Discurso al Congreso Internacional de Estudios Sociales
Papa Pío XII
(3 de junio de 1950)
Os dirigimos Nuestro saludo de bienvenida, miembros del Congreso Internacional de Estudios Sociales y de la Asociación Internacional Cristiana, y experimentamos un placer muy especial al podéroslo expresar aquí en el Año Santo. Este encuentro es algo más que una feliz coincidencia: por vuestra parte, es la manifestación de vuestras propias disposiciones; para Nos, este encuentro es el fundamento de una alegre esperanza, la de que vuestras deliberaciones y resoluciones contribuirán en gran medida a hacer madurar aquellos frutos que Nos prometemos de este año de retorno y reconciliación universal, a saber: la renovación y el florecimiento en la gran comunidad humana del espíritu de justicia, de amor y de paz.
Ya que es, en efecto, en la ausencia o la decadencia de ese espíritu donde es preciso ver una de las causas principales de los males que sufren en la sociedad contemporánea millones de hombres, toda la inmensa muchedumbre de desgraciados a los que el paro forzoso ha condenado al hambre o amenaza con reducirlos a ella. Y es en su miseria y en su desaliento en lo que confía el espíritu del mal, a fin de separarlos de Cristo, el verdadero y único Salvador, y arrojarlos a la corriente del ateísmo y el materialismo para implicarlos en mecanismos de organizaciones sociales en contradicción con el orden establecido por Dios. Deslumbrados por la luz cegadora de bellas promesas, por las audaces afirmaciones de éxitos incontrolables, se hallan bien dispuestos a abandonarse a ilusiones fáciles que no pueden dejar de conducirlos a nuevas y terribles conflagraciones sociales. ¡Qué despertar les prepara la realidad después de estas sonrosadas ilusiones!
Solamente la coalición de todos los hombres de bien del mundo entero en una acción de gran envergadura, lealmente emprendida y con perfecto acuerdo, puede traernos el remedio. ¡Basta de esas anteojeras que restringen el campo visual y reducen el vasto problema del paro forzoso a un simple intento de una mejor distribución de la suma de fuerzas físicas individuales del trabajo en el mundo!
Es preciso considerar bien de frente, en toda su amplitud, el deber de dar a innumerables familias, en su unidad natural, moral, jurídica y económica, un justo espacio vital que responda, aun de manera modesta, pero al menos suficiente, a las exigencias de la dignidad humana.
Basta de preocupaciones egoístas de nacionalidades y de clases que puedan estorbar en lo más mínimo una acción lealmente emprendida y vigorosamente conducida hacia la integración de todas las fuerzas y todas las posibilidades en la superficie del globo terráqueo, hacia el concurso de todas las iniciativas y de todos los esfuerzos de los individuos y de los grupos, hacia la colaboración universal de los pueblos y los estados, aportando cada uno su respectiva contribución de riquezas, bien sean materias primas, o capitales, o mano de obra. Y junto a esto, todos los participantes en este esfuerzo común deben apreciar el socorro que les procura la Iglesia.
He aquí el gran problema social: el que se yergue en la encrucijada de la hora presente. ¡Ojalá se le encamine hacia una solución favorable, aun a expensas de los intereses materiales, y al precio de sacrificios por parte de todos los miembros de la gran familia humana! Sólo así es como se eliminará uno de los factores de mayor preocupación en la actual situación internacional: aquel que, en mayor medida que otro alguno, alimenta hoy la ruinosa “guerra fría”, y amenaza con hacer restallar la incomparablemente más desastrosa “guerra caliente”, la verdadera guerra.
Bien rutinario se mostraría quien en los viejos países industriales pensase que hoy, como hace un siglo o solamente cincuenta años, sólo se trata de asegurar al obrero asalariado, liberado de los lazos feudales o patriarcales, además de la libertad jurídica, la libertad concreta de hecho. Semejante concepción manifestaría un total desconocimiento de la médula de la actual situación. Pues, ya desde hace decenas de años, en la mayoría de los países, y con frecuencia bajo el decisivo influjo del movimiento católico social, se ha formado una política social que se caracteriza por una evolución progresiva del derecho del trabajo, y de modo correlativo por el sometimiento del propietario privado, que dispone de los medios de producción, a obligaciones jurídicas en favor del obrero. Quien quiera impulsar hacia adelante la política social en esta misma dirección choca, sin embargo, con un límite, es decir, allí donde surge el peligro de que la clase obrera siga a su vez los errores del capital, que consistían en sustraer, principalmente en las grandes empresas, la disposición de los medios de producción a la responsabilidad personal del propietario –individuos o sociedad– para transferirla a una responsabilidad diluida en formas anónimas colectivas.
Una mentalidad socialista se acomodaría fácilmente a una tal situación; sin embargo, ésta no dejaría de inquietar a quien conoce la importancia fundamental del derecho a la propiedad privada para favorecer las iniciativas y fijar las responsabilidades en materia de economía.
