LA ECONOMÍA AL REVÉS
POR
MARCEL DE CORTE.
Catedrático de la Universidad de Lieja
En las Ilustraciones con recortes de periódicos de VERBO, núm. 85-86, recogimos de ITINERAIRES, núm. 141, marzo 1970, varios extractos del importante trabajo del Profesor De Corte, «L'ECONOMIE A L'ENVERS». El extraordinario interés y actualidad de este estudio nos ha movido a publicar íntegra su traducción.
La personalidad del Profesor de Lieja Marcel de Corte es bien conocida por nuestros lectores para necesitar presentación alguna. Recordemos, únicamente, que entre sus obras las que más interés tienen para nosotros son «L'HOMME CONTRE LUÍ MÊME» y «L'INTELLIGENCE EN PERIL DE MORT», editadas ambas por Nouvelles Editions Latines, en París, en 1962 y 1969, respectivamente (de la última puede verse una amplia nota bibliográfica en VERBO 87-88); y que esta revista ha tenido el honor de publicar los siguientes trabajos de tan ilustre autor:
Núm. 40, «LA INFORMACIÓN DEFORMANTE».
Núm. 55, «INTRÍNSECAMENTE PERVERSO».
Núm. 59, «LA EDUCACIÓN POLÍTICA».
Núm. 87-88, « EL ESTADO EN LA DINÁMICA DE LA ECONOMÍA».
LA ECONOMÍA AL REVÉS
POR
MARCEL DE CORTE
Como indican los diccionarios, la palabra "socialismo" contiene numerosos sentidos que giran, en la teoría y en la práctica, alrededor de dos puntos: la eliminación de la economía de "libre competencia" en provecho de la economía dirigida, y la atribución al Estado de esta dirección.
Con este último título, la ideología socialista se ha impuesto, de una forma o de otra, en todas las naciones del globo, ha provocado en los países comunistas la total y recíproca confusión de lo político y lo económico y ha tejido en los países llamados "libres" tantas interferencias entre esos dos aspectos de la actividad humana que es imposible contarlas.
Por todas partes, el Estado, "ese monstruo más frío que todos los monstruos", cuya aparición denuncia Nietzsche en la época moderna, se inmiscuye en la esfera de la economía hasta mover sus más íntimos resortes.
Basta comprobar adónde ha llegado la economía privada bajo la influencia de los subsidios del Estado en las naciones reputadas como "libres". Sectores enteros de esta economía, aparentemente impermeable al colectivismo, como las minas de carbón y la agricultura, han pasado, a través del pulmón de acero de las subvenciones, de la categoría de servicio privado a la de servicio público, mientras continúan manteniendo una independencia cada vez más firme.
¿Cómo explicar este fenómeno bastante singular, cuando los países donde el Estado posee los instrumentos de producción y las palancas de mando de la economía se revelan como los más atrasados económicamente, los más lentos en seguir la curva ascendente de la productividad, los más incapaces de satisfacer las necesidades del consumidor, a pesar del enorme poder que ponen en juego?
¿Por qué la economía se hace estatal y se socializa cada vez más cuando el Estado se muestra, día tras día, más impotente para resolver los problemas económicos?
Todo el mundo está de acuerdo en comprobar la derrota del Estado en los diferentes ramos de la economía de que se ha adueñado (ferrocarriles, seguros sociales, por ejemplo), y a pesar de todo se puede observar que el Estado tiene sobre todas las actividades económicas un poder que crece de año en año, sin que aparezca el menor obstáculo o la menor resistencia efectiva a su dominio. Las víctimas "de la estatización" consienten su sacrificio, con un estupor resignado y, a veces, hasta con entusiasmo.
Antes de responder a esta pregunta conviene subrayar un aspecto importante de las relaciones entre el Estado y la Economía.
I. LO ECONÓMICO Y LO POLÍTICO.
Es evidente que el Estado, por su función, su poder y su predominio, pertenece a la esfera pública. No es menos manifiesto que la economía, por lo menos hasta estos dos últimos siglos, ha pertenecido (sin otra discontinuidad en Occidente que el largo período de decadencia que coincide con el fin del Imperio Romano) a la esfera privada.
Como lo demuestra un libro reciente de Peter Laslett, Un mundo que hemos perdido, consagrado al estudio de las estructuras sociales preindustriales de Inglaterra, toda la economía inglesa anterior al siglo XVIII continuó siendo esencialmente familiar o patriarcal. Se puede decir lo mismo —salvo algunas excepciones debidas en Francia al "colbertismo"— de la economía europea anterior al siglo XIX. Todas las actividades económicas estaban centradas sobre la familia y sobre el jefe de ésta, que agrupaba a su alrededor a su mujer, sus hijos y un número mayor o menor de obreros y auxiliares. La comunidad familiar no tiene solamente entonces un sentido más amplio que la familia moderna; es, por su naturaleza misma, una entidad económica en la que se practica este o aquel oficio, y así se ha perpetuado durante más de dos milenios, a pesar de las interrupciones debidas a las crisis, la situación descrita por Hesiodo y por Aristóteles, fundador de la ciencia económica.
Para los griegos, la economía (de oikos, casa) es la ciencia de la familia o del hogar, célula social fundamental, donde se cumplen las actividades laborales que permiten al hombre vivir y transmitir la vida. Lo mismo que la transmisión de la vida por el matrimonio, la adquisición económica, que tiene por fin proveer a la familia de los recursos y los medios de subsistencia indispensables, son del dominio privado. El Estado se reserva el dominio público.
Sería una equivocación profunda, de todas formas, imaginar que el Estado y la economía fueron durante siglos cosa aparte y sin comunicación recíproca. Es imposible, en efecto, limitar la esfera privada sin definir la pública, o viceversa: es privado lo que no es público y es público lo que no es privado. Por esencia, lo público y lo privado son correlativos el uno del otro, y el ejemplo más claro es el matrimonio, acto eminentemente público pero que no deja de ser constitutivamente privado. La separación que traza entre ellos Ulpiano pide ser correctamente interpretada "PUBICUM JUS EST QUOD AD STATUM REI ROMANAE SPECTAD, PRIVATUM QUOD AD SINGULORUM UTILITATEM" ; el derecho público engloba las normas que regulan la institución estatal, y el derecho privado las que reglamentan lo referente a los particulares. Por mucho que se preocuparan los antiguos de distinguir entre las actividades políticas y las económicas, no las separaban: si éstas tenían por fin "hacer vivir", la finalidad de aquéllas era "hacer vivir bien". Las actividades económicas nos son comunes, por lo menos parcialmente, con los animales; las políticas son exclusivamente humanas. Lo político es superior a lo económico, como la forma lo es a la materia y el alma al cuerpo.
La Ciudad es una obra de inteligencia y de voluntad que se encarna en las familias que agrupa, para darles, más allá de la economía doméstica de subsistencia, un conjunto de bienes superiores, que la sola comunidad familiar es incapaz de conceder a los hombres: el orden, la paz, el desarrollo del espíritu, las artes, etc. Ejerce así en las familias y las actividades económicas la misma prioridad que el todo con respecto a las partes y el interés general sobre los particulares. La economía está siempre subordinada a la política. La forma en que los reyes de Francia se sirvieron de las corporaciones para abatir el feudalismo es un ejemplo entre mil. Igualmente en nuestra época, el consentimiento que ciertas potencias económicas y financieras dieron a la descolonización, con la esperanza de mantener su predominio, ilustra por sus resultados el alcance universal de este principio. Las fuerzas económicas tuvieron que tratar con el nuevo Estado, por muy fantasmagórico e inestable que fuese, y ponerse la máscara política para restaurar su imperio.
No es necesario ser historiador para comprobar que el "manchesterialismo" no ha sido nunca más que una teoría abstracta (elaborada en su mayor parte con posterioridad) cuya aplicación ha estado cada vez más determinada por una decisión política resuelta a favorecer la economía industrial en detrimento de la agrícola. Hace falta recordar que la ANTI-CORN-LAW-LEAGUE", creada en Manchester en 1838, desembocó en 1846, a causa de la presión que ejerció sobre el poder, en la abolición de la ley que gravaba la entrada en Gran Bretaña de los trigos extranjeros con un impuesto tanto más fuerte que el precio del candeal indígena, que resultaba más barato. ¿Hay que añadir que la reducción de los derechos de aduana es, evidentemente, un acto de la intervención estatal dentro del dominio de la economía?
Toda la historia económica del siglo XIX, lejos de testimoniar en favor de la independencia de la economía con respecto a la política, nos muestra, al contrario, que los diversos Estados europeos han intervenido, con constancia y perseverancia, en la economía, a fin de favorecer la expansión industrial incipiente y bajo la presión de los grupos financieros que alimentaban ésta.
La política económica de esos Estados ha sido la de sostener a los empresarios, como se les llamaba entonces, que les incitaban.
El ejemplo de Rusia lo atestigua: por el impulso de los Zares, con toda la protección y los favores que ello implicaba, se llevó a cabo la industrialización de dicho país, y ninguno de los promotores extranjeros que se establecieron en la época en Rusia negó su apoyo. En Bélgica, los primeros reyes han ayudado con toda su fuerza a la implantación de la industria siderúrgica. Todo el mundo sabe, por otra parte, que la política colonial de los Estados europeos, en el siglo XIX, ha sido sometida constantemente a las presiones de los empresarios de los diferentes países, deseosos de descubrir materias primas baratas y de extender sus mercados a dimensiones extracontinentales.
Lo contrario hubiese sido sorprendente. Una economía de tipo moderno no se desarrolla más que dentro del cuadro de una .política que incluye como tal la intervención, directa o indirecta, del estado, y esto es así porque lo económico está subordinado a lo político, como lo particular a lo general. El Estado, por definición y por función, es el que detenta el poder supremo. A él se subordinan los individuos, que por eso se llaman sus súbditos.
La política más fiel de laisser faire a los que detentan el poder económico proviene también de una decisión política, tomada por el organismo calificado para decidirla: el Estado.
La URSS revela admirablemente, por su parte, la influencia de la política sobre la economía. Por mucho que el comunismo proclame que las infraestructuras económicas determinan universalmente las superestructuras políticas; por mucho que prediga que a medida que venga la colectivización, el Estado entrará en una fase de degeneración, y que al final, cuando el comunismo esté definitivamente instaurado, no habrá ni siquiera Estado y, por tanto, no habrá política, la realidad es que toda la historia de la URSS, desmiente estas aserciones, que son, evidentemente, falsas.
En efecto; de hecho no existe un país en el mundo en donde la economía, hasta sus más ínfimos detalles, esté más sometida a las decisiones políticas del Estado y de los que tienen en sus manos las palancas de mando. "La patria de los trabajadores" se ha convertido en una inmensa fábrica, cuya función no es, de ninguna manera, proveer a los consumidores de los bienes económicos que reclaman, sino de reforzar la autoridad de los hombres que están en el poder. "Un solo cerebro basta para mil brazos", decía Goethe.
Encadenando a los trabajadores a la "edificación del socialismo" y de la economía colectiva, los dirigentes de la Rusia Soviética se reservan para ellos solos la dirección del país. La economía colectiva sirve para mantener y consolidar su autoridad política. Toda su estructura está construida para atribuir eternamente (al menos en teoría) el poder político a uno solo o a algunos. La menor liberalización del régimen, en la economía, significaría su fin.
Aunque sea diferente la evolución de las relaciones entre el Estado y la economía en los países que no son de influencia marxista, no es menos manifiesta la absorción de lo económico en lo político y del dominio privado en el público, a pesar de todas las apariencias contrarias.
II. EL PROCESO DE ESTATIZACIÓN.
Parece, en efecto, que la política de los Estados modernos, después de haber secundado, animado y protegido a ciertos grupos financieros e industriales dinámicos, tuvo que sufrir (por vía de consecuencia inevitable) sus presiones ulteriores desde el momento que su potencia tomó suficiente extensión. Esta primera incursión del Estado dentro de la economía originó una reacción en cadena: todas las agrupaciones económicas exigieron el apoyo del Estado. Los sindicatos obreros, que llegaron a constituirse a pesar de las prohibiciones legales, se hicieron adoptar por el Estado, que impuso después a toda la economía una serie de reivindicaciones que aún están lejos de ser agotadas. Las agrupaciones de agricultores y la clase media les siguieron. No hay casi un trabajador, en activo o pensionado, que no forme, al menos psicológicamente, parte de un grupo de presión que incita al Estado a introducirse, de una manera o de otra, en los diversos sectores de la economía. No es de ningún modo exagerado decir que los grupos de presión económica están instalados dentro del Estado de una manera semi-institucional y que la injerencia del dicho Estado en toda la economía está hoy en curso de completarse. "Llamado por los mismos interesados, el Estado se inmiscuye en la totalidad del proceso económico." Parece ser, pues, que los detentores del poder económico hayan completamente subyugado a los dueños del poder político y que, hasta en muchos casos y durante períodos más o menos largos, se substituyen a ellos, directamente o por medio de personas interpuestas.
