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Tema: Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

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    Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

    En una carta enviada al Social Credit el 7 de Diciembre de 1934, C. H. Douglas explicaba las razones por las que surgían sus diferencias con los "economistas ortodoxos" a la hora de tratar los temas económico-financieros.

    En la carta hace referencia a cuatro ocasiones en que surgieron esas diferencias con los economistas ortodoxos: en el debate que tuvo con R. G. Hawtrey (en aquel entonces funcionario del Departamento del Tesoro del Reino Unido) en abril de 1933; en el debate que tuvo con el Profesor universitario D. H. Robertson en junio del mismo año; en su contestación a un escrito del, en aquel entonces, Profesor universitario H. T. N. Gaitskell; y en su contestación al mismo Profesor Robertson con motivo de unos comentarios de éste a un discurso suyo realizado en octubre de 1934.

    El debate con Hawtrey ya se reprodujo en su día aquí.

    En este hilo pasamos a reproducir el debate radiofónico que tuvo Douglas con Robertson en junio de 1933 (publicado en The Listener), junto con unos comentarios por escrito posteriores de Douglas, y un comentario editorial complementario, ambos aparecidos en el famoso semanario británico The New Age.


    Fuente de la que se toman los textos: THE CLIFFORD HUGH DOUGLAS INSTITUTE

    Fuentes originarias de los textos: THE LISTENER y THE NEW AGE.

    Douglas. Debate Robertson (1).pdf

    Douglas. Debate Robertson (2).pdf
    Última edición por Martin Ant; 31/12/2016 a las 11:35

  2. #2
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    Re: Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

    Fuente: The Listener, Miércoles 28 Junio de 1933, Nº 233, Vol. IX.


    El Programa de Crédito de Douglas

    Dos puntos de vista presentados por el Mayor C. H. DOUGLAS y DENNIS ROBERTSON



    MAYOR C. H. DOUGLAS: Hay pocas dudas –o, de hecho, pocas diferencias de opinión– en los círculos familiarizados con estos temas, de que la raíz del malestar mundial se ha de encontrar en el funcionamiento del sistema financiero. Una superabundancia de bienes, por un lado, combinada con la capacidad de producir todavía más bienes; y una inmensa demanda de bienes insatisfecha, rayando en la pobreza, por el otro lado, constituyen una amplia prueba de que es el enlace entre la producción y el consumo lo que falla. El enlace entre la producción y el consumo es el dinero. Llegados a este punto, sin embargo, existe una extensa divergencia de opinión dentro de una escuela que sugiere que el sistema financiero vino del Cielo y es perfecto en sí mismo, mientras que únicamente es vil el hombre, y particularmente el banquero; y una escuela de pensamiento, a la cual pertenezco yo, que sugiere que el hombre y el banquero habrían de ser bastante más viles de lo que son, por sacar semejante revoltijo a partir de un sistema perfecto al tiempo que producen este estado de cosas existentes hoy día en el mundo. Para nosotros, la clave de las penalidades presentes se encuentra en la palabra “deuda”, junto con su palabra opuesta “crédito”, y decimos que bajo las condiciones modernas el actual sistema financiero crea automáticamente deudas por encima del poder del público para liquidarlas con sus créditos restantes.

    Sabemos por qué esto es así. La creación de riqueza real, bienes y servicios, no crea el dinero con el que poder comprar esos bienes y servicios. El dinero es creado por el sistema bancario de la misma forma que si se creara imprimiendo billetes bancarios, y llega a la comunidad como deuda hacia los bancos, a menos que se emitiera en pago de títulos-valores, lo cual viene a ser lo mismo que un control sobre los activos de capital. Si yo cultivo una tonelada de patatas, yo no estoy cultivando el dinero con el que poder comprar una tonelada de patatas. El sistema bancario hace el dinero y lo reclama como suyo, y lo presta, bajo sus propios términos. Puesto que este dinero “comprará” mis patatas, éstas potencialmente pertenecen, junto con todo lo demás, a los bancos. El dinero emitido por el sistema financiero moderno –con excepción de lo que podríamos llamar “calderilla”– se emite, por lo tanto, como una deuda hipotecaria, y rinde interés al sistema bancario. Si se trata de un préstamo, rinde interés directamente. Si se ha emitido a cambio de la venta a los bancos de títulos o acciones (ya que los bancos raramente compran algo distinto a acciones preferentes u obligaciones) el interés sobre estos títulos también forma una carga perpetua sobre el dinero emitido. Sin embargo, no solamente se ha de liquidar el interés sobre la deuda hipotecaria, sino también la deuda hipotecaria misma, y el valor en dinero tanto del interés como de la devolución de la deuda hipotecaria solamente pueden recolectarse a partir del público a través de los precios o, en el caso del Gobierno, a través de los impuestos. Como resultado de todo esto, el nivel general de precios viene a ser demasiado alto para el consumidor y demasiado bajo para el productor. La verdad de esta afirmación se prueba por el amontonamiento de cifras de deuda que muestran que no estamos pagando día a día nuestras cuentas, y es significativo que este incremento de deuda es mayor en tiempos de mayor actividad industrial, culminando en una situación que produce lo que podemos llamar una “depresión”, acompañada de un repudio de deudas, tanto públicas como privadas.

    Ahora bien, resulta obvio que existe una gran diferencia entre una deuda que representa un préstamo de dinero laboriosamente ahorrado a lo largo de una vida de duro trabajo e invertido, digamos, en acciones de industria o en un pequeño negocio, y las mucho más grandes deudas que son creadas por el sistema bancario escribiendo cifras en un libro o imprimiendo billetes, o prestándolos. Las genuinas inversiones del público en su mayor parte van a la liquidación de préstamos bancarios o de dinero cuya creación no costó nada, los cuales fueron emitidos con el propósito de producir capital real en forma de maquinaría o edificios; y una vez que estos préstamos han sido devueltos mediante las inversiones del público, no queda ningún dinero restante con respecto a esos activos de capital: éste ha sido destruido por el banco. Los nuevos propietarios, sin embargo, mediante la contabilidad de los costes industriales, se esfuerzan por vender los activos reales al público, incluyéndolos en el precio que se carga por los bienes y servicios; y como el dinero equivalente de estos precios no existe, fracasan o, como dice la expresión, “su negocio no es rentable”.

    Esta parte del problema, si bien resulta algo desconcertante, se puede expresar en pocas palabras. El actual sistema financiero exige pagos en dinero por la creación del dinero mismo. Puesto que éste crea todo el dinero, los pagos en dinero por el uso del dinero sólo pueden hacerse creando nueva deuda. Además de esta exigencia del banco por el uso de su dinero, el industrial, con mucha más razón, exige pagos por el uso de su instalación y edificios reales; y también los exige en dinero. Ni él ni el sistema bancario, sin embargo, recrean el dinero necesario para permitir que estos últimos pagos pueda realizarlos el público.

    Esta situación se hace progresivamente más grave, ya que la producción moderna consiste en producción realizada por máquinas o capital, en lugar de producción realizada manualmente o por trabajo, de tal forma que la proporción de sueldos y salarios en relación a las cargas de capital es progresivamente menor. Tenemos, por tanto, dos problemas que resolver: primero, hacer posible a la población general el poder comprar los bienes que son producidos por un cada vez menor número de gente, y por una cada vez mayor cantidad de maquinaria, sin caer al mismo tiempo más y más profundamente en deuda; y segundo, hacer esto mediante un método que no requiera poner a toda la población a trabajar. Obviamente, nosotros no haríamos esto mediante el sistema de subsidios, que simplemente toma de un lado de la población, mediante impuestos, una cierta cantidad de dinero en beneficio de los desempleados, pero que no incrementa de ninguna forma la cantidad total de dinero disponible.

