Fuente: Documentos colectivos del Episcopado español, 1870 – 1974. Edición preparada por Jesús Iribarren, B.A.C., 1974, páginas 291 – 302.
15 Agosto 1956
METROPOLITANOS A LOS FIELES
SOBRE LA SITUACIÓN SOCIAL EN ESPAÑA
I. DERECHO Y DEBER DE LA IGLESIA DE INTERVENIR EN LOS PROBLEMAS SOCIALES
1. La solicitud pastoral, y las circunstancias que nos rodean, contribuyen hoy a dedicar esta Declaración a la cuestión social.
Insistimos de nuevo, por su importancia y actualidad, en esta materia. Muchos recordarán que los Metropolitanos españoles publicaron también, en Junio de 1951, otra Instrucción sobre los deberes de justicia y caridad. ¿Quién ignora que tema tan importante y delicado cae de lleno dentro del ámbito del Magisterio eclesiástico? El Papa León XIII demostró, con robusta argumentación, en la Rerum Novarum, el derecho de la Iglesia a levantar su voz en los conflictos de índole social, tan íntimamente ligados con el dogma, con la moral y con el Evangelio [1]. Más tarde, Pío XI, en la Quadragesimo Anno, recabó «el derecho y el deber» de juzgar, con suprema autoridad, las cuestiones sociales y económicas que agitan al mundo [2].
En el mismo lugar, puntualiza Pío XI que no se refería a las cosas técnicas, para las cuales la Iglesia no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino a todo aquello que toca a la moral y muchas veces de la moral depende.
2. Nuestro primer pensamiento, en asunto tan grave, se dirige hacia la dignidad de la persona humana, tan encarecida por los Romanos Pontífices. Bien entendida esta dignidad, queda abierto el camino para la perfección del hombre y para la solución del problema social. Señalamos tres órdenes de dignidad reservados al hombre: dignidad natural, dignidad de la vida de la gracia y dignidad de la vida de gloria.
Hay una dignidad natural, de la que goza todo hombre, por serlo, ennoblecida por el carácter cristiano, y destinada a desarrollarse y perfeccionarse viviendo en sociedad. En ella cumplen los hombres los fines particulares señalados por el Autor de la naturaleza, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo [3]. Con la dignidad natural del hombre, va unida su dignidad social. Dios ha hecho al hombre naturalmente sociable; la sociedad, por tanto, no ha sido ordenada por Dios para corromperle y degradarle, sino para ayudarle y perfeccionarle, para hacerle «más factible, en el orden temporal, la consecución de la perfección física, intelectual y moral» [4].
3. Mas no se llegará a esa meta si en la sociedad no hay abundancia, o suficiencia al menos, de bienes y servicios, y sabia distribución de los mismos entre todos los ciudadanos. Una sociedad rica en bienes, de los cuales participan desigualmente los asociados, de tal manera que sobrara a unos mientras faltase a otros lo necesario para vivir, no estaría cristianamente ordenada. La persona humana sufriría, entonces, menoscabo, y los perjudicados por la injusta distribución de los bienes encontrarían serios y, a veces, insuperables obstáculos para su bienestar y su perfección.
II. LA RETRIBUCIÓN DEL TRABAJADOR HA DE SER SUFICIENTE PARA SU DIGNO SUSTENTO Y DE SU FAMILIA
4. Procurar abundancia de bienes, y organizar ordenadamente el trabajo, entra de lleno en los fines de toda sociedad bien dirigida. «No hay nadie que desconozca –dice la Quadragesimo Anno– cómo los pueblos no han labrado su fortuna, ni han subido desde la pobreza y carencia a la cumbre de la riqueza, sino por medio del inmenso trabajo acumulado por todos los ciudadanos, trabajo de los directores y trabajo de los ejecutores» [5]. Por otra parte, la virtud del trabajo, por sí misma, realza y dignifica al trabajador. La ociosidad acarrea muchas maldades, según nos enseña el Espíritu Santo [6]. No es otra cosa el trabajo –decía León XIII– que el ejercicio de la propia actividad, enderezado a la adquisición de aquellas cosas que son necesarias para los varios usos de la vida, y, principalmente, para la propia conservación [7].
De aquí aquellas dos cualidades del trabajo apuntadas en la Rerum Novarum: el trabajo personal, y el trabajo necesario; renunciable la retribución del primero en debidas circunstancias, irrenunciable la del segundo, porque habla, por su medio, la misma naturaleza con sus derechos imprescriptibles. De aquí también que, a la hora de distribuir, todos los que trabajan merecen una doble consideración: la del ciudadano, y la del productor [8].
