Fuente: Documentos colectivos del Episcopado español, 1870 – 1974. Edición preparada por Jesús Iribarren, B.A.C., 1974, páginas 257 – 267.
3 Junio 1951
METROPOLITANOS A FIELES
INSTRUCCIÓN COLECTIVA SOBRE DEBERES DE JUSTICIA Y CARIDAD
1. La Conferencia de los Metropolitanos españoles celebrada en Diciembre último acordó por unanimidad publicar una Instrucción en la que se forme y estimule la conciencia de los católicos en materia de justicia y caridad, se les inculque el cumplimiento de los respectivos deberes cristiano-sociales, y se exhorte a todos a una mayor austeridad de vida y cercenamiento de gastos superfluos, fomentando y ayudando más eficazmente todas las instituciones y obras de caridad.
El reglamento dado por la Santa Sede para las Conferencias de los Metropolitanos españoles dispone que los acuerdos tomados no se cumplimenten sino después de haber obtenido por lo menos el «nihil obstat» de la Santa Sede o la resolución de la misma si el asunto lo requiriera. Como, entre los temas tratados en la última Conferencia, uno exigía la resolución, de la cuestión propuesta, por la Santa Sede, se ha tardado unos meses en recibir la contestación completa sobre todos los temas. Mas, ciertamente, esta pequeña demora no ha mermado la oportunidad de la Instrucción, sino que, antes al contrario, la ha exigido con más urgencia, pues, de lo contrario, se podría acusar a la Iglesia de España de que, en momentos graves y difíciles, no recordaba a todos sus respectivos deberes, y no señalaba saludables orientaciones, sin descender a cuestiones técnicas en las cuales quepa diversidad de opiniones.
2. La Ley de Dios, bien lo sabéis, carísimos fieles, tiene dos tablas: la primera abraza, con los tres primeros mandamientos, las relaciones del hombre con Dios; la segunda, las relaciones de los hombres entre sí, del cristiano con sus prójimos. Algunos pretenden, si no en teoría, en la práctica, mutilar la Ley de Dios. Se hallarían bien avenidos con una religión que sólo les impusiese algunas prácticas de piedad, y que les dejase libertad completa en la adquisición y en el disfrute de los bienes de la Tierra. No es, sin embargo, ésta, ni la doctrina evangélica, ni la de los Apóstoles. Preguntado Nuestro Señor Jesucristo sobre cuál era el primero de todos los mandamientos, respondió: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno» [1]. El Evangelio es la religión más divina, por la unión más elevada del hombre con Dios; pero también la más humana, la que prescribe un mayor amor a nuestros prójimos, como a nosotros mismos. Cuando otra vez se pregunta a Jesús: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?», parece como si se llegara a olvidar el Divino Maestro de que lo primero que es necesario para lograr la vida eterna es el amor de Dios, pues sólo contesta: «Ya sabes los mandamientos: no matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no harás daño a nadie, honra a tu padre y a tu madre» [2], preceptos todos de la segunda tabla; y es que, como dijo más tarde el discípulo amado San Juan en una de sus Epístolas, «el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» [3].
3. No vamos, en esta Instrucción, a hablar de los preceptos de la primera tabla, sino de los de la segunda, y, concretamente, de los de justicia y de los de caridad. La virtud de la caridad con el prójimo es muy excelsa; es también muy bella y atrayente; pero no creáis jamás que pueda suplir la de la justicia; ésta ha de ir por delante y en primer lugar. De nada le ha de servir al que se haya enriquecido con injusticias el practicar, a manera de adorno, y muy trompeteadas, algunas limosnas. Las limosnas que Dios premia con la vida eterna son las que se practican cumplida, primero, toda justicia. Y es muy falso lo que algunos pretendidos redentores del obrero vocean: que el cristianismo se contenta con predicar caridad a los ricos y resignación a los pobres. La resignación es una cristiana virtud ante la adversidad y el dolor, que todos necesitamos, ricos y pobres, pues también el dolor físico y el dolor moral se entran por las puertas de los palacios como de las humildes chozas. ¡Ah!, pero el verdadero cristianismo predica, antes de la limosna y de la caridad, la ley de la justicia. El grande Apóstol de la caridad y del amor, San Juan, que, recostado en el pecho de Jesús, transfundió en sí las riquezas del amor de Cristo a Dios y a los prójimos, anatematiza antes a toda injusticia: «El que no practica la justicia, no es de Dios; y tampoco el que no ama a su hermano» [4]. Tan importante es la virtud de la justicia, que, al santo, al que practica todas las virtudes, se le llama justo, como al esposo de la Santísima Virgen, y hoy glorioso Patrono de los obreros, San José, le llama el evangelista San Mateo [5].
4. La justicia, clásicamente, se ha dividido en legal, distributiva y conmutativa, pudiéndose reducir a alguna de éstas la llamada «justicia social» de que habla Su Santidad Pío XI en la Quadragesimo Anno, y hoy de uso tan común al tratar las cuestiones sociales. La justicia legal obliga a los particulares respecto del bien común de la sociedad, y, por lo tanto, al cumplimiento de las leyes justas. La distributiva, viceversa, obliga a los superiores a distribuir rectamente los cargos y las retribuciones a los particulares, en lo cual entra gran parte de lo que hoy se entiende por justicia social. La justicia conmutativa obliga al individuo a dar a los demás su derecho estricto, con perfecta igualdad en lo debido, y se refiere especialmente a toda suerte de contratos.
5. Todo hombre está obligado a cumplir los deberes de justicia: los súbditos, los superiores, los iguales entre sí. Los súbditos deben, por la justicia legal, cumplir sus deberes para con la autoridad constituida, no levantando sediciones, cumpliendo las leyes justas.