    Aquello a lo que comúnmente se hace referencia como “propuestas de crédito de Douglas” consiste en un reconocimiento de esta situación, y en un buen número de propuestas diversas diseñadas para hacerle frente. Al mismo tiempo que los principios de estas propuestas permanecen substancialmente iguales, las propuestas mismas son susceptibles de someterse a una variación considerable y están destinadas, en la naturaleza de las cosas, a ser un tanto complejas *. Los principales rasgos de estas propuestas consisten en una emisión de dinero, en parte dedicada a permitir que se haga una gran reducción de precios, asegurando al mismo tiempo una renta o retorno apropiado al productor de los bienes, y en parte mediante un dividendo creciente en favor de todo británico nacido como ciudadano. Estas dos emisiones proporcionan el poder adquisitivo necesario para formar una demanda sobre el sistema productivo, bien hasta la capacidad del sistema productivo para poder satisfacerla, o bien hasta que las necesidades de la población queden satisfechas, la que sea o resulte menor de ambas; y mediante su ajuste, la nueva situación creada por la producción mecánica podrá ser atendida. No resulta mayor la dificultad de crear dinero para este propósito que la que había para crear las enormes sumas de dinero requeridas para poder proseguir la Guerra Europea, las cuales ascendían hasta cerca de los diez millones de libras por día. Se puede hacer sin necesidad de introducir elemento alguno en nuestro sistema financiero que resulte novedoso en lo que a su mecanismo se refiere. Puesto que este dinero sería retirado, o bien por su uso en la adquisición de bienes de consumo, o bien en la adquisición por el público de títulos-valores que representan activos de capital –de la misma forma que la venta de títulos-valores por un banco destruye dinero–, no permanecería como deuda contra el público.

    Permítasenos volver por unos pocos minutos a los resultados que se seguirían de la institucionalización de las propuestas basadas sobre dichos principios. La pobreza –y quizás algo incluso más importante todavía: el miedo a la pobreza– desaparecería para siempre de este país. Al principio, habría un gran incremento en el empleo, ya que el dinero estaría viniendo para permitir que se hicieran adquisiciones en las tiendas, y esas adquisiciones, al vaciar las tiendas, llenarían las fábricas con órdenes o peticiones de nuevos bienes para reemplazarlos. Al productor, en cada grado de su vida, se le aseguraría una renta o retorno razonable por sus actividades y, al ser liberado de su miedo a los irracionales auges y depresiones que son causados por una irresponsable y defectuosa política monetaria, se animaría a emplear la mejor maquinaria, los mejores métodos, y los mejores hombres. Como resultado de todo esto, nos encontraríamos con que la calidad vendría a convertirse en un asunto más importante que el precio. Pero quizás el efecto más inmediatamente importante sería respecto a las relaciones internacionales, que son un asunto que tiene que ver más con la economía que con lo que comúnmente se denomina “buena voluntad”.

    La incapacidad de la población de cualquier país industrial moderno de poder comprar los bienes que ella misma produce, hace que la competencia por los mercados extranjeros se convierta en la inevitable política de cualquier Gobierno, con independencia de la etiqueta política que se le ponga. Puesto que todos los países modernos se están haciendo industriales, constituye una imposibilidad el que todos los países puedan exportar más de lo que importan, y esta situación es la que se encuentra en la raíz de las guerras modernas. Con la institucionalización de un sistema financiero modificado que corrija esta falta de equilibrio entre el poder adquisitivo y los precios colectivos, y que al mismo tiempo elimine las penalidades económicas que hoy día acompañan al desempleo, esta presión en favor de las exportaciones se reduciría inmediatamente. Esto no significa que cesaría el comercio exterior. Al contrario. Resulta claro que si no podemos comprar los bienes que nosotros mismos producimos, no podemos comprar los bienes que se han intercambiado por ellos al mismo precio. Pero la posibilidad o capacidad de poder comprar nuestros propios bienes nos deja libres para cambiar bienes con otras naciones en términos equitativos. Parece imposible dudar que tales intercambios no sólo tendrán lugar sino que también se incrementarán, a medida que el progreso de las artes industriales nos permitan a todos nosotros emplear más de nuestro tiempo en disfrutar de las cosas que producimos, en lugar de tener que hacerlas con el propósito de exportarlas a países subdesarrollados.

    Uno podría razonablemente preguntar que, si las dificultades del mundo consisten en esencia en dificultades de contabilidad, como así es, por qué habría de ser tan difícil alterarlas. Me temo que sólo existe una única respuesta a esto. Imaginaos que estuvierais en posesión del derecho legal exclusivo a crear dinero. ¿Estaríais inclinados o dispuestos a escuchar argumentos que modificarían severamente ese monopolio? Probablemente no. Las instituciones financieras poseen semejante monopolio, y están luchando por retenerlo. Por esta razón el primer paso para llegar a un mejor estado de cosas consiste en que un público más amplio entienda la existencia y naturaleza de este “monopolio del crédito”, como así se le llama. Estoy personalmente tan convencido de que una mayoría de banqueros, particularmente en este país, son solamente ellos mismos operadores de un sistema que ellos dan por hecho, que no tengo la menor duda de que la opinión pública podrá ser llevada efectivamente a influir sobre esa minoría internacional que, quizás, pueda ser considerada como inalcanzable.


    Dennis Robertson

    Creo que si el Mayor Douglas y yo nos instaláramos confortablemente por un par de días con el fin de discutir estas difíciles materias, nos encontraríamos con que en casi cualquier punto que se planteara empezaríamos estando de acuerdo, pero tarde o temprano vendrían a quedar separados nuestros caminos. Por ejemplo, estamos de acuerdo en que los bancos crean dinero cuando hacen préstamos a los clientes o compran títulos-valores del público. Pero mientras él se fija en esta fabricación de dinero considerándola necesariamente como un acto de magia negra, yo me fijo en ella considerándola como un proceso que se puede llevar adelante justo de tal forma, y justo a tal escala, que el sistema bancario venga a ser aquello que los banqueros creen que es, esto es, un instrumento para poner efectivamente los ahorros del público a disposición de la industria y el comercio.

    De nuevo, estaríamos de acuerdo en que este “monopolio del crédito”, si así prefiere usted llamarlo, da al sistema bancario un tremendo poder sobre la vida económica del país. Pero mientras que él inferiría de esto una llamada en favor de la práctica abolición de la banca, tal y como la conocemos, yo solamente inferiría de ello una llamada en favor de una cierta medida de control sobre la banca en interés de la comunidad; y estaría preparado para discutir detalles acerca de qué partes –en caso de haber alguna– del mecanismo bancario deberían estar en manos de corporaciones públicas o semi-públicas; y acerca de si hacen o no de hecho los banqueros, mediante esta fabricación de dinero, ingresos desproporcionados con respecto a los servicios que prestan, o con respecto a los ingresos que hacen otras gentes mediante la fabricación, digamos, de jabón o canciones populares.

    De nuevo, yo estaría de acuerdo con el Mayor Douglas en que la forma en que, en el curso de la historia, la creación del dinero –los medios de pago– se ha venido a enredar y confundir con el negocio de la concesión y toma de préstamos comerciales, es muy peculiar y, en algunas circunstancias, muy inconveniente. En un tiempo de aguda depresión como el actual, el funcionamiento de la banca privada se convierte en un arma obtusa y torpe para incrementar el flujo de ingresos y estimular la producción y el comercio, pues los hombres de negocios son reacios a tomar préstamos, y aquéllos de quienes los bancos compran títulos-valores a menudo son reacios a usar los ingresos de esas ventas suyas. Siendo el Mayor Douglas, al igual que muchos ingenieros, un poco poeta y soñador, es conducido por esta consideración a abogar en favor de un ambicioso programa de crédito social. Yo, siendo, como la mayoría de los profesores universitarios, una persona severamente práctica, me dejo dirigir principalmente a la opinión de que en tales tiempos los Gobiernos deberían reforzar la política de dinero barato de los bancos con programas de gasto público útil. Pero, en principio, estoy dispuesto a ir bastante más allá que eso, y miro hacia adelante hacia el tiempo en que la opinión pública se encontrará mucho más ilustrada en estas materias de lo que lo está ahora, y en que será posible, sin miedo a minar la confianza, hacer un uso mucho mayor entonces de lo que lo hacemos ahora de los fondos del Gobierno como motor auxiliar para la política bancaria, dando dinero a las gentes en tiempos de depresión y –uno no debe, me temo, olvidar el otro lado del cuento– tomándolo de ellas mediante impuestos extras en tiempos de sobre-confianza y sobre-expansión.

