Fuente: The Listener, Miércoles 28 Junio de 1933, Nº 233, Vol. IX.
El Programa de Crédito de Douglas
Dos puntos de vista presentados por el Mayor C. H. DOUGLAS y DENNIS ROBERTSON
MAYOR C. H. DOUGLAS: Hay pocas dudas –o, de hecho, pocas diferencias de opinión– en los círculos familiarizados con estos temas, de que la raíz del malestar mundial se ha de encontrar en el funcionamiento del sistema financiero. Una superabundancia de bienes, por un lado, combinada con la capacidad de producir todavía más bienes; y una inmensa demanda de bienes insatisfecha, rayando en la pobreza, por el otro lado, constituyen una amplia prueba de que es el enlace entre la producción y el consumo lo que falla. El enlace entre la producción y el consumo es el dinero. Llegados a este punto, sin embargo, existe una extensa divergencia de opinión dentro de una escuela que sugiere que el sistema financiero vino del Cielo y es perfecto en sí mismo, mientras que únicamente es vil el hombre, y particularmente el banquero; y una escuela de pensamiento, a la cual pertenezco yo, que sugiere que el hombre y el banquero habrían de ser bastante más viles de lo que son, por sacar semejante revoltijo a partir de un sistema perfecto al tiempo que producen este estado de cosas existentes hoy día en el mundo. Para nosotros, la clave de las penalidades presentes se encuentra en la palabra “deuda”, junto con su palabra opuesta “crédito”, y decimos que bajo las condiciones modernas el actual sistema financiero crea automáticamente deudas por encima del poder del público para liquidarlas con sus créditos restantes.
Sabemos por qué esto es así. La creación de riqueza real, bienes y servicios, no crea el dinero con el que poder comprar esos bienes y servicios. El dinero es creado por el sistema bancario de la misma forma que si se creara imprimiendo billetes bancarios, y llega a la comunidad como deuda hacia los bancos, a menos que se emitiera en pago de títulos-valores, lo cual viene a ser lo mismo que un control sobre los activos de capital. Si yo cultivo una tonelada de patatas, yo no estoy cultivando el dinero con el que poder comprar una tonelada de patatas. El sistema bancario hace el dinero y lo reclama como suyo, y lo presta, bajo sus propios términos. Puesto que este dinero “comprará” mis patatas, éstas potencialmente pertenecen, junto con todo lo demás, a los bancos. El dinero emitido por el sistema financiero moderno –con excepción de lo que podríamos llamar “calderilla”– se emite, por lo tanto, como una deuda hipotecaria, y rinde interés al sistema bancario. Si se trata de un préstamo, rinde interés directamente. Si se ha emitido a cambio de la venta a los bancos de títulos o acciones (ya que los bancos raramente compran algo distinto a acciones preferentes u obligaciones) el interés sobre estos títulos también forma una carga perpetua sobre el dinero emitido. Sin embargo, no solamente se ha de liquidar el interés sobre la deuda hipotecaria, sino también la deuda hipotecaria misma, y el valor en dinero tanto del interés como de la devolución de la deuda hipotecaria solamente pueden recolectarse a partir del público a través de los precios o, en el caso del Gobierno, a través de los impuestos. Como resultado de todo esto, el nivel general de precios viene a ser demasiado alto para el consumidor y demasiado bajo para el productor. La verdad de esta afirmación se prueba por el amontonamiento de cifras de deuda que muestran que no estamos pagando día a día nuestras cuentas, y es significativo que este incremento de deuda es mayor en tiempos de mayor actividad industrial, culminando en una situación que produce lo que podemos llamar una “depresión”, acompañada de un repudio de deudas, tanto públicas como privadas.
Ahora bien, resulta obvio que existe una gran diferencia entre una deuda que representa un préstamo de dinero laboriosamente ahorrado a lo largo de una vida de duro trabajo e invertido, digamos, en acciones de industria o en un pequeño negocio, y las mucho más grandes deudas que son creadas por el sistema bancario escribiendo cifras en un libro o imprimiendo billetes, o prestándolos. Las genuinas inversiones del público en su mayor parte van a la liquidación de préstamos bancarios o de dinero cuya creación no costó nada, los cuales fueron emitidos con el propósito de producir capital real en forma de maquinaría o edificios; y una vez que estos préstamos han sido devueltos mediante las inversiones del público, no queda ningún dinero restante con respecto a esos activos de capital: éste ha sido destruido por el banco. Los nuevos propietarios, sin embargo, mediante la contabilidad de los costes industriales, se esfuerzan por vender los activos reales al público, incluyéndolos en el precio que se carga por los bienes y servicios; y como el dinero equivalente de estos precios no existe, fracasan o, como dice la expresión, “su negocio no es rentable”.