5. El ideal social, tan luminosamente expuesto en los Documentos Pontificios, exige la sabia organización de la economía, a fin de que encuentre trabajo suficiente todo obrero adulto que quiera y pueda trabajar. Con el mismo celo ha propugnado la Iglesia el deber de retribuir justamente el trabajo. Hablando a los trabajadores de la FIAT, decía Su Santidad Pío XII el 31 de Octubre de 1948: «La Doctrina Social de la Iglesia pide para el trabajador un justo salario en el contrato de trabajo, y exige para él una asistencia eficaz en sus necesidades materiales y espirituales» [9].
Tres condiciones señala la Quadragesimo Anno, por las que han de regirse y determinarse los salarios:
1.ª «Dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la de su familia» [10].
2.ª «Deben, asimismo, tenerse presentes las condiciones de la empresa y del empresario»; pero de tal manera que no se ha de perdonar esfuerzo, «en este punto verdaderamente gravísimo», hasta conseguir que los salarios sean justos y suficientes [11].
3.ª «La cuantía del salario debe atemperarse al bien público económico»; y, así, el obrero y el empleado llegarán a reunir, poco a poco, un modesto capital, y aumentará el número de los que pueden y quieren trabajar [12].
Un año antes que la Quadragesimo Anno, había aparecido la Encíclica Casti Connubii, y, en ella, insistiendo una vez más en las huellas de León XIII, escribía el Papa Pío XI sobre la primera de las mencionadas condiciones: «Hay que trabajar, en primer término, con todo empeño, a fin de que la sociedad civil, como sabiamente expuso nuestro predecesor León XIII [13], establezca un régimen económico y social en el que los padres de familia puedan ganar y granjearse lo necesario para alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos, según su clase y condición, pues “el que trabaja merece su recompensa” [14]. Negar ésta, o disminuirla más de lo debido, es grande injusticia, y, según las Escrituras, un grandísimo pecado [15]; como tampoco es lícito establecer salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias, no sean suficientes para alimentar a la familia» [16].
No olvidemos, sin embargo, la intimación del Apóstol a los fieles de Tesalónica: «Quien no quiera trabajar, tampoco coma» [17]; y León XIII, para concertar al mismo tiempo los derechos y deberes, señalaba a los obreros «su deber de poner de su parte, íntegra y fielmente, todo lo pactado en libertad y según justicia» [18].
III. JUSTA DISTRIBUCIÓN DE LOS BENEFICIOS COLECTIVOS
6. Postulado, de una sociedad auténticamente cristiana, es la justa distribución de los beneficios colectivos. Oigamos la enérgica expresión del Papa Pío XI: «Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo que es un resultado de la eficaz colaboración de ambos; y es totalmente injusto que el uno o el otro, desconociendo la eficacia de la otra parte, trate de atribuirse a sí solo todo cuanto se logra» [19].
Mas, observando serenamente la realidad, ¿quién dudará que, en la áspera lucha entablada por la justa distribución de los beneficios, a lo largo de un siglo, el trabajo ha llevado, en gran parte, las de perder? Cuando esto sucede, la justicia se conculca; se distribuyen las riquezas desigualmente; el capital se alza prepotente; se acentúa el desnivel de las clases sociales; y, roto el dique, el oleaje de la Revolución sacude los fundamentos del orden social.
7. No acudimos a la declamación ni a la fantasía. Contra tan grave injusticia, contra tan tristes procedimientos, los Romanos Pontífices han levantado su voz reiteradamente, y con inusitada energía, desde hace más de sesenta años.
¿Será preciso recordar que, lo que movió a León XIII a escribir la Rerum Novarum, fue principalmente el espectáculo que ofrecía, entonces, «la mayoría de los hombres de la ínfima clase, debatiéndose indignamente en una miserable y calamitosa situación», frente al pequeño grupo formado por «unos cuantos opulentos y riquísimos»? [20].
Y, aunque la situación del trabajador fue mejorando durante el siglo XIX, sin embargo, todavía cuarenta años después de escritas las palabras citadas, podía aseverar Pío XI: «Las riquezas, multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada de industrialismo, están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases sociales» [21].