    Por otra parte, al tiempo que sospecho que el Mayor Douglas, al igual que muchos ingenieros, es propenso a exagerar el incremento en los años recientes de los poderes de producción del hombre, yo estaría de acuerdo con él en que sí son lo suficientemente grandes como para poner al sistema de empresa privada en un enorme problema de reajuste, si es que quiere ser igual de exitoso en distribuir mayor ocio entre la gente que como lo ha sido, en su conjunto, en distribuir mayor riqueza. Pero no pienso que este problema se pueda resolver mediante algún mecanismo puramente monetario; y, aunque yo mismo no soy un Comunista, tengo cierta simpatía con aquéllos que rechazan las propuestas del Mayor Douglas porque sostienen que serían necesarios cambios drásticos en materias mucho más fundamentales que la mera maquinaria del crédito para poder poner las cosas bien.

    Finalmente, yo estaría de acuerdo con el Mayor Douglas en que nuestros problemas internacionales actuales se deben en gran medida a la tendencia de las naciones a considerar la tenencia de un gran comercio de exportación como un fin en sí mismo, en lugar de como un medio para procurar importaciones útiles, ya sean de bienes, servicios o títulos-valores. Quisiera subrayar estos puntos de acuerdo porque, sea o no verdad que los bancos tienen un monopolio del crédito, lo cierto es que no es verdad que el Mayor Douglas y sus seguidores tengan un monopolio del descontento con las estructuras actuales, o un monopolio de ideas brillantes para aplicarlas en la mejora de aquéllas. Sin embargo, no sirve de nada negar que su programa se basa en un análisis que resulta peculiar o especial para ellos mismos, y que a mí me parece –y a mucha gente que no ha quedado particularmente conmocionada por sus propuestas prácticas– completamente falaz. La cuestión puede plantearse ampliamente de la siguiente manera. Muchos de nosotros pensamos que existen un buen número de eventos que pueden, de vez en cuando, producir un repliegue o retroceso en la corriente de dinero distribuida como ingreso y disponible para la adquisición de los productos de la industria. Pondría como ejemplo de uno de ellos –no digo que sea el principal, o que nos hable mucho de sí mismo a menos de saber las causas que hay detrás de él– una tendencia creciente por parte de las compañías de negocios a acumular sus beneficios en forma de depósitos bancarios en lugar de gastarlos en planta y equipo. Pero el Mayor Douglas piensa que existe una perversión inherente en todo el sistema de producción, con la asistencia del crédito bancario, que hace inevitable que tenga que comportarse de esta forma mala, y hace imposible que la industria distribuya, en forma de ingresos, dinero suficiente para adquirir sus propios productos a precios remunerativos. Su razón para pensar esto consiste en que solamente una parte de los costes incurridos en un periodo cualquiera del tiempo por un productor de bienes finales, digamos un panadero, consiste en pagos directos en sueldos, salarios, etc.; el resto consiste, parte en pagos a otros productores por las materias primas o bienes intermedios, y parte en lo que se denominan cargas corrientes o generales. A pesar de repetidas demostraciones de lo contrario, el Mayor Douglas persiste en mantener que estos otros elementos del coste son incapaces de generar ingresos, y que el intento por parte del hombre de negocios de cargar un precio suficiente para cubrirlos tiende, por tanto, a producir una deficiencia crónica de poder adquisitivo. En realidad, en lo que a los pagos por materias primas se refiere, que él no ha mencionado aquí, pienso que detecto algunos signos de mitigación en sus recientes escritos. Pienso que él y sus seguidores están empezando a darse cuenta de que los pagos hechos hoy por el panadero al molinero constituyen normalmente la fuente en la cual el molinero se recupera por los sueldos que pagó ayer, y le aprovisiona de fondos para los sueldos que debe pagar mañana. La producción es un proceso continuo, y en la medida en que ningún productor o comerciante, que forman un eslabón en la cadena, permita que su capital circulante –es decir, sus bienes en proceso de fabricación o en stock– se agote, claramente no habrá aquí razón para ningún fallo de poder adquisitivo. Espero, como he dicho, que el Mayor Douglas se dé ahora cuenta de esto; pero en lo concerniente a las cargas corrientes o generales en edificios, maquinaria y planta, él es, por los comentarios recogidos aquí, verdaderamente impenitente. Tales cargas son –él recientemente lo ha dicho en otra parte– “asignadas”, pero no son distribuidas. Mientras la mayoría de nosotros inocentemente creemos que los hombres de negocios hacen estas cargas por la misma buena razón de que tienen pagos que hacer, quizás no continuamente, pero sí periódicamente, para el mantenimiento de la planta y su eventual renovación –pagos que generan ingresos para otras gentes–, el Mayor Douglas parece creer que se tratan de cargas fantasma, que no se pagan a nadie y que no tienen existencia real fuera de los libros contables de un sistema perverso de contabilidad. O más bien parece flotar entre esta creencia y la creencia de que son pagadas a los bancos para extinguir el capital de los préstamos bancarios. Esto, sin duda, acontece en ocasiones en casos individuales; pero si la industria en su conjunto estuviera normal y progresivamente saliendo de deudas con los bancos de esta forma, sería en realidad difícil de explicar cómo la banca podría ser ese negocio rentable y provechoso que el Mayor Douglas cree que es, o cómo podría de hecho continuar existiendo en absoluto.

    Ahora bien, los programas de crédito social del Mayor Douglas deben ser juzgados, no en relación con nuestras opiniones generales acerca de incrementar el poder adquisitivo del consumidor en tiempos de depresión, sino como el fruto lógico de este peculiar o especial análisis. Pues él quiere dar a los consumidores –no como una medida de emergencia sino permanentemente– dinero suficiente para cubrir la totalidad de la brecha que él piensa que ha discernido entre el total normal de ingresos y el total normal de costes empresariales; y si esta brecha existe absolutamente, ella es, como él mismo insiste, muy grande. A mi juicio, ella no existe, y la adopción de sus propuestas sería, por tanto, o desastrosa o ineficaz. Si el dinero nuevo se repartiera como “dividendos del consumidor”, la corriente de dinero gastable en cada periodo de tiempo vendría, tarde o temprano, a exceder enormemente el valor, en costes de producción existentes, de la producción producida durante el periodo; y, como todas las experiencias muestran, ningún sistema de control de precios puede impedir que tal situación nos conduzca hacia los resultados más dañinos. Si, por otro lado –como pienso que a veces se ha sugerido–, el dinero nuevo se desembolsa a los productores bajo condición de que no lo usen de ninguna forma que genere ingresos, y de que reduzcan los precios al nivel necesario para cubrir solamente sus pagos directos en sueldos, etc., entonces me temo que la réplica de los productores sería, “Gracias por nada”. Pues el dinero que, en palabras del Mayor Douglas, “es retirado por su uso en la adquisición de bienes de consumo”, es decir, que no debe ser empleado de nuevo por el productor para ningún propósito útil, viene a ser dinero de mentira, y su recepción vendría a ser un confort frío para el productor, el cual tiene que aprovisionarse para pagos muy reales y concretos.

    En conclusión, a fin de que podáis tener material para vuestro juicio, me gustaría preguntar al Mayor Douglas tres preguntas claras. Primera, ¿está o no está ahora de acuerdo en que los pagos de un productor a otro por materias primas constituyen un eslabón esencial en la cadena que genera ingresos, y que la realización de esos pagos, por tanto, normalmente no dan origen a ninguna deficiencia en el poder adquisitivo? Segunda, ¿mantiene o no mantiene todavía que la industria en su conjunto, a lo largo de periodos considerables de tiempo, hace entradas contables para cargas corrientes o generales que exceden enormemente a sus desembolsos en intereses y dividendos y en mantenimiento, renovación y extensión de planta? Tercera, ¿sostiene o no sostiene que la deficiencia de poder adquisitivo surge en parte como consecuencia de que la industria en su conjunto está normal y progresivamente devolviendo su deuda de capital a los bancos? Y si éste fuera el caso, ¿cómo es que la banca continúa siendo un negocio rentable o provechoso como él cree que es?


