Fuente: The New Age, 29/06/1933, nº 9, Vol. LIII. Páginas 97 – 99.
El debate radio-emitido
La principal importancia acerca de la radioemisión del Debate sobre el Crédito Social en la Región de Londres el 21 de Junio consiste precisamente en el hecho de que se haya emitido un debate sobre el Crédito Social. La teoría y el programa de Douglas, que han estado durante tanto tiempo en el aire, ahora han sido presentados o emitidos al aire y en directo. Al menos, el público ha tenido la oportunidad de oír cuál es la naturaleza general del diagnóstico de Douglas y cuáles son las implicaciones generales de su remedio. Aquéllos que le escucharon ahora ya saben que existe un Teorema y un Programa de Douglas, que su autor está vivo (o lo estaba el 21 de Junio), y con el cual se pueden comunicar, y que en cualquier caso hay libros disponibles en donde él ha explicado sus teorías. De esta forma ha finalizado la fase de “boicot” en el ascenso del Movimiento del Crédito Social (que será seguida, esperemos, de la anulación de la sentencia de muerte que se cierne hoy día sobre THE NEW AGE).
Nos alegramos de percibir lo bien que llegaron los comentarios del Mayor Douglas, tanto en relación a la articulación como al tono. Resulta difícil para aquéllos que le han visto y oído en meetings públicos y en conversaciones privadas juzgar qué concepto se han formado de su personalidad los radioyentes al escucharle por primera vez; pero pensamos que es seguro decir que algo de la firmeza y serenidad que le caracterizan tan conspicuamente se ha de haber comunicado a aquéllos que le estuvieran escuchando atentamente. El Profesor Dennis Robertson proporcionó un contraste en el estilo que resultaba más apropiado al conflicto fundamental de principios subyacente al debate. Él habló con una voz ligera, cultivada, y, en nuestra opinión, el efecto fue más bien parecido a una actuación musical consistente en un tema de bajo acompañado de un tenor obbligato. No había nada de ese fuertemente discordante fragor de temas como de los que se escuchan, por ejemplo, en la escena de la “Transformación” de Parsifal, en donde Wagner lanza su percusión e instrumentos de viento a la batalla los unos con los otros, como caballeros armados de los tiempos medievales, transmitiendo la impresión de una implacable lucha sobre una cuestión profunda. La razón era que el Profesor Robertson usó diferentes armas a las del Mayor Douglas, y para un propósito distinto al del Mayor Douglas. Pues mientras el Mayor Douglas declaraba su caso en los tonos bajos propios de una convicción práctica, el Profesor Robertson declaraba el suyo en los tonos ligeros propios de la incredulidad académica. De haber estado hablando ambos simultáneamente, el efecto hubiera sido igual al de una exposición de un tema musical central, y sus re-exposiciones en otras claves, procediendo a través de una serie de variaciones en ella. El oyente podría extraviar las notas, y perder el ritmo, del tema aquí y allá cuando las variaciones le envolvieran excesivamente, pero al final terminaría yéndose con el tema en sus oídos, y lo recordaría mucho tiempo después cuando se hubiese olvidado de su acompañamiento.
La razón de esto, por supuesto, es que mientras en el lado de Douglas existía el objetivo deliberadamente intencional de asegurar apoyo para su remedio, no existía semejante fuerza motivadora detrás del razonamiento del Profesor Robertson. No estaba peleando su propia batalla, y hablaba como alguien a quien no le resultara un placer o beneficio personal el tratar de probar que Douglas estaba equivocado. De nuevo, en un debate sobre este asunto los profesores de economía, tomados como cuerpo en su conjunto, están tremendamente incapacitados como consecuencia de su formación. Pues todo el edificio de su conocimiento se erige sobre el fundamento de principios financieros que, habiéndose establecido como axiomas, nunca fueron investigados. Esto es, a ningún profesor de economía jamás se le ha enseñado (o se le ha animado a buscar) en qué hechos o razonamientos se fundan esos principios en cuestión. Por lo que ocurre que cuando finalmente la cuestión acerca de su firmeza o solvencia se arroja abiertamente a la discusión, el conocimiento especial del economista resulta inútil, y éste ha de empezar a escarbar junto al lego en búsqueda de la verdadera respuesta. Lo mismo pasa con los especialistas financieros administrativos: el director de un banco, por ejemplo, empieza al mismo nivel que la directora de una tetería: su experiencia no tiene mayor relevancia o utilidad que la de ella, aunque fuera mucha. Este asunto es uno de aquéllos que se podría describir correctamente como sub-económico o sub-financiero. Para cambiar la imagen, ésta se encuentra fuera de la gama visible de colores en el espectro de la investigación y la experiencia pasadas.
Tanto los expertos económicos como financieros, cuando se les llama con poca anticipación a que salgan de la luz tenue de las tradiciones y convicciones establecidas que presiden sus funciones especializadas diarias, se encuentran en desventaja. Parpadean ante la luz brillante, y es sólo tomándose tiempo para acostumbrarse a las nuevas condiciones como podrán ser capaces de distinguir formas y juzgar perspectivas con la misma facilidad que, digamos, un basurero o una lavandera. Esto no es un menosprecio hacia su inteligencia natural; probablemente verían más que otros si se les diera una oportunidad de extensión equivalente a la de los demás; pero su trabajo diario les mantiene en el crepúsculo.