Entre liberalismo y totalitarismo
Mas no son menores para los superiores que para los súbditos los deberes de justicia. Antes al contrario, ¡cuán tremendas son para los superiores sus obligaciones de justicia, de justicia distributiva, de justicia social! Según las distintas formas de gobierno, según las distintas constituciones de los pueblos, son distintas las atribuciones de los gobernantes, y la Iglesia respeta esas distintas formas de gobierno, con tal que no sean contrarias al derecho natural y respeten, también, los derechos de la Iglesia por Jesucristo instituida. Mas ninguna potestad humana es ilimitada. Aun la suprema autoridad eclesiástica del Romano Pontífice está limitada por lo establecido por el derecho divino natural o positivo.
6. Toda potestad civil, aun la suprema, está limitada también por el derecho natural, debiendo respetar los derechos naturales de la persona humana y de la familia, anteriores al Estado. Los gobernantes tienen gravísimo deber de justicia de procurar el bien común de la sociedad; no es ésta para los gobernantes, sino los gobernantes para la sociedad. El liberalismo minó la autoridad civil, no al poner su origen inmediato, en cuanto a la determinación de la forma de gobierno, en la sociedad, sino en poner aun el fundamento último de la autoridad en sí misma: no en Dios, sino en un contrato con el pueblo; y en reconocer libertades aun contrarias al bien común y al derecho divino o natural. Como extremo opuesto al liberalismo, el totalitarismo moderno viene a conceder poderes absorbentes e ilimitados a la autoridad estatal, sin el respeto debido a los derechos naturales innatos de la persona humana, transformando al Estado, de medio necesario para obtener el bien común de la sociedad, en fin de la misma. Nuestro insigne Balmes enseñó que la civilización consistía en procurar la mayor inteligencia posible para el mayor número posible; la mayor moralidad posible para el mayor número posible; el mayor bienestar posible para el mayor número posible. Los Estados totalitarios comunistas representan lo más antagónico de este concepto de la verdadera civilización; en ellos, el Estado es el amo de todo: del poder, de la tierra, del capital; al individuo no le dejan ni propiedad, ni dinero, ni libertad. Todo totalitarismo, aun el mitigado, va despojando al individuo en beneficio del Estado. Desconoce, si no total, al menos parcialmente, los deberes de justicia que tiene también el Estado, y, con el Estado, el gobernante.
Contrato de trabajo y justicia social
7. Aun en los contratos libres entre los individuos, debe respetarse la justicia. La idea más fundamental para la redención del obrero, contenida en la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, está en enseñar que el contrato de trabajo, entre la empresa o el patrono, y el obrero, debe respetar la justicia; que el salario, por lo tanto, no depende sólo de lo que libremente hayan contratado obrero y patrono, sino que, siempre que se trate del único salario que tenga un obrero normal, siendo el único medio que tiene de sustentar su vida, debe ser suficiente para este fin; de otra suerte es injusto, aunque, oprimido por la necesidad, hubiese consentido el obrero. Y Pío XI, en la Quadragesimo Anno, sacando una legítima consecuencia del principio asentado por su predecesor León XIII, establece que la justicia social reclama que el salario justo sea, no sólo individual, sino, para el obrero adulto, sea verdaderamente familiar, sin que sea necesario, ni que la esposa deje el hogar para trabajos fuera del mismo, ni que los niños tengan que empezar a trabajar antes de la edad oportuna. Y el mismo Pío XI, en la Encíclica Casti Connubii, para que se puedan cumplir los fines del matrimonio, insiste en que «no es lícito establecer salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias, no sean suficientes para alimentar a la familia». Estas enseñanzas pontificias son eco de la imprecación del Apóstol Santiago contra los defraudadores del jornal: «El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» [6]. Por ello, es de alabar, en este punto, la legislación del nuevo Estado español, que ha establecido el salario familiar.
Vender a precios justos legales
8. Los mismos contratos de compraventa deben ajustarse a la justicia de los precios. Esta justicia no es matemática cuando los precios no están regulados por una justa ley y admite, dentro de ella, un precio mínimo, medio y sumo. Pero vender a un precio más alto de un precio justo legal, o del precio sumo de justa estimación, es contra la justicia conmutativa, y exige restitución. Los mismos principios rigen para los arriendos y alquileres, y para los préstamos, que para los contratos de compraventa, y, por tanto, puede faltarse contra la justicia conmutativa en precios abusivos de arriendos y alquileres, y en tantos por ciento usurarios en los préstamos.
9. Las precedentes doctrinas, tomadas de las Escrituras Sagradas, de las Encíclicas Pontificias, y expuestas comúnmente por los teólogos y moralistas, hay que aplicarlas a las circunstancias de guerra, posguerra y carestía. La guerra, que puede ser justa y necesaria para defender la Patria, dándose aún legítimas Cruzadas en defensa de la Fe y la Religión, es en sí, siempre, un muy grave mal, por las víctimas que produce; por las destrucciones que causa; por los desmanes que en ella fácilmente se producen; finalmente, por el empobrecimiento que de ella resulta. Por esto, en las letanías de los santos, la Iglesia ruega: «A peste, fame et bello libera nos Domine». La ética cristiana, el derecho natural, ha de tener, y tiene, sus normas de justicia para definir cuándo es justa o injusta una guerra, y para la guarda de la justicia aun dentro de la misma. ¿No existirán también estas normas de justicia para la carestía de la vida, para la escasez de productos, para el acoso del hambre en la posguerra? La justicia se debe guardar, en todas las circunstancias de la vida humana, por los individuos y por las sociedades. Y la Iglesia, con su magisterio, ha de adoctrinar también en estas circunstancias, en las cuales cabalmente urgen gravísimos deberes de justicia, y, por otra parte, se dan incentivos y ocasiones de conculcarlos, con peligro de la pérdida de muchas almas, y de ruina y miseria material y moral para no pocos.