Esta parte del problema, si bien resulta algo desconcertante, se puede expresar en pocas palabras. El actual sistema financiero exige pagos en dinero por la creación del dinero mismo. Puesto que éste crea todo el dinero, los pagos en dinero por el uso del dinero sólo pueden hacerse creando nueva deuda. Además de esta exigencia del banco por el uso de su dinero, el industrial, con mucha más razón, exige pagos por el uso de su instalación y edificios reales; y también los exige en dinero. Ni él ni el sistema bancario, sin embargo, recrean el dinero necesario para permitir que estos últimos pagos pueda realizarlos el público.
Esta situación se hace progresivamente más grave, ya que la producción moderna consiste en producción realizada por máquinas o capital, en lugar de producción realizada manualmente o por trabajo, de tal forma que la proporción de sueldos y salarios en relación a las cargas de capital es progresivamente menor. Tenemos, por tanto, dos problemas que resolver: primero, hacer posible a la población general el poder comprar los bienes que son producidos por un cada vez menor número de gente, y por una cada vez mayor cantidad de maquinaria, sin caer al mismo tiempo más y más profundamente en deuda; y segundo, hacer esto mediante un método que no requiera poner a toda la población a trabajar. Obviamente, nosotros no haríamos esto mediante el sistema de subsidios, que simplemente toma de un lado de la población, mediante impuestos, una cierta cantidad de dinero en beneficio de los desempleados, pero que no incrementa de ninguna forma la cantidad total de dinero disponible.
Aquello a lo que comúnmente se hace referencia como “propuestas de crédito de Douglas” consiste en un reconocimiento de esta situación, y en un buen número de propuestas diversas diseñadas para hacerle frente. Al mismo tiempo que los principios de estas propuestas permanecen substancialmente iguales, las propuestas mismas son susceptibles de someterse a una variación considerable y están destinadas, en la naturaleza de las cosas, a ser un tanto complejas *. Los principales rasgos de estas propuestas consisten en una emisión de dinero, en parte dedicada a permitir que se haga una gran reducción de precios, asegurando al mismo tiempo una renta o retorno apropiado al productor de los bienes, y en parte mediante un dividendo creciente en favor de todo británico nacido como ciudadano. Estas dos emisiones proporcionan el poder adquisitivo necesario para formar una demanda sobre el sistema productivo, bien hasta la capacidad del sistema productivo para poder satisfacerla, o bien hasta que las necesidades de la población queden satisfechas, la que sea o resulte menor de ambas; y mediante su ajuste, la nueva situación creada por la producción mecánica podrá ser atendida. No resulta mayor la dificultad de crear dinero para este propósito que la que había para crear las enormes sumas de dinero requeridas para poder proseguir la Guerra Europea, las cuales ascendían hasta cerca de los diez millones de libras por día. Se puede hacer sin necesidad de introducir elemento alguno en nuestro sistema financiero que resulte novedoso en lo que a su mecanismo se refiere. Puesto que este dinero sería retirado, o bien por su uso en la adquisición de bienes de consumo, o bien en la adquisición por el público de títulos-valores que representan activos de capital –de la misma forma que la venta de títulos-valores por un banco destruye dinero–, no permanecería como deuda contra el público.
Permítasenos volver por unos pocos minutos a los resultados que se seguirían de la institucionalización de las propuestas basadas sobre dichos principios. La pobreza –y quizás algo incluso más importante todavía: el miedo a la pobreza– desaparecería para siempre de este país. Al principio, habría un gran incremento en el empleo, ya que el dinero estaría viniendo para permitir que se hicieran adquisiciones en las tiendas, y esas adquisiciones, al vaciar las tiendas, llenarían las fábricas con órdenes o peticiones de nuevos bienes para reemplazarlos. Al productor, en cada grado de su vida, se le aseguraría una renta o retorno razonable por sus actividades y, al ser liberado de su miedo a los irracionales auges y depresiones que son causados por una irresponsable y defectuosa política monetaria, se animaría a emplear la mejor maquinaria, los mejores métodos, y los mejores hombres. Como resultado de todo esto, nos encontraríamos con que la calidad vendría a convertirse en un asunto más importante que el precio. Pero quizás el efecto más inmediatamente importante sería respecto a las relaciones internacionales, que son un asunto que tiene que ver más con la economía que con lo que comúnmente se denomina “buena voluntad”.