    Mayor C. H. Douglas

    He considerado la réplica del Sr. Robertson con la más estrecha atención. No puedo encontrar en ella ni siquiera un intento de atender los argumentos que se plantearon en mis observaciones introductorias. Si no le estoy malinterpretando, él está de acuerdo conmigo hasta un cierto punto, pero a partir de ese punto él muy amablemente realiza un discurso completamente nuevo en mi nombre que consiste, pienso yo, en su propia interpretación y paráfrasis de ciertas materias de las cuales he tratado en mis libros y, en una forma más simple, aquí. A continuación él expresa su propio desacuerdo con su propia paráfrasis. No pienso que se pueda esperar que acepte esto como respuesta a mis argumentos.

    Finalmente él formula tres preguntas. La respuesta general –y, creo yo, irrefutable– a esas preguntas está contenida en mi explicación de apertura acerca del funcionamiento del sistema financiero. Estaría encantado de responder las preguntas en la forma en que las presenta, pero no en cinco minutos, y no a expensas de excluir algún comentario sobre ciertas cosas de sus afirmaciones. Él amablemente sugiere que, al igual que muchos ingenieros, yo soy un poco poeta y soñador, mientras que, al igual que la mayoría de los profesores universitarios, él es una persona severamente práctica. Me gustaría recordarle que los sueños de los ingenieros generalmente se convierten en realidad. Los ingenieros han sido los responsables de la mayoría de los avances técnicos del pasado siglo, mientras que el sistema empresarial, y sus personas severamente prácticas (de las cuales yo, por supuesto, no sugeriría que el Sr. Robertson fuera una de ellas) son sospechosas de causar la mayoría de nuestras actuales dificultades.

    Pienso que él se hace injusticia a sí mismo cuando contempla definidamente una sucesión de auges y depresiones como un rasgo inherente de la industria, que se ha de abordar alternando donaciones de dinero con tributaciones punitivas. Veo en este testimonio que hay algo relacionado con la distribución de más dinero –aun cuando existieran más bienes para comprar con él– que aterroriza a mucha gente. El Sr. Robertson no especifica los asuntos más fundamentales en los que se requieren cambios, y dejaré a los radioyentes decidir si, mientras se ajustan las materias más importantes, aprecian alivio respecto del riesgo de pobreza en medio de la abundancia.

    Él sugiere que yo llamo en favor de una práctica abolición de la banca; estaría interesado en saber en qué autoridad se basa para formular esa afirmación, y también para la afirmación de que yo soy propenso a exagerar el incremento en los poderes de producción del hombre. Se sugiere, pienso yo, que yo estoy atacando los beneficios dinerarios hechos por la banca. Nunca he hecho eso porque yo no considero ese asunto como algo importante. Yo considero el sistema monetario como algo que propiamente no es más que un sistema de tickets, y si los bancos o incluso los banqueros realmente usaran su porción de tickets en absorber la producción habría menos terreno o lugar a la crítica. Ellos no pueden hacer eso y, consecuentemente, son conducidos o llevados a financiar productos inadecuados. El Sr. Robertson sugiere que el dinero que es retirado por su uso en la adquisición de bienes de consumo es dinero de mentira. Debo replicar que prácticamente todo el dinero usado en la adquisición de bienes consumibles es de hecho retirado, junto con una buena parte del usado en la adquisición de bienes no consumibles. Lo primero es correcto, pero no lo último.

    Mi propia sensación acerca de la divergencia real entre el economista ortodoxo y el ingeniero es que el economista ortodoxo no puede ver diferencia alguna entre la producción de etapa única de hace doscientos años y el actual sistema de producción con energía, y nunca se decide absolutamente sobre si el sistema monetario consiste en un sistema de gobierno o en un sistema de contabilidad.


    Dennis Robertson

    Me temo que el Mayor Douglas se siente un poco agraviado de que en mi comentario sobre sus propuestas yo me haya sentido obligado a salirme fuera de su más bien vaga declaración inicial planteada aquí, y a hacer uso también de las descripciones más definidas que él ha dado de su teoría en sus escritos publicados. Tuve que hacerlo porque, como ya he dicho, su programa debe ser juzgado, no como uno entre muchos mecanismos de emergencia para incrementar el poder adquisitivo en una depresión comercial, sino como el lógico resultado de una teoría peculiar sobre la existencia de una brecha crónica entre costes e ingresos; y a no ser que se os hubiese traído ante vuestras mentes las líneas generales de esa teoría, no habría sido razonable pediros que os formarais un juicio acerca de las propuestas prácticas que se originan a partir de ella. Espero que aquéllos que hayan leído las obras del Mayor Douglas estarán de acuerdo en que he expresado esa teoría, en los pocos minutos a mi disposición, de la forma más clara en que podía expresarse. No puede expresarse de manera perfectamente clara, porque contiene una confusión de carácter fundamental, y porque resulta imposible hacer que el Mayor Douglas concrete en una declaración exacta acerca de qué ocurre con los costes o cargas que, de acuerdo con él, son introducidas por los contables en sus libros, pero nunca son distribuidos como ingresos a ningún individuo. Siento mucho –aunque me doy perfecta cuenta de que el tiempo a su disposición fue muy corto– que él no pensara que mereciera la pena tener la oportunidad de responder siquiera a una de mis tres preguntas, las cuales os aseguro que constituyen la esencia de todo este asunto.

    La razón de mi sospecha de que el Mayor Douglas exagera el incremento en los poderes de producción del hombre consiste en que, si no lo hiciera, él vería que el continuo reparto de dinero a la escala que él propone vendría prontamente a cargar con el muerto que ciertamente existe en el actual momento en forma de fuerza de trabajo desempleada y plantas funcionando por debajo de su capacidad, y generaría una tremenda inflación. Lo único que podría impedir esto sería si el dinero se emitiera directamente a los productores en consideración a una reducción de precios, y se esterilizara de alguna forma de tal manera que los productores no pudieran hacer uso ninguno de él. En ese caso se trataría, como he dicho, de dinero de mentira, y no sería aceptable, y el programa no podría entrar nunca en funcionamiento.

    No quiero sugerir que el Mayor Douglas piensa que los banqueros y los accionistas de los bancos obtienen excesivos beneficios, aunque yo no me escandalizaría en lo más mínimo si él lo hiciera. Pero si él tiene razón, el sistema bancario como tal –aunque sin culpa de aquéllos que lo hacen funcionar– constituye un perjuicio público, de modo que cualesquiera beneficios que hacen con sus operaciones son en cierto sentido excesivos. Y si su programa realmente permitiera a los productores obtener, sin recurrir a los bancos, todo el dinero que necesitan para atender a todos sus costes, exceptuando los pagos directos de sueldos y salarios, la banca se convertiría en algo tan prácticamente superfluo que no pienso que la frase que yo usé, “la práctica abolición de la banca tal y como la conocemos”, sea demasiado fuerte.

    Cuando oigo al Mayor Douglas declarar que si sus propuestas fueran adoptadas la pobreza y el miedo a la pobreza desaparecerían para siempre de este país, me siento igual de triste que como estaría si oyera a alguien que se erigiera como experto médico hacer la misma afirmación sobre las enfermedades. Pues creo que su afirmación de que las dificultades del mundo son en esencia meras dificultades de contabilidad, las cuales él sabe cómo resolverlas, han hecho mucho daño al difundir falsas ideas y levantar falsas esperanzas en los corazones de mucha gente sincera y bienintencionada.

  3. #3
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    Re: Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

    Fuente: The New Age, 13/04/1933.



    Debate radiofónico


    I.

    Por C. H. Douglas


    Las preguntas radiofónicas del Sr. Dennis Robertson



    El 21 de Junio se emitió un debate entre yo mismo y el Sr. Dennis Robertson, M.A., sobre el tema de la Teoría del Crédito de Douglas, habiéndose escogido el título por la B.B.C., y habiéndose establecido también por ella las condiciones del debate en forma de una declaración de apertura de quince minutos para mí, una réplica de quince minutos para el Sr. Robertson, una contrarréplica de cinco minutos para mí, y una declaración de cierre de cinco minutos para el Sr. Robertson.

