de Uruguay
Con este nombre, un culto e inquieto diplomático español, Ernesto La Orden Miracle, publicó una crónica de su experiencia del tiempo en que estuvo destinado al Uruguay durante los primeros años de la década de 1940 [1]. Abarca allí lo histórico, lo político, lo cultural, lo sociológico y lo religioso. Lo hace con amplitud y en especial con una profundidad que sorprende al desprevenido lector que aborda el libro con el prejuicio del diplomático superficial dado más a la sociabilidad.
En realidad, aunque encara todos esos aspectos --y lo hace con autoridad e independencia de criterio-- trata de explicar y explicarse la ausencia de religiosidad que adevierte. Al cabo de su tiempo en Uruguay, se pregunta: «¿Qué religión profesa Benjamín?» Y agrega: «Digamos lisa y llanamente para empezar que el Uruguay contemporáneo parece haber perdido la fe de sus gloriosos abuelos españoles. La primera impresión que un católico recibe al llegar al Uruguay es terriblemente desconsoladora. (...) Los católicos uruguayos no parecen formar mayoría entre sus conciudadanos y la Iglesia Católica queda completamente al margen de la vida oficial. Basta asomarse a las calles de Montevideo para ver hasta qué punto se ha laicizado la vida entera del país (...) No hay cruces ni símbolos católicos en ningún paraje público: en los cementerios municipales existe, desde luego, una capilla católica, pero las tumbas señaladas con cruces están entremezcladas con otras en que hay símbolos paganos y masónicos, obeliscos, triángulos, estrellas judaicas, esculturas profanas e inscripciones irreligiosas» (pág. 296).
Es tiempo de aclarar por qué llama Benjamín de España al Uruguay. Es por el corto tiempo de presencia española en la Banda Oriental del Río Uruguay en comparación con el resto de la evangelización y conquista hispánica en América.
En efecto, si tenemos en cuenta la fundación de Santo Domingo (1497), de Lima y Quito (1555), de Asunción (1557), Bogotá (1550), Santiago de Chile (1541), La Paz (1548), y de la segunda fundación de Buenos Aires (1580), salta a la vista la diferencia con la fundación de Montevideo, en 1786. España llegó al Caribe, cruzó el istmo y bajó por el Pacífico llevando la fe y la cultura, la más avanzada de Europa en ese tiempo. Mientras los territorios de la cuenca del Atlántico Sur, excepto Asunción, permanecían vírgenes, desde México (no fundada sino conquistada) hasta La Paz y Santiago de Chile se levantaban catedrales y seminarios de los que salía un culto clero criollo, fruto de la cristianísima conducta de integración de europeos y nativos.
Más impresionante aún es el hecho de que en 1677, es decir, casi sesenta años antes de la fundación de Montevideo, era canonizada Santa Rosa de Lima. Esto marca una abrumadora diferencia en el tiempo de evangelización, diferencia que se puede atenuar por el hecho de que la Banda Oriental se fue poblando por los españoles desde Montevideo y los indios guaraníes cristianos que se afincaron en ella procedentes de las misiones jesuíticas huyendo de las incursiones de los mamelucos paulistas.
En segundo lugar, hemos de tener en cuenta que solo ochenta años después de la fundación de Montevideo llegaban los ingleses al Río de la Plata. Atacaron Montevideo y entraron por una brecha abieta en la muralla sureste de la ciudad, según algunos historiadores, no sin alguna complicidad masónica desde adentro. Su presencia, bien que breve, dejó la semilla anticatólica. Es bueno tener presente por quienes visitan hoy Montevideo que la pequeña calle existente donde corría el muro a través del cual entraron los ingleses se sigue llamando hoy «Brecha»; es decir, hoy se sigue homenajeando el punto por donde entró la herejía. Y que esa calle llevaba hasta el cercano lugar donde se levantaba el templo anglicano, el cual fue demolido por alguna razón de planificación urbana y vuelto a construir exactamente a poca distancia.
Durante su tiempo de ocupación de Montevideo, los ingleses fundaron un diario que se editaba en inglés y en español, llamado simbólicamente The Southern Star, que en su primer y extenso editorial hacía afirmaciones tales como que habían venido a traer la luz a estos pueblos y que ahora lo habitantes de Montevideo iban a poder tener una prensa libre. Todo esto, proclamado en un tiempo de eufórica expansión de las ideas liberales, tenía que dejar, como es natural, una siembra nefasta para el pensamiento católico.