Por esta razón el Monopolio del Dinero los trata injustamente al invitarles a emprender la defensa de la política financiera existente. Nunca se les ha enseñado por qué ésta es sana o firme; y, por tanto, se encuentran sin poder recurrir a ningún medio de contrarrestar un desafío razonado salvo el negativo de expresar su incredulidad de una forma más o menos plausible. Desafortunadamente su estatus de especialistas conduce a infectar a la masa de la población con dudas.
Los oyentes recordarán que el Mayor Douglas mantuvo sus comentarios libres de cuestiones técnicas estrechas, mientras que el Profesor Robertson dedicó una parte sustancial de los suyos a su discusión. Pensamos que la política del Profesor Robertson fue equivocada desde su propio punto de vista, porque nadie que no hubiera estudiado el análisis del Crédito Social podía haber visto a dónde quería llegar él; e incluso aquéllos que lo pudieran ver no habrían obtenido una ilustración bien definida en tan corto espacio de tiempo como permitía el debate. El Mayor Douglas, por el contrario, hizo buen uso de su tiempo, pues planteó la cuestión amplia e inteligiblemente, y presentó sus diversos aspectos en forma tal que se pudieran relacionar con las evidencias colaterales de la experiencia contemporánea. Subrayó tres cosas: el hecho e importancia del control privado del dinero; la naturaleza de la política de los controladores del dinero; y los fenómenos objetivos que acompañan a la consecución de ésta. “¿Se ajustan las cosas que todos vosotros veis ocurrir hoy día con mi teoría sobre su causa?”. Ésa, en efecto, fue la nota dominante de su discurso tal y como lo interpretamos. Y si sus oyentes de aquí en adelante no recuerdan más que esa cuestión, el trabajo del Mayor Douglas habrá merecido la pena.
Notamos que el Profesor Robertson hizo uso de lo que ha venido a ser una expresión estereotipada en las críticas al Crédito Social, esto es, que “la producción es continua”, sugiriéndose que Douglas ha pasado por alto esa “continuidad”. No solamente no la ha pasado por alto Douglas, sino que su razonamiento se basa en ella. Pero la idea de la continuidad es susceptible de interpretarse en más de una forma. Algunas formas son erróneas, y pueden incluso ser usadas para insinuar como asumida la proposición que el crítico se propone probar.
Ni Douglas ni ninguno de sus críticos pueden de ninguna manera pasar por alto el hecho de la “continuidad” cuando esta palabra es usada para referirse a la existencia de cadenas de producción paralelas a lo largo de las cuales las materias primas son convertidas, etapa tras etapa, en productos finales, y para referirse al hecho de que, mientras los productos están siendo comprados al final del proceso, otros están avanzando para reemplazarlos. Analizamos todo este asunto recientemente en un artículo titulado “El Teorema ‘A’” (THE NEW AGE, 25 de Marzo de 1933). La palabra “continuidad” se usa en relación al argumento de que, en cualquier tiempo dado, el total de precios de bienes de consumo es recuperable no solamente a partir de la gente que ha extraído ingresos por la última etapa de su terminación, sino también de la gente que simultáneamente está extrayendo ingresos por las etapas iniciales de otras producciones. Pero los críticos que señalan esto, dejan como una cuestión abierta si esto ocurre porque la producción es continua, o si la producción es continua porque esto ocurre.
En lugar de usar la palabra “continua”, sería mejor argumentar en torno a la palabra “simultánea”, subrayando que la producción para consumo futuro está procediéndose al mismo tiempo que la producción para consumo inmediato. Esto permitiría relacionar la idea de simultaneidad con la actividad y organización industrial, dejando que la idea de continuidad quede relacionada con lo que, de hecho, constituye la fuente y la condición de la continuidad, esto es, la política financiera. Yace en la voluntad del monopolio del dinero el que pueda haber o no continuidad, e incluso el que pueda haber producción alguna en absoluto. “El dinero hace que la yegua avance”, y si uno escucha a la gente repitiendo constantemente la afirmación de que la progresión de la yegua es continua, probablemente obtenga uno la noción confusa de que el avance de la yegua es lo que hace o crea ese dinero que la hace avanzar: es decir, que la iniciativa en la actividad económica se encuentra fuera de la comunidad bancaria, la cual simplemente atiende o cuida de la riqueza financiera creada por la empresa privada y la administra de acuerdo con la voluntad de los propietarios privados de esa riqueza… lo cual no es más que un par de mentiras retumbantes, sobre las cuales basan sus pretensiones los Monopolistas del Dinero. Esto explica justo ahora lo que queríamos decir cuando decíamos de los doctores de la “continuidad” que ellos de hecho estaban asumiendo la verdad de su propia proposición, en su proceso de respuesta a la contra-proposición de Douglas.
