Fuente: Misión, Número 323, 22 Diciembre 1945. Páginas 3 y 17.
PIEDRA FUNDAMENTAL
Por Luis Ortiz y Estrada
Quien nos merece toda suerte de consideraciones, nos objeta lo siguiente sobre una cuestión de verdadera importancia: El artículo “Sueños de febriciente” supone un concepto demasiado absoluto del derecho de propiedad, poco o nada en armonía con el pensamiento moderno; concepto nacido de la interpretación exagerada de las palabras pontificias, aunque su “hábil” selección de textos pueda hacer pensar otra cosa. No se niega, según nuestro amigo, la condición de derecho natural, afirmada por los Papas, del de propiedad privada; pero es necesario advertir que no pertenece al primario, realmente inconmovible, sino al secundario o de gentes, basado en el supuesto hipotético de determinadas condiciones, susceptibles de modificaciones sustanciales que, en virtud de circunstancias suficientemente poderosas, pueden cambiar. El mundo antiguo, por ejemplo, creyó absolutamente necesaria la esclavitud; circunstancias posteriores, creadas por el cristianismo, la han hecho perniciosa. Esta concepción, considerada más humana por nuestro comunicante, del derecho de propiedad, no sólo no está reñida con las enseñanzas de los Papas, antes bien es la que interpreta su pensamiento genuino, como se ve en la conferencia dada por el Rvdo. D. Angel Herrera, en la ocasión muy señalada de la asamblea de Confederación de Padres de Familia de Valladolid, celebrada el año pasado, editada y repartida por dicho organismo en Madrid hace cosa de dos o tres meses, dentro de la campaña de restauración cristiana de la familia. Si esta es la doctrina, si como se ve en dicha conferencia es esta la tradición de los teólogos y filósofos de nuestro siglo de oro, ¿por qué no puede admitirse que una conmoción tan extensa y profunda como la última guerra haya creado en el mundo entero, sobre todo en países como Francia, tan duramente castigados, condiciones nuevas, modificativas del supuesto hipotético base del derecho de propiedad en el sentido absoluto que se ha venido profesando? En dicha conferencia, que nos entrega, se desarrolla esta doctrina, muy distinta de la que inspira el citado artículo.
Conocíamos esta tesis predicada por el mismo autor en otra conferencia que, contra nuestro propósito, afanes de momento, también importantes, nos han impedido comentar en este aspecto. Nos parecía, además, que polarizada la atención general por los hechos históricos ocurridos durante este año, no era el momento propicio para que nuestro trabajo rindiera el fruto necesario. Comentaremos ahora la cuestión examinándola con algún reposo a la luz de las enseñanzas pontificias, porque no tenemos otro guía que la luminosa y verdaderamente magistral palabra de los Papas. De modo que si algo en esta o en otra ocasión dijéramos poco conforme con ella, lo damos por rectificado, borrado y reprobado por erróneo en todo lo que de la palabra pontificia se aparte.
Al tropezar con desviaciones o contraposiciones en relación con lo enseñado por los Papas, claro está que con libertad cristiana y conforme manda la caridad, hemos de impugnarlas como errores. Pero de una vez para siempre sépase que distinguimos entre el error y la persona que lo profesa de buena fe. Todos estamos obligados a ser virtuosos; no lo estamos a ser sabios. En el cielo no son todos doctores y en la tierra vemos con mucha frecuencia ejemplos de vidas heroicamente virtuosas en gente de pocas luces. Jesucristo no escogió sus apóstoles entre los sabios, sino en la humildad de unos pescadores; en nuestros días la Virgen en Lourdes y Fátima ha confiado sus mensajes a jóvenes de muy rudimentaria instrucción. La mucha ciencia no ha librado a muchos de expiar sus culpas en el infierno; y el diablo es mucho más sabio que todos los vivientes, sin dejar de ser diablo. El más sabio de los mortales no puede ofenderse de que le llamen ignorante si compara lo poco que sabe con lo mucho que ignora, y reflexiona que el más rudo de los mortales puede enseñarle algo. Ignorar, equivocarse, errar, es condición de todo mortal y no es desdoro para nadie, cuando media la buena fe.