En 1850, es decir, tan solo veinte y pocos años más tarde, se jura en Montevideo la primera constitución uruguaya, que recoge con mayor o menor disimulo los principios liberales y ateos. Radica la soberanía en la Nación, lo que niega a contrario sensu la soberanía de Dios, a quién relega a la intimidad de las almas, adelantándose a nuestro tiempo. Consagra la división de poderes, con lo que niega el principio de autoridad y establece un sistema representativo impracticable en un país despoblado y asolado por bandoleros y salvajes. Ernesto La Orden Miracle ironiza a este respecto diciendo: «La moda constitucional de aquellos años imponía seguir el ejemplo de las constituciones norteamericanas y francesas, consideradas por los tratadistas como el non plus ultra de las perfecciones doctrinales. La realidad social del Uruguay no se avenía con los modelos yanquis o franceses, pero los constituyentes debieron pensar que si los vestidos no se amoldaban bien al cuerpo, quizás el cuerpo acabara por amoldarse a los ropajes.»
La Banda Oriental, ahora República Oriental del Uruguay, luciendo en su pabellón y en su escudo el sol masónico, se aleja cada vez más de la religiosidad católica que le dejó el breve pasaje de España. El siglo XIX transcurre, como era de esperarse al no tener una autoridad natural y legítima, en permanentes y sangrientas revoluciones. La masonería, sin embargo, no descansa y avanza. Monseñor Jacinto Vera, Vicario Apostólico, en uso de sus facultades sustituyó al párroco de la catedral, padre Bird, de cuyas vinculaciones con la masonería se tenía noticia. Esto provocó la reacción del Gobierno y de la intelectualidad montevideana (lo que demuestra la veracidad de la sospecha), que pidieron sus restitución. Monseñor Vera se negó, y luego de una disputa que se hizo pública, fue desterrado a la Argentina.
Durante la presidencia del coronel Latorre, su ministro de educación José Pedro Várela, luego de coincidir con Sarmiento en Washington, instituye la enseñanza oficial laica y obligatoria. Como Latorre había tomado el poder por la fuerza para poner fin a la anarquía reinante, hoy es vituperado por el liberalismo masónico, en tanto que Várela, que podría ser considerado al menos cómplice del acto de fuerza, es un prócer nacional cuyo nombre satura el nomenclador uruguayo, además de los monumentos que lo recuerdan. Obviamente esta contradicción es debida a su reforma anticatólica.
El último cuarto del siglo XIX recibe el embate implacable del positivismo que campea por la Universidad formando generaciones individualistas cada vez más soberbias. La masonería va teniendo cada vez más peso, oculto por supuesto, en la vida nacional. El ministro de gobierno del presidnete Santos, tenido por católico, es el Gran Maestre de la primera logia uruguaya.
El siglo XX se inicia con la primera presidencia de José Batlle y Ordóñez, cuya figura dominará el escenario político uruguayo hasta 1928, año de su muerte. Tal vez basta para definir su figura el episodio de la ceremonia de su juramento al asumir su segunda presidencia. Después de jurar por Dios Nuestro Señor y por los Santos Evangelios, agregó: «Permitidme que, llenado el requisito constitucional, para mí sin valor, a que acabo de dar cumplimiento, exprese en otra forma el compromiso solemne que contraigo en este instante: Juro por mi honor de hombre y de ciudadano que la justicia, el progreso y el bien de la República, realizados dentro de un estricto cumplimiento de la ley, inspirarán mi más grande y permanente anhelo de gobernante.»
Durante su tiempo se terminó de quitar todo rastro de religiosidad oficial. La enseñanza ya era pública y atea; los cementerios ya habían salido del dominio de la Iglesia, pero ahora se aprobó el divorcio, se retiraron los crucifijos de los hospitales, se prohibió a los sacerdotes celebrar matrimonios religiosos sin comprobar que habían sido precedidos por el matrimonio civil. Pero... quedaba aquello. La Constitución de 1850, consciente de la catolicidad aún viva en la Banda Oriental, no se atrevió a cortar los lazos del Estado con la Iglesia y mantuvo el artículo que decía: «La Religión del Estado es la Católica, Apostólica y Romana». Relata Ernesto La Orden Miracle, refiriéndose a la primera presidencia de Batlle y Ordóñez: «Por aquellos tiempos había pasado por Montevideo, entre otros intelectuales franceses, el célebre novelista Anatole France, que en una conferencia en el Ateneo dio consejos de prudencia a los laicistas uruguayos. Dijo entonces el novelista francés: “La virtud de la separación [entre la Iglesia y el Estado] reside en la separación misma y no en las severidades que se puedan introducir en ellas. Deben evitarse las molestias y las violencias. Para ser eficaces las leyes, deben tener tanta dulzura como firmeza. Conviene operar la ruptura con una moderación particular y con una equidad extrema en un país como el vuestro en que la religión, por obra de la mujer, llega al mismo corazón de la familia.”» Recién la constitución del año 1917 eliminará el artículo que establecía que la Religión Católica era la religión del Estado.