Por tanto, si hemos de tener una etiqueta, que sea la de “simultaneidad”, en cuyo caso Douglas, sus críticos y el público podrán encontrarse sobre un terreno común de acuerdo, es decir, que, en cualquier tiempo dado, cuando los clientes aparecen en el mercado de consumo con ingresos para gastar que representan los bienes puestos a la venta ahí, otros clientes simultáneamente aparecen con ingresos que no representan esos bienes o fracción alguna de los mismos, pero que compiten con el primer grupo para poder comprarlos.
Es a este hecho al que se confían o remiten los banqueros cuando afirman que la expansión monetaria causa inflación de precios. Esto es así porque el desembolso del nuevo dinero no incrementa inmediatamente la cantidad de bienes en el mercado de consumo, sino que incrementa inmediatamente la cantidad de dinero llevada ahí para comprar esos bienes. Ambos grupos de clientes han de comprar simultanea e instantáneamente lo que quieren, y esta compulsión causa que los precios colectivos de los bienes suban hasta igualarse con los ingresos colectivos que traen ahí para gastar.
La cuestión entre el Mayor Douglas y sus críticos yace en el hecho de que estos últimos sostienen que no hay forma efectiva de controlar o refrenar esa subida en contra del consumidor, o de compensarle por ella posteriormente, y que no es necesario ningún rumbo o camino para ello: que de alguna u otra manera algún principio de compensación automática se elaborará o desarrollará por sí mismo en el seno del sistema. ¡Presumiblemente sea la continuidad lo que lo haga!
La broma del Profesor Robertson acerca de que Douglas es un “soñador” fue, como él mismo comentó, “tomada a bien” por Douglas. Y hay buena razón para ello: porque ha sido un soñador de mayor éxito. En 1919 se le advirtió en un sueño que los millones y millones de dinero que todas las clases del público poseían por derecho propio se les iba a quitar de sus manos. Simultáneamente los banqueros, los cuales nunca duermen, estaban exhortando a ese mismo público a que se preparara a hacer más dinero todavía ante el inminente auge económico mundial: ellos veían, con sus ojos ampliamente abiertos, riadas de compradores justo en el horizonte aproximándose con pedidos y órdenes de bienes para reemplazar el despilfarro y destrucción causados por la guerra. “Aferraos a toda costa a lo que hayáis obtenido”, era la advertencia de Douglas. “Invertid a toda costa en fábricas y planta todo lo que hayáis obtenido”, fue el consejo de los banqueros. Sí, ¿y qué pasó? No vino ni un alma ni una orden a la vista, y a los engañados capitanes de la industria se les dejó mirando fijamente al vacío desde las atalayas de sus desocupadas fábricas, tiritando en los restos raídos de sus en otra hora tan cálidas cuentas bancarias; algo muy parecido a esas viejas señoras que uno lee a veces que se han desprendido de sus posesiones y han ascendido a una montaña en camisones a dar la bienvenida a la Segunda Venida.
Tomemos otra advertencia que soñó el Mayor Douglas cuando tenía lugar la Conferencia de Washington: “Si la política financiera continúa aplicándose conforme a sus actuales principios, entonces prepárense para otra guerra mundial”. Ésa, en efecto, fue su profecía. “Disparates” –ése fue el sentido de lo que dijeron los espabilados financieros–: “La guerra es ahora ‘impensable’”.
Las dos mayores seguridades que los banqueros dieron al mundo si se les dejaba manejar las cosas, es decir, la Prosperidad Financiera y la Seguridad Económica, han sido correspondidas con una situación de Pobreza Financiera e Inseguridad Económica. A aquellos observadores neutrales que, como la mayoría, absuelven a los banqueros de falsedad deliberada, esta falsación directa de sus profecías les debe parecer que connota un error de juicio en cuestiones fundamentales. El carácter de la aflicción del mundo es el mismo en cualquier parte del mismo, con independencia de las numerosas disparidades que haya entre razas, lenguas, monedas, hábitos, creencias, organizaciones industriales y sociales, sistemas políticos y fiscales, creencias religiosas y filosóficas, extensiones de territorio, tipos de recursos naturales, densidades de poblaciones, etc. Ese continente físicamente autosuficiente, los Estados Unidos de América, va por un camino igual de malo que un área físicamente dependiente como el Reino Unido. ¿No constituye esto el más fuerte indicio de que la causa del problema es única y fundamental, y que ella acecha desde un lugar que hasta hoy se consideraba universalmente fuera de sospecha? Si se admite esto, entonces el “sueño” de Douglas deberá ser considerado como algo previamente creíble en lugar de la incredulidad, o mejor dicho, precisamente a causa de la incredulidad que primariamente evoca entre aquéllos que están acostumbrados a la teoría y práctica de resolver problemas superficiales con modos superficiales. No es suficiente hoy día para los críticos alegar su incapacidad para aceptar el diagnóstico de Douglas como razón suficiente para desechar su remedio. Deben proponer un diagnóstico alternativo que posea el mismo carácter fundamental e implicaciones universales que el suyo. Dejemos que encuentren uno, aun cuando tengan que irse a dormir para poder pensar en él.
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