Luminosa y abundante es la doctrina de Pío XII sobre esta materia. Dejando otros textos de gran valor, nos parece oportunísimo el reproducir las ideas capitales de documentos consagrados particularmente a nuestra Patria. Es el principal el Mensaje radiado el 11 de Marzo de 1951, dirigido «a los obreros todos de España», del cual son estas palabras: «Desde la Epístola de San Pablo a Filemón, hasta las enseñanzas sociales de los Papas en los siglos XIX y XX…, la Iglesia insiste en la necesidad de una distribución más justa de la propiedad, y denuncia lo que hay de contrario a la naturaleza en una situación social donde, frente a un pequeño grupo de privilegiados y riquísimos, hay una enorme masa popular empobrecida» [22].
8. Es cierto que, gracias a la paz de que disfrutamos y a las leyes sociales vigentes, el nivel de vida se ha elevado en algunas zonas geográficas y sociales con respecto a tiempos anteriores. Sin embargo, no es menos evidente que hoy, en España, muchísimos individuos de la clase media y de los obreros cubren con dificultad las partidas más indispensables de sus modestos presupuestos, a la par que aumenta el número de ciudadanos que disfrutan de rentas reales como nunca, entre nosotros, se había conocido.
Cuando en una sociedad, como norma general y permanente, se excluye al trabajo de la participación en los beneficios comunes, y éstos se acumulan al capital, tal sociedad, en este aspecto gravísimo, no está cristianamente constituida. Esto ha dado origen a lo que se ha llamado apostasía de las masas. Por tanto, es de tal urgencia el poner remedio a tan graves abusos, que difícilmente se hallará en la vida pública otra cuestión más apremiante e imperiosa, «porque si, con vigor y sin dilaciones –afirma Pío XI– no se emprende, ya de una vez, el llevarlo a la práctica, el corregir el mal denunciado, es inútil pensar que puedan defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores de la Revolución» [23].
IV. SALARIO JUSTO. PARTICIPACIÓN, DE ALGUNA MANERA, EN LOS BENEFICIOS. EQUIDAD EN LOS TRIBUTOS FISCALES
9. Si se nos pregunta por qué procedimientos, o en qué ocasiones, podría verificarse la corrección del reparto injusto, responderíamos que en tres tiempos o momentos: o al convenir el salario; o al distribuir los beneficios de la empresa, industrial o agrícola; o por la justa redistribución de la renta nacional, realizada en la esfera suprema por la intervención directa del Estado, y utilizando principalmente el procedimiento fiscal. Extrañarán algunos que examinemos de frente y a fondo este magno problema. Sepan, sin embargo, que, como decía Su Santidad Pío XII a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas, «la Iglesia ha tenido siempre muy presente el verdadero bien del pueblo, el verdadero bien común. Y, desde el momento en que se trata de justas reivindicaciones sociales, Ella está siempre a la cabeza para promoverlas… Un reparto equitativo de las riquezas ha sido siempre, y continuará siendo siempre, uno de los principales objetivos de la Doctrina Social católica» [24].
10. Hablemos primero del salario: afirmamos como obligatorio el salario familiar, con el cual el obrero adulto obtenga la remuneración suficiente para su propia sustentación y la de su familia. Pío XI, en su Encíclica Divini Redemptoris, lo llamó «de estricta justicia» [25].
«Los salarios de los obreros, como es justo –dice Pío XII–, sean tales que basten para ellos y sus familias» [26]. Así lo exige la justicia social [27]. De lo contrario, las necesidades domésticas ordinarias no se cubrirían, y la esposa y los niños se verían obligados a mendigar. La cuantía justa del salario depende de muchas circunstancias, como ya lo advirtieron León XIII y Pío XI. Tales son: las condiciones de la empresa, la situación del empresario, y el bien público económico; el precio de las cosas; el riesgo de los trabajos… Pero no olvidemos jamás que, privar al obrero directa o indirectamente de su remuneración para obtener mayores lucros, es hacerse reo de «grave delito» [28]; es «contra derecho divino y humano», «es enorme pecado» [29].
Las expresiones parecerán fuertes, pero se leen a la letra en la Rerum Novarum y la Quadragesimo Anno.
Respecto a la formación del salario, se ha de tener presente que también es justo que el resto de la familia concurra, cada uno según sus fuerzas, al sostenimiento común de todos. De igual modo, el productor podrá tener otras fuentes de ingreso complementarias del salario, como advertía Pío XII a los trabajadores de Italia en 1943. Y, aunque la Iglesia ve con dolor que trabaje la mujer fuera del hogar, en forma que perjudique a sus deberes de esposa y madre, el mismo Papa defiende «la igualdad del salario, supuesto igual trabajo y rendimiento, entre el hombre y la mujer» [30].