La incapacidad de la población de cualquier país industrial moderno de poder comprar los bienes que ella misma produce, hace que la competencia por los mercados extranjeros se convierta en la inevitable política de cualquier Gobierno, con independencia de la etiqueta política que se le ponga. Puesto que todos los países modernos se están haciendo industriales, constituye una imposibilidad el que todos los países puedan exportar más de lo que importan, y esta situación es la que se encuentra en la raíz de las guerras modernas. Con la institucionalización de un sistema financiero modificado que corrija esta falta de equilibrio entre el poder adquisitivo y los precios colectivos, y que al mismo tiempo elimine las penalidades económicas que hoy día acompañan al desempleo, esta presión en favor de las exportaciones se reduciría inmediatamente. Esto no significa que cesaría el comercio exterior. Al contrario. Resulta claro que si no podemos comprar los bienes que nosotros mismos producimos, no podemos comprar los bienes que se han intercambiado por ellos al mismo precio. Pero la posibilidad o capacidad de poder comprar nuestros propios bienes nos deja libres para cambiar bienes con otras naciones en términos equitativos. Parece imposible dudar que tales intercambios no sólo tendrán lugar sino que también se incrementarán, a medida que el progreso de las artes industriales nos permitan a todos nosotros emplear más de nuestro tiempo en disfrutar de las cosas que producimos, en lugar de tener que hacerlas con el propósito de exportarlas a países subdesarrollados.
Uno podría razonablemente preguntar que, si las dificultades del mundo consisten en esencia en dificultades de contabilidad, como así es, por qué habría de ser tan difícil alterarlas. Me temo que sólo existe una única respuesta a esto. Imaginaos que estuvierais en posesión del derecho legal exclusivo a crear dinero. ¿Estaríais inclinados o dispuestos a escuchar argumentos que modificarían severamente ese monopolio? Probablemente no. Las instituciones financieras poseen semejante monopolio, y están luchando por retenerlo. Por esta razón el primer paso para llegar a un mejor estado de cosas consiste en que un público más amplio entienda la existencia y naturaleza de este “monopolio del crédito”, como así se le llama. Estoy personalmente tan convencido de que una mayoría de banqueros, particularmente en este país, son solamente ellos mismos operadores de un sistema que ellos dan por hecho, que no tengo la menor duda de que la opinión pública podrá ser llevada efectivamente a influir sobre esa minoría internacional que, quizás, pueda ser considerada como inalcanzable.
Dennis Robertson
Creo que si el Mayor Douglas y yo nos instaláramos confortablemente por un par de días con el fin de discutir estas difíciles materias, nos encontraríamos con que en casi cualquier punto que se planteara empezaríamos estando de acuerdo, pero tarde o temprano vendrían a quedar separados nuestros caminos. Por ejemplo, estamos de acuerdo en que los bancos crean dinero cuando hacen préstamos a los clientes o compran títulos-valores del público. Pero mientras él se fija en esta fabricación de dinero considerándola necesariamente como un acto de magia negra, yo me fijo en ella considerándola como un proceso que se puede llevar adelante justo de tal forma, y justo a tal escala, que el sistema bancario venga a ser aquello que los banqueros creen que es, esto es, un instrumento para poner efectivamente los ahorros del público a disposición de la industria y el comercio.
De nuevo, estaríamos de acuerdo en que este “monopolio del crédito”, si así prefiere usted llamarlo, da al sistema bancario un tremendo poder sobre la vida económica del país. Pero mientras que él inferiría de esto una llamada en favor de la práctica abolición de la banca, tal y como la conocemos, yo solamente inferiría de ello una llamada en favor de una cierta medida de control sobre la banca en interés de la comunidad; y estaría preparado para discutir detalles acerca de qué partes –en caso de haber alguna– del mecanismo bancario deberían estar en manos de corporaciones públicas o semi-públicas; y acerca de si hacen o no de hecho los banqueros, mediante esta fabricación de dinero, ingresos desproporcionados con respecto a los servicios que prestan, o con respecto a los ingresos que hacen otras gentes mediante la fabricación, digamos, de jabón o canciones populares.