Nada de esto debe ser así. Al Estado le corresponde ser una entidad política y no puede rigurosamente transformarse en otra cosa sin desaparecer, o dicho de otra manera, sin arrastrar en su ruina a la sociedad de la que es llave principal. Y esto es así porque la función inalienable e inmutable del Estado es la de ser el guardián del interés general y no puede "asumir la tarea de satisfacer los intereses", siempre particulares, como se verá, de la economía, "sin vaciar éstos de su substancia y convertirles en interés general". La experiencia confirma, por otra parte, este principio, que no sufre excepciones: pues ha sido siempre en nombre del interés general, que el Estado ha intervenido, interviene o intervendrá en éste o en otro sector industrial. El sostén acordado por el Estado a la industria carbonera se ha justificado a este título, y la comunidad entera, cuya carga tiene el Estado, es la que ha soportado el peso. Aunque concedamos que la injerencia del Estado esté causada por la presión de las potencias financieras y sindicales, coaligadas al fin preciso de mantener sus poderes respectivos, la una sobre un capital material y la otra sobre un capital humano que, sin subsidios, estarían abocadas a la desaparición; aunque deduzcamos que las potencias económicas han triunfado en esta ocasión del poder del Estado y se han substituido en su autoridad, sigue siendo el Estado el que "socializa", más o menos profundamente, un sector de la economía, absorbiendo así los intereses particulares en el interés general. Es el Estado y únicamente el Estado el que decide pasar tal porción de la economía de la rúbrica "privada" a la "pública". Sin el Estado, que no emite nunca más que decisiones políticas, las maniobras de los grupos de presión económica serían vanas. A menos de reducir a su discreción a todo el resto de la sociedad, está bastante claro que no podrían alcanzar sus fines. La economía desemboca necesariamente en la política, se socializa, se colectiviza desde el momento en que apela al Estado para suplir los fallos de los productores en su propio dominio. En todo caso, los detentores de la potencia económica que quieren aumentar su imperio, obligando al Estado a sostener sus empresas o a mantenerlas artificialmente y a tomar a su cargo sus deudas, se engañan con su victoria. Al recurrir al Estado hacen bascular infaliblemente la economía del nivel privado al público. En lugar de asumir los riesgos, los reveses y los fallos que toda empresa humana lleva en sí, se convierten en parásitos del poder político. Creen dirigir al Estado, pero, de hecho, es éste el que los oprime, toma una hipoteca sobre ellos y acaba, bajo las presiones universales y coaligadas de todas las fuerzas (más exactamente, de todas las debilidades) económicas, por convertirse en el único motor de la economía y el solo propietario de los medios de producción.
Todavía no hemos llegado a esto, pero nos aproximamos cada vez más. No tratemos de olvidar esta gran evidencia, que casi siempre ocultan entre la maleza los que tienen en sus manos los hilos de un sistema económico híbrido (y estéril en su mayor parte) que "individualiza las ganancias" y "socializa las pérdidas": la intervención del Estado en favor de un determinado grupo particular se hace "necesariamente en detrimento de los demás" y arrastra, por esto mismo, una reacción circular que encierra y agrava continuamente el proceso, de tal manera que se efectúa "en perjuicio de todos". La frontera del dominio público y el privado antes fluctuaba entre límites severamente estrechos, que solamente en circunstancias excepcionales se permitía temporalmente pasar, se desplaza ahora continuamente en provecho de la autoridad del Estado. Por una parte, éste incita, por todos los medios, a la economía a aumentar su producción a fin de incrementar la masa líquida de que poder disponer para complacer a sus favoritos del momento. Por otro lado, extenúa la productividad con impuestos cada vez mayores, obligándola, en consecuencia, a apoyarse en el poder público.
III. UN RÉGIMEN DE UNA NOVEDAD PRODIGIOSA
La economía contemporánea se encuentra de este modo comprometida y dentro de una bomba aspirante-expelente, cuyo motor es el Estado y no ya la relación privada de productor a consumidor. De una reivindicación en otra y de satisfacción en satisfacción dada, se encuentra en un ciclo, cuyo final es mantenerse de un modo "nominal" en la categoría privada y dar su paso "efectivo" a la pública. Más exactamente, puesto que lo público y lo privado no tienen más que una significación recíproca y que la desaparición del uno arrastra el "no ha lugar" del otro, su categoría de "pública" se desvanece a su vez. Ya no hay interés general, puesto que no hay intereses particulares. Y si no hay interés general, no hay ya Estado, y si conservamos este nombre es por costumbre y a falta de otra palabra. Si ya no hay intereses particulares que concuerden entre sí dentro de las relaciones privadas, no quedan más que individuos anónimos, cuyas relaciones son mecánicamente ordenadas por un poder anónimo, omnipotente y ubicuo. Es una sociedad de insectos, "el perfecto y definitivo hormiguero", hacia el que vamos a grandes pasos. Y como un poder anónimo es una ficción, es el reino de las voluntades de poder disimuladas detrás de la cortina de humo de viejas .palabras que han perdido su significado, que ya no quieren decir nada y que, queriendo parecer algo, nos impiden ver "la prodigiosa novedad" del régimen en el que nos hundimos progresivamente y al que "todavía no se le ha encontrado nombre". Lo que hoy llamamos totalitarismo no es más que un ridículo esbozo. En él se supone todavía una oposición larvada. El nuevo régimen se instaura con el consentimiento unánime de sus víctimas.
El instinto de conservación vital que anima al ser humano y con respecto al cual la economía, creadora "del vivir", es el completo desarrollo, nos oculta esta evolución acelerada. La economía "parece progresar indefinidamente". Parece resistir sin grandes perjuicios a las injerencias múltiples, crecientes e incoherentes del Estado, que da satisfacción a todas las presiones que sufre, según el peso físico, en cierto modo, de los intereses particulares, individuales o colectivos, en juego, y no según el interés general, del que ya no es guardián desde hace tiempo. El hombre reacciona espontáneamente a los acontecimientos que le afectan. Su capacidad de resistencia y de adaptación de ambiente en el que está metido parecen ilimitadas. Sin cesar inventa nuevos medios para establecer entre él y las circunstancias que le rodean un equilibrio externo que prolonga el interno, que constituye su vida y sin el cual estaría condenado a desaparecer, como tantas otras especies de animales. Puede uno preguntarse si este reparto eurítmico de los factores vitales indispensables a su existencia no está sufriendo temibles perturbaciones. No es exagerado pretender que a medida que el hombre se adueña de las necesidades de la naturaleza para aprovecharse de ellas se convierte cada vez más en esclavo de una "sociedad", si todavía se puede emplear tal nombre, cuyos imperativos despiadados le sujetan, le utilizan simplemente como un medio hacia lo que la logomaquia actual nombra descaradamente "la liberación de la humanidad de toda alienación". El "mundo nuevo" que nos prometen los marxistas y sus competidores cristianos desemboca dialécticamente en esta contradicción suprema, pero la humanidad fascinada y ciega por la voluntad del poder que le dirige se apercibe, cada vez menos, que el infierno consiste, según la frase de Simone Weil, en creerse por error en el paraíso. "La última adaptación del hombre al medio del que quiere adueñarse es su retroceso al nivel de las cosas sobre las que ejerce su poder soberano. Es la frase del suicida." Hay un límite pasado el cual el acoplamiento del hombre al mundo exterior se transforma en la absorción del primero por el segundo.
El crecimiento prodigioso de la producción en la época contemporánea contribuye también a engañarnos. A pesar de una fiscalidad delirante y una reglamentación cancerosa, la economía ha podido hasta hoy mantener una escala bastante regular de crecimiento. A las intervenciones estatales cuyos costes en cantidad y calidad provocan la escasez en el seno de la abundancia, ha reaccionado siempre con una creación reforzada. Pero, ¿quién puede imaginar por un solo instante que esta progresión no tendrá fin? Los "álamos no suben hasta el cielo", decía Bainville. Siempre llega el momento en el que la invención técnica se ahoga, en que la diferencia entre el precio de venta y el de coste que trata de defender contra la bulimia del Estado mengua hasta el punto de desaparecer, en que el impuesto devora el líquido imponible, o la auto-financiación, necesaria al crecimiento, se hace imposible. Pero como este momento no es inmediato, uno se persuade de que no llegará nunca. Se convence de tal forma, que al menor retraso de la producción apela al Estado (que lo está deseando, puesto que es su parásito) para avivar el impulso, sin darse cuenta de que este estímulo llama a otro y éste a un tercero, y, en fin de cuentas, la economía, rendida, tiene que dar paso a un mecanismo burocrático, y su vitalidad extenuada a un cúmulo de aparatos de prótesis.
Queda todavía "la inflación", que ya se sabe que es el estupefaciente por excelencia que utilizan los Estados para camuflar la derrota de su injerencia en la economía. Es de notar que la inflación se ha manifestado, desde el final de la guerra mundial, en todos los Estados donde la economía está en expansión. La causa es simple; consiste mucho menos en el exceso de la demanda sobre la oferta (puesto que la economía produce cada vez más) que en el aumento extraordinario del coste de dicha producción, provocado por el choque en cadena de las intervenciones del Estado en ella. No hay una sola actividad del Estado dentro de su dominio que no resulte deficitaria y no deba ser rellenada por el impuesto, o el préstamo, que es una forma disimulada de impuesto. Esto ha de operarse, evidentemente, sobre la producción y aumenta sus gastos de tal forma que cuanto más se eleva ésta más se inflan los gastos, provocando un alza general de precios. Esta, a su vez, incita a pedidos anticipados de compra, que producen un sobresalto en la producción, seguido de una inflación suplementaria formando bola de nieve; y esto obliga al Estado a otras intervenciones masivas, cada vez más profundas y, en consecuencia, más dispendiosas, que la acentúan sin descanso.
Se puede demostrar de otra manera que es sólo el Estado, o casi él solo, el responsable de la inflación que le mata. Hemos visto que los grupos tratan de echarse, unos sobre otros, la carga de las intervenciones que han obtenido del Estado y que este proceso tiende a girar sobre sí mismo. Pero la situación relativa de cada grupo en el conjunto de la economía está determinada por la estructura de los precios y el reparto de las rentas como el mercado las establece. Mientras que los grupos se adaptan a esta unión monetaria que, por intermedio del mercado, fija sus posiciones relativas, las relaciones no sufren ninguna presión de carácter inflacionista. Pero si todos, en un movimiento rotativo, quieren ensanchar su parte de renta nacional contando con el Estado, está claro que cada uno de ellos tiene, desde entonces, la facultad de gastar por encima de sus recursos normales sin arriesgar la prisión; es el Estado, del que se está convencido que nunca se declarará en quiebra, el que les autoriza al socorrerles. Cuando se cierra el círculo y no queda ningún grupo que desplumar en beneficio de los otros, el Estado es arrastrado a una ronda inflacionista, que ya no puede parar y que da la ilusión de que todo "rueda bien", cuando la realidad es que "rueda loco".
Puede ser verdad que los Estados no van nunca a la quiebra. Pero hacen algo peor; como esos globos hinchados con exceso, estallan. Viene la revolución y surge ineludiblemente una nueva sociedad reconstituida alrededor de un grupo de presión más dinámica, mejor dirigida, que domina todos los otros, ocupa sólo los puestos de mando del Estado y realiza la perfecta confusión de lo económico y lo político propia de las "sociedades de insectos". Tal Estado no puede ser más que totalitario.