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Cierto es que lo sustancial, el meollo, la base de la civilización occidental o europea está en el cristianismo. Pero no es menos cierta la tremenda desviación sufrida en el siglo XVI, que de tumbo en tumbo nos ha llevado a la gravísima crisis actual. El enorme impulso económico del siglo pasado y su influencia en la consiguiente evolución social, han sido presididos por las concepciones filosóficas y políticas nacidas de aquella desviación; por ello hay en el mundo moderno mucho de viciado y sumamente reprobable. No defendemos, pues, el mundo económico de hoy, antes bien entendemos que ha de reformarse muy profundamente si no quiere perecer como pereció el mundo antiguo. Y tampoco nos ofrecen duda los abusos del derecho de propiedad privada, cuyo ejercicio, por lo que antes se ha dicho, sufre de dos vicios que han de corregirse: su violación cuando no se da al trabajo del asalariado lo que en derecho le pertenece, forzándole a admitir salarios disminuidos injustamente; cuando en el uso de las ganancias legítimamente adquiridas no se tiene en cuenta la ley de la caridad, haciendo de ellas partícipes de alguna manera a las clases menesterosas. Pero ello no se remedia negando o limitando el derecho de propiedad, sino haciendo que quienes lo usan lo hagan con arreglo a la ley que lo rige. No admitimos, pues, que a título de remedio se acuda al falso y pernicioso de quebrantar el derecho de propiedad: no este o aquel concepto, predicado por esta o aquella escuela, sino el que tiene hoy, como tuvo ayer y tendrá siempre la Iglesia católica, columna y fundamento de la verdad.
Es ésta y no nuestra flaca razón o nuestro capricho, la que enseña cómo el derecho de propiedad privada es la piedra fundamental del orden social cristiano; y ya es sabido que la piedra angular de toda construcción no puede debilitarse, antes bien ha de mantenerse firme y robusta si no se quiere que el edificio se venga abajo estrepitosamente. Y no está fuera de lugar observar cómo en los orígenes de la desviación que nos ha llevado a la trágica situación de hoy, entrando por mucho en el impulso que la dio vida y la hizo triunfar, se encuentra una lesión gravísima del derecho de propiedad con el despojo de que a título de reforma se hizo víctima a la Iglesia al saquear el tesoro de los pobres que ella tan celosamente administraba.
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Apenas llevaba un año de ejercicio de su glorioso pontificado, cuando el sabio León XIII, enfrentándose con el socialismo, enseñaba al mundo en la Quod Apostolici Muneris ser reos “del mayor delito” quienes “trabajan para arrebatar y hacer común cuanto se ha adquirido a título de legítima herencia, o con el trabajo del ingenio o de las manos, o con la sobriedad de la vida” (4); añadiendo después “que el derecho de propiedad y de dominio, procedente de la naturaleza misma, se mantenga intacto e inviolado en las manos de quien lo posee…” (29).
Transcurridos trece años, decidió tratar de propósito en una encíclica “de la cuestión obrera” y salió a luz la tan justamente celebrada Rerum novarum. En ella se extiende ampliamente en la defensa del mencionado derecho de propiedad, probando su condición de natural con argumentos diversos a cual más contundentes. Al referirse a él –y apenas hay página en que no lo haga– unas veces lo califica de “estable y perpetuo” (5), otras que ha de mantenerse “intacto” (1), incluso afirma que tiene su origen en una “ley santísima” (10).
Así no puede sorprender a nadie que en dicha encíclica escribiera: “Pero será bien tocar en particular algunas cosas aun de más importancia. Es la principal que con el imperio y valladar de las leyes se ha de poner en salvo la propiedad privada” (30). Como no han faltado antes como ahora quienes convenían en la licitud de dicho derecho, pero negaban su necesidad, les salió al paso con las siguientes palabras: “Poseer algunos bienes en particular es, como poco antes hemos visto, derecho natural del hombre; y usar de este derecho mayormente cuando se vive en sociedad, no sólo es lícito, sino absolutamente necesario” (19). En conclusión: “sobre todo ahora que tan grande incendio han levantado todas las codicias, debe tratarse de contener al pueblo dentro de su deber; porque si bien es permitido esforzarse, sin mengua de la justicia, en mejorar la suerte, sin embargo, quitar a otro lo que es suyo, y so color de una absurda igualdad apoderarse de la fortuna ajena, es cosa que prohíbe la justicia y que la naturaleza misma del bien común rechaza” (30). “Porque ya hemos visto que no hay solución capaz de dirimir esta contienda de que tratamos, si no se acepta y establece antes este principio: que hay que respetar la propiedad privada. Por lo cual, a la propiedad privada las leyes deben favorecer, y, en cuanto fuese posible, procurar sean muchísimos en el pueblo los propietarios” (35).