De nuevo, yo estaría de acuerdo con el Mayor Douglas en que la forma en que, en el curso de la historia, la creación del dinero –los medios de pago– se ha venido a enredar y confundir con el negocio de la concesión y toma de préstamos comerciales, es muy peculiar y, en algunas circunstancias, muy inconveniente. En un tiempo de aguda depresión como el actual, el funcionamiento de la banca privada se convierte en un arma obtusa y torpe para incrementar el flujo de ingresos y estimular la producción y el comercio, pues los hombres de negocios son reacios a tomar préstamos, y aquéllos de quienes los bancos compran títulos-valores a menudo son reacios a usar los ingresos de esas ventas suyas. Siendo el Mayor Douglas, al igual que muchos ingenieros, un poco poeta y soñador, es conducido por esta consideración a abogar en favor de un ambicioso programa de crédito social. Yo, siendo, como la mayoría de los profesores universitarios, una persona severamente práctica, me dejo dirigir principalmente a la opinión de que en tales tiempos los Gobiernos deberían reforzar la política de dinero barato de los bancos con programas de gasto público útil. Pero, en principio, estoy dispuesto a ir bastante más allá que eso, y miro hacia adelante hacia el tiempo en que la opinión pública se encontrará mucho más ilustrada en estas materias de lo que lo está ahora, y en que será posible, sin miedo a minar la confianza, hacer un uso mucho mayor entonces de lo que lo hacemos ahora de los fondos del Gobierno como motor auxiliar para la política bancaria, dando dinero a las gentes en tiempos de depresión y –uno no debe, me temo, olvidar el otro lado del cuento– tomándolo de ellas mediante impuestos extras en tiempos de sobre-confianza y sobre-expansión.
Por otra parte, al tiempo que sospecho que el Mayor Douglas, al igual que muchos ingenieros, es propenso a exagerar el incremento en los años recientes de los poderes de producción del hombre, yo estaría de acuerdo con él en que sí son lo suficientemente grandes como para poner al sistema de empresa privada en un enorme problema de reajuste, si es que quiere ser igual de exitoso en distribuir mayor ocio entre la gente que como lo ha sido, en su conjunto, en distribuir mayor riqueza. Pero no pienso que este problema se pueda resolver mediante algún mecanismo puramente monetario; y, aunque yo mismo no soy un Comunista, tengo cierta simpatía con aquéllos que rechazan las propuestas del Mayor Douglas porque sostienen que serían necesarios cambios drásticos en materias mucho más fundamentales que la mera maquinaria del crédito para poder poner las cosas bien.
Finalmente, yo estaría de acuerdo con el Mayor Douglas en que nuestros problemas internacionales actuales se deben en gran medida a la tendencia de las naciones a considerar la tenencia de un gran comercio de exportación como un fin en sí mismo, en lugar de como un medio para procurar importaciones útiles, ya sean de bienes, servicios o títulos-valores. Quisiera subrayar estos puntos de acuerdo porque, sea o no verdad que los bancos tienen un monopolio del crédito, lo cierto es que no es verdad que el Mayor Douglas y sus seguidores tengan un monopolio del descontento con las estructuras actuales, o un monopolio de ideas brillantes para aplicarlas en la mejora de aquéllas. Sin embargo, no sirve de nada negar que su programa se basa en un análisis que resulta peculiar o especial para ellos mismos, y que a mí me parece –y a mucha gente que no ha quedado particularmente conmocionada por sus propuestas prácticas– completamente falaz. La cuestión puede plantearse ampliamente de la siguiente manera. Muchos de nosotros pensamos que existen un buen número de eventos que pueden, de vez en cuando, producir un repliegue o retroceso en la corriente de dinero distribuida como ingreso y disponible para la adquisición de los productos de la industria. Pondría como ejemplo de uno de ellos –no digo que sea el principal, o que nos hable mucho de sí mismo a menos de saber las causas que hay detrás de él– una tendencia creciente por parte de las compañías de negocios a acumular sus beneficios en forma de depósitos bancarios en lugar de gastarlos en planta y equipo. Pero el Mayor Douglas piensa que existe una perversión inherente en todo el sistema de producción, con la asistencia del crédito bancario, que hace inevitable que tenga que comportarse de esta forma mala, y hace imposible que la industria distribuya, en forma de ingresos, dinero suficiente para adquirir sus propios productos a precios remunerativos. Su razón para pensar esto consiste en que solamente una parte de los costes incurridos en un