Que esta revolución pueda hacerse más lentamente, con toda clase de artificios, que su desarrollo sea dosificado, "planificado", "estructurado" y, por tanto, menos visible, no importa; hemos llegado ahí. La insensible compenetración del Estado y la economía, de lo público y lo privado, se continúa bajo nuestros ojos cada día, con variaciones perezosas, que tardan generalmente tanto tiempo en llevarse a cabo (como esas aguas de infiltración que bajan por dos pendientes opuestas creando una laguna y nivelándolas poco a poco por su base), que nos quedamos asombrados, a veinte o treinta años de distancia, al comprobar su amplitud. Desde la Liberación, un cambio radical se ha operado en el Estado y en la economía, cuya naturaleza paradoxal es tal que las generaciones futuras, si les queda algún raciocinio, tienen que acabar por comprender su extravagancia. Los existencialistas no están equivocados calificando el mundo actual de absurdo; lo es aún más, y su diagnóstico no va al punto neurálgico del sistema.
En efecto; el Estado refuerza sin cesar su potencia y al mismo tiempo la debilita. Exactamente lo mismo sucede con la economía; se activa y acelera su ritmo, al mismo tiempo que se estaciona en una situación febril, cuyas altas y bajas temperaturas alternas, reveladas por el termómetro monetario, descubren la gravedad crónica. Desplazando continuamente las bornas que separan lo público de lo privado, el Estado extiende y acrecienta su potencia, pero como actúa en esta circunstancia bajo la presión de los grupos económicos, la contrae y la enerva. Su poderío se dilata dentro de la medida en que es menos Estado, poder supremo al servicio del bien público. Si dirige, cada vez más, también es dirigido. Al efectuar unas tareas para las cuales no ha sido hecho, se usa y extenúa. En lógica se diría que pierde en comprensión lo que gana en extensión. Al no cumplir ya su misión natural, que es dedicarse a la defensa y perfeccionamiento del bien común, se vacía de su sustancia, y su vacuidad es inmediatamente rellenada por los intereses particulares que le destruyen todavía más. A pesar de sus disputas y luchas, éstos se coaligan en contra de él. Al extender su campo de acción, le paralizan. Al final, un Estado que hubiese invadido en toda su extensión lo privado, no seria ya un Estado, sino un enorme poder despótico, ejerciendo sobre una inmensa máquina industrial y únicamente destinado a perpetrar el monopolio de los que, de una forma cualquiera o bajo la máscara de cualquier ideología, se hubiesen apoderado de ella. Toda noción de bien particular o común habiéndose desvanecido no habría a la vista ningún otro, salvo el que tienen exclusivamente sus detentores. Sería el poder discrecional e ilimitado de una asociación de malhechores. Ya no sería un Estado más que por usurpación del nombre. El "estadismo" es la muerte del Estado.
El mismo razonamiento fundado sobre idénticas observaciones es válido para la economía; ésta produce cada vez más, respondiendo, bien a la presión fiscal del Poder o a las inyecciones de energía artificial debidas a ese mismo poder, o bien a la combinación de estas dos reacciones. Pero como este flujo de producción es captado cada vez más por el Estado colocado bajo su dependencia, la economía aumenta su débito sólo para multiplicar la influencia de los poderes públicos sobre ella, y desvía así su propia finalidad que es el consumidor, en carne y hueso, sólo ser en el mundo que da sentido a la producción, le confiere existencia y la justifica, marcando así a la economía un indeleble carácter "privado", y ésta pierde cada vez más su razón de ser. Si es verdad que la esencia de un ser es su fin, se amputa de su esencia. Ya no es más que una economía de productores, parásito del Estado moderno y del que, a su vez, el Estado moderno es su parásito. Ya no tiene de economía más que el nombre. Es el instrumento del cual se sirven los productores del más bajo al más alto escalón para volver hacia ellos la riqueza que arrastra. Hacer correr la economía en contra de la corriente necesita una enorme fuerza capaz de obligar la conducta humana en el sentido contrario a lo espontáneo, y para ello hay que recurrir inevitablemente al Estado, máximo poder. Pero como la economía es una actividad cuyo carácter privado recae, en función de su fin, sobre su mismo origen, es infalible que una economía de productores debe abandonar esta marca específica que, por otra parte, trata de conservar y que se transforme en colectiva, con todo el desprecio, justificado entonces, por el consumidor que esta socialización lleva en sí. Es rigurosamente imposible socializar la consumición, que será siempre privada.
Una vez cerrado el ciclo de intervenciones del Estado, nada es más fácil que reunir bajo un solo jefe los diferentes sectores de la producción y colectivizarla. La operación se hace por sí sola. Pero es un engaño, según hemos visto. La llamada de los productores al Estado, o más exactamente, a lo que hoy lleva este nombre, conduce a poner al Estado entre las manos de una maffia parasitaria, que alimenta su voluntad de poder con esta economía (puesto que aún hay que llamarla así, a falta de nombre adecuado) a la que ha convertido en su presa.
El ejemplo de Rusia lo comprueba: la edificación del socialismo, o sea de una economía de productores (de verdaderos productores, los obreros, los campesinos), consiste en despojar a éstos de todo poder económico y político y transferir el producto de este raptó a "una nueva clase dirigente", la cual, al no mirar más que por su propia conservación y el aumento de su poderío, no puede tener piedad de nada.
Toda desobediencia al principio de identidad se paga; no se puede confundir lo público con lo privado sin arruinar al Estado y a la economía y reemplazarlos por sus ersatz.
Una consecuencia inmensa y de extrema importancia para el destino de la civilización le sigue: las entidades ambiguas que llamamos Estado y Economía se mecanizan y funcionarizan cada vez más, mientras que su simbiosis engendra un tipo de sociedad, inédita en la historia, que se ha propuesto llamar "sociedad industrial".
IV. LO QUE LLAMAN SOCIEDAD INDUSTRIAL.
La degeneración de lo vital en lo económico, de la que habla Bergson a propósito de las sociedades que declinan, es, sin duda, el síntoma más grave de la enfermedad que roe nuestra civilización, floreciente en apariencia. Es inevitable desde el momento que las relaciones entre el Estado y la economía no están reglamentadas por sus finalidades naturales respectivas, tal como las codifican la costumbre y el derecho. Al amalgamarse el Estado y la economía, se deshacen de su propio ser, hecho para los fines que persiguen: "vivir" y "vivir bien", el interés privado y el público. La capacidad de adaptación al cambio, que caracteriza esencialmente todo organismo vivo, les falta cada vez más. Pierden vitalidad y suplen su carencia, segregando innumerables mecanismos de reemplazo. Ni la mentalidad de los detentores del poder público, ni la de los diferentes posesores del poder económico, han podido ajustarse orgánicamente, transformación que hace pasar la totalidad de los bienes de consumo, de una forma de producción estática, a otra dinámica. Por la primera vez en su historia, la humanidad afronta el problema de la abundancia y lo hace en disposiciones psicológicas, morales y sociales, completamente impregnadas todavía de la resonancia debida a la obsesión de la escasez o de la penuria. El Estado y los productores recrean inmediatamente con su forma de actuar una economía de escaseces que deben compensar, bajo la presión del sistema nuevo en el que están implicados, por una especie de idolatría de la producción por la producción, una religión del trabajo y un fetichismo de lo que podíamos llamar "la producción improductiva" o la "máquina de hacer y cerrar agujeros". Aun suponiendo que la producción esté en alza, hay que preguntarse si para el conjunto de una determinada sociedad y por el juego de la bomba aspirante-expelente de la que hemos hablado no habrá costado al final demasiado cara "a falta de estar basada sobre la sola finalidad que puede reglamentarla": el consumidor.
De hecho, el Estado se aparta de su fin natural, la busca y el mantenimiento del bien común, y dedica todos sus esfuerzos a la impasible satisfacción de los intereses particulares de todos los grupos productores, despreocupado de la finalidad natural de la economía; es como el tonel de las Danaidas.
Todo lo que funciona al contrario de la naturaleza de las cosas exige artificios más numerosos cada vez. Así podemos contemplar esta aberración de una economía en pleno desarrollo que carga con aparatos de prótesis múltiples. La lista no tiene fin. Parece ser que no hay un solo Estado occidental que conozca el número y el coste exacto de las instituciones paraestatales que ha creado para introducir un orden ficticio y mecánico en una economía que ya no sabe adónde va. "Proliferan, decía Churchill, como los conejos en Australia, sin que dispongamos del virus de la mixomatosis que podría destruirles." Estos dispositivos que pretenden ser correctores son, de toda evidencia, tributarios de una mentalidad estática y resultan un freno continuo del solo sector de la actividad humana, en el que nuestro tiempo manifiesta todavía un espíritu de creación. Oscilando de este modo entre la escasez y la abundancia, la economía está continuamente en desequilibrio; la crisis apunta bajo la aparente prosperidad. Y para paliar esta inestabilidad, de la que el más mínimo incidente puede acrecentar desmesuradamente la amplitud latente y desencadenar una especie de seísmo social, como lo demostró la protesta estudiantil de mayo de 1968 en Francia, los Estados no han encontrado otra cosa que un sistema de pesos y contrapesos, cuya lentitud y puesta en marcha provocan un enorme desperdicio de energía y la regresión de la economía a una etapa que parecía concluida en nuestra historia.
La economía se hace artificial, a su vez, con una rápida cadencia. Entre los fenómenos económicos reales y su interpretación, la diferencia crece enormemente. La simplicidad del acto, que consiste en producir bienes de consumo en beneficio del consumidor, queda enterrada bajo un montón de abstracciones desdibujadas o aplastadas bajo la rueda de molino de los cálculos, no figurativos, que expulsan de ella su finalidad.
El sentido de la economía no proviene ya de las actividades económicas reales, ni del fin que la naturaleza les impone. Está impuesto a los fenómenos económicos por el mismo sabio que construye completamente los moldes en los cuales vierte la materia anteriormente preparada, tan maleable, informe y desprovista de su propia significación como sea posible. Ya no es la realidad física pedida por el consumidor que entra, como tal, en el circuito de la economía viva. Es una entidad sin volumen, ni superficie, ni contornos, ni color, ni olor, rigurosamente imperceptible a los sentidos y que no tiene ya nada de "bien de consumo". Dicho de otra manera, es un objeto imaginario, análogo a una sustancia plástica o a un material cualquiera, al cual el economista da una forma, exactamente como el obrero a la cosa que trabaja, con la sola diferencia que la sustancia plástica, el material, la cosa trabajada, son realidades tangibles, mientras que el hilo que une el objeto imaginario a la realidad es cada vez más imaginario. Como la propiedad del objeto imaginario es la de prestarse a todas las combinaciones, a todos los arreglos, a todas las estructuraciones, el economista se encuentra, más o menos, como el técnico delante del montaje de una máquina cuyas partes están separadas y desparramadas. Tiene que ponerlas en orden y formar una estructura en lo que está, por hipótesis, privado de orden y de estructura. Es el técnico de la Organización de la desorganización económica. Como este orden y esta estructura no vienen ya de la realidad económica, definida por su finalidad, ni de la naturaleza de las cosas, tiene entonces, con el apoyo del poder político, que imponerlo desde fuera como el plano de una máquina a sus diversas piezas. El técnico de la economía se convierte así, con la mayor facilidad, aunque no sea más que para verificar su sistema, en un tecnócrata. El Estado sin cabeza llama en su socorro al técnico sin brazos para constituir ese monstruo con mil cabezas y mil brazos que es el Estado tecnocrático moderno.
A los grupos de presión arriba enumerados se añade así la tribu de los tecnócratas. Manejando las palancas que mandan, en la sala de máquinas destinadas a poner en movimiento la actividad humana, justo en el punto de intersección (o de fusión) del Estado y la economía, su poder es cada vez más temible, puesto que se multiplica a medida que el Estado y la economía exhiben las debilidades de su gigantismo respectivo. Tienden a formar un solo cuerpo con los maquinistas y los que tiran los hilos del sistema político-económico así construido. Adquieren su voluntad de potencia, mientras aquéllos adoptan sus técnicas.
No hay casi necesidad de insistir sobre ello. La eliminación de la finalidad natural de la economía y su reemplazamiento por estructuras artificiales significan la prisión de la actividad político-económica de los seres humanos "en un sistema mecánico" del que sólo algunos iniciados conocen el manejo y la maquinaria, cada vez más compleja. La locura de nuestros contemporáneos atribuye a estos tecnócratas el nombre de "Sabios", con la mayúscula hinchada que es de rigor.