Un peligro similar se presenta igualmente cuando se exige que los asalariados pertenecientes a una empresa tengan en ella el derecho de cogestión económica, sobre todo cuando el ejercicio de ese derecho se ejercita, en realidad, de modo directo o indirecto, por organizaciones dirigidas al margen de la empresa. Pero ni la naturaleza del contrato de trabajo, ni la naturaleza de la empresa, comportan por sí mismas un derecho de esta clase.
Es incontestable que el trabajador asalariado y el empresario son igualmente sujetos y no objetos de la economía de un pueblo. No se trata de negar esta paridad; éste es un principio que la política social ha destacado ya, y que una política organizada en un plano profesional valoraría mucho más eficazmente aún. Pero no hay nada en las relaciones del derecho privado, tal como las regula el simple contrato de salario, que esté en contradicción con esta paridad fundamental. La cordura de Nuestro Predecesor Pío XI lo ha mostrado en la Encíclica Quadragessimo Anno y, en consecuencia, él negó allí la necesidad intrínseca de ajustar el contrato de trabajo al contrato de sociedad. Con esto no se desconoce la utilidad de lo que ha sido realizado hasta el presente en este sentido, de modo muy diverso, para la común ventaja de los obreros y de los propietarios (Acta Apost. Sedis, XXIII, pág. 199); pero, en razón de los principios y de las mismas realidades, el derecho de cogestión económica que se reclama está fuera del campo de estas posibles realizaciones.
El inconveniente de estos problemas es que hacen perder de vista el más importante, el problema más urgente, aquél que gravita como una pesadilla precisamente sobre estos viejos países industrializados. Nos queremos recordar el problema de la inminente y permanente amenaza del paro forzoso, el problema de la obtención y la seguridad de una productividad normal, de aquélla que tanto por su origen como por su fin está íntimamente unida a la dignidad y al bienestar de la familia considerada como unidad moral, jurídica y económica.
En cuanto a los países en los que hoy se empieza a plantear su industrialización, Nos no podemos sino alabar los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas, a fin de ahorrar a las poblaciones que viven todavía en un régimen patriarcal o incluso feudal, y sobre todo a las aglomeraciones humanas heterogéneas, la repetición de las penosas omisiones del liberalismo económico del pasado siglo. Una política social conforme a la doctrina de la Iglesia, sostenida por organizaciones que garanticen los intereses materiales y espirituales del pueblo, y adaptada a las presentes condiciones de vida; una tal política debía contar con el apoyo de todo católico verdadero, sin excepción alguna.
Incluso en la hipótesis de estas nuevas industrializaciones, el problema permanece íntegro, e incluso se plantea la cuestión de si estas nuevas industrias contribuyen o no a la reintegración y al logro seguro de esa sana productividad de la economía nacional, o bien no hacen sino multiplicar aún más el número de industrias siempre a la merced de nuevas crisis. Y además, ¿qué cuidado se podrá tener en consolidar y desarrollar el mercado interior, al que se ha hecho productivo en razón de la importancia de la población y de la multiplicidad de sus necesidades, allí donde la inversión de los capitales no es dirigida sino con el ansia de efímeras ventajas o donde una ilusoria vanidad de prestigio nacional determina las decisiones económicas?
Demasiado se ha hecho ya el ensayo de la producción en masa, de la explotación hasta el agotamiento de los recursos del suelo y del subsuelo; sobre todo, demasiado duramente se ha sacrificado ya a estos intentos la población y la economía rurales. Igualmente ciega es la confianza casi supersticiosa en el mecanismo del mercado mundial para equilibrar la economía, como la de quienes todo lo fían a un Estado providencia encargado de procurar a todos sus súbditos y en todas las circunstancias de la vida el derecho a satisfacer unas exigencias, al fin y al cabo, irrealizables.
Ante el acuciante deber, en el campo de la economía social, de acomodar la producción al consumo, cuerdamente acomodado a las necesidades y a la dignidad del hombre, el problema de ordenar y de establecer esta economía en el orden de la producción se nos presenta hoy en día como un problema de primer plano. No es posible pedir su solución ni a la teoría puramente positivista, fundada sobre la crítica neokantiana, de “las leyes del mercado”, ni al formalismo, igualmente artificial, del “pleno empleo”. He aquí un problema sobre el cual querríamos ver a los teóricos y a los prácticos del movimiento social católico concentrar su atención y hacer converger todos sus estudios.
Como prenda del interés paternal que Nos ponemos en vuestras investigaciones y en vuestros trabajos bajo los auspicios del Espíritu Santo, al que rogamos que os colme con sus dones, Nos os otorgamos de todo corazón a vosotros y a todos los sociólogos católicos, con la mayor efusión de Nuestro corazón, nuestra bendición apostólica.
Fuente del texto original: VATICAN.VAN
Fuente de la traducción: “El Orden Económico-Social Cristiano. Documentos de S.S. Pío XII”. Antonio San Cristóbal-Sebastián, C.M.F. Lima. Editorial Claretiana. 1959. Páginas 142-146.
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