    A fin de poder abordar un tema complejo de este carácter en el tiempo concedido, resultaba necesario, por supuesto, reducirlo a sus términos más simples posibles, y solamente se incluyeron por mí en la declaración de apertura aquellas materias que resultaban esenciales para un entendimiento de la situación.

    El Sr. Robertson, sin embargo, o bien no quiso o bien fue incapaz de responder a esos argumentos en la misma forma simple con que fueron planteados en esa declaración, y dedicó la parte crítica de su réplica a realizar un ataque sobre la teoría en su forma más elaborada y, por tanto, también mucho más compleja; y siendo, como él mismo expresó, “una persona severamente práctica”, concluyó esa réplica formulando cinco preguntas sobre los aspectos más complejos de la teoría, refiriéndose a ellas como “tres”, y pidiendo una respuesta de cinco minutos.

    Puesto que hay un buen número de afirmaciones en la réplica del Sr. Robertson –para cuyo tratamiento cinco minutos eran inadecuados– que están enteramente al margen de estas preguntas, únicamente era posible expresar mi completa disposición a responderlas en su forma más compleja, y atraer de nuevo la atención al hecho de que las respuestas ya estaban en realidad contenidas en los fundamentos que se expusieron en la declaración de apertura. Las cinco preguntas del Sr. Robertson fueron las siguientes:

    1) ¿Está o no está (el Mayor Douglas) ahora de acuerdo en que los pagos de un productor a otro por materias primas constituyen un eslabón esencial en la cadena que genera ingresos?

    2) ¿Que la realización de esos pagos, por tanto, normalmente no dan origen a ninguna deficiencia en el poder adquisitivo?

    3) ¿Mantiene o no mantiene todavía que la industria en su conjunto, a lo largo de periodos considerables de tiempo, hace entradas contables para cargas corrientes o generales que exceden enormemente a sus desembolsos en intereses y dividendos y en mantenimiento, renovación y extensión de planta?

    4) ¿Sostiene o no sostiene que la deficiencia de poder adquisitivo surge en parte como consecuencia de que la industria en su conjunto está normal y progresivamente devolviendo su deuda de capital a los bancos?

    5) Y si éste fuera el caso, ¿cómo es que la banca es rentable o provechosa?

    Estas preguntas implican claramente que las respuestas que yo les vaya a dar no encontrarán la aprobación del Sr. Robertson. En un editorial de “The Listener” del 28 de Junio, en donde aparece recogido el debate completamente, se dice que mis propuestas contienen un conjunto de proposiciones que todavía no han obtenido apoyo de ni un solo economista destacado de reconocido prestigio. Si por esto último se quiere dar a entender que ningún economista ortodoxo de reputación de primer rango está de acuerdo con mis puntos de vista, entonces debo decir al momento que eso es algo absolutamente incorrecto. Podría nombrar sin dificultad a seis de tales economistas, pero obvias consideraciones me impiden el hacerlo.

    Sería absurdo sugerir que el desacuerdo –del cual es protagonista en este caso el Sr. Robertson– no sea un desacuerdo real y honesto en algunos casos; y a fin de poder entender cómo puede haber un desacuerdo de un carácter tan radical en un asunto al que los hombres de inteligencia media le han dedicado su atención, resulta necesario asumir, pienso yo, que existe de parte del economista ortodoxo una forma especial de mirar a las cosas, que a él le parece que cubre los hechos, y que no es la forma, por ejemplo, en la que yo –y aquéllos que están conmigo– miramos a las cosas.

    No tengo duda alguna de que esta teoría ortodoxa es aquélla que puede denominarse como la “teoría de la circulación uniforme”. Supongamos una comunidad consistente en diez negocios, cada uno de los cuales distribuye £1 por semana en sueldos a un solo hombre, y que no hay ningún otro factor involucrado. El coste de cada uno de esos negocios será de £1 por semana. Se distribuirá £1 por semana por cada uno de ellos, y suponiendo que el producto se compra en la misma semana, sea lo que sea lo que produzcan podrá ser comprado a precio de coste por aquéllos que están empleados en el negocio. Si nueve de los negocios producen productos intermedios y solamente el décimo produce productos consumibles, todo el dinero habrá de ser recolectado del público por el décimo negocio, es decir, £10, y habrá de pagar éste £9 al noveno negocio, el cual a su vez pagará £8 al octavo negocio, y así sucesivamente.

    Si no hubiera ningún otro factor involucrado, resulta bastante claro que un sistema monetario como ése estaría funcionando indefinidamente. Esta es la teoría del Sr. Robertson.

    Pero ahora supongamos que cada uno de esos negocios añade un 10 por ciento a su precio además de la suma que distribuye en costes. El negocio nº 1 cargará al negocio nº 2 veintidós chelines por su producto. El negocio nº 2 cargará al negocio nº 3 cuarenta y cuatro chelines por su producto, y así sucesivamente. Finalmente el producto llegará al décimo negocio con un precio adjunto de £11. Ahora bien, resulta, por supuesto, evidente que la suma total de precios realmente realizada mediante la venta del producto es exactamente igual a la cantidad de ingresos aplicados a la adquisición de ese producto. Si la totalidad de los diez receptores de sueldos aplicaran la totalidad de sus ganancias en comprar todo lo que puedan del producto sólo serán capaces de comprar diez onceavas partes del mismo.

    Esto es a lo que viene a parar la teoría del continuo-proceso-continua-circulación. El Sr. Robertson, sin duda, diría que la cantidad de dinero en circulación es £11 y no £10, con el resultado de que cada una de las diez compañías referidas está distribuyendo el 10 por ciento en dividendos. La suma de esos 10 por cientos completan la £1 extra. Esta respuesta, por supuesto, evade la cuestión y no explica cómo las £10 se convierten en £11, o cómo es posible comenzar un nuevo negocio sin arruinar uno antiguo. Los negocios no empiezan distribuyendo el dinero para pagar sus propios beneficios. Pero afortunadamente ésta es una cuestión que puede ser remitida a los hechos, al margen de la teoría.

    Tengo delante de mí la hoja de balance de una compañía industrial bastante exitosa, la cual la he cogido al azar. No tengo duda alguna que sería fácil encontrar una hoja de balance más favorable para mi caso, pero ésta servirá. Está auditada por la más famosa empresa de auditores del mundo. Volviéndome a la cuenta de pérdidas y ganancias, encuentro las siguientes entradas contables:



    Por beneficio comercial durante el año, después de aprovisionar para deudas
    de dudoso e imposible cobro y para depreciación de planta; y también por
    ingresos procedentes de inversiones comerciales y generales, y dividendos
    procedentes de compañías subsidiarias………………………………………........................ £302.085 .. 18 9

    Por saldo de beneficio de 1931………………………………...........................................£372.155 .... 9 0

    Por saldo de beneficio de 1932………………………………...........................................£291.449 ...16 6
    ............................................................................................................-----------------------
    .....................................................Total…………………………………………………………...£663.605 .... 5 6



    Frente a esto encuentro las siguientes entradas contables:



    A Dividendo sobre Acciones Preferentes Acumulativas…………...............£55.000 .. 0 0

    A Dividendo Provisional de 2,5% sobre Acciones Ordinarias…..............£61.250 ...0 0

    A Interés sobre Títulos de Obligaciones………………………….....................£27.675 ....0 0

    A Amortización de Títulos de Obligaciones……………………......................£39.764 ....0 0

    A Saldo llevado a la Hoja de Balance………………………….......................£479.916 ....5 6
    ...........................................................................................-------------------------
    ....................................Total……………………………………………………………..£663.605 ...5 6



    De todo esto se podrá ver que, de una asignación de £302.085, 18 chelines y 9 peniques (cantidad que real y probablemente sea mucho mayor teniendo en cuenta la frase “después de aprovisionar para deudas de dudoso e imposible cobro y para depreciación de planta”) solamente se redistribuyen £143.925, y es altamente probable que una buena parte de esta suma se pague a los bancos, los cuales a su vez absorben en forma de reservas invisibles una gran parte de ella, ya que, aunque los dividendos de los bancos son altos, se sacan sobre un capital comparativamente pequeño, al tiempo que el dinero pagado a los bancos en amortización de obligaciones queda automáticamente cancelado. Nótese que se está tratando en esta descripción solamente con un componente asignado del precio, esto es, el beneficio.