periodo cualquiera del tiempo por un productor de bienes finales, digamos un panadero, consiste en pagos directos en sueldos, salarios, etc.; el resto consiste, parte en pagos a otros productores por las materias primas o bienes intermedios, y parte en lo que se denominan cargas corrientes o generales. A pesar de repetidas demostraciones de lo contrario, el Mayor Douglas persiste en mantener que estos otros elementos del coste son incapaces de generar ingresos, y que el intento por parte del hombre de negocios de cargar un precio suficiente para cubrirlos tiende, por tanto, a producir una deficiencia crónica de poder adquisitivo. En realidad, en lo que a los pagos por materias primas se refiere, que él no ha mencionado aquí, pienso que detecto algunos signos de mitigación en sus recientes escritos. Pienso que él y sus seguidores están empezando a darse cuenta de que los pagos hechos hoy por el panadero al molinero constituyen normalmente la fuente en la cual el molinero se recupera por los sueldos que pagó ayer, y le aprovisiona de fondos para los sueldos que debe pagar mañana. La producción es un proceso continuo, y en la medida en que ningún productor o comerciante, que forman un eslabón en la cadena, permita que su capital circulante –es decir, sus bienes en proceso de fabricación o en stock– se agote, claramente no habrá aquí razón para ningún fallo de poder adquisitivo. Espero, como he dicho, que el Mayor Douglas se dé ahora cuenta de esto; pero en lo concerniente a las cargas corrientes o generales en edificios, maquinaria y planta, él es, por los comentarios recogidos aquí, verdaderamente impenitente. Tales cargas son –él recientemente lo ha dicho en otra parte– “asignadas”, pero no son distribuidas. Mientras la mayoría de nosotros inocentemente creemos que los hombres de negocios hacen estas cargas por la misma buena razón de que tienen pagos que hacer, quizás no continuamente, pero sí periódicamente, para el mantenimiento de la planta y su eventual renovación –pagos que generan ingresos para otras gentes–, el Mayor Douglas parece creer que se tratan de cargas fantasma, que no se pagan a nadie y que no tienen existencia real fuera de los libros contables de un sistema perverso de contabilidad. O más bien parece flotar entre esta creencia y la creencia de que son pagadas a los bancos para extinguir el capital de los préstamos bancarios. Esto, sin duda, acontece en ocasiones en casos individuales; pero si la industria en su conjunto estuviera normal y progresivamente saliendo de deudas con los bancos de esta forma, sería en realidad difícil de explicar cómo la banca podría ser ese negocio rentable y provechoso que el Mayor Douglas cree que es, o cómo podría de hecho continuar existiendo en absoluto.
Ahora bien, los programas de crédito social del Mayor Douglas deben ser juzgados, no en relación con nuestras opiniones generales acerca de incrementar el poder adquisitivo del consumidor en tiempos de depresión, sino como el fruto lógico de este peculiar o especial análisis. Pues él quiere dar a los consumidores –no como una medida de emergencia sino permanentemente– dinero suficiente para cubrir la totalidad de la brecha que él piensa que ha discernido entre el total normal de ingresos y el total normal de costes empresariales; y si esta brecha existe absolutamente, ella es, como él mismo insiste, muy grande. A mi juicio, ella no existe, y la adopción de sus propuestas sería, por tanto, o desastrosa o ineficaz. Si el dinero nuevo se repartiera como “dividendos del consumidor”, la corriente de dinero gastable en cada periodo de tiempo vendría, tarde o temprano, a exceder enormemente el valor, en costes de producción existentes, de la producción producida durante el periodo; y, como todas las experiencias muestran, ningún sistema de control de precios puede impedir que tal situación nos conduzca hacia los resultados más dañinos. Si, por otro lado –como pienso que a veces se ha sugerido–, el dinero nuevo se desembolsa a los productores bajo condición de que no lo usen de ninguna forma que genere ingresos, y de que reduzcan los precios al nivel necesario para cubrir solamente sus pagos directos en sueldos, etc., entonces me temo que la réplica de los productores sería, “Gracias por nada”. Pues el dinero que, en palabras del Mayor Douglas, “es retirado por su uso en la adquisición de bienes de consumo”, es decir, que no debe ser empleado de nuevo por el productor para ningún propósito útil, viene a ser dinero de mentira, y su recepción vendría a ser un confort frío para el productor, el cual tiene que aprovisionarse para pagos muy reales y concretos.