La Iglesia señala una meta, un ideal, al cual debemos aspirar seriamente. Y, para lograrlo, necesario es que obreros y patronos, con unión de fuerzas y voluntades, se congreguen a vencer los obstáculos y las dificultades, ayudándoles la pública autoridad con su previsión y su prudencia [31]. Los patronos, sin embargo, no deben tranquilizar sus conciencias por haber cumplido las disposiciones legales respecto al salario. Porque, si el salario legal, computados los subsidios sociales, es manifiestamente insuficiente para la vida del trabajador y de su familia, y la empresa, industrial o agrícola, permite, sin daño ni peligro de su prosperidad ni del bien común, pagar un salario más alto, el patrono debe darlo, y grava su conciencia si no lo hace.
¿Cómo determinar la cuantía del salario? La recomendación constante de los Papas es que se busque, a toda costa, por medios pacíficos y jurídicos, evitando las huelgas, por los graves daños que causan a patronos, a obreros, al comercio, y aun a la misma tranquilidad pública [32].
Parece, pues, lo más razonable y oportuno reservar la solución de estas contiendas a las corporaciones profesionales, en las cuales han de estar representadas ambas partes: patronos y obreros; con lo cual hallarán el cauce jurídico para alcanzar sus derechos, y tratar de conciliar pacíficamente sus encontrados intereses. La intervención del Estado puede ser necesaria, ya como representante del bien común, que está por encima de patronos y obreros, ya como árbitro para dirimir la contienda. El Estado, empero, no puede sustituir la libre actividad de las partes, sino limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda. Tales son las enseñanzas de la Encíclica Quadragesimo Anno [33].
11. Digamos unas palabras sobre la participación en los beneficios de la empresa, que es, como recordaréis, el segundo momento o tiempo del justo reparto. En la Encíclica que acabamos de citar, aconseja Pío XI que, atendidas las circunstancias del mundo moderno, el contrato de trabajo se suavice algún tanto, en lo que fuera posible, por medio del contrato de sociedad. Así es como «los obreros y empleados llegan a participar, ya en la propiedad, ya en la administración, ya en una cierta proporción de las ganancias logradas» [34]. Pío XII repite este mismo consejo en el Radiomensaje del 11 de Marzo de 1951 a los trabajadores españoles. La Iglesia ve con buenos ojos, y aun fomenta, todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tiende a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo, y mejorar la condición general del trabajador [35].
Sabido es que la realización de este consejo –uno de los capítulos de la humanización y cristianización de la empresa– ha progresado mucho en el mundo desde que se escribieron estas palabras, ya en el orden legal, ya en el orden práctico.
12. Resta aludir al tercer tiempo, o sea, a la distribución de la renta nacional. He aquí la doctrina pontificia: si, ni aun completando el salario con la participación en los beneficios, logran obreros y empleados una retribución justa, teniendo en cuenta los precios de venta de los productos obtenidos, de modo que a todos y cada uno de los socios se les provea de todos los bienes que las riquezas y los subsidios naturales, la técnica, y la constitución social de la economía permitan, entonces es obligación del Estado, por el principio de su función supletiva [36], corregir los abusos en esta materia y adjudicar equitativamente, por medio de la legislación tributaria, una parte de la renta nacional a las clases e individuos más perjudicados.
V. FUNCIÓN DE LA CARIDAD EN LA VIDA SOCIAL. NO DEBE SUSTITUIR A LA JUSTICIA, SINO COMPLETARLA
13. No sobrará ahora recordar el importantísimo papel reservado a la caridad dentro de la vida social. Pero advertimos de antemano que, según las enseñanzas de los Papas, la caridad no está destinada a suplir las faltas de la justicia, sino a ser su complemento y perfección ulterior. Lamentábase Pío XI, en la Encíclica Divinis Redemptoris, de no haberse profundizado bastante en el precepto de la caridad. Y añadía, a continuación: «Para merecer la vida eterna, y para poder socorrer a las necesidades, es necesario volver a una vida más modesta, renunciando a placeres, muchas veces pecaminosos» [37].