Graves deberes del poder público ante la carestía de la vida
10. En las circunstancias de escasez de los productos más necesarios, como los alimentos; de carestía de la vida, por una inflación que cambia por completo el valor adquisitivo de la moneda, que es su verdadero valor real, ¡cómo se aumentan y agravan los deberes del poder público! La principal misión de éste es procurar el bien común, y en éste está incluida, en primer lugar, la sustentación de los individuos. Por ello, el Estado debe procurar que no falte el trabajo a los que sólo por éste tienen medios de sostenerse, y que los víveres básicos no falten y que puedan adquirirse con el salario con que aquél sea retribuido. Ésta es la primera necesidad, a la cual deben subordinarse las demás de orden material. Esto da derecho a la intervención del Estado, en cuanto ella sea necesaria y útil. En tiempos normales, los precios se regulan por las mismas transacciones; mas, en tiempos de escasez de productos y de inflación y carestía de la vida, es conveniente la tasa legal de los precios máximos, que asegure al productor la equitativa ganancia, pero, a la vez, impida el abuso del mismo, prevaliéndose de la escasez de productos en el mercado para exigir precios superiores al sumo justo y que los hagan inasequibles a las masas populares. Debe también el Estado impedir las confabulaciones, acaparamientos y monopolios que tiendan a imponer un precio superior al sumo justo. Deben los gobernantes procurar, igualmente, que, por disposiciones suyas, no se encarezcan los artículos de primera necesidad (que no son sólo los víveres, sino el vestido y otros) en tiempos de carestía. No es misión de la Iglesia descender a medios técnicos económicos, sobre los cuales pueden darse, en ocasiones, opiniones distintas; pero sí es obligación de los gobernantes asesorarse de técnicos competentes; procurar la colaboración de personas prácticas en los artículos de que se trate, de los municipios, y de los organismos naturales; y comprobar, por la experiencia, el resultado útil o contraproducente de los medios que se empleen; y, por fin, exigir severamente la fidelidad de los agentes subalternos, cuyo número, cuanto más se multiplicase, sería más difícil de hacer su selección para depositar en ellos confianza en asuntos tan importantes, y más difícil también una ordenada vigilancia. Estos agentes subalternos pueden pecar doblemente contra la justicia, ya si perjudican al Estado, ya si perjudican injustamente a los ciudadanos.
Clama al Cielo el abuso de los especuladores
11. Si el Estado tiene graves deberes en las circunstancias de carestía, los tienen igualmente los vendedores en tales circunstancias. Tienen, ciertamente, derecho a sacar de su trabajo una justa retribución que les sirva de estímulo; pero clama al Cielo que pretendan algunos aprovecharse de la carestía para amasar rápidamente grandes fortunas, vendiendo a precios sobre el justo sumo, a costa de la sangre de los necesitados, como ha condenado severamente Su Santidad Pío XII en reciente Alocución. No han de perder la conciencia para exigir aumentos injustos. Por ejemplo, cuando ellos experimentan un aumento de un 5 por 100 en los salarios o cargas sociales, no pueden exigir justamente un 10 por 100, o aumentar todavía los precios en proporciones mayores. Con ello, no perjudicarían sólo a los compradores particulares, sino al bien común, promoviendo más y más la inflación y la depreciación de la moneda.
12. Y la inflación produce siempre, en las circunstancias ordinarias, sus víctimas. Al disminuir el valor adquisitivo de la moneda, produce un cambio de su valor real y un empobrecimiento general. Este empobrecimiento puede resistirlo quien posee cuantioso capital o cuantiosas rentas, porque para él no significa más que un aminoramiento de su fortuna. Aquél que ve aumentadas sus dotaciones, aunque no sea proporcionalmente a la inflación, si éstas son pingües, resiste también. Al que vive de un salario módico, aunque reciba algún aumento, si éste no es proporcional al aumento de la carestía de la vida, se le hace difícil ya la vida familiar. Mas quedan siempre quienes no reciben ninguna compensación al aumento de la carestía de la vida. Éstas son las principales víctimas de la inflación. Lo son los que carecen de trabajo; las viudas pobres y los huérfanos que viven de pequeñas pensiones; las monjas de clausura que viven de las rentas de pequeñas dotes; las mismas fundaciones piadosas que, no pudiendo aumentar su capital, pueden sostener sólo un número mucho más reducido de ancianos, enfermos, de niños, si es que pueden seguir funcionando. Por ello, si en épocas de carestía de vida se deben, ante todo, cumplir rigurosamente, y con conciencia cristiana, los deberes de justicia, aparte de ellos quedan los deberes de caridad.
11. Amar al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios, prescribe la Ley evangélica. Hemos de hacer, por tanto, con cada uno de nuestros prójimos, lo que quisiéramos que se hiciera con nosotros en su situación, viendo en ellos la imagen de Jesucristo, pues Él mismo se puso en la persona de nuestros hermanos necesitados cuando, al describir el último juicio, nos enseñó que llamará benditos de su Padre, y colocará a su derecha, a los que hayan socorrido a los pobres, y desechará como malditos, condenándolos a las eternas penas, a aquéllos que hayan negado el socorro a los necesitados, dando la siguiente explicación: «Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis, y cuando dejasteis de hacerlo con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» [7]. Con razón clamaba aquel santo de la caridad, San Juan de Dios, a los ricos: «Haceos limosna, caridad, a vosotros mismos». En las circunstancias de falta de trabajo, ante la carencia de alimento y de vestido, no cerremos ni endurezcamos nuestro corazón, recordando las palabras de Santiago: «Sin misericordia será juzgado el que no hace misericordia» [8].
Austeridad contra el derroche y el lujo
14. Procuremos, sobre todo, no exasperar al pobre, al necesitado, con el contraste del lujo y del derroche. En tiempos difíciles, en tiempos de carestía, a todos, particulares y organismos, se impone la austeridad; la austeridad y la caridad. Contribuyamos a las obras de beneficencia de la Iglesia: a las Conferencias de San Vicente de Paúl, a los Secretariados parroquiales y diocesanos de caridad. El Señor premia la caridad ejercida por el Estado, por las Diputaciones, por los Municipios, por las instituciones estatales. Mas nadie pretenda el monopolio de la caridad. La Iglesia, desde que existe, la ha ejercido por derecho propio, por sí misma y por medio de sus instituciones. Es perseguir a la Iglesia impedir su acción de beneficencia, y por esto ha empezado en nuestros tiempos la persecución en algunos Estados comunistas. El campo de ejercicio de la caridad es inmenso e inagotable para todos los que deseen practicarla.