Se puede comparar esta situación con la de un organismo cuya vitalidad se descompone, y sustrayéndose a la ley final que la dirige se transforma en máquina productora de células, cada vez más numerosas y cada vez más anárquicas. Una fecundidad celular que no obedece a la ley de la vida degenera en cáncer mortal. Es el mal que padecen las sociedades modernas. Un sector "terciario" compuesto de centenares de millares de metástasis y formado por el personal de la política, la administración, el fisco, la sanidad, el deporte, la investigación universitaria, la ciencia, el arte, la planificación, etc., invade el tejido social, antes elástico y reactivo, se une a él y le automatiza. Canceroso, este sector se paraliza. Moviliza a su servicio todo el dinamismo económico de la nación e invierte su sentido; la finalidad de la economía es captada desde el manantial e introducida en las canalizaciones que transportan su poder para alimentar, consolidar y extender la tecnocracia. Las estadísticas no mienten y nos revelan el prodigioso crecimiento del funcionarismo, codificado por Parkinson en una ley célebre: 1 + 1 = 3. Todos los países lo ponen de manifiesto. No sé cuál economista ruso ha calculado recientemente que ¡la sola preparación del plan quinquenal 1980 enrolará, solamente para trasladarlo al papel, a toda la población actual de la URSS!
La economía moderna, por próspera que parezca, es una economía "que gira hacia atrás, en contra de su finalidad natural". Abramos los ojos y miremos. La economía moderna es una "economía de productores" y acentúa sin cesar esta característica. Todos los productores, a cualquier nivel que pertenezcan, pretenden volver hacia ellos solos, bien divididos o coaligados, el flujo de la productividad, de la que se proclaman la causa exclusiva. Como se trata de una operación "contra natura" recurren, para ello, al poder del Estado, al que cargan de esta manera con una función incompatible con su finalidad natural: la busca y el refuerzo del bien común. Llegan, sin saberlo, o a sabiendas, hasta substituirse a la sociedad tradicional, más bien a lo que queda de ella, un tipo de comunidad sin ninguna responsabilidad histórica y cuya viabilidad está sujeta a caución. Que se trate de una "sociedad" compuesta únicamente de "trabajadores" manuales e intelectuales, a la manera marxista, o de una "sociedad" llamada "industrial", a la americana, sólo la calidad de "productores" interviene para determinar su esencia y existencia. El consumidor no ejerce más que la función inferior e instrumental de intermediario, y esto, únicamente, porque el productor está obligado a apelar a él para que la máquina gire y que el circuito que va de productor a consumidor quede cerrado. El fin de la economía es así, por tanto, el productor a todas los "niveles". Y como de nuevo hay ahí un contrasentido al orden natural, se esfuerzan en transformar a todos los hombres en productores, de tal forma que la producción se infla peligrosamente y disimula la fiebre de la que sufre la economía bajo el nombre menos malsano de "recalentamiento". El aumento de la producción del que se glorifican está así destinado no sólo a pagar las intervenciones onerosas del Estado en los diversos sectores desfallecidos de la producción, sino, además, a satisfacer las múltiples reivindicaciones de los productores y, en definitiva, a garantizar el reparto universal de beneficios al que tiende, bajo diversas denominaciones calmantes, el Estado, colonizado .por los productores o por sus mandatarios. El Estado se convierte únicamente en el órgano de redistribución a los productores, de la riqueza producida y del acrecentamiento de la producción. La operación se lleva a cabo por múltiples canales, con frecuencia invisibles, obtención de nuevos mercados, subsidios, ventajas sociales, etc. Se llega a fin de cuentas a "producir" porque sí y a erigir la producción en criterio "único" de la salud de una sociedad moderna y de la solidez de su economía.
V. LA FINALIDAD DE LA ECONOMÍA.
¿No es evidente, por el contrario, que "se produce para consumir"? Como todos los principios que rigen lo real, el pensamiento y la acción, esto se ve claro al examinar sus términos. No necesita demostración y, por lo tanto, está por encima de todas las observaciones o inspecciones. Se impone directamente al espíritu y nadie podría discutirlo sin negar a la vez el principio universal de la finalidad. "Todo ser actúa con un fin."
No tenemos, desgraciadamente, para estas evidencias resplandecientes que salen de la realidad más que ojos de búho, como hacía notar Aristóteles.
Esta obnubilización del pensamiento ante las mayores evidencias explica la crisis y los callejones sin salida en los que se compromete la humanidad.
Hay períodos en la historia en los que los hombres no ven la realidad con los ojos del espíritu; sujetos a los de la carne, no se dan cuenta de la enorme expansión de la economía que ven por todas partes, y el porcentaje de la producción en alza ocupa el lugar de su pensamiento. El consumidor, del que, en definitiva, no se pueden pasar, se ahoga en una abstracción gigante: el consumo. La ley de multitudes le traga, mezcla, digiere y funde en una entidad colectiva sin cuerpo ni cara; "Francia ha consumido tantos hectolitros de vino o de leche; ha comprado tantos coches este año". A la sociedad de productores corresponde así "una sociedad anónima y global de consumo", dentro de la cual los consumidores se sumergen como las células dentro del plasma sanguíneo; brillantes si la producción alimenticia de este líquido vital es fuerte; anémicos y cloróticos si es débil.
La sociedad de consumo, tan cacareada hoy entre ciertos medios, es necesaria a la sociedad de productores para subsistir. Es la rueda que les permite avanzar. Pero como las dimensiones crecen en la misma medida que la producción, la rueda crece de tal forma que corre el riesgo de inmovilizarse. La fuerza de su inercia aumenta a la cadencia del tratamiento que sigue. Las abstracciones se van tragando todo, hasta el momento en que se da uno cuenta de que no queda nada.
¿No resulta evidente, otra vez, que el fin de la economía no es el consumo, sino el consumidor?... y decimos el consumidor, el individuo en carne y hueso, provisto de un cuerpo que, como tal, es el único capaz de consumir bienes (un ser moral, Francia, no puede), el ser humano, dotado de razón, de voluntad, de libertad y responsabilidad, con un alma encarnada en un cuerpo, del que es inseparable. No hay rigurosamente ningún otro ser en el mundo que pueda consumir bienes más que el ser animado, y especialmente, en el caso de la economía, el hombre "concreto".
El proceso económico desemboca en un ser humano cuya naturaleza, facultades y destino sobrepasa infinitamente la calidad de productor de la que puede estar revestido y que, comprometiéndole en la fabricación de cosas materiales que le fuesen ajenas, le vaciaría de su esencia si no fuese más que productor. Por muy prestigiosas que sean las creaciones humanas, de su genio en el dominio de la producción y aun en el del arte, no son nada ante el valor del propio hombre. Para salvar una vida nadie dudaría en sacrificar una obra de arte. El hombre es siempre superior a sus producciones y a su arte; lo que "es" sobrepasa a lo que "hace".
Así el consumidor no es sólo la condición de la producción, es la causa de que ésta exista y su solo fin posible. Su .papel no es el de absorber el flujo de la producción como un vaso cuyo volumen se dilatase indefinidamente. "El consumidor no consume jamás por consumir." Basta observar su comportamiento. Consume para vivir. "Utiliza" los bienes materiales producidos a su intención con vistas al cumplimiento de su ser y al solo fin posible que persigue el ser humano: su felicidad, la satisfacción plena de todas sus aspiraciones individuales, sociales, científicas, estéticas, religiosas, conquistar una situación en la que nada le falte. Y el primer paso hacia ello es, evidentemente, la satisfacción de sus necesidades materiales, la posesión de estos bienes que le permitan "vivir" y que son como la peana o el trampolín para "vivir mejor", para la ascensión a un estado específicamente humano. La economía cuyo "fin" es el consumidor es también uno de los "medios" de los que se sirve para llegar a realizarse como ser humano. Es, pues, como todo medio, terminada y ordenada por los valores superiores implicados en el destino del hombre y su cumplimiento. Sin la moral, el derecho y la religión, la economía escapa al principio de finalidad que la gobierna y se vuelve un contrasentido.
Nunca se insistirá demasiado sobre este punto. El consumidor no será nunca esa especie de receptáculo elástico, cuya multiplicación engendra un solo y único receptáculo gigante llamado "consumo".
El "consumo" no consume, lo mismo que la existencia no existe. No es más que uno de esos nombres, llave maestra, de los que se sirve el pensamiento que no se resigna a las evidencias del sentido común y lo proyecta hacia el exterior para hacer de él un objeto, una de sus construcciones mentales. Lo que existe en economía, frente a los productores, son los consumidores "individuales" (repito, una vez más, que no hay otra cosa) que están cada uno ligado a su ser humano personal y total, como lo intermedio está unido al fin último de la actividad del hombre. El análisis "real" del acto económico demuestra que el hombre no consume nunca por consumir, sino para alcanzar "a través" de los bienes materiales consumidos el fin superior al que le destina su naturaleza. Se consume por mil razones, pero ninguna de ellas es el solo consumo. La satisfacción de las necesidades materiales más elementales, sin las cuales no habría consumición, va más allá de la sola actividad consumidora.
Debemos ver en la sociedad de consumo una especie de inmenso estómago mitológico, dentro del cual el hombre moderno se diluye y se convierte a su vez en una entidad mítica. Esta sociedad de consumo es el resultado de una economía al revés que, queriendo ser una economía de productores, no puede asegurar su continuidad contra natura más que aislando en el hombre su facultad de consumir con exclusión del resto y cebándole a la cadencia de la producción. Invirtiendo la relación del productor al consumidor, estaría obligado para sobrevivir a adaptar la consumición global a su producción global "por todos los medios". Así es que, repitámoslo, porque es en esto y solamente en esto que podremos comprenderlo, porque el Estado y la economía moderna, lo público y lo privado, se confunden, que no hay otro medio más poderoso y eficaz (sobre todo cuando los Gobiernos que lo tienen en sus manos son débiles) que el Estado, poder supremo. Antes existía la Iglesia. Pero desde que la Iglesia se ha abierto al mundo, tiende a convertirse en un Estado más omnipotente que el mismo Estado y más universal, y una "Iglesia" tal (o su caricatura) es espontáneamente socialista y totalitaria.
Sea como sea, se deduce que el fenómeno mayor de nuestro tiempo es la conquista del Estado por las agrupaciones económicas, bien diversas o reunidas, de grado o por fuerza, en una sola. Tal es el objetivo de toda economía de productores. Su efecto es la constitución de una "sociedad de consumo". La Rusia Soviética está todavía lejos de ello. Pero ésa es su única finalidad. Si hubiese conquistado el mundo, se la asimilaría inevitablemente en virtud de la reducción del hombre en homo economicus, “como presupone su materialismo”.
La promoción del feudalismo industrial se efectúa de una forma casi automática en una sociedad como la nuestra a la que el régimen democrático ha despojado de todo su tejido conjuntivo y transformado en una "anti-sociedad", cuyos elementos estancos no están unidos entre ellos más que por la similitud de leyes y de reglamentos y por el fenómeno de la "información deformante". La erosión de las comunidades naturales que el individualismo, el subjetivismo y el igualitarismo subyacentes en el fenómeno democrático han provocado, no ha dejado entre los ciudadanos vaporizados y la caldera estatal de energía totalitaria diluida o condensada más que la fina pantalla de los "cuerpos interpuestos", degenerados, cuyos elementos no pueden ya definirse más que por sus cualidades comunes de productores a niveles diferentes y por su grado de participación en la producción: asociaciones patronales, cuadros y sindicatos de empleados y obreros.
La empresa, en la que encontramos la comunidad natural por excelencia de la vida económica, cuyos elementos se sitúan jerárquicamente los unos con respecto a los otros, igual que los órganos de un mismo cuerpo según su función, su vocación y las cualidades que la dirigen, infligen, sin duda, el más fustigante mentís a la "anti-sociedad" democrática y atomizada que la rodea por todas partes. Pero se deja desintegrar, poco a poco, bajo la acción de los factores disolventes que absorbe. Su tendencia espontánea e irresistible a la verticalidad se compenetra, sea como sea, con las corrientes horizontales y niveladoras del ambiente democrático. Los diversos factores humanos, articulados orgánicamente en su estructura y que hacen de ella una comunidad de solidaridad recíproca, se proyectan hacia la "anti-sociedad" y se estratifican en un común mimetismo entre las diversas funciones productoras: en lugar de que patronos, ingenieros, empleados y obreros se sientan sometidos a un mismo destino, del que el éxito o el fracaso de la empresa constituyen los polos extremos, los patronos se alían, los obreros se aglutinan y un vasto sector terciario y flotante busca un común denominador. La "anti-sociedad" moderna no considera en la empresa más que las capas superpuestas de que se compone, y las convierte, en función de su "igualitarismo" congénito, en "clases" de unidades idénticas. No puede ir más allá sin caer en el comunismo, que coloca dogmáticamente sobre un mismo pie a todos los “trabajadores” y que fracasa en su reducción igualitaria, puesto que está obligado a erigir al Estado en jefe solitario y gigantesco de la economía, con los que "manejan los hilos" que este enorme teatro de marionetas exige para funcionar.