    Ahora bien, el negocio en cuestión es uno que en gran medida no vende su producto directamente al público. Sus ingresos, por tanto, caen bajo la designación de pagos hechos de una organización a otra, y se podrá ver que las deudas creadas en su favor exceden considerablemente sus desembolsos al público en el mismo periodo de tiempo. Sin embargo, en última instancia es al público únicamente al que debe mirar en busca del pago de todas esas deudas, más cualesquiera beneficios adicionales, si es que quiere seguir siendo solvente. Estamos ahora, por tanto, en una posición de poder abordar la primera pregunta del Sr. Robertson, y la respuesta a esa pregunta nº 1 es: a) Los pagos hechos de un productor a otro por materias primas no constituyen un eslabón esencial en la cadena que genera ingresos, porque pueden ser eliminados mediante la fusión de negocios que siguen adelante con sus sucesivos procesos de producción, y porque no se genera ningún ingreso mediante la fabricación; b) los pagos implicados en transacciones entre un productor y otro no distribuyen ingresos que sean equivalentes, en el mismo periodo de tiempo, a los precios que se generan por el mismo proceso. Y la respuesta a su pregunta nº 2 es que la realización de esos pagos normalmente da origen a una deficiencia de poder adquisitivo.

    Me gustaría dejar claro que todavía queda mucho más que decir en relación a esta cuestión de los pagos hechos de una organización a otra de lo que se ha dicho arriba. Yo he dicho mucho sobre ello en otros sitios. Me estoy esforzando en responder las preguntas del Sr. Robertson –de manera cualitativa y no cuantitativa– en un tiempo casi igual a los cinco minutos que se me concedieron, y tengo ciertas esperanzas de poder hacerlo en cincuenta y cinco minutos.
    Última edición por Martin Ant; 31/12/2016 a las 11:30

  4. #4
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    Re: Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

    Fuente: The New Age, 20/04/1933



    Debate radiofónico


    II.

    Por C. H. Douglas



    Las preguntas radiofónicas del Sr. Dennis Robertson



    Cuando nos acercamos a la pregunta nº 3 del Sr. Robertson, obtenemos, pienso yo, evidencia de su fracaso a la hora de entender la naturaleza del moderno sistema multi-etapa de producción. Esta pregunta dice así: “¿Mantiene o no mantiene todavía (el Mayor Douglas) que la industria en su conjunto, a lo largo de periodos considerables de tiempo, hace entradas contables para cargas corrientes o generales que exceden enormemente a sus desembolsos en intereses y dividendos y en mantenimiento, renovación y extensión de planta?”.

    Resulta obvio por la forma de esta pregunta, pienso yo, que el Sr. Robertson no está al tanto de la existencia de ninguna diferencia entre desembolsos acumulativos de dinero, y desembolsos e ingresos sucesivos de una suma más pequeña de dinero; o poniendo el asunto de otra forma: él parecería creer que cada vez que una empresa industrial compra una nueva máquina al instante carga el coste total de esa máquina en el precio de algo que estuviera haciendo en el mismo periodo de tiempo. Ahora bien, no tengo ninguna duda de que a todo fabricante le gustaría poder hacer esto, cuyo resultado neto, en sus cuentas, sería el de que sus activos reales en su hoja de balance quedarían reducidos a cero, y no necesitaría hacer ninguna carga por el uso de su planta. Pero si el Sr. Robertson supone que semejante rumbo resulta posible de hacer sobre cualquier amplia gama de producción, entonces solamente puedo sugerirle que dedique un poco de tiempo a discutir esta materia con alguna asociación Agrícola o Fabril representativa. Lo que el fabricante hace, si es que puede, es amortizar la maquinaria lo más rápidamente posible, pero como él no le aplica el cargo de amortización al mismo ritmo al que se paga por ella, debería resultar claro que la suma de estas cargas diferidas es pospuesta o llevada de un periodo a otro periodo sucesivo, y no está representada por desembolsos en aquel periodo. El enorme y creciente número de programas de compra a plazos se fundamenta en esta situación. La respuesta, por tanto, a la pregunta nº 3 del Sr. Robertson es que a lo largo del mismo periodo de tiempo la industria en su conjunto hace entradas contables para cargas corrientes o generales que exceden a sus desembolsos en intereses y dividendos y en mantenimiento, renovación y extensión de planta.

    Pregunta nº 4. “¿Sostiene o no sostiene (el Mayor Douglas) que la deficiencia de poder adquisitivo surge en parte como consecuencia de que la industria en su conjunto está normal y progresivamente devolviendo su deuda de capital a los bancos?”. La respuesta cualitativa a esta pregunta me parece a mí que es tan simple que me sorprende que el Sr. Robertson la haya formulado. Si imagináramos que la producción se llevara adelante por una organización, y el dinero que constituye el equivalente al precio de esa producción se creara por una segunda organización (por ejemplo, un banco), y esta organización creadora de dinero prestara su dinero a la organización creadora de bienes, resulta obvio que la devolución de la suma en cuestión a la organización creadora de dinero dejaría un conjunto de bienes sin estar representados por poder adquisitivo. Si este conjunto de bienes ha alcanzado su destino último: el consumidor final, resulta defendible que la devolución y destrucción del dinero es correcta en principio, aunque sería más exacto decir que el dinero debería solamente salir de la existencia al mismo ritmo al que desaparecen físicamente los bienes.

    Pero puesto que la gran mayoría de bienes producidos en un país como Gran Bretaña son, actualmente, bienes de capital, no se venden directamente al consumidor final, sino que se venden a un intermediario el cual, a su vez, los revende, a través de cargas de maquinaria, al consumidor final. La devolución de un préstamo bancario relacionado con esos bienes de capital, antes de que los bienes de capital se hayan cancelado o depreciado completamente, de tal forma que no se hagan más cargas al público por su uso, crea una deficiencia de poder adquisitivo; y la respuesta, por tanto, a la cuarta pregunta del Sr. Robertson es que una deficiencia de poder adquisitivo surge en parte como consecuencia de que la industria en su conjunto está devolviendo su deuda de capital a los bancos a un ritmo más rápido al que se están amortizando los bienes de capital a los que aquélla se refiere, a través de la recolección de su valor completo a partir del público.

    La última pregunta (nº 5) del Sr. Robertson es, “Y si éste fuera el caso, ¿cómo es que la banca es rentable o provechosa?”. Podría explicar este asunto con cierta extensión, pero como encuentro difícil de creer que el Sr. Robertson pueda preguntar en serio semejante pregunta, simplemente me referiré a la “Enciclopedia Británica”, decimocuarta edición, en donde él encontrará la afirmación de que “Los bancos prestan dinero creando de la nada los medios de pago.” La respuesta, por tanto, a la quinta pregunta del Sr. Robertson es que los bancos son rentables o provechosos mediante la creación de los medios de pago.

    Se ha demostrado en los últimos meses que es posible conducir un debate sobre estos importantes temas sin recriminación, y en beneficio de una verdadera ilustración para todo aquél que esté interesado. Siento mucho que en los últimos cinco minutos, por lo menos, de la crítica del Sr. Robertson, así como en ciertos comentarios escritos sobre mis puntos de vista, él no se haya sentido con deseos de mantener ese estándar al que me he referido y, en consecuencia, sus comentarios finales me parecen a mí, y a muchos de sus oyentes, que son puras burradas. Comparar un estado de cosas en el que, por consenso común, hay una abundancia física existente junto con una amplia extensión de pobreza, con un estado de cosas en el que un experto médico se ve enfrentado con el problema de eliminar las enfermedades, posiblemente se pueda considerar como un buen ejemplo de periodismo amarillo, pero no ciertamente como argumento, ni incluso como analogía. Nadie nunca ha sugerido, que yo sepa, que haya dificultad alguna en incrementar inmensamente la actual producción de bienes y servicios así como de eliminar el actual despilfarro de la mucha que se produce, aunque cualquier niño sabe que la eliminación de las enfermedades constituye algo que no es inmediatamente practicable. Incluso los propios argumentos del Sr. Robertson simplemente sugieren que algo le ocurriría al sistema monetario como resultado de este inmenso incremento de producción, a lo cual él llama “cargar con el muerto”.