El incendio levantado en tiempo de León XIII arde hoy con tal potencia que amenaza consumirlo todo: un poderoso Estado ha barrido de sus dominios el derecho de propiedad privada que no emane de excepcionales concesiones de su omnipotente voluntad, y se propone extender a todo el mundo con medios poderosísimos su propio sistema; la guerra ha destruido campos y ciudades en extensión e intensidad nunca vistas, borrando del mapa político no pocas naciones y entregando otras a la voluntad del vencedor; los más poderosos Estados, robustecidos por su aplastante victoria, tratan de establecer en el mundo un nuevo orden con la participación preponderante de la U.R.S.S. en la dirección. Cuando se veía ya muy cercano el fin de la guerra –el 1º de septiembre del año pasado– Su Santidad el Papa Pío XII se dirigió al mundo, y muy especialmente “a los arquitectos que trazarán las líneas esenciales del nuevo edificio”, para enseñarnos a todos la verdad desde la cátedra de su supremo magisterio. Y habló del derecho de propiedad privada. ¿Encareciendo la necesidad de corregir el concepto? ¿Tratando de inculcar la necesidad de desligarlo del natural, dejándolo más o menos al arbitrio de la voluntad social encarnada en la legítima autoridad? ¿Proponiendo la conveniencia de por lo menos limitarlo de alguna manera? Sus palabras fueron las que siguen:
“Ya nuestro inmortal predecesor, León XIII, en su célebre encíclica Rerum novarum anunció el principio de que para todo recto orden económico-social debe ponerse como fundamento inconcuso el derecho a la propiedad privada. Y si es verdad que la Iglesia ha reconocido siempre el derecho natural de propiedad privada y transmisión hereditaria de los bienes propios, no es, sin embargo, menos cierto que esta propiedad privada es, de manera especial, fruto natural del trabajo, producto de una intensa actividad del hombre que la adquiere, gracias a su voluntad enérgica de asegurar y desarrollar con sus fuerzas su existencia propia y la de su familia y de crear para sí y los suyos un campo de justa libertad, no sólo económica, sino también política, cultural y religiosa. Un orden social que niega, en principio, o hace públicamente imposible o vano el derecho de propiedad, tanto de los bienes de consumo como de los medios de producción, no puede ser admitido como justo por la conciencia cristiana”.
Es claro y manifiesto, no sólo el pensamiento de los Pontífices, sino su voluntad de enseñarlo al mundo entero, para que lo profesemos todos, y muy principalmente las potencias seculares que nos dirigen políticamente. El derecho de propiedad es derecho natural y su ejercicio no sólo es lícito, sino absolutamente necesario, sobre todo cuando se vive en sociedad; es el mencionado derecho fundamental muy principal del orden social cristiano; como tal ha de mantenerse intacto y se ha de reforzar y desarrollar con la protección y el imperio de la ley, y no limitarlo o anularlo.
El reverendo señor Herrera, en su conferencia, afirma el derecho de propiedad como derecho natural y aun da un argumento con que pretende probarlo. Pero, ¿lo considera de absoluta necesidad o simplemente lícito? Para él ¿es intangible, como resulta de las repetidas enseñanzas pontificias o está a merced de las contingentes circunstancias que puedan aconsejar su limitación o supresión? Esto es lo que nos proponemos examinar con el cuidado necesario, a la vista de los textos auténticos de sus conferencias.
La cuestión es sobrado interesante para que se dedique a ella algún espacio, sin otro fin que sacar triunfante la verdad de lo que los Papas han enseñado.
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