Por otra parte, si se reduce a las comunidades naturales a la porción congrua, o se las elimina, se las convierte fatalmente en un sistema de productores, más o menos reconciliados o sometidos al silencio de un acuerdo ficticio por un Estado todopoderoso, propietario de los medios de producción. La lógica lo exige, y los hechos lo proclaman: si se expulsa lo natural de la sociedad, sólo queda en ella el artificio, su aspecto técnico, sus procedimientos de trabajo y de expresión; en resumen, todo lo que concierne a los mecanismos necesarios a la producción de objetos. La sociedad, o mejor la "anti-sociedad", tiende así a estar compuesta de productores.
Y tal "sociedad" de productores no deja sitio para el consumidor. Se borra el aspecto "consumidor" del hombre en provecho exclusivo del "productor". De hecho, cada vez que el hombre moderno trata de definirse en esta "sociedad" y encontrar su puesto en ella, recurre a su calificación de "productor" o de "trabajador". El lenguaje actual lo demuestra; cuando queremos hacernos una idea de alguien, preguntamos: ¿Qué es lo que hace? El cimiento del mundo contemporáneo, hay que repetirlo incansablemente, es la producción, el trabajo, la industria. Las expresiones "civilización industrial" o "sociedad industrial" no se han acreditado hoy por casualidad, sino simplemente "porque no existen otras".
Una "sociedad" en la cual la función del consumidor está subordinada a la del productor, no puede ser más que una "sociedad de consumo", o dicho de otra forma y según la definición misma de la consumición, una "sociedad" que produce objetos con la intención de destruirlos o de inutilizarlos, con el fin de sostener la continuidad de la producción y la seguridad automática de los productores.
VI. ACTUAR, (agir) Y HACER (faire).
El análisis lo demuestra. Mientras el consumidor no consume jamás porque sí, sino para "vivir" y, asegurando su vida, cumplir como ser humano, el productor, tomado como tal y cortado de su referencia hacia el consumidor, persigue un fin situado fuera de la línea del bien de la humanidad; la cosa que hacer, el objeto que fabricar. Cuando el consumidor consume, su acto no está dictado sólo por el instinto, está integrado en el conjunto de actividades que todo hombre desarrolla para llegar a sus fines morales y sociales, que están subordinados a Dios, última finalidad de la vida humana. Su acto es un acto humano dirigido por su inteligencia y su voluntad, exigido por el apetito natural que obra en él y que por ser verdaderamente bueno y humano debe estar directamente en su línea de apetito humano, es decir, para su propio bien; la felicidad y el bien de "todo" hombre. Consumir presupone en él que el apetito está reglamentado hacia un fin. No vacilamos en repetir aquí lo que la sabiduría de las naciones ha proclamado desde hace siglos; consumir es un acto moral —y social— regido por la virtud de la templanza y ordenado para el bien "total" del hombre. El consumidor se sitúa en el plano del "actuar" (agir).
El productor, al contrario, está en la línea del "hacer" (faire). Desde el instante en que produce un objeto y que éste (el alimento, por ejemplo) está conforme con el fin "particular" al que está destinado (alimentar, en este caso) ha obrado como buen productor.
Al contrario de todas las monsergas que nos cantan los idólatras teólogos del Trabajo, hasta el punto de hacer de él la actividad específica del hombre y hasta substituirle a Dios como finalidad de su existencia, producir, "tomado como hecho", tiene por fin el bien de la cosa producida y de ninguna manera el del que la produce; la "bonus operis" y no el "bonum operantis", como dicen los escolásticos en su lengua breve y precisa. El productor, considerado como tal, está enteramente fuera del dominio de la moral. Y es, "por esto mismo", completamente "asocial".
Sólo entra en el terreno de la moral por la relación económica que le une, más allá de su actividad productora, al consumidor, subordinándole sus productos. En el momento del cambio, o de la relación de productor a consumidor, la producción se convierte "simultáneamente" en económica, moral y social, puesto que desemboca en un ser humano capaz de consumir, y por este fin intermediario, por este medio, alcanza su finalidad.
Si el primer término de la relación económica queda, por el contrario, separado del segundo, como sucede cuando los productores se erigen en fin de sistema, es necesario concluir, por dura que sea la elección, que tal economía no sólo no merece su nombre, sino que es enteramente "amoral y asocial".
Ya no es una economía, puesto que no responde a su finalidad natural: el consumidor, que es el hombre; y porque debe construir por entero {como si este designio prolongase sus productos propios y sin salirse de su línea de "hechos") una “sociedad de consumo”, entidad artificial y máquina de destruir o de consumir el inagotable flujo de bienes de consumo, "exactamente como un combustible".
Esta "sociedad de consumo", punto final ineludible de la “sociedad de productores” por la que nos deslizamos, es la negación misma del consumidor: el hombre. El impacto que el Estado colonizado por los grupos de presiones ejerce sobre ella aumenta fabulosamente su potencia y atracción. Todos los productores la celebran y los parásitos la envidian. Todos los consumidores, liberados de las coacciones morales y sociales que esta "sociedad" disuelve continuamente, se precipitan ciegamente en ella. La desgracia es que esta "sociedad fertilizada" no es ni puede ser de ninguna manera una sociedad, ni su economía es tal, ni el Estado que la corona un Estado. ¿Qué es entonces? Un montón de seres humanos (si se puede emplear esta palabra) que no se une más que gracias al coagulante que le inyecta sin interrupción la tecnocracia económica y política que trata en vano de aglomerarla y que luego desintegra sin cesar porque su funcionamiento (por hablar así aún) implica una "autodesagregación perpetua". Una sociedad de productores que no termina en el consumidor es una "antisociedad". La “sociedad de consumo”, que la sigue como su sombra, es una "antisociedad" complicada con un vacío moral y social.
El derroche fantástico al que se entregan los Estados modernos "no es la causa" de las fiebres bruscas que les asaltan. Es su "consecuencia".
Esos Estados que "vampirizados" por ella no tienen más remedio que dilapidar los recursos que ésta inventa sin cesar con un dinamismo sin freno y sin finalidad.
No es sólo a causa de que las agrupaciones patronales o sindicales pesan sobre él por lo que el Estado contemporáneo ha consumido inútilmente centenas de millares para mantener artificialmente en vida; en numerosos países, los yacimientos de carbón agotados e incapaces de sostener la competencia con los combustibles más económicos y más cómodos, sino por razón de una fatalidad interna. El Estado y la economía han llegado a "funcionar al revés", a contra-corriente de sus finalidades naturales. Cuestan cada vez más caros, a medida que se hacen más artificiales y menos próximas de la naturaleza humana. Es suficiente contemplar otro abismo insondable: el de los seguros sociales, cuyo principio, bueno en sí, se ha deteriorado constantemente, dilatándose a las dimensiones de una pseudosociedad anónima e inmensa desprovista de todo mecanismo de autocontrol. Todos los Estados se están arruinando con una ceguera alegre y con la entusiasta complicidad de sus súbditos. "Es posible que nuestra civilización muera, escribe Jacques Bainville, por costar demasiado cara."
He aquí dónde nos llevan el Estado y la economía modernos, amputados de sus finalidades respectivas, privados de las reglas de acción que estas finalidades les prohíben seguir para poder ser realizadas. A pesar de un aparato administrativo y de una reglamentación proliferante, acerca de las cuales las sutilezas de Bizancio no son más que simples telas de araña, a pesar de las resplandecientes proezas técnicas y una abundancia de bienes de consumo que la humanidad nunca conoció, oímos, bajo la fina superficie social, que el Estado moderno, mezclado con la economía, deja todavía subsistir bajo nuestros pies los rugidos de un seísmo permanente que, tarde o temprano, estallará en una catástrofe.
Un Estado cuyo poder es constitutivamente arbitrario y cuyo sistema económico es el resultado desordenado de dispersos impulsos, no es viable, y una economía que marcha al revés, no lo es tampoco.
¿Cómo poner remedio a esta situación?
VII. CIUDADANOS IMAGINARIOS DE UNA SOCIEDAD IMAGINARIA.
No creemos que un cambio de régimen político pueda curar al Estado moderno. Es, al contrario, altamente improbable. El Estado moderno es la proyección de la ilusión democrática en el vacío social que puebla con su presencia inaprensible y omnipresente. Ya no corona una sociedad real. Es el marco, el cofre, el dogal o la prótesis, a elegir, que suple a la ausencia de sociedad que la introducción del régimen democrático provoca infaliblemente. El Estado moderno, lo he dicho y repito mil veces, es "un Estado sin sociedad". Este monstruoso fenómeno ha podido embaucar a los hombres durante dos siglos mientras que subsistieron los restos de las comunidades naturales, dislocadas por la democracia individualista e igualitaria. Y les engaña todavía. La fascinación que ejerce sobre los espíritus está lejos de extinguirse. Las centenas de millones de seres humanos muertos y dispuestos a morir por una quimera lo testimonian. No hay manera de demostrar a los hombres de hoy que lo propio de la democracia es "no existir" o hacerlo sólo en la forma en que el mal o la muerte existen. Por mucho que se les incite a abrir los ojos y mirar esta evidencia: que la democracia, allí donde se instala, destruye toda vida social y no deja subsistir más que un Estado totalitario, con el que se confunde, encargado de la imposible tarea de fabricar una "nueva sociedad" con individuos separados entre sí y que, por otra parte, se niegan a integrarse en ella. No hay nada que hacer: nuestros contemporáneos creen firmemente, a pesar de que la experiencia se lo desmiente, en la cuadratura del círculo. La ficción democrática penetra e impregna a tal punto su mentalidad, su comportamiento y su propio ser, que extirparla a la fuerza, por la persuasión o la luz radioactiva de la verdad, equivaldría a matar al enfermo. La democracia es una droga alucinógena que desarraiga al hombre de la sociedad real, siempre constitutivamente jerarquizada. Le sumerge en una "sociedad" imaginaria, compuesta de individuos iguales, o sea lo contrario de una sociedad. Que este estupefaciente haya hecho perder la cabeza a una institución tan sólida como la Iglesia Católica es la prueba de la atracción incoercible que posee. La intoxicación onírica es universal.
Precisamente porque esta ilusión es ecuménica, porque todos los burladores son burlados y los embaucados embaucadores, porque el hombre no tiene ya ninguna realidad social a la que asirse (la familia está en hibernación prolongada y la empresa roída desde fuera, ya lo hemos visto, por las organizaciones horizontales, opuestas a su estructura vertical), es por estas razones y otras más (de las cuales la gran prensa, vendedora de informaciones deformadas, no es la menor) que nuestros contemporáneos se abandonan al Estado-Moloch. La naturaleza humana tiene horror al vacío hasta el punto de preferir la prótesis del Estado sin sociedad al vacío social, la anarquía encuadrada a la anarquía pura.
Podemos avanzar todavía más. El nihilismo que trabaja la inteligencia política contemporánea, consecuencia fatal del subjetivismo democrático, deja el campo libre a la imaginación. Cuando no hay nada real quedan el sueño y la mentira. Arrancada a la naturaleza de los seres y de las cosas, la política se hace cada vez más irreal, visionaria, utópica, verbal. El hombre ha vivido siempre hasta ahora dentro de sociedades políticas. Estas desaparecen unas tras otras de la historia porque ya no son más que entidades espectrales que evolucionan en el decorado artificial de un Estado nominalmente democrático, pero, de hecho, parasitado por innumerables coaliciones de intereses privados, individuales y colectivos que aumentan su potencia discrecional a cada una de sus funciones. Es uno de los espectáculos que dejan más estupefactos al observador, ver a este Estado contemporáneo hincharse más con sus pérdidas de substancia y transformar su fin, que era en nuestras sociedades occidentales el cumplimiento supremo de la naturaleza del hombre, para convertirse en una alucinante máquina cuyas bielas se propagan automáticamente por sí mismas para mover hasta el más íntimo de los comportamientos humanos. El animal político se está muriendo Apenas no se le dopa con la propaganda se hunde en la inercia. Estremecimientos, sacudidas, temblores, hasta furores, le agitan y le levantan todavía de una forma casi imprevisible, pero ¿quién podría ver en estos impulsos ciegos los signos de renovación? Cada vez más el hombre moderno, si reflexiona, se toma por el "ciudadano imaginario de una ciudad imaginaria".
