El disparate del pleno empleo
Por M. Oliver Heydorn
Uno de los axiomas del orden económico existente es la política de “Pleno Empleo” (PE). Todo el mundo debe trabajar por su pan de cada día o depender de aquéllos que lo hacen (a través o bien de impuestos redistributivos, o bien de un incremento en la toma de préstamos públicos, y que son repartidos en forma de asistencias sociales, prestaciones por desempleo, pensiones, etc…) cuando está incapacitado para trabajar o cuando no hay disponibles suficientes puestos de trabajo.
Semejante política no tiene absolutamente ningún sentido. Ni es necesaria, ni tampoco es posible realizarla.
No es necesaria porque somos físicamente capaces de producir todo lo que la población puede usar en provecho de ella misma recurriendo únicamente a una parte minoritaria de toda la fuerza laboral disponible, y la situación está continuamente mejorándose (o deteriorándose, dependiendo de cuál sea el punto de vista). A causa de los continuos (por no decir “acelerados”) avances tecnológicos, podemos producir más y/o mejor con cada vez menos y menos gente trabajando. En realidad, se ha llegado a predecir que el 50 % de los puestos de trabajo existentes en los EE.UU. serán automatizados en 20 años. Esta es la pura realidad de la vida. El querer insistir en el pleno empleo delante de la cuarta revolución industrial constituye simplemente una estupidez puritana que se ve destinada a incrementar tensiones y estreses innecesarios hasta el momento en que alcancemos un punto de ruptura… del cual puede que no haya retorno.
Esta política aparentemente no es capaz de realizarse tampoco ya que, fuera de las condiciones y exigencias de los tiempos de guerra, no hay economía alguna que haya logrado crear suficientes puestos de trabajo para satisfacer la demanda (en gran parte esencialmente artificial) de puestos de trabajo. El caso es que una buena proporción de los puestos de trabajo que la economía crea no tienen conexión significativa o directa con el flujo de bienes reales y servicios que respondan a auténticas necesidades humanas. En otras palabras, muchos de los puestos de trabajo existentes son inútiles, tontos, redundantes y/o destructivos.
Se supone que los economistas son entusiastas de la eficiencia. Bueno, la primera y más importante forma de eficiencia tiene que ver con la obtención de los bienes y servicios que necesitamos para sobrevivir y desarrollarnos, con la menor cantidad de trabajo y de consumo de recursos. Cualquier otro planteamiento simplemente sería una locura. Ahora mismo, el sistema está organizado de tal forma que obtenemos la menor cantidad de bienes y servicios a cambio de la mayor cantidad de esfuerzo (medido en términos financieros). Es al revés, y encarna una increíble cantidad de despilfarro, tanto material como humano. Gran parte de nuestra actividad económica constituye puro sabotaje económico.
En lugar de “Pleno Empleo”, el “Mínimo Empleo Necesario” (MEN, ¡las feministas se habrán quedado perplejas!) debería constituir el objetivo o la meta de la política pública en lo que a empleo se refiere. En realidad, la política de mínimo empleo necesario es una de las características distintivas de las propuestas del Crédito Social. El Dividendo Nacional y el Descuento Nacional del Crédito Social harían realidad este objetivo al proporcionar un aumento de poder adquisitivo a todos, y especialmente al proporcionar poder adquisitivo a aquéllos cuyo trabajo ya no es requerido por la economía formal. [1]
No nos confundamos, sin embargo: el “Pleno Empleo” no es un simple error económico inocente; también sirve a propósitos políticos. Mantiene a la gente ocupada en su lucha por atender las facturas semanales de tal forma que no tengan tiempo de reflexionar sobre cuestiones políticas, ni energía para hacer algo más significativo que actuar como animadores en favor del último candidato estrella que aparezca:
“(…) si uno puede controlar la economía, puede hacer que el cometido de ganarse la vida permanezca siempre como el factor dominante de la existencia, y de esta forma mantener uno el control de la política; ni más ni menos.” [2]
La política de pleno empleo es el principal método de hacer del “cometido de ganarse la vida el factor dominante de la existencia”. Luchamos por pagar las facturas cuando, en realidad, desde una valoración puramente física del potencial económico, deberíamos estar viviendo en una tranquila abundancia.
Pero existe otro aspecto en juego. Esta política también mantiene a la gente en una posición de perpetua inseguridad, dependientes (como efectivamente lo están) de los dadores de empleo. Bajo estas condiciones, la gente es naturalmente reacia a tomar posiciones en cuestiones controvertidas, para que su “agitación de las aguas” no amenace sus puestos de trabajo o interfiera en sus promociones, etc. En aras de “jugar a lo seguro” la gente tiende naturalmente a unirse a cualquier cosa que la mayoría de la gente de su entorno parece creer correcto o, por lo menos, no alzan sus voces en protesta contra el consenso de la masa. De esta forma no destacarán y sus puestos de trabajo se verán más fácilmente protegidos. En este punto, todo lo que necesita la oligarquía para poder triunfar consiste en proporcionar a la mente de las masas el guión que han de seguir, a través del control centralizado de los media, del entretenimiento, de la educación, etc… (todo ello hecho posible por la universal dependencia respecto del monopolio de crédito de los bancos), y la lamentable tendencia humana a seguir ciegamente al rebaño hará el resto. La mayor parte de la masa borrega ni siquiera reconoce lo que está pasando, creyendo que todos los frenéticos y anteriormente impensables cambios en la vida social son, de alguna forma, parte de una evolución orgánica, en lugar de ejemplos de una revolución orquestada desde arriba.
Por estas razones, el pleno empleo es la política principalmente responsable de nuestro cada vez más intensificado despojo y privación de derechos concretos. Las varias políticas económicas, políticas y culturales que subvierten a la sociedad y centralizan aún más el poder en manos de una élite internacional, no pueden ser enfrentadas y neutralizadas por un público servil.
[1] Desafortunadamente, fuera de los círculos del Crédito Social, nadie parece comprender nada de esto. Los distributistas, por ejemplo, todavía están obsesionados en proveer “puestos de trabajo para todos” en lugar de “ingresos para todos”. ¿Cómo podemos tener trabajos para todos, cuando las máquinas hacen cada vez más y más el trabajo? ¿Es que vamos a tener a gente cavando agujeros y luego rellenándolos otra vez? Como ya se ha señalado, una gran proporción de los puestos de trabajo existentes hoy día son equivalentes a ese tipo de actividad redundante e inútil.
[2] C. H. Douglas, Programme for the Third World War (Liverpool: K.R.P. Publications Limited, 1943), 6.
Fuente: CLIFFORD HUGH DOUGLAS INSTITUTE
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