    Soy consciente de los hándicaps u obstáculos bajo los que el Sr. Robertson, y otros en su misma posición, trabajan, a la hora de abordar cuestiones como éstas, pero antes de usar expresiones tales como “dinero de mentira” y “confusión de carácter fundamental”, pienso que deberíamos darnos cuenta de que es el sistema existente y los expertos asociados a él, de los cuales él es uno, los que lo defienden, y que ninguna sugerencia se ha presentado hasta ahora desde instancias oficiales que atraviese de alguna forma los argumentos que yo le presenté, y que él no ha atendido.

  5. #5
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    Re: Debate entre C. H. Douglas y Dennis Robertson en la B.B.C. (Junio 1933)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: The New Age, 29/06/1933, nº 9, Vol. LIII. Páginas 97 – 99.



    El debate radio-emitido


    La principal importancia acerca de la radioemisión del Debate sobre el Crédito Social en la Región de Londres el 21 de Junio consiste precisamente en el hecho de que se haya emitido un debate sobre el Crédito Social. La teoría y el programa de Douglas, que han estado durante tanto tiempo en el aire, ahora han sido presentados o emitidos al aire y en directo. Al menos, el público ha tenido la oportunidad de oír cuál es la naturaleza general del diagnóstico de Douglas y cuáles son las implicaciones generales de su remedio. Aquéllos que le escucharon ahora ya saben que existe un Teorema y un Programa de Douglas, que su autor está vivo (o lo estaba el 21 de Junio), y con el cual se pueden comunicar, y que en cualquier caso hay libros disponibles en donde él ha explicado sus teorías. De esta forma ha finalizado la fase de “boicot” en el ascenso del Movimiento del Crédito Social (que será seguida, esperemos, de la anulación de la sentencia de muerte que se cierne hoy día sobre THE NEW AGE).

    Nos alegramos de percibir lo bien que llegaron los comentarios del Mayor Douglas, tanto en relación a la articulación como al tono. Resulta difícil para aquéllos que le han visto y oído en meetings públicos y en conversaciones privadas juzgar qué concepto se han formado de su personalidad los radioyentes al escucharle por primera vez; pero pensamos que es seguro decir que algo de la firmeza y serenidad que le caracterizan tan conspicuamente se ha de haber comunicado a aquéllos que le estuvieran escuchando atentamente. El Profesor Dennis Robertson proporcionó un contraste en el estilo que resultaba más apropiado al conflicto fundamental de principios subyacente al debate. Él habló con una voz ligera, cultivada, y, en nuestra opinión, el efecto fue más bien parecido a una actuación musical consistente en un tema de bajo acompañado de un tenor obbligato. No había nada de ese fuertemente discordante fragor de temas como de los que se escuchan, por ejemplo, en la escena de la “Transformación” de Parsifal, en donde Wagner lanza su percusión e instrumentos de viento a la batalla los unos con los otros, como caballeros armados de los tiempos medievales, transmitiendo la impresión de una implacable lucha sobre una cuestión profunda. La razón era que el Profesor Robertson usó diferentes armas a las del Mayor Douglas, y para un propósito distinto al del Mayor Douglas. Pues mientras el Mayor Douglas declaraba su caso en los tonos bajos propios de una convicción práctica, el Profesor Robertson declaraba el suyo en los tonos ligeros propios de la incredulidad académica. De haber estado hablando ambos simultáneamente, el efecto hubiera sido igual al de una exposición de un tema musical central, y sus re-exposiciones en otras claves, procediendo a través de una serie de variaciones en ella. El oyente podría extraviar las notas, y perder el ritmo, del tema aquí y allá cuando las variaciones le envolvieran excesivamente, pero al final terminaría yéndose con el tema en sus oídos, y lo recordaría mucho tiempo después cuando se hubiese olvidado de su acompañamiento.

    La razón de esto, por supuesto, es que mientras en el lado de Douglas existía el objetivo deliberadamente intencional de asegurar apoyo para su remedio, no existía semejante fuerza motivadora detrás del razonamiento del Profesor Robertson. No estaba peleando su propia batalla, y hablaba como alguien a quien no le resultara un placer o beneficio personal el tratar de probar que Douglas estaba equivocado. De nuevo, en un debate sobre este asunto los profesores de economía, tomados como cuerpo en su conjunto, están tremendamente incapacitados como consecuencia de su formación. Pues todo el edificio de su conocimiento se erige sobre el fundamento de principios financieros que, habiéndose establecido como axiomas, nunca fueron investigados. Esto es, a ningún profesor de economía jamás se le ha enseñado (o se le ha animado a buscar) en qué hechos o razonamientos se fundan esos principios en cuestión. Por lo que ocurre que cuando finalmente la cuestión acerca de su firmeza o solvencia se arroja abiertamente a la discusión, el conocimiento especial del economista resulta inútil, y éste ha de empezar a escarbar junto al lego en búsqueda de la verdadera respuesta. Lo mismo pasa con los especialistas financieros administrativos: el director de un banco, por ejemplo, empieza al mismo nivel que la directora de una tetería: su experiencia no tiene mayor relevancia o utilidad que la de ella, aunque fuera mucha. Este asunto es uno de aquéllos que se podría describir correctamente como sub-económico o sub-financiero. Para cambiar la imagen, ésta se encuentra fuera de la gama visible de colores en el espectro de la investigación y la experiencia pasadas.

    Tanto los expertos económicos como financieros, cuando se les llama con poca anticipación a que salgan de la luz tenue de las tradiciones y convicciones establecidas que presiden sus funciones especializadas diarias, se encuentran en desventaja. Parpadean ante la luz brillante, y es sólo tomándose tiempo para acostumbrarse a las nuevas condiciones como podrán ser capaces de distinguir formas y juzgar perspectivas con la misma facilidad que, digamos, un basurero o una lavandera. Esto no es un menosprecio hacia su inteligencia natural; probablemente verían más que otros si se les diera una oportunidad de extensión equivalente a la de los demás; pero su trabajo diario les mantiene en el crepúsculo.

    Por esta razón el Monopolio del Dinero los trata injustamente al invitarles a emprender la defensa de la política financiera existente. Nunca se les ha enseñado por qué ésta es sana o firme; y, por tanto, se encuentran sin poder recurrir a ningún medio de contrarrestar un desafío razonado salvo el negativo de expresar su incredulidad de una forma más o menos plausible. Desafortunadamente su estatus de especialistas conduce a infectar a la masa de la población con dudas.

    Los oyentes recordarán que el Mayor Douglas mantuvo sus comentarios libres de cuestiones técnicas estrechas, mientras que el Profesor Robertson dedicó una parte sustancial de los suyos a su discusión. Pensamos que la política del Profesor Robertson fue equivocada desde su propio punto de vista, porque nadie que no hubiera estudiado el análisis del Crédito Social podía haber visto a dónde quería llegar él; e incluso aquéllos que lo pudieran ver no habrían obtenido una ilustración bien definida en tan corto espacio de tiempo como permitía el debate. El Mayor Douglas, por el contrario, hizo buen uso de su tiempo, pues planteó la cuestión amplia e inteligiblemente, y presentó sus diversos aspectos en forma tal que se pudieran relacionar con las evidencias colaterales de la experiencia contemporánea. Subrayó tres cosas: el hecho e importancia del control privado del dinero; la naturaleza de la política de los controladores del dinero; y los fenómenos objetivos que acompañan a la consecución de ésta. “¿Se ajustan las cosas que todos vosotros veis ocurrir hoy día con mi teoría sobre su causa?”. Ésa, en efecto, fue la nota dominante de su discurso tal y como lo interpretamos. Y si sus oyentes de aquí en adelante no recuerdan más que esa cuestión, el trabajo del Mayor Douglas habrá merecido la pena.