Antes de él, León XIII, al apuntar en la Rerum Novarum los remedios de las luchas sociales, partía de la base de la justicia cristiana, o sea, del cumplimiento de los deberes mutuos y específicos de ricos y pobres, de trabajadores y amos, y la completaba con «algo más grande, algo más perfecto»: la caridad y el amor fraterno de unos y otros [38]. Nuestro Santísimo Padre, felizmente reinante, entonaba, delante de las damas de San Vicente Paúl, un himno elocuentísimo a la caridad: «Virgen de los ojos de luz, Madre de los labios de miel… ¡Qué buena parece –exclamaba Pío XII–, y más que nunca necesaria!, para esta humanidad agitada y convulsa que no quiere creer más en la verdad, que no se atreve a creer más en la justicia, pero que no puede decidirse a dejar de creer en la caridad» [39].
El Cardenal Guisasola, ornamento del Episcopado español, lo afirmaba también sin rodeos: «Hoy día, para restaurar las cosas a la situación debida, la sola virtud de la justicia no sería bastante. Es necesaria una efusión de caridad, tan intensa y dilatada, que llene los abismos cavados por el odio» [40].
Son estas preciosas expresiones ecos de los latidos del corazón de Jesucristo, «horno ardiente de caridad», que con tanta ternura nos decía: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis» [41]. Son también confirmación paternal del encargo de San Pablo a Timoteo: «Di a los ricos de este mundo que obren rectamente, que sean ricos en buenas obras, largos en repartir, amigos de comunicar sus bienes» [42].
Así se cumple el programa del mismo Jesucristo, Dives in Deum, ricos ante Dios, ricos según la voluntad de Dios [43].
Si deseamos algo más concreto y personal, hay en la literatura pontificia un bello texto adecuadísimo al caso, que todos oímos en la Plaza del Pilar, de Zaragoza, en ocasión memorable. Las ondas nos trajeron, entonces, la voz del Supremo Pastor, que, dirigiéndose «a sus hijos amadísimos de toda España», y confortado su ánimo «por la confianza en el Corazón dulcísimo de María», los invitaba encarecidamente a corresponder al amor y protección de la Madre en los siguientes términos: «Prometedle reprimir el deseo de goces inmoderados, la codicia de los bienes de este mundo, ponzoña capaz de destruir el organismo más robusto y mejor constituido; prometedle amar a vuestros hermanos, a todos vuestros hermanos, pero principalmente al humilde y al menesteroso, tantas veces ofendido por la ostentación del lujo y del placer» [44].
14. Al placer nocivo y al lujo; a la ostentación desafiante; y al egoísmo de las riquezas, hemos de renunciar, si aspiramos a que nuestra caridad sea personal y afectiva. Al invocar, pues, tan excelsa virtud, en favor de nuestros hermanos los pobres, no aludimos exclusivamente, ni aun principalmente, al mendigo callejero, ni a la moneda que, por evitar su importunidad, tal vez se alarga al transeúnte. Entendemos la limosna con generosa y sobrenatural amplitud: alimentos, vestidos, dinero, lumbre, trabajo, luz, vivienda, colocación, enseñanza, dispensario, visita personal. Queremos llevar, con el óbolo espiritual, el material, allí donde verdaderamente impera la necesidad, aun cuando gima en silencio avergonzada, porque el rótulo de un sueldo mísero, o el sonsonete de un apellido, o el eclipse de una posición ya desvanecida, impidan implorar públicamente una limosna.
Sin embargo, en aquellos hogares se vive, mejor dicho, se agoniza en la continua indigencia. Los mina la enfermedad, les atormenta el hambre, los asfixia la carestía, los hunde en el sepulcro la negra perspectiva del día siguiente. ¿Qué remedio hallaremos para estas desventuras? La caridad magnánima y organizada, multiplicadora de trabajo y riqueza, que no se detengan en las lágrimas de los ojos, y penetren en los corazones que devoran amarguras sin cuento en la soledad de la buhardilla.
Dentro de sus muros ennegrecidos, en torno del lecho del enfermo, ¡cómo resplandece, a los fulgores del sol de la caridad, aquella dignidad de la persona humana que invocábamos al principio! No solamente la dignidad natural, social y ciudadana, rico tesoro que lleva consigo todo hombre venido a este mundo, sino también la dignidad de la vida de la gracia y de la vida gloriosa. La vida de gracia se nos viene por Jesucristo: la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha. «Y de la plenitud de Él todos nosotros hemos recibido» [45]. La gracia supera, con mucho, a todos los bienes naturales, y, por tanto, interesa a las autoridades y los súbditos que, al velar por los bienes naturales, no padezcan detrimento los eternos. La dignidad de la vida gloriosa la disfrutaremos cuando, terminado el curso de esta vida mortal, entremos en la posesión de una vida que no muere. Contemplaremos, entonces, a Dios, «no en imagen o en espejo, sino cara a cara», según la expresión de San Pablo [46]; y este cuerpo de barro, como escribió el mismo Apóstol a los fieles de Filipos, el Salvador Jesucristo, Señor Nuestro, «lo transformará y hará conforme al suyo glorioso» [47].