No es necesario ser profeta para comprobar que entramos a empujones en una era nueva, caracterizada por la aparición de un tipo todavía informe de sociedad, que los sociólogos se han apresurado (con demasiada rapidez) a denominar "sociedad industrial", y hasta, con el clamor de la trompeta del mago que sondeael porvenir, "sociedad post-industrial".
La verdad es simple. Si el animal político puede morir o transformarse en pelele que mueve las más groseras voluntades de poder, el animal social no muere.
La sociedad forma parte de la esencia del hombre. Se puede alterar y hasta desaparecer a la mirada del observador superficial. Pero no puede ser aniquilada sin suicidio general de la humanidad. La "anti-sociedad” no es, por lo tanto, nunca total. Se puede desde ahora avanzar, al menos a título de hipótesis razonada, que la evicción de todas las comunidades naturales, operada por el régimen democrático disociador, ha dejado el instinto social “al desnudo", despojado de toda la estructura institucional correspondiente a sus propósitos de origen y, por decirlo así, le ha obligado a irrigar, sea como sea, las solas sociedades todavía disponibles, en que las relaciones de hombre a hombre pueden aún anudarse: las agrupaciones industriales y comerciales necesarias a la existencia en el sentido más material de este término. Son estos "nudos económicos" los que ejercen hoy su influencia de la que las comunidades naturales han sido desposeídas y que constituyen, por antonomasia, "la sociedad llamada industrial".
En apoyo de esta coyuntura citaremos el caso de la primera "sociedad" industrial propiamente dicha, que sirve en cierto modo de modelo a las demás sociedades del planeta, incluidas las colocadas bajo el signo de la hoz y el martillo: los Estados Unidos, poblados en su mayoría por desarraigados, es tierra elegida del espíritu democrático y propagadora del sistema en las cuatro esquinas del universo. La economía y sus puntos de reunión de oferta y demanda eran y siguen siendo la sola salida ofrecida a las tendencias sociales del hombre americano, extirpadas de sus medios sociales de origen. Es lo mismo para el ruso, que ha tomado (después del hundimiento provocado por los revolucionarios comunistas) el único camino que se abría delante de él: la reconstrucción materialista de su país, del que se ha apoderado la ideología del sistema para consolidar su vacío.
De hecho, el hombre contemporáneo, a medida que se va americanizando, se convierte cada vez más en "un ser solitario", atónico o extravagante. Su medio familiar se disloca sin cesar bajo la presión de su nomadismo y de su individualismo casi visceral. Sus relaciones sociales "reales" se concentran en la vida que comparte con los demás en el seno de la empresa en la que trabaja, y no son los atronadores oficios religiosos, dichos en comunidad, en los cuales se sumerge de vez en cuando, los que le pueden arrancar a su soledad, como tampoco sus diversiones de recluso delante de la televisión, ni sus vacaciones en el seno de una multitud anónima o en los lugares que recorre de prisa de un polo a otro de la tierra o de la luna.
Los contornos de esta "sociedad" industrial son indecisos y raquíticos; ¿no provienen históricamente de la hibridación insólita en la "antisociedad" democrática de elementos iguales y de comunidades organizadas en vista a la producción, cuya armadura técnica está irreductiblemente jerarquizada? Su carácter bastardo salta a la vista.
Por una parte, la "sociedad" industrial quiere ser democrática. Estamos de acuerdo en comprobar el declive y empequeñecimiento de la función política de los partidos dentro de este tipo de "sociedad" en gestación. Pero lo que se nota mucho menos es su persistencia, a pesar de todo, insólita. Cuando un órgano se atrofia, no tarda en desaparecer. Los partidos políticos son la excepción de esta regla. Como el régimen democrático no ha sido todavía reemplazado (y esta situación paradójica arriesga durar mucho, puesto que una "sociedad" industrial no puede transformarse en "sociedad" política sin cambiar de naturaleza), sirve de doble o de tapadera a los grupos económicos que constituyen asociaciones paralelas a los partidos y están compuestas, como ellos, de personas equivalentes en la escala profesional. Esta identidad explica el desplazamiento de lo legislativo hacia el ejecutivo en todas las "sociedades" industriales; los Ministerios no emanan ya del Parlamento, proceden directamente, o por medio de personas interpuestas, de los grupos de intereses económicos. Así se salvan las apariencias; el régimen reposa todavía sobre los poderes legislativo y ejecutivo tradicionales, pero estos dos poderes no son ya más que una cosa ficticia.
La mezcla de la democracia política y de los grupos económicos traen consecuencias que sus promotores ignoran generalmente.
La forma de la institución democrática, por muy vacía que esté de contenido, no deja, en efecto, de ejercer su influencia sobre la nueva realidad social que contiene. El reverso configura el anverso y la máscara modela la cara.
Es propio de la democracia estar basada en la ley de la mayoría. Por muchas habilidades y esfuerzos desplegados por los dueños del poder económico para colonizar al Estado, siempre saldrán perdiendo. El capitalismo "del dinero" será vencido por el "de los hombres", que los obreros representan cada vez más.
Para la democracia es esencial "centralizar" y "estatizar". Todas las actividades de los diferentes sectores económicos, comprometidos para la conquista del Estado, desembocarán en su derrota; estarán fatalmente sometidos a un proyecto colectivo, a una forma de planificación socialista.
El igualitarismo teórico de la democracia se traduce infaliblemente en práctico.
Por mil medios, de los cuales el sistema fiscal no es el menor, la introducción del "factor económico" en el mundo de la democracia nos lleva a la constitución de un "Estado de trabajadores" en el cual los representantes de los diversos niveles de empresas estarán en un pie de igualdad. Esta democracia económica evoluciona fatalmente hacia la "democratización de todas las empresas y de todas las actividades económicas". La co-gestión no es más que una etapa.
VIII. A NIVEL DE EMPRESA.
En otros términos, la fusión de la democracia y la economía nos lleva inexorablemente a una "sociedad industrial" cuyos miembros idénticos estarán no menos profundamente separados, los unos de los otros, en las mismas actividades que les unen y jerarquizan. La "sociedad industrial" que corresponde al estado democrático no puede ser más que lo contrario de lo que la técnica y la economía exigen para funcionar: la solidaridad y la subordinación de sus elementos.
Una "sociedad industrial" se compone esencialmente de empresas. Los miembros de una empresa: el jefe, el personal de cuadros superiores y medios, los obreros, están unidos entre sí por relaciones de interdependencia, de subordinación recíproca (el jefe y los empleados no pueden actuar el uno sin los otros) y de jerarquía que les hacen parecerse estrechamente a los miembros de una familia.
Aunque la empresa no sea ya familiar, conserva este carácter indeleble, propio a toda "comunidad de destino": si la fábrica prospera, todos sus miembros se alegran; si hace malos negocios, a todos les afecta. Además, en la empresa se observan y se desarrollan todos los valores característicos de las comunidades naturales y, sobre todo, de la familia: la adhesión, la fidelidad, la responsabilidad, el servicio, la ayuda mutua y, por otra parte, la satisfacción del trabajo bien hecho. "A nivel de empresa", la economía contemporánea conserva los "mismos rasgos" que la antigua y medieval, llamada con justicia "doméstica" en la época en que la casa familiar y la empresa coincidían todavía. Las leyes de la naturaleza son inmutables, a pesar de todos sus cambios.
Pero la "sociedad" industrial no puede subsistir si desvía su ruta hacia las asociaciones (que se dicen "democráticas") de miembros productores, antagonistas o coaligados. La nivelación de las empresas significa su muerte y, a su vez, la muerte de todos sus elementos parásitos, desde los grupos económicos hasta el mismo Estado, bien sea su cómplice, su servidor o su dueño.
La hora de escoger ha sonado. La especie de compromiso entre la tendencia igualitaria de la "sociedad" democrático-industrial y la estructura de la empresa, inseparable de sus niveles jerárquicos y de su autoridad responsable, ha llegado a un punto en el que la primera corre el riesgo de hacer bascular a la segunda bajo su peso. Si no lo hace hoy, lo hará mañana inevitablemente, porque no encuentra delante ninguna resistencia coordinada y eficaz. Vamos a asistir, más pronto o más tarde, a la partida decisiva que se juega entre las últimas reservas de la vida social y las fuerzas mortíferas de la disociación igualitaria:
mors et vita duello
conflixere mirando.
Quiérase o no, los últimos recursos de la vida social "real" se encuentran casi enteramente "en las empresas". Se puede disertar indefinidamente sobre su grado de solidez. Esto varía hasta el infinito, según los lugares, el tiempo y las dimensiones de las fábricas, su dirección, etc.
Las relaciones que se anudan en las empresas, por frágiles o tirantes que sean, no son nunca nulas. Son las solas, en todo caso, sobre las que un pronóstico (al que no le duelen las palabras) puede apoyarse; o bien el "estatismo igualitario y centralizador" vaciará a las empresas de sus últimos recursos sociales para reemplazarlo por mecanismos burocráticos que paralizarán la " sociedad" industrial y la reducirán "al nido de termitas", o bien "las grandes sacudidas de la naturaleza medicinal" accionarán para ella (como decía el ilustre Trosseau) los resortes secretos puestos al descubierto en el organismo humano, atacado de grave enfermedad, cuando las potencias de la vida se niegan a morir. Tal es el dilema que se presenta para la sola comunidad subsistente, que es la empresa. Importa apoyarse sobre lo que queda en la empresa de fuerzas salvadoras. Es poco. A primera vista casi irrisorio. Porque la empresa, en definitiva manantial concreto de toda la productividad y de su orientación hacia el consumidor, ocupa cada vez menos el lugar que le corresponde en la economía "moderna" de los grandes nombres y conjuntos industriales abstractos, cuyas estructuras artificiales y socializadas pesan sobre su destino. Por otra parte, por las razones que resaltan en nuestro análisis, la política económica de los Estados modernos se ha convertido en una jungla en la que lo imprevisto es regla, a pesar de todos los acuerdos y tratados. La empresa, evidentemente, no se siente segura en una atmósfera tan tóxica. Está obligada a agruparse con otras similares y a presentar así un frente común a las situaciones inopinadas que proliferan para constituir una fuerza unida y multiplicarse. Pero esta necesidad a la que tiene que ceder se compensa; las características propias que hacen su fuerza y su originalidad como empresa se borran entonces en provecho de la idéntica actitud a tomar respecto de los poderes públicos, y ésta correlativamente agrava la situación en la que se encuentra al provocar una reacción en cadena que alcanza a las otras ramas industriales amenazadas y hasta la misma agricultura, tradicionalmente formada por diversas explotaciones.
De esto se desprende que la organización jerárquica de la empresa no puede por sí sola ejercer una influencia benéfica sobre la "sociedad industrial", que quiere nacer a la historia fundando una verdadera sociedad. Los países comunistas conservan y hasta endurecen la jerarquía en sus empresas colectivizadas. Se las pone al servicio de "la construcción del socialismo", o sea de una "sociedad" radicalmente “artificial” en la que el hombre no es más que una rueda. Se necesita que los miembros de la empresa tomen conciencia del carácter "natural" de ésta y de su finalidad. No es una paradoja. Si el trabajo es cosa natural al hombre, que debe entregarse a él para vivir y sobrevivir, la división de éste no lo es menos, lo mismo que la relación de productor a consumidor. Cuando hay "sociedad", por muy rudimentaria que sea, hay un embrión de empresa, esbozo de organización de producción de bienes y servicios y orientación espontánea de esta actividad hacia un consumidor. Siendo la sociedad un fenómeno natural, la empresa lo es a su vez. Los antiguos lo habrán comprendido al ligar la economía a la primera y más elemental de las sociedades humanas: la familia bajo el nombre de "economía doméstica". Robinson, solo en su isla, se hubiera vuelto loco rápidamente. Con Viernes, forma a la vez una sociedad y una empresa en la que cada uno, como productor, tiene al otro de consumidor. Nada es más natural que esta asociación y su finalidad.