Batlle creó lo que hoy llamaríamos un estado de bienestar, en el cual además el hombre espera todo del Estado. Se instituyó un generoso sistema de previsión social, la gratuidad de la salud pública, que se vino a agregar a la ya gratuita enseñanza laica y se creó una amplia administración pública, que además de controlar vastos sectores de la actividad económica del país (petróleo, energía eléctica, comunicaciones) permitió utilizar el empleo público como factor de adhesión política. Más allá de las graves consecuencias económicas a largo plazo (llegó el tiempo en que los recursos no ancalzaron, por supuesto que ya no en vida de Batlle), la incidencia más negativa recayó en el espíritu de los uruguayos. Sus aspiraciones se materializaron, su espíritu se mediocrizó; se acostumbraron a tener los bienes materiales como objetivo de vida, y por añadidura, no a conseguirlos con su esfuerzo, sino a que le fueran proporcionados por un Estado paternalista. Si en el hombre uruguayo quedaba alguna inquietud de transcendencia, con esto desapareció, y lo más triste es que lo perdió sin saberlo, sin valorar el tesoro del que era privado.
Porque a todo esto, ¿qué queda de la ya lejana religiosidad católica? Inficionada por la presencia británica, erosionada durante casi todo el siglo por la silenciosa acción de la masonería, se encuentra ahora con que se estructura una sociedad atea y materialista. La religión católica ya no pesaba en la vida nacional y quedaba recluida a la intimidad de los hogares, en particular por las madres cristianas, como ya lo había advertido Anatole France. Pero desgraciadamente las corrientes modernistas francesas de Lamennais y Marc Sangnier deben haber ido llegando a la sociedad católica uruguaya, en la que se hizo carne cada vez más la posibilidad de coexistencia de la fe con la democracia política, de por sí excluyentes. Un partido político católico, la Unión Cívica, surgió reuniendo las figuras más eminentes del catolicismo. Transó sin embargo en los hechos con la situación y aceptó la validez del error si tenía el sustento del número, tranquilizando las conciencias con un inocuo voto negativo o una inútil abstención. En realidad, desde el punto de vista de la fe su presencia fue negativa, porque avaló la existencia de un sistema político enemigo de Dios. Cuando llegó el pensamiento de Maritain, consolidó el error y alejó aún más la posibilidad de un verdadero renacer católico. Su influencia fue tan decisiva que Ernesto La Orden Miracle lo llama doctor uruguayensis.
Como era inevitable, la ideal del progreso espiritual desembocó en las democracias cristianas también entre nosotros, que pronto encontró puntos de coincidencia con el marxismo.
Sobre esta caótico mapa religioso llegan las reformas del Vaticano II, a las que el pensamiento --si es que puede llamarse así-- católico uruguayo parece haberse adelantado. No obstante, el alejamiento de la iglesia uruguaya del tradicionalismo católico recibió con el Concilio una confirmación que consolidó el rumbo errado. Arrastró sin embargo a algunos sencillos espíritus católicos que seguían fieles, no al Concilio, sino al Magisterio papal, sin preguntarse por qué los fieles quedaban de pie en la consagración, por qué el sagrario no era más el centro del templo, por qué la comunión en la mano, por qué se vaciaban templos y seminarios... y un largo etcétera.
Quisiera terminar con algún rasgo optimista, pero solo lo encuentro en la oración, para que Dios permita que vuelva a resplandecer en Roma y desde Roma al mundo Su Iglesia sobrenatural y eterna. Y para que la Fraternidad Sacerdotal San Pío X siga siendo la depositaria cada vez más firme e intransigente del tradicionalismo católico.
[1] Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid 1949.
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