En conclusión, a fin de que podáis tener material para vuestro juicio, me gustaría preguntar al Mayor Douglas tres preguntas claras. Primera, ¿está o no está ahora de acuerdo en que los pagos de un productor a otro por materias primas constituyen un eslabón esencial en la cadena que genera ingresos, y que la realización de esos pagos, por tanto, normalmente no dan origen a ninguna deficiencia en el poder adquisitivo? Segunda, ¿mantiene o no mantiene todavía que la industria en su conjunto, a lo largo de periodos considerables de tiempo, hace entradas contables para cargas corrientes o generales que exceden enormemente a sus desembolsos en intereses y dividendos y en mantenimiento, renovación y extensión de planta? Tercera, ¿sostiene o no sostiene que la deficiencia de poder adquisitivo surge en parte como consecuencia de que la industria en su conjunto está normal y progresivamente devolviendo su deuda de capital a los bancos? Y si éste fuera el caso, ¿cómo es que la banca continúa siendo un negocio rentable o provechoso como él cree que es?
Mayor C. H. Douglas
He considerado la réplica del Sr. Robertson con la más estrecha atención. No puedo encontrar en ella ni siquiera un intento de atender los argumentos que se plantearon en mis observaciones introductorias. Si no le estoy malinterpretando, él está de acuerdo conmigo hasta un cierto punto, pero a partir de ese punto él muy amablemente realiza un discurso completamente nuevo en mi nombre que consiste, pienso yo, en su propia interpretación y paráfrasis de ciertas materias de las cuales he tratado en mis libros y, en una forma más simple, aquí. A continuación él expresa su propio desacuerdo con su propia paráfrasis. No pienso que se pueda esperar que acepte esto como respuesta a mis argumentos.
Finalmente él formula tres preguntas. La respuesta general –y, creo yo, irrefutable– a esas preguntas está contenida en mi explicación de apertura acerca del funcionamiento del sistema financiero. Estaría encantado de responder las preguntas en la forma en que las presenta, pero no en cinco minutos, y no a expensas de excluir algún comentario sobre ciertas cosas de sus afirmaciones. Él amablemente sugiere que, al igual que muchos ingenieros, yo soy un poco poeta y soñador, mientras que, al igual que la mayoría de los profesores universitarios, él es una persona severamente práctica. Me gustaría recordarle que los sueños de los ingenieros generalmente se convierten en realidad. Los ingenieros han sido los responsables de la mayoría de los avances técnicos del pasado siglo, mientras que el sistema empresarial, y sus personas severamente prácticas (de las cuales yo, por supuesto, no sugeriría que el Sr. Robertson fuera una de ellas) son sospechosas de causar la mayoría de nuestras actuales dificultades.
Pienso que él se hace injusticia a sí mismo cuando contempla definidamente una sucesión de auges y depresiones como un rasgo inherente de la industria, que se ha de abordar alternando donaciones de dinero con tributaciones punitivas. Veo en este testimonio que hay algo relacionado con la distribución de más dinero –aun cuando existieran más bienes para comprar con él– que aterroriza a mucha gente. El Sr. Robertson no especifica los asuntos más fundamentales en los que se requieren cambios, y dejaré a los radioyentes decidir si, mientras se ajustan las materias más importantes, aprecian alivio respecto del riesgo de pobreza en medio de la abundancia.
Él sugiere que yo llamo en favor de una práctica abolición de la banca; estaría interesado en saber en qué autoridad se basa para formular esa afirmación, y también para la afirmación de que yo soy propenso a exagerar el incremento en los poderes de producción del hombre. Se sugiere, pienso yo, que yo estoy atacando los beneficios dinerarios hechos por la banca. Nunca he hecho eso porque yo no considero ese asunto como algo importante. Yo considero el sistema monetario como algo que propiamente no es más que un sistema de tickets, y si los bancos o incluso los banqueros realmente usaran su porción de tickets en absorber la producción habría menos terreno o lugar a la crítica. Ellos no pueden hacer eso y, consecuentemente, son conducidos o llevados a financiar productos inadecuados. El Sr. Robertson sugiere que el dinero que es retirado por su uso en la adquisición de bienes de consumo es dinero de mentira. Debo replicar que prácticamente todo el dinero usado en la adquisición de bienes consumibles es de hecho retirado, junto con una buena parte del usado en la adquisición de bienes no consumibles. Lo primero es correcto, pero no lo último.