VI. SIN EL DEBIDO ORDEN A LA VIDA FUTURA, NO REINARÁN NUNCA EN EL PRESENTE EL ORDEN, LA JUSTICIA Y LA CARIDAD SOCIAL
15. Hemos juzgado muy oportunos estos recuerdos en una Declaración social. Ya advirtió León XIII en la Rerum Novarum que, sin la contemplación de la vida futura, es un inextricable misterio la presente. Y nada calma tanto la sed de oro, e infunde templanza y fortaleza en los ánimos, como la consideración del premio que espera al hombre bueno y prudente, trabajador y virtuoso, que supo cumplir sus deberes y sus justos derechos sin salirse del cauce de la moral cristiana.
Pasemos todos por la Tierra como el Divino Maestro: «haciendo el bien» [48]. No busquemos sólo lo propio, sino «lo de los demás» [49]; procuremos los unos «aliviar las cargas de los otros» [50]; y pongamos el fundamento de nuestro gozo en la esperanza cierta de gozar algún día, por los méritos de Cristo, de la inefable dicha del Cielo que Dios tiene preparada a los que le sirven *.
15 de Agosto de 1956, Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen.
[1] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 358, n. 13.
[2] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 398, n. 14.
[3] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., ibid.
[4] Pío XII, Summi Pontificatus, en Col. Enc., p. 168, n. 24.
[5] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 401, n. 21.
[6] Eclo. 33, 29.
[7] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 370.
[8] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., ibid.
[9] Pío XII, Discurso a los trabajadores de la FIAT (31 Octubre 1948), en Col. Enc., p. 1.299, n. 3.
[10] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 405, n. 32.
[11] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[12] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 34.
[13] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 370, n. 37.
[14] Lc. 10, 7.
[15] Deut. 24, 14 – 15.
[16] Pío XI, Casti Connubii, en Col. Enc., p. 971, n. 45.
[17] 2 Tes., 3, 10.
[18] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 360, n. 16.
[19] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 402, n. 22.
[20] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 354, n. 2.
[21] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 26.
[22] Pío XII, Discurso a los obreros todos de España (11 Marzo 1951), en Col. Enc., p. 529, n. 4 – 5.
[23] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 27.
[24] Pío XII, Discurso a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas (12 Septiembre 1947), en Col. Enc., p. 505, n. 13.
[25] Pío XI, Divini Redemptoris, en Col. Enc., p. 446, n. 31.
[26] Pío XII, Saertum Laetitiae (1 Noviembre 1939), en Col. Enc., p. 462 – 463.
[27] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 405, n. 32.
[28] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[29] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 360, n. 17.
[30] Pío XII, Discurso a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas (12 Septiembre 1947), en Col. Enc., p. 505, n. 13.
[31] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[32] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 368, n. 31.
[33] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406 – 411.
[34] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 29.
[35] Pío XII, Discurso a los obreros todos de España (11 Marzo 1951), en Col. Enc., p. 529, n. 6.
[36] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 408, n. 35.
[37] Pío XI, Divini Redemptoris, en Col. Enc., p. 451, n. 48.
[38] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 362, n. 19.
[39] Pío XII, La caridad, p. 59, n. 48, en Col. Pío XII (Ed. A. C. E., Madrid, 1943).
[40] Cf. Palacio, La Propiedad, p. 405, en Enchiridion sobre la Propiedad (E. Junta Central de A. C. E., Madrid, 1935).
[41] Mt. 25, 40.
[42] 1 Tim. 6, 18.
[43] Lc. 12, 21.
[44] Pío XII, Discursos de Su Santidad en el día 12 de Octubre de 1954, Consagración al Inmaculado Corazón de María, en Col. Enc., p. 1580, n. 5.
[45] Jn. 1, 16 – 17.
[46] 1 Cor. 13, 12.
[47] Flp. 3, 20 – 21.
[48] Act. 10, 38.
[49] Flp. 2, 4.
[50] Gal. 6, 2.
* Todas las citas de Encíclicas y Documentos Pontificios están tomadas de la Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, editada por la Junta Técnica de Acción Católica Española (Madrid, 1955).
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