Pero como no hay sociedad verdadera sin comunidades naturales o seminaturales subyacentes, la "sociedad industrial", privada de sus órganos necesarios, está en peligro de evolucionar hacia la "antisociedad" y el instrumental mecánico del Estado, que toda "antisociedad" segrega automáticamente. El instinto social, amputado de sus raíces naturales, se convertirá en destructor, cualquiera que sea la abundancia de bienes de consumo prodigados por la mecanización de la vida humana. La "sociedad" industrial unirá la saciedad y el hambre, la satisfacción y el asco, las vacas gordas y las flacas, la anarquía y la esclavitud.
La salvación, si viene, no podrá nacer en la "sociedad" de estilo industrial, en la que de buen o mal grado nos hemos embarcado, sino de los elementos naturales inmersos en la empresa como la nuez dentro de su cáscara, cuya presencia y brillo oculta la economía contemporánea.
Sin una doctrina o una filosofía de empresa que penetre "hasta los principios esenciales", de los que "el ser mismo" de la empresa depende, y nos muestre a la vez cómo éste está amenazado por un sistema económico de circulación invertida, no escaparemos a la pendiente por la que rodamos. Las ciencias económicas, por exactas que sean, no nos sirven aquí de ningún socorro. No nos dicen nada del "porqué" de la empresa ni de su "esencia", ni de sus "constituyentes específicos", ni de su finalidad. No analizan más que las causas secundarias y los factores cuyas dimensiones han sido medidas que intervienen en el fenómeno económico. Pero el mal es profundo, esencial. Alcanza las empresas en sus obras vivas y las incorpora a un mecanismo gigantesco que las "deshumaniza", a ellas y a sus miembros. "Los jefes de empresa" no pueden dejar de apercibirse de que están implicados en un proceso que hará de ellos los funcionarios de un Estado omnipotente si continúan por el camino en el que han entrado. Son ellos (en todas las agrupaciones económicas que por sus presiones transforman las empresas en máquinas, en ruedas, en correas de transmisión de la inmensa fábrica estatal, cuyo enorme poder anónimo les subyuga y les precipita en esta "socialización total", en la que el genio de Pío XII veía con razón apuntar el espectro de Leviathan, y del que un Obispo contemporáneo proclama sin sentir sonrojo que es "una gracia"). Son ellos, si toman conciencia de las advertencias que la realidad económica menospreciada les lanza, los que pueden sacar a la "sociedad industrial" del carril y preparar la resurrección de las comunidades naturales más diversas, sin las cuales ninguna vida social efectiva es posible. Disponen de una fuerza inestimable que no puede serle arrancada sin su consentimiento: sus mismas empresas. A partir de esta fuerza, formando cuerpo con sus colaboradores y sabiendo que toda su finalidad está en servir al consumidor, única fuente de su ganancia legítima, pueden emprender la curación de la "sociedad industrial" de la que son responsables, su interés coincide con su deber.
* * *
DOS CONDICIONES SE REQUIEREN PARA QUE ESTE PROYECTO TRIUNFE.
La primera es que los jefes de empresa y su personal utilicen la fuerza que representan no para instaurar una economía de productores cuyo rescate es su funcionarización en todos los escalones, acompañada de la "desescalada" provocada por el fisco y la inflación de ganancias, sueldos y salarios, sino para liberar al Estado de sus intervenciones, de sus cargas y de sus pretensiones exorbitantes, en el dominio económico y privado, que le impiden, con detrimento de la misma economía, asumir su cargo de garantizador y mantenedor del interés general.
La segunda esta subordinada a la primera.
Se trata de restituir al consumidor el puesto que le corresponde en el conjunto del proceso económico, del cual es el fin regulador. Reanudar la ligadura "esencial y directa" que unía a la empresa y el consumidor es "fundamental". Hemos insistido bastante sobre esto. Todo bien de consumo producido no tiene otro destino que el consumidor, que regulariza la economía dinámica de la naturaleza, la calidad, la cantidad y el precio. La producción no la hace un productor cualquiera, sino el productor por antonomasia. Toda violación de esta finalidad natural es pronto o tarde castigada.
* * *
Se argüirá que esta última condición está cumplida en la economía llamada libre. No lo está, ni tampoco en la economía marxista, pues el consumidor es funcional e intencionadamente sacrificado al productor, que recibe la recompensa de su promoción, entrando en forma de rueda en el aparato del Estado.
El ejemplo de Suecia, tan alabado, aclara bien este extremo; todo el sistema productor, aparentemente capitalista, se ha convertido en el proveedor del sistema de "redistribución" de las riquezas así producidas, sobre las cuales el Estado socialista y nivelador es amo y señor; proporciona al socialismo la energía que le permite durar. La aparente prosperidad de este país está pagada al precio de un materialismo cuyo espesor va en aumento. Es la consecuencia de una economía que da preferencia a los productores con detrimento del consumidor, "el hombre". Vamos derechos en esta dirección. No es dudoso que el colectivismo nos está invadiendo bajo las formas más disimuladas que pretenden ser "científicas", con frecuencia con la bendición de las autoridades religiosas al sistema económico de Occidente. El Estado no encuentra otro límite a su expansión que el de las presiones que soporta y que, por azar, se anulan recíprocamente.
Los costos que jalonan fortuitamente estos apoyos incoherentes y las necesidades físicas diversas que el fenómeno económico lleva en sí, abren todavía más espacios propicios al carácter humano (y, por lo tanto, libre) de la producción y el consumo de los bienes materiales; pero estos momentos de suerte por numerosos que sean, como aquellos a quienes aprovechan siguen siendo desordenados y excéntricos con respecto al paso cada vez más "colectivizante" de la economía contemporánea, están englobados en las estructuras que apagan su resplandor y hasta a veces sirven de vehículo a la progresión de la socialización universal.
¿Las empresas libres no son, como las administraciones del Estado, "órganos recolectores" de impuestos y origen de seguros sociales?
Es manifiesto que es muy relativa la diferencia entre el Estado "colectivista", donde lo político y lo económico se identifican, y el Estado de las "sociedades" llamadas libres, donde de año en año se unen cada vez más estrechamente. El que afirme lo contrario cierra los ojos sobre esta evolución o fija su mirada en las pocas excepciones que quedan aún.
Es falso pretender que esta evolución es ineludible. Aplicarle verbalmente el adjetivo "irresistible" no tiene otro fin que desarmar psicológicamente a quien se niega a ceder. No hay ninguna necesidad implacable en el orden humano, salvo la muerte. Ciertamente se producen las consecuencias, pero siempre en la medida que hayamos introducido las causas. Una economía tan llena de artificios como la nuestra no tiene, por otra parte, nada de irreversible. Al contrario, girando al revés de los mandatos de la naturaleza a fuerza de procedimientos ficticios, no tiene otros resortes que la coacción bajo todas sus formas, colectivas e individuales. A la naturaleza, principio del movimiento, le repugna, en sí, el movimiento inverso que se le quiere imponer.
Todo depende, además, en la vida de los hombres, más de su voluntad apoyada en la naturaleza de las cosas. El "movimiento de la historia" con el que nos abruman es un estupefaciente que nos substrae "a lo que es". Basta, por lo tanto, volver a encontrar la resplandeciente e inmutable realidad para recomenzar, contra toda idea preconcebida, el enderezamiento de la economía y quererlo.
IX . INSTITUCIONES JURÍDICAS FUNDADAS SOBRE EL DERECHO NATURAL.
El que conoce el principio tiene ya la solución medio encontrada. Su voluntad advertida se adhiere con todas sus fuerzas. Y este principio es sencillo: "Si la economía es el consumidor, pertenece por entero al dominio privado". Según la justa y enérgica frase de Pío XII, "la misión del derecho público es la de servir al derecho privado, no la de absorberlo; la economía no es, por naturaleza, como tampoco ninguna otra rama de la actividad humana, una institución del Estado; es, por el contrario, el producto vivo de la libre iniciativa del individuo y de sus agrupaciones libremente constituidas". Al consumidor, siempre individual (abajo de la escala) corresponde la empresa privada (en lo alto de la misma) con toda la conexión que presupone en ella la unidad del fin que persigue. Ninguna fuerza del mundo puede, indefinidamente, alzarse contra ese principio. Todo lo que se opone a la naturaleza de las cosas, termina por derrumbarse, sobre todo en el dominio material.
El consumidor de ideologías puede ser engañado durante largo tiempo. ¡El de bienes de consumo es mucho menos tonto! Los miembros de la empresa, por otra parte, comienzan a comprender que sus intereses son convergentes. ¿Y cómo no van a serlo cuando la empresa no puede subsistir sin esta concordancia, exigida por su finalidad? La tecnocracia planificada y el estatismo se les han vuelto unánimemente sospechosos. Sería muy posible que la reacción, a este respecto, contra las invasiones y usurpaciones de poder del Estado en el dominio económico provengan de los que en otro tiempo las reclamaban y que ahora son sus víctimas lo mismo que el consumidor acorralado ahora entre la escasez forzada de los bienes de consumo provocada por la voracidad fiscal de los Gobiernos en el seno de esta sociedad de abundancia y la inflación vertiginosa, callejón sin salida al que les lleva su prodigalidad.
Aquí nos apercibimos de la importancia extraordinaria de las "garantías jurídicas", de las que una "actividad privada", fundada sobre la "naturaleza de las cosas", debe poder rodearse para funcionar. Efectivamente, lo público y lo privado se oponen. Esta pareja es "indisociable". Es imposible circunscribirse a una sola. Hay que definirlas mutuamente. Sus fronteras no pueden ser delimitadas más que "por el derecho" que las establece según la norma objetiva de justicia, independiente a sus tensiones respectivas, derivada de su acuerdo necesario y excluyendo cualquier arbitrariedad de las dos partes.
Imaginarse una economía perfectamente autónoma funcionando según "los deseos" de un liberalismo impecable en el interior de un Estado dotado por su régimen democrático de un poder sin medida es una ilusión que conduce fatalmente, como bien nos lo demuestra la historia, a la socialización y mecanización de la vida humana. Sombras que se perfilan, conminatorias, sobre nosotros.
El liberalismo económico, puro y simple, asociado al sistema democrático, evoluciona ineludiblemente hacia la conquista del Estado por los intereses privados y correlativamente hacia la conversión patológica del carácter privado de la economía en "estatismo", rosa o rojo, en detrimento de su finalidad natural, o dicho de otra forma, en el empeño creciente y teóricamente ilimitado del aparato artificial, que la autoridad pública debe inventar, para funcionar al revés de la naturaleza de las cosas. Imaginar, por otra parte, que los productores de todos los niveles puedan tener bastante sentido moral personal para no ejercer en ventaja de sus agrupaciones las presiones adecuadas sobre el poder, cuya fuerza no tiene otras dimensiones que (la infinita) de su debilidad, revela un idealismo y una confianza en la bondad natural del hombre que nos parecen quiméricas. Una economía que pasa de privada a colectiva, un Estado que deserta su función de guardián del interés general para convertirse en campeón de los intereses privados de tal o cual grupo de trabajadores o de un conjunto, "es el mundo al revés" entregado a la pura razón de la fuerza, ante la cual, la sola moralidad de los individuos, por intensa que supongamos que sea, se encontrará impotente. Creer, en fin, que una sociedad auténtica de predominio industrial pueda nacer sin que "las instituciones jurídicas" apropiadas la hagan tomar forma y mantengan su existencia por encima de los caprichos de sus miembros, sería confiarse inconsideradamente a la anarquía y a sus posibilidades creadoras. A ninguna sociedad le puede faltar el armazón jurídico, como al cuerpo humano su esqueleto, y a la "sociedad industrial", si quiere perdurar y llegar a ser la raíz de una sociedad verdadera, menos aún que cualquier otra. Su carácter inédito lo exige imperiosamente.