Mi propia sensación acerca de la divergencia real entre el economista ortodoxo y el ingeniero es que el economista ortodoxo no puede ver diferencia alguna entre la producción de etapa única de hace doscientos años y el actual sistema de producción con energía, y nunca se decide absolutamente sobre si el sistema monetario consiste en un sistema de gobierno o en un sistema de contabilidad.
Dennis Robertson
Me temo que el Mayor Douglas se siente un poco agraviado de que en mi comentario sobre sus propuestas yo me haya sentido obligado a salirme fuera de su más bien vaga declaración inicial planteada aquí, y a hacer uso también de las descripciones más definidas que él ha dado de su teoría en sus escritos publicados. Tuve que hacerlo porque, como ya he dicho, su programa debe ser juzgado, no como uno entre muchos mecanismos de emergencia para incrementar el poder adquisitivo en una depresión comercial, sino como el lógico resultado de una teoría peculiar sobre la existencia de una brecha crónica entre costes e ingresos; y a no ser que se os hubiese traído ante vuestras mentes las líneas generales de esa teoría, no habría sido razonable pediros que os formarais un juicio acerca de las propuestas prácticas que se originan a partir de ella. Espero que aquéllos que hayan leído las obras del Mayor Douglas estarán de acuerdo en que he expresado esa teoría, en los pocos minutos a mi disposición, de la forma más clara en que podía expresarse. No puede expresarse de manera perfectamente clara, porque contiene una confusión de carácter fundamental, y porque resulta imposible hacer que el Mayor Douglas concrete en una declaración exacta acerca de qué ocurre con los costes o cargas que, de acuerdo con él, son introducidas por los contables en sus libros, pero nunca son distribuidos como ingresos a ningún individuo. Siento mucho –aunque me doy perfecta cuenta de que el tiempo a su disposición fue muy corto– que él no pensara que mereciera la pena tener la oportunidad de responder siquiera a una de mis tres preguntas, las cuales os aseguro que constituyen la esencia de todo este asunto.
La razón de mi sospecha de que el Mayor Douglas exagera el incremento en los poderes de producción del hombre consiste en que, si no lo hiciera, él vería que el continuo reparto de dinero a la escala que él propone vendría prontamente a cargar con el muerto que ciertamente existe en el actual momento en forma de fuerza de trabajo desempleada y plantas funcionando por debajo de su capacidad, y generaría una tremenda inflación. Lo único que podría impedir esto sería si el dinero se emitiera directamente a los productores en consideración a una reducción de precios, y se esterilizara de alguna forma de tal manera que los productores no pudieran hacer uso ninguno de él. En ese caso se trataría, como he dicho, de dinero de mentira, y no sería aceptable, y el programa no podría entrar nunca en funcionamiento.
No quiero sugerir que el Mayor Douglas piensa que los banqueros y los accionistas de los bancos obtienen excesivos beneficios, aunque yo no me escandalizaría en lo más mínimo si él lo hiciera. Pero si él tiene razón, el sistema bancario como tal –aunque sin culpa de aquéllos que lo hacen funcionar– constituye un perjuicio público, de modo que cualesquiera beneficios que hacen con sus operaciones son en cierto sentido excesivos. Y si su programa realmente permitiera a los productores obtener, sin recurrir a los bancos, todo el dinero que necesitan para atender a todos sus costes, exceptuando los pagos directos de sueldos y salarios, la banca se convertiría en algo tan prácticamente superfluo que no pienso que la frase que yo usé, “la práctica abolición de la banca tal y como la conocemos”, sea demasiado fuerte.
Cuando oigo al Mayor Douglas declarar que si sus propuestas fueran adoptadas la pobreza y el miedo a la pobreza desaparecerían para siempre de este país, me siento igual de triste que como estaría si oyera a alguien que se erigiera como experto médico hacer la misma afirmación sobre las enfermedades. Pues creo que su afirmación de que las dificultades del mundo son en esencia meras dificultades de contabilidad, las cuales él sabe cómo resolverlas, han hecho mucho daño al difundir falsas ideas y levantar falsas esperanzas en los corazones de mucha gente sincera y bienintencionada.
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