    Notamos que el Profesor Robertson hizo uso de lo que ha venido a ser una expresión estereotipada en las críticas al Crédito Social, esto es, que “la producción es continua”, sugiriéndose que Douglas ha pasado por alto esa “continuidad”. No solamente no la ha pasado por alto Douglas, sino que su razonamiento se basa en ella. Pero la idea de la continuidad es susceptible de interpretarse en más de una forma. Algunas formas son erróneas, y pueden incluso ser usadas para insinuar como asumida la proposición que el crítico se propone probar.

    Ni Douglas ni ninguno de sus críticos pueden de ninguna manera pasar por alto el hecho de la “continuidad” cuando esta palabra es usada para referirse a la existencia de cadenas de producción paralelas a lo largo de las cuales las materias primas son convertidas, etapa tras etapa, en productos finales, y para referirse al hecho de que, mientras los productos están siendo comprados al final del proceso, otros están avanzando para reemplazarlos. Analizamos todo este asunto recientemente en un artículo titulado “El Teorema ‘A’” (THE NEW AGE, 25 de Marzo de 1933). La palabra “continuidad” se usa en relación al argumento de que, en cualquier tiempo dado, el total de precios de bienes de consumo es recuperable no solamente a partir de la gente que ha extraído ingresos por la última etapa de su terminación, sino también de la gente que simultáneamente está extrayendo ingresos por las etapas iniciales de otras producciones. Pero los críticos que señalan esto, dejan como una cuestión abierta si esto ocurre porque la producción es continua, o si la producción es continua porque esto ocurre.

    En lugar de usar la palabra “continua”, sería mejor argumentar en torno a la palabra “simultánea”, subrayando que la producción para consumo futuro está procediéndose al mismo tiempo que la producción para consumo inmediato. Esto permitiría relacionar la idea de simultaneidad con la actividad y organización industrial, dejando que la idea de continuidad quede relacionada con lo que, de hecho, constituye la fuente y la condición de la continuidad, esto es, la política financiera. Yace en la voluntad del monopolio del dinero el que pueda haber o no continuidad, e incluso el que pueda haber producción alguna en absoluto. “El dinero hace que la yegua avance”, y si uno escucha a la gente repitiendo constantemente la afirmación de que la progresión de la yegua es continua, probablemente obtenga uno la noción confusa de que el avance de la yegua es lo que hace o crea ese dinero que la hace avanzar: es decir, que la iniciativa en la actividad económica se encuentra fuera de la comunidad bancaria, la cual simplemente atiende o cuida de la riqueza financiera creada por la empresa privada y la administra de acuerdo con la voluntad de los propietarios privados de esa riqueza… lo cual no es más que un par de mentiras retumbantes, sobre las cuales basan sus pretensiones los Monopolistas del Dinero. Esto explica justo ahora lo que queríamos decir cuando decíamos de los doctores de la “continuidad” que ellos de hecho estaban asumiendo la verdad de su propia proposición, en su proceso de respuesta a la contra-proposición de Douglas.

    Por tanto, si hemos de tener una etiqueta, que sea la de “simultaneidad”, en cuyo caso Douglas, sus críticos y el público podrán encontrarse sobre un terreno común de acuerdo, es decir, que, en cualquier tiempo dado, cuando los clientes aparecen en el mercado de consumo con ingresos para gastar que representan los bienes puestos a la venta ahí, otros clientes simultáneamente aparecen con ingresos que no representan esos bienes o fracción alguna de los mismos, pero que compiten con el primer grupo para poder comprarlos.

    Es a este hecho al que se confían o remiten los banqueros cuando afirman que la expansión monetaria causa inflación de precios. Esto es así porque el desembolso del nuevo dinero no incrementa inmediatamente la cantidad de bienes en el mercado de consumo, sino que incrementa inmediatamente la cantidad de dinero llevada ahí para comprar esos bienes. Ambos grupos de clientes han de comprar simultanea e instantáneamente lo que quieren, y esta compulsión causa que los precios colectivos de los bienes suban hasta igualarse con los ingresos colectivos que traen ahí para gastar.

    La cuestión entre el Mayor Douglas y sus críticos yace en el hecho de que estos últimos sostienen que no hay forma efectiva de controlar o refrenar esa subida en contra del consumidor, o de compensarle por ella posteriormente, y que no es necesario ningún rumbo o camino para ello: que de alguna u otra manera algún principio de compensación automática se elaborará o desarrollará por sí mismo en el seno del sistema. ¡Presumiblemente sea la continuidad lo que lo haga!

    La broma del Profesor Robertson acerca de que Douglas es un “soñador” fue, como él mismo comentó, “tomada a bien” por Douglas. Y hay buena razón para ello: porque ha sido un soñador de mayor éxito. En 1919 se le advirtió en un sueño que los millones y millones de dinero que todas las clases del público poseían por derecho propio se les iba a quitar de sus manos. Simultáneamente los banqueros, los cuales nunca duermen, estaban exhortando a ese mismo público a que se preparara a hacer más dinero todavía ante el inminente auge económico mundial: ellos veían, con sus ojos ampliamente abiertos, riadas de compradores justo en el horizonte aproximándose con pedidos y órdenes de bienes para reemplazar el despilfarro y destrucción causados por la guerra. “Aferraos a toda costa a lo que hayáis obtenido”, era la advertencia de Douglas. “Invertid a toda costa en fábricas y planta todo lo que hayáis obtenido”, fue el consejo de los banqueros. Sí, ¿y qué pasó? No vino ni un alma ni una orden a la vista, y a los engañados capitanes de la industria se les dejó mirando fijamente al vacío desde las atalayas de sus desocupadas fábricas, tiritando en los restos raídos de sus en otra hora tan cálidas cuentas bancarias; algo muy parecido a esas viejas señoras que uno lee a veces que se han desprendido de sus posesiones y han ascendido a una montaña en camisones a dar la bienvenida a la Segunda Venida.

    Tomemos otra advertencia que soñó el Mayor Douglas cuando tenía lugar la Conferencia de Washington: “Si la política financiera continúa aplicándose conforme a sus actuales principios, entonces prepárense para otra guerra mundial”. Ésa, en efecto, fue su profecía. “Disparates” –ése fue el sentido de lo que dijeron los espabilados financieros–: “La guerra es ahora ‘impensable’”.

    Las dos mayores seguridades que los banqueros dieron al mundo si se les dejaba manejar las cosas, es decir, la Prosperidad Financiera y la Seguridad Económica, han sido correspondidas con una situación de Pobreza Financiera e Inseguridad Económica. A aquellos observadores neutrales que, como la mayoría, absuelven a los banqueros de falsedad deliberada, esta falsación directa de sus profecías les debe parecer que connota un error de juicio en cuestiones fundamentales. El carácter de la aflicción del mundo es el mismo en cualquier parte del mismo, con independencia de las numerosas disparidades que haya entre razas, lenguas, monedas, hábitos, creencias, organizaciones industriales y sociales, sistemas políticos y fiscales, creencias religiosas y filosóficas, extensiones de territorio, tipos de recursos naturales, densidades de poblaciones, etc. Ese continente físicamente autosuficiente, los Estados Unidos de América, va por un camino igual de malo que un área físicamente dependiente como el Reino Unido. ¿No constituye esto el más fuerte indicio de que la causa del problema es única y fundamental, y que ella acecha desde un lugar que hasta hoy se consideraba universalmente fuera de sospecha? Si se admite esto, entonces el “sueño” de Douglas deberá ser considerado como algo previamente creíble en lugar de la incredulidad, o mejor dicho, precisamente a causa de la incredulidad que primariamente evoca entre aquéllos que están acostumbrados a la teoría y práctica de resolver problemas superficiales con modos superficiales. No es suficiente hoy día para los críticos alegar su incapacidad para aceptar el diagnóstico de Douglas como razón suficiente para desechar su remedio. Deben proponer un diagnóstico alternativo que posea el mismo carácter fundamental e implicaciones universales que el suyo. Dejemos que encuentren uno, aun cuando tengan que irse a dormir para poder pensar en él.

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