Sin duda es aquí donde se halla la mayor dificultad, a los ojos del filósofo preocupado en mantener el equilibrio entre el dominio público y el privado, la estabilidad necesaria a la nueva sociedad en gestación. No disponemos de ningún modelo jurídico anterior que pueda sernos útil. Esta carencia se añade a la situación acéfala del Estado democrático y acentúa su poder a tal punto que, en la situación actual, toda vuelta a un régimen monárquico o aristocrático se revela tan peligrosa como los males de los que esta nueva salida nos pretende librar.
La historia reciente nos enseña que una cabeza puesta en la cima del gran cuerpo que es el Estado no es necesariamente clarividente y que generalmente ha agravado la situación a la que su voluntad quería poner remedio, acentuando la tendencia a la socialización, de la que es presa la economía contemporánea.
Volvemos a caer sin cesar en las mismas rodadas, y a falta de empirismo organizador ante las crisis a que nos arrastra todo nuevo problema no resuelto, recurrimos a las soluciones "socializantes" que sugiere inevitablemente la mezquina economía anterior a la nuestra. Así, el dominio público penetra cada vez más en el privado, porque tanto uno como otro están desprovistos de normas. El poder del Estado, que por naturaleza es superior al del individuo, está tanto más seguro de triunfar sobre él cuando éste recurre a su ayuda sin preocuparse de las consecuencias que trae el auxilio de S. M. el León. El dominio privado está prácticamente desprovisto de derechos frente al poder público. Pero lo que hace su debilidad es también su fuerza. Además de que una oposición constante y común se manifiesta en la mayoría de los hombres en contra del Estado, que destroza y malgasta; el estado de nulidad en que se encuentra el derecho económico obliga a los productores y consumidores, que tienen una gran necesidad de él para preservarse de la usurpación del Estado, pletórico, a apoyarse en el derecho natural, del que nace el derecho positivo. Y, según hemos visto, la economía natural tiene por fin el consumidor. Este principio fundamental incluye inmediatamente como corolario el acuerdo entre los elementos productores, sin el cual esta finalidad esencial no sería posible, lo mismo que el sistema de mercado, imprescindible al consumidor para ejercer el acto humano, razonable, voluntario y libre de consumir, con toda la responsabilidad individual y la dignidad propia que tal acto implica. "La oportunidad del derecho económico futuro (si no sucumbimos a la tiranía de una felicidad colectiva imaginaria) será la de referirse continuamente a los elementos fundamentales." Un derecho fundado en la naturalidad se substituirá a la especie de amasijo caótico de reglamentaciones cambiantes, bajo cuyo peso la economía se hunde, y a las "exigencias" subjetivas de los hombres, manejados por la voluntad de las potencias políticas, que les desarraigan de la realidad. Nacido de la experiencia y de su codificación, este derecho no podrá dejar de apercibirse que la relación económica fundamental es la unidad de la producción a el consumo, o sea entre la empresa y el comprador (que está, naturalmente, incluida en la naturaleza privada de toda economía); se disipará así, poco a poco, la espesa niebla de la economía macroscópica, de sectores o nacional, predispuesta por su carácter abstracto y colectivo a los manejos del "planismo" que olvida la naturaleza humana del fenómeno económico.
Adosándose a esta concepción "filosófica" (fundada en principios "primarios" evidentes), la economía podrá recuperar su dominio propio e inalienable y dar empíricamente más vida al derecho privado que la rige todavía sobre una parte del planeta, pero que la expansión creciente del derecho público y del estatismo reduce cada vez más a la porción congrua. Anteo rehacía sus fuerzas tendiéndose sobre la Tierra, madre y nodriza. Así la economía volverá a la posesión de su esencia y vigor, perdidos desde hace más de dos siglos, y cuyo dinamismo exasperado suple mal la falta, apoyándose en los principios fundamentales que la regían, sin substraerse jamás a ellos. Transformando un poco una reflexión pertinente del economista alemán Mihsch, adepto del ordo-liberalismo, nosotros diríamos que "la constitución económica que se deduce de los principios éticos fundamentales se presentará como una combinación de la ley natural y las leyes jurídicas".
X. DOS DIFICULTADES.
El problema, naturalmente, no está resuelto por completo. Al estar lo privado naturalmente subordinado a lo público y el interés particular al general, es imposible separar la economía de la política y asegurarle una autonomía total respecto del Estado. Ningún Estado del mundo puede abandonar a sí misma una actividad tan vital como es la economía. Por poco que se reflexione, aparece que la finalidad de la economía, generadora del orden económico, no se consigue automáticamente. Necesita para desarrollarse y llegar a su fin de un "poder superior" que la sostenga y asegure su buen funcionamiento. La prueba más resplandeciente la da la actual economía de productores que la revuelve en su provecho. No basta decir, con el liberalismo del siglo XIX: "Laisser faire laisser passer." Esta actitud negativa respecto del Estado contribuye, por otro lado, a su debilitación "política" y correlativamente a su colonización por las potencias económicas, que tratan en seguida de conquistarlo como instrumento de su interés. ¿Cuál es el Estado que podría dejar de tener una ".política económica"?
Quien dice "política económica" dice a la vez ejercicio del poder en materia económica. Esto no es de ninguna forma una concesión a la política planificada, dirigida o concertada. Es, simplemente, el reconocimiento de un hecho. "Laisser faire - laisser passer", tomado en un sentido obvio, implica que el Estado no tiene ni puede tener política económica y, en consecuencia, que la economía es el resultado de una multitud de convenciones individuales entre el productor y el consumidor.
Está claro que los consumidores aislados no tendrán nunca bastante peso frente a los productores que disponen del poder material en capitales y en hombres y de una organización que sus contrarios en la relación económica no podrán tener nunca. Para permitir que la actividad económica alcance sus propios fines es necesario, por lo tanto, que el Estado intervenga "conforme a este fin, de manera que el interés general que tiene a su cargo esté constantemente salvaguardado".
No se puede dudar que se trata de una tarea difícil.
En primer lugar, esta labor presupone que el Estado no ejerza, ni como tal ni a través de sociedades paraestatales interpuestas, ninguna función económica de producción propiamente dicha. Las nacionalizaciones nos muestran no solamente que el Estado es el más costoso de los productores y el más perjudicial a los consumidores, a causa de sus monopolios, sino que, además, revela que es el más sordo e insensible de los patronos. Salvo los parásitos profesionales de este régimen, todo el mundo está de acuerdo en esto. Desinteresándose en lo que concierne a los intereses privados, el Estado será más libre y más fuerte para llenar su propia función: servir al interés general. Este no coincide exactamente en una "sociedad" de predominio económico con el bien común, del que antes el Estado era la salvaguardia en las sociedades preindustriales del .pasado. El bien común no es ni la suma de intereses particulares ni el beneficio de toda la sociedad, considerada como un total individual gigante, a la manera socialista. El bien común consiste esencialmente en una unidad de orden entre las partes que la componen; dicho de otra forma, en el mantenimiento y la defensa de los vínculos sociales que unen a los individuos unos con otros en una determinada comunidad. Estos vínculos sociales son múltiples. Son de valor y fuerza desigual. El bien común de las familias, que todo Estado digno de este nombre tiene a su cargo, es seguramente el más lleno de potencial comunitario sensible, pero está subordinado al bien común del conjunto del que forma parte, y puede imaginarse una situación en la cual las familias se verían obligadas a los mayores sacrificios para salvar a la Patria amenazada.
"En las sociedades de predominio económico", donde las relaciones sociales pertenecen al dominio privado, nos encontramos en el grado más bajo del bien común. Para que tal tipo de sociedad lo sea realmente es absolutamente necesario que un poder superior pueda inclinar unos hacia otros todos los intereses particulares en juego, de forma que su convergencia cree entre ellos una especie de bien común inferior, pero real, que la sabiduría de las naciones, sensible a su necesidad y a su realización, ha llamado siempre: prosperidad, aumento de riqueza material en una determinada comunidad. "Los pueblos prósperos" que realizan la unidad física, por decirlo así, de sus miembros están, con toda evidencia, más dispuestos a perseguir el bien común bajo sus diversas formas superiores que los indigentes, miserables o famélicos.
Lo mismo que individuos hay sociedades que no pueden llevar una vida virtuosa sin un mínimo de bienes materiales. El interés general se sitúa exactamente a ese nivel, en que lo material se une a lo espiritual. Así, por el hecho mismo de que los intereses en juego son todos privados en la esfera económica, hay siempre el riesgo de que se personalicen, o como si dijéramos se replieguen sobre sí mismos. Es lo que pasa en la "economía al revés", en la que los productores se coaligan en agrupaciones de individuos que buscan primero sus propios intereses y que comprometen al Estado para su defensa, en perjuicio de la finalidad natural de la producción.
Si el Estado es el único productor, .pondrá toda su voluntad en beneficio de su poder.
El interés general, representado por los consumidores (que son siempre los individuos), no puede ser asegurado más que si el Estado, libre con respecto a los productores, sean quienes quieran que fueran éstos, se ocupa de hacer respetar esta finalidad natural de la economía. No tiene otro medio a su disposición del que dispone como Estado preocupado del bien común; favorecer cuanto haga converger, unos hacia otros, los intereses particulares y poner obstáculos a lo que podría hacerlos divergir. En régimen de economía dinámica, en el que los bienes de consumo son producidos en abundancia y constituyen una especie de bien común, al cual los consumidores pueden tener acceso, la convergencia de los productores entre ellos debería ser fácil. Ya hemos dicho que no es así, y que por un remanente de las mentalidades del período estático, por otra parte ya superada, esta percepción "realista" de la situación raramente tiene lugar. Es la razón por la que los intereses particulares divergentes trepan al asalto del Estado. De aquí la segunda y más grave de las dificultades. Encontramos aquí el gran obstáculo, que ya hemos mencionado y que nos parece inútil abordar de frente: la ideología democrática, detrás de la que se ocultan los intereses materiales y que sirve de justificación a sus antagonismos. Si es verdad que todos los Estados modernos se prevalecen de este sistema, no lo es menos que una oposición creciente al estatismo en materia económica se revela por todas partes. Es por esto, pues, que se puede efectuar la denuncia de un régimen cuyo carácter nominal y decorativo sirve de disfraz a los peores parasitismos. La verdadera democracia no tiene nada que ver con un sistema del que no es exagerado pretender que es la negación absoluta. Todos los que participan, sin saberlo o a sabiendas, en la construcción de la "sociedad industrial", de la que forman parte de buen o mal grado, se aperciben, cada vez más, de que la divergencia de sus intereses es perjudicial para ellos mismos; ninguna sociedad puede edificarse sobre "la base" de la división. Sin un acuerdo mínimo entre los que forman parte de ella, "la sociedad industrial" evolucionará hacia su ruina y a la vez hacia la autodestrucción de la economía, que es (si así puede decirse) su alma. Tal concierto, aunque inaudible, no surge, menos aquí o allá, al azar de los encuentros y más allá de las opiniones llamadas “políticas”. Para escucharlo hace falta el reactivo de una "doctrina". Se queda uno asombrado, cuando se lleva la enseñanza a sus principios esenciales, al poder escuchar a los intelleti sani, a los que han conservado su inteligencia indemne de toda sofisticación, al ver cómo corresponden a la naturaleza de las cosas y a la del espíritu que las descubre.
Hay que contar con el apostolado (no hay otra palabra) que exige hoy la comprensión de las evidencias más simples. Hay que contar con el tiempo y las ocasiones favorables. No hay que cansarse nunca de decir y repetir lo mismo. La perspectiva de la fosilización estatal de la "sociedad industrial" y de su desaparición como sociedad humana no es inmediata. Es lenta, apenas visible, indolora. Dibuja para disimularse innumerables espejismos en las imaginaciones. Pero, de vez en cuando, la realidad dispersa la seductora quimera. No hay que desperdiciar oportunidad trazando una línea recta, a la vez móvil e inflexible.
Así, poco a poco, del Estado sin sociedad reharemos otro conforme a su misión de árbitro de los antagonismos de intereses, de los que toda la historia humana está tejida, y mantenedor del interés general, esbozo del bien común, que la naturaleza exige para que haya una sociedad viva.
En este tiempo en que todas las comunidades naturales se destruyen sin cesar, tenemos que enderezar la economía para salvar lo que nos queda de sociedad.
Texto original: Revista Verbo, Nº 91 - 92, 1971, Páginas 125 - 176.
Fuente: FUNDACIÓN SPEIRO
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