15. Nos han dictado esta Instrucción y estas exhortaciones el cumplimiento de nuestro deber de adoctrinamiento, y el amor a nuestro pueblo español, sin excluir a nadie: a gobernantes y a gobernados; a doctos e indoctos; a ricos y a pobres; aun a los que sean enemigos de la Iglesia, pues, si algunos están necesitados, también para ellos pedimos justicia y caridad. Después de la salvación de todas y cada una de las almas, nada deseamos más ardientemente que la paz social en nuestra queridísima España. Mas, según el lema que, como blasón, ha escogido Su Santidad Pío XII, Opus iustitiae pax, la paz es fruto de la justicia. Que haya cooperación de todos para obtenerla; que no se impida esta colaboración; y que se llenen los vacíos que queden con abundante y generosa caridad.
La Iglesia fue fundada por Cristo para continuar su misión en la Tierra: su misión es sobrenatural; y su fin, la salvación de las almas. Ni se impida por nadie su misión, ni se pretenda de la misma lo que no es propio de Ella. La Iglesia no tiene la fuerza material; sus medios son el adoctrinamiento y la administración de los sacramentos. Tampoco es siempre oída, ni siquiera por los que se llaman católicos; pero Ella, pacientemente, sigue fiel a su misión, cualesquiera que sean las circunstancias. Su acción no es instantánea, pero nunca deja de fructificar en tiempo oportuno, tarde o temprano.
Preocupación de la Iglesia por los problemas sociales
16. En el reciente Radiomensaje del Papa a los empresarios, técnicos y trabajadores españoles, ha dicho Su Santidad Pío XII: «Nadie puede acusar a la Iglesia de haberse desinteresado de la cuestión obrera y de la cuestión social, o de no haberles concedido la importancia debida. Pocas cuestiones habrán preocupado tanto a la Iglesia como esas dos, desde que, hace sesenta años, nuestro gran predecesor León XIII, con la Encíclica Rerum Novarum, puso en las manos de los trabajadores la Carta Magna de sus derechos. La Iglesia ha tenido, y tiene, conciencia plena de su responsabilidad. En la Iglesia, la cuestión social no es insoluble; pero tampoco Ella sola la puede resolver, y hace falta la colaboración de las fuerzas intelectuales, económicas y técnicas, y de los poderes públicos… Se suele acusar a la fe cristiana de consolar, al mortal que lucha por la vida, con la esperanza del más allá. La Iglesia, se dice, no sabe ayudar al hombre en la vida terrena. Nada más falso». Efectivamente, nada más falso, pues así lo pregonan tantos de sus hijos consagrados con heroísmo a asistir a toda suerte de enfermos y desvalidos, a la enseñanza popular (que fue la Iglesia la primera en introducir), y aun a la profesional; así lo pregona, como lo demuestra nuestro Balmes en su obra capital El Protestantismo, su benéfico influjo en el desarrollo de la civilización europea; así lo pregona la acción de los últimos Romanos Pontífices con sus Encíclicas sociales, de suerte que pudo afirmar León XIII en su Encíclica Immortale Dei que, teniendo la Iglesia como fin el guiar y conducir a los hombres a su felicidad eterna, influye tan benéficamente en la sociedad como si su fin fuese promover el bienestar temporal. Ella, custodia de la Revelación de Jesucristo, y continuadora de su misión, da sentido a la misma vida temporal; y lo que nos enseña es a rogar a Dios que «así pasemos por los bienes temporales, que no perdamos los eternos» [9].
En la Tercera Dominica después de Pentecostés, 3 de Junio de 1951.
[1] Mc. 12, 28 – 30.
[2] Mc. 10, 17 – 19.
[3] 1 Jn. 4, 20.
[4] 1 Jn. 3, 10.
[5] Mt. 1, 19.
[6] Sant. 5, 4.
[7] Mt. 25, 31 – 46.
[8] Sant. 2, 13.
[9] Oración de oficio de la Dominica III después de Pentecostés.
Fuente: Documentos colectivos del Episcopado español, 1870 – 1974. Edición preparada por Jesús Iribarren, B.A.C., 1974, páginas 291 – 302.
15 Agosto 1956
METROPOLITANOS A LOS FIELES
SOBRE LA SITUACIÓN SOCIAL EN ESPAÑA
I. DERECHO Y DEBER DE LA IGLESIA DE INTERVENIR EN LOS PROBLEMAS SOCIALES
1. La solicitud pastoral, y las circunstancias que nos rodean, contribuyen hoy a dedicar esta Declaración a la cuestión social.
Insistimos de nuevo, por su importancia y actualidad, en esta materia. Muchos recordarán que los Metropolitanos españoles publicaron también, en Junio de 1951, otra Instrucción sobre los deberes de justicia y caridad. ¿Quién ignora que tema tan importante y delicado cae de lleno dentro del ámbito del Magisterio eclesiástico? El Papa León XIII demostró, con robusta argumentación, en la Rerum Novarum, el derecho de la Iglesia a levantar su voz en los conflictos de índole social, tan íntimamente ligados con el dogma, con la moral y con el Evangelio [1]. Más tarde, Pío XI, en la Quadragesimo Anno, recabó «el derecho y el deber» de juzgar, con suprema autoridad, las cuestiones sociales y económicas que agitan al mundo [2].
En el mismo lugar, puntualiza Pío XI que no se refería a las cosas técnicas, para las cuales la Iglesia no tiene medios proporcionados ni misión alguna, sino a todo aquello que toca a la moral y muchas veces de la moral depende.
2. Nuestro primer pensamiento, en asunto tan grave, se dirige hacia la dignidad de la persona humana, tan encarecida por los Romanos Pontífices. Bien entendida esta dignidad, queda abierto el camino para la perfección del hombre y para la solución del problema social. Señalamos tres órdenes de dignidad reservados al hombre: dignidad natural, dignidad de la vida de la gracia y dignidad de la vida de gloria.
Hay una dignidad natural, de la que goza todo hombre, por serlo, ennoblecida por el carácter cristiano, y destinada a desarrollarse y perfeccionarse viviendo en sociedad. En ella cumplen los hombres los fines particulares señalados por el Autor de la naturaleza, subordinando armónicamente estos fines particulares al fin supremo [3]. Con la dignidad natural del hombre, va unida su dignidad social. Dios ha hecho al hombre naturalmente sociable; la sociedad, por tanto, no ha sido ordenada por Dios para corromperle y degradarle, sino para ayudarle y perfeccionarle, para hacerle «más factible, en el orden temporal, la consecución de la perfección física, intelectual y moral» [4].
3. Mas no se llegará a esa meta si en la sociedad no hay abundancia, o suficiencia al menos, de bienes y servicios, y sabia distribución de los mismos entre todos los ciudadanos. Una sociedad rica en bienes, de los cuales participan desigualmente los asociados, de tal manera que sobrara a unos mientras faltase a otros lo necesario para vivir, no estaría cristianamente ordenada. La persona humana sufriría, entonces, menoscabo, y los perjudicados por la injusta distribución de los bienes encontrarían serios y, a veces, insuperables obstáculos para su bienestar y su perfección.
II. LA RETRIBUCIÓN DEL TRABAJADOR HA DE SER SUFICIENTE PARA SU DIGNO SUSTENTO Y DE SU FAMILIA
4. Procurar abundancia de bienes, y organizar ordenadamente el trabajo, entra de lleno en los fines de toda sociedad bien dirigida. «No hay nadie que desconozca –dice la Quadragesimo Anno– cómo los pueblos no han labrado su fortuna, ni han subido desde la pobreza y carencia a la cumbre de la riqueza, sino por medio del inmenso trabajo acumulado por todos los ciudadanos, trabajo de los directores y trabajo de los ejecutores» [5]. Por otra parte, la virtud del trabajo, por sí misma, realza y dignifica al trabajador. La ociosidad acarrea muchas maldades, según nos enseña el Espíritu Santo [6]. No es otra cosa el trabajo –decía León XIII– que el ejercicio de la propia actividad, enderezado a la adquisición de aquellas cosas que son necesarias para los varios usos de la vida, y, principalmente, para la propia conservación [7].
De aquí aquellas dos cualidades del trabajo apuntadas en la Rerum Novarum: el trabajo personal, y el trabajo necesario; renunciable la retribución del primero en debidas circunstancias, irrenunciable la del segundo, porque habla, por su medio, la misma naturaleza con sus derechos imprescriptibles. De aquí también que, a la hora de distribuir, todos los que trabajan merecen una doble consideración: la del ciudadano, y la del productor [8].
5. El ideal social, tan luminosamente expuesto en los Documentos Pontificios, exige la sabia organización de la economía, a fin de que encuentre trabajo suficiente todo obrero adulto que quiera y pueda trabajar. Con el mismo celo ha propugnado la Iglesia el deber de retribuir justamente el trabajo. Hablando a los trabajadores de la FIAT, decía Su Santidad Pío XII el 31 de Octubre de 1948: «La Doctrina Social de la Iglesia pide para el trabajador un justo salario en el contrato de trabajo, y exige para él una asistencia eficaz en sus necesidades materiales y espirituales» [9].
Tres condiciones señala la Quadragesimo Anno, por las que han de regirse y determinarse los salarios:
1.ª «Dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la de su familia» [10].
2.ª «Deben, asimismo, tenerse presentes las condiciones de la empresa y del empresario»; pero de tal manera que no se ha de perdonar esfuerzo, «en este punto verdaderamente gravísimo», hasta conseguir que los salarios sean justos y suficientes [11].
3.ª «La cuantía del salario debe atemperarse al bien público económico»; y, así, el obrero y el empleado llegarán a reunir, poco a poco, un modesto capital, y aumentará el número de los que pueden y quieren trabajar [12].
Un año antes que la Quadragesimo Anno, había aparecido la Encíclica Casti Connubii, y, en ella, insistiendo una vez más en las huellas de León XIII, escribía el Papa Pío XI sobre la primera de las mencionadas condiciones: «Hay que trabajar, en primer término, con todo empeño, a fin de que la sociedad civil, como sabiamente expuso nuestro predecesor León XIII [13], establezca un régimen económico y social en el que los padres de familia puedan ganar y granjearse lo necesario para alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos, según su clase y condición, pues “el que trabaja merece su recompensa” [14]. Negar ésta, o disminuirla más de lo debido, es grande injusticia, y, según las Escrituras, un grandísimo pecado [15]; como tampoco es lícito establecer salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias, no sean suficientes para alimentar a la familia» [16].
No olvidemos, sin embargo, la intimación del Apóstol a los fieles de Tesalónica: «Quien no quiera trabajar, tampoco coma» [17]; y León XIII, para concertar al mismo tiempo los derechos y deberes, señalaba a los obreros «su deber de poner de su parte, íntegra y fielmente, todo lo pactado en libertad y según justicia» [18].
III. JUSTA DISTRIBUCIÓN DE LOS BENEFICIOS COLECTIVOS
6. Postulado, de una sociedad auténticamente cristiana, es la justa distribución de los beneficios colectivos. Oigamos la enérgica expresión del Papa Pío XI: «Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo que es un resultado de la eficaz colaboración de ambos; y es totalmente injusto que el uno o el otro, desconociendo la eficacia de la otra parte, trate de atribuirse a sí solo todo cuanto se logra» [19].
Mas, observando serenamente la realidad, ¿quién dudará que, en la áspera lucha entablada por la justa distribución de los beneficios, a lo largo de un siglo, el trabajo ha llevado, en gran parte, las de perder? Cuando esto sucede, la justicia se conculca; se distribuyen las riquezas desigualmente; el capital se alza prepotente; se acentúa el desnivel de las clases sociales; y, roto el dique, el oleaje de la Revolución sacude los fundamentos del orden social.
7. No acudimos a la declamación ni a la fantasía. Contra tan grave injusticia, contra tan tristes procedimientos, los Romanos Pontífices han levantado su voz reiteradamente, y con inusitada energía, desde hace más de sesenta años.
¿Será preciso recordar que, lo que movió a León XIII a escribir la Rerum Novarum, fue principalmente el espectáculo que ofrecía, entonces, «la mayoría de los hombres de la ínfima clase, debatiéndose indignamente en una miserable y calamitosa situación», frente al pequeño grupo formado por «unos cuantos opulentos y riquísimos»? [20].
Y, aunque la situación del trabajador fue mejorando durante el siglo XIX, sin embargo, todavía cuarenta años después de escritas las palabras citadas, podía aseverar Pío XI: «Las riquezas, multiplicadas tan abundantemente en nuestra época, llamada de industrialismo, están mal repartidas e injustamente aplicadas a las distintas clases sociales» [21].
Luminosa y abundante es la doctrina de Pío XII sobre esta materia. Dejando otros textos de gran valor, nos parece oportunísimo el reproducir las ideas capitales de documentos consagrados particularmente a nuestra Patria. Es el principal el Mensaje radiado el 11 de Marzo de 1951, dirigido «a los obreros todos de España», del cual son estas palabras: «Desde la Epístola de San Pablo a Filemón, hasta las enseñanzas sociales de los Papas en los siglos XIX y XX…, la Iglesia insiste en la necesidad de una distribución más justa de la propiedad, y denuncia lo que hay de contrario a la naturaleza en una situación social donde, frente a un pequeño grupo de privilegiados y riquísimos, hay una enorme masa popular empobrecida» [22].
8. Es cierto que, gracias a la paz de que disfrutamos y a las leyes sociales vigentes, el nivel de vida se ha elevado en algunas zonas geográficas y sociales con respecto a tiempos anteriores. Sin embargo, no es menos evidente que hoy, en España, muchísimos individuos de la clase media y de los obreros cubren con dificultad las partidas más indispensables de sus modestos presupuestos, a la par que aumenta el número de ciudadanos que disfrutan de rentas reales como nunca, entre nosotros, se había conocido.
Cuando en una sociedad, como norma general y permanente, se excluye al trabajo de la participación en los beneficios comunes, y éstos se acumulan al capital, tal sociedad, en este aspecto gravísimo, no está cristianamente constituida. Esto ha dado origen a lo que se ha llamado apostasía de las masas. Por tanto, es de tal urgencia el poner remedio a tan graves abusos, que difícilmente se hallará en la vida pública otra cuestión más apremiante e imperiosa, «porque si, con vigor y sin dilaciones –afirma Pío XI– no se emprende, ya de una vez, el llevarlo a la práctica, el corregir el mal denunciado, es inútil pensar que puedan defenderse eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores de la Revolución» [23].
IV. SALARIO JUSTO. PARTICIPACIÓN, DE ALGUNA MANERA, EN LOS BENEFICIOS. EQUIDAD EN LOS TRIBUTOS FISCALES
9. Si se nos pregunta por qué procedimientos, o en qué ocasiones, podría verificarse la corrección del reparto injusto, responderíamos que en tres tiempos o momentos: o al convenir el salario; o al distribuir los beneficios de la empresa, industrial o agrícola; o por la justa redistribución de la renta nacional, realizada en la esfera suprema por la intervención directa del Estado, y utilizando principalmente el procedimiento fiscal. Extrañarán algunos que examinemos de frente y a fondo este magno problema. Sepan, sin embargo, que, como decía Su Santidad Pío XII a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas, «la Iglesia ha tenido siempre muy presente el verdadero bien del pueblo, el verdadero bien común. Y, desde el momento en que se trata de justas reivindicaciones sociales, Ella está siempre a la cabeza para promoverlas… Un reparto equitativo de las riquezas ha sido siempre, y continuará siendo siempre, uno de los principales objetivos de la Doctrina Social católica» [24].
10. Hablemos primero del salario: afirmamos como obligatorio el salario familiar, con el cual el obrero adulto obtenga la remuneración suficiente para su propia sustentación y la de su familia. Pío XI, en su Encíclica Divini Redemptoris, lo llamó «de estricta justicia» [25].
«Los salarios de los obreros, como es justo –dice Pío XII–, sean tales que basten para ellos y sus familias» [26]. Así lo exige la justicia social [27]. De lo contrario, las necesidades domésticas ordinarias no se cubrirían, y la esposa y los niños se verían obligados a mendigar. La cuantía justa del salario depende de muchas circunstancias, como ya lo advirtieron León XIII y Pío XI. Tales son: las condiciones de la empresa, la situación del empresario, y el bien público económico; el precio de las cosas; el riesgo de los trabajos… Pero no olvidemos jamás que, privar al obrero directa o indirectamente de su remuneración para obtener mayores lucros, es hacerse reo de «grave delito» [28]; es «contra derecho divino y humano», «es enorme pecado» [29].
Las expresiones parecerán fuertes, pero se leen a la letra en la Rerum Novarum y la Quadragesimo Anno.
Respecto a la formación del salario, se ha de tener presente que también es justo que el resto de la familia concurra, cada uno según sus fuerzas, al sostenimiento común de todos. De igual modo, el productor podrá tener otras fuentes de ingreso complementarias del salario, como advertía Pío XII a los trabajadores de Italia en 1943. Y, aunque la Iglesia ve con dolor que trabaje la mujer fuera del hogar, en forma que perjudique a sus deberes de esposa y madre, el mismo Papa defiende «la igualdad del salario, supuesto igual trabajo y rendimiento, entre el hombre y la mujer» [30].
La Iglesia señala una meta, un ideal, al cual debemos aspirar seriamente. Y, para lograrlo, necesario es que obreros y patronos, con unión de fuerzas y voluntades, se congreguen a vencer los obstáculos y las dificultades, ayudándoles la pública autoridad con su previsión y su prudencia [31]. Los patronos, sin embargo, no deben tranquilizar sus conciencias por haber cumplido las disposiciones legales respecto al salario. Porque, si el salario legal, computados los subsidios sociales, es manifiestamente insuficiente para la vida del trabajador y de su familia, y la empresa, industrial o agrícola, permite, sin daño ni peligro de su prosperidad ni del bien común, pagar un salario más alto, el patrono debe darlo, y grava su conciencia si no lo hace.
¿Cómo determinar la cuantía del salario? La recomendación constante de los Papas es que se busque, a toda costa, por medios pacíficos y jurídicos, evitando las huelgas, por los graves daños que causan a patronos, a obreros, al comercio, y aun a la misma tranquilidad pública [32].
Parece, pues, lo más razonable y oportuno reservar la solución de estas contiendas a las corporaciones profesionales, en las cuales han de estar representadas ambas partes: patronos y obreros; con lo cual hallarán el cauce jurídico para alcanzar sus derechos, y tratar de conciliar pacíficamente sus encontrados intereses. La intervención del Estado puede ser necesaria, ya como representante del bien común, que está por encima de patronos y obreros, ya como árbitro para dirimir la contienda. El Estado, empero, no puede sustituir la libre actividad de las partes, sino limitarse a la necesaria y suficiente asistencia y ayuda. Tales son las enseñanzas de la Encíclica Quadragesimo Anno [33].
11. Digamos unas palabras sobre la participación en los beneficios de la empresa, que es, como recordaréis, el segundo momento o tiempo del justo reparto. En la Encíclica que acabamos de citar, aconseja Pío XI que, atendidas las circunstancias del mundo moderno, el contrato de trabajo se suavice algún tanto, en lo que fuera posible, por medio del contrato de sociedad. Así es como «los obreros y empleados llegan a participar, ya en la propiedad, ya en la administración, ya en una cierta proporción de las ganancias logradas» [34]. Pío XII repite este mismo consejo en el Radiomensaje del 11 de Marzo de 1951 a los trabajadores españoles. La Iglesia ve con buenos ojos, y aun fomenta, todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tiende a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo, y mejorar la condición general del trabajador [35].
Sabido es que la realización de este consejo –uno de los capítulos de la humanización y cristianización de la empresa– ha progresado mucho en el mundo desde que se escribieron estas palabras, ya en el orden legal, ya en el orden práctico.
12. Resta aludir al tercer tiempo, o sea, a la distribución de la renta nacional. He aquí la doctrina pontificia: si, ni aun completando el salario con la participación en los beneficios, logran obreros y empleados una retribución justa, teniendo en cuenta los precios de venta de los productos obtenidos, de modo que a todos y cada uno de los socios se les provea de todos los bienes que las riquezas y los subsidios naturales, la técnica, y la constitución social de la economía permitan, entonces es obligación del Estado, por el principio de su función supletiva [36], corregir los abusos en esta materia y adjudicar equitativamente, por medio de la legislación tributaria, una parte de la renta nacional a las clases e individuos más perjudicados.
V. FUNCIÓN DE LA CARIDAD EN LA VIDA SOCIAL. NO DEBE SUSTITUIR A LA JUSTICIA, SINO COMPLETARLA
13. No sobrará ahora recordar el importantísimo papel reservado a la caridad dentro de la vida social. Pero advertimos de antemano que, según las enseñanzas de los Papas, la caridad no está destinada a suplir las faltas de la justicia, sino a ser su complemento y perfección ulterior. Lamentábase Pío XI, en la Encíclica Divinis Redemptoris, de no haberse profundizado bastante en el precepto de la caridad. Y añadía, a continuación: «Para merecer la vida eterna, y para poder socorrer a las necesidades, es necesario volver a una vida más modesta, renunciando a placeres, muchas veces pecaminosos» [37].
Antes de él, León XIII, al apuntar en la Rerum Novarum los remedios de las luchas sociales, partía de la base de la justicia cristiana, o sea, del cumplimiento de los deberes mutuos y específicos de ricos y pobres, de trabajadores y amos, y la completaba con «algo más grande, algo más perfecto»: la caridad y el amor fraterno de unos y otros [38]. Nuestro Santísimo Padre, felizmente reinante, entonaba, delante de las damas de San Vicente Paúl, un himno elocuentísimo a la caridad: «Virgen de los ojos de luz, Madre de los labios de miel… ¡Qué buena parece –exclamaba Pío XII–, y más que nunca necesaria!, para esta humanidad agitada y convulsa que no quiere creer más en la verdad, que no se atreve a creer más en la justicia, pero que no puede decidirse a dejar de creer en la caridad» [39].
El Cardenal Guisasola, ornamento del Episcopado español, lo afirmaba también sin rodeos: «Hoy día, para restaurar las cosas a la situación debida, la sola virtud de la justicia no sería bastante. Es necesaria una efusión de caridad, tan intensa y dilatada, que llene los abismos cavados por el odio» [40].
Son estas preciosas expresiones ecos de los latidos del corazón de Jesucristo, «horno ardiente de caridad», que con tanta ternura nos decía: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis» [41]. Son también confirmación paternal del encargo de San Pablo a Timoteo: «Di a los ricos de este mundo que obren rectamente, que sean ricos en buenas obras, largos en repartir, amigos de comunicar sus bienes» [42].
Así se cumple el programa del mismo Jesucristo, Dives in Deum, ricos ante Dios, ricos según la voluntad de Dios [43].
Si deseamos algo más concreto y personal, hay en la literatura pontificia un bello texto adecuadísimo al caso, que todos oímos en la Plaza del Pilar, de Zaragoza, en ocasión memorable. Las ondas nos trajeron, entonces, la voz del Supremo Pastor, que, dirigiéndose «a sus hijos amadísimos de toda España», y confortado su ánimo «por la confianza en el Corazón dulcísimo de María», los invitaba encarecidamente a corresponder al amor y protección de la Madre en los siguientes términos: «Prometedle reprimir el deseo de goces inmoderados, la codicia de los bienes de este mundo, ponzoña capaz de destruir el organismo más robusto y mejor constituido; prometedle amar a vuestros hermanos, a todos vuestros hermanos, pero principalmente al humilde y al menesteroso, tantas veces ofendido por la ostentación del lujo y del placer» [44].
14. Al placer nocivo y al lujo; a la ostentación desafiante; y al egoísmo de las riquezas, hemos de renunciar, si aspiramos a que nuestra caridad sea personal y afectiva. Al invocar, pues, tan excelsa virtud, en favor de nuestros hermanos los pobres, no aludimos exclusivamente, ni aun principalmente, al mendigo callejero, ni a la moneda que, por evitar su importunidad, tal vez se alarga al transeúnte. Entendemos la limosna con generosa y sobrenatural amplitud: alimentos, vestidos, dinero, lumbre, trabajo, luz, vivienda, colocación, enseñanza, dispensario, visita personal. Queremos llevar, con el óbolo espiritual, el material, allí donde verdaderamente impera la necesidad, aun cuando gima en silencio avergonzada, porque el rótulo de un sueldo mísero, o el sonsonete de un apellido, o el eclipse de una posición ya desvanecida, impidan implorar públicamente una limosna.
Sin embargo, en aquellos hogares se vive, mejor dicho, se agoniza en la continua indigencia. Los mina la enfermedad, les atormenta el hambre, los asfixia la carestía, los hunde en el sepulcro la negra perspectiva del día siguiente. ¿Qué remedio hallaremos para estas desventuras? La caridad magnánima y organizada, multiplicadora de trabajo y riqueza, que no se detengan en las lágrimas de los ojos, y penetren en los corazones que devoran amarguras sin cuento en la soledad de la buhardilla.
Dentro de sus muros ennegrecidos, en torno del lecho del enfermo, ¡cómo resplandece, a los fulgores del sol de la caridad, aquella dignidad de la persona humana que invocábamos al principio! No solamente la dignidad natural, social y ciudadana, rico tesoro que lleva consigo todo hombre venido a este mundo, sino también la dignidad de la vida de la gracia y de la vida gloriosa. La vida de gracia se nos viene por Jesucristo: la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha. «Y de la plenitud de Él todos nosotros hemos recibido» [45]. La gracia supera, con mucho, a todos los bienes naturales, y, por tanto, interesa a las autoridades y los súbditos que, al velar por los bienes naturales, no padezcan detrimento los eternos. La dignidad de la vida gloriosa la disfrutaremos cuando, terminado el curso de esta vida mortal, entremos en la posesión de una vida que no muere. Contemplaremos, entonces, a Dios, «no en imagen o en espejo, sino cara a cara», según la expresión de San Pablo [46]; y este cuerpo de barro, como escribió el mismo Apóstol a los fieles de Filipos, el Salvador Jesucristo, Señor Nuestro, «lo transformará y hará conforme al suyo glorioso» [47].
VI. SIN EL DEBIDO ORDEN A LA VIDA FUTURA, NO REINARÁN NUNCA EN EL PRESENTE EL ORDEN, LA JUSTICIA Y LA CARIDAD SOCIAL
15. Hemos juzgado muy oportunos estos recuerdos en una Declaración social. Ya advirtió León XIII en la Rerum Novarum que, sin la contemplación de la vida futura, es un inextricable misterio la presente. Y nada calma tanto la sed de oro, e infunde templanza y fortaleza en los ánimos, como la consideración del premio que espera al hombre bueno y prudente, trabajador y virtuoso, que supo cumplir sus deberes y sus justos derechos sin salirse del cauce de la moral cristiana.
Pasemos todos por la Tierra como el Divino Maestro: «haciendo el bien» [48]. No busquemos sólo lo propio, sino «lo de los demás» [49]; procuremos los unos «aliviar las cargas de los otros» [50]; y pongamos el fundamento de nuestro gozo en la esperanza cierta de gozar algún día, por los méritos de Cristo, de la inefable dicha del Cielo que Dios tiene preparada a los que le sirven *.
15 de Agosto de 1956, Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen.
[1] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 358, n. 13.
[2] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 398, n. 14.
[3] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., ibid.
[4] Pío XII, Summi Pontificatus, en Col. Enc., p. 168, n. 24.
[5] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 401, n. 21.
[6] Eclo. 33, 29.
[7] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 370.
[8] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., ibid.
[9] Pío XII, Discurso a los trabajadores de la FIAT (31 Octubre 1948), en Col. Enc., p. 1.299, n. 3.
[10] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 405, n. 32.
[11] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[12] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 34.
[13] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 370, n. 37.
[14] Lc. 10, 7.
[15] Deut. 24, 14 – 15.
[16] Pío XI, Casti Connubii, en Col. Enc., p. 971, n. 45.
[17] 2 Tes., 3, 10.
[18] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 360, n. 16.
[19] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 402, n. 22.
[20] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 354, n. 2.
[21] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 26.
[22] Pío XII, Discurso a los obreros todos de España (11 Marzo 1951), en Col. Enc., p. 529, n. 4 – 5.
[23] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 27.
[24] Pío XII, Discurso a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas (12 Septiembre 1947), en Col. Enc., p. 505, n. 13.
[25] Pío XI, Divini Redemptoris, en Col. Enc., p. 446, n. 31.
[26] Pío XII, Saertum Laetitiae (1 Noviembre 1939), en Col. Enc., p. 462 – 463.
[27] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 405, n. 32.
[28] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[29] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 360, n. 17.
[30] Pío XII, Discurso a la Unión Internacional de Asociaciones Femeninas Católicas (12 Septiembre 1947), en Col. Enc., p. 505, n. 13.
[31] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406, n. 33.
[32] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 368, n. 31.
[33] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 406 – 411.
[34] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 404, n. 29.
[35] Pío XII, Discurso a los obreros todos de España (11 Marzo 1951), en Col. Enc., p. 529, n. 6.
[36] Pío XI, Quadragesimo Anno, en Col. Enc., p. 408, n. 35.
[37] Pío XI, Divini Redemptoris, en Col. Enc., p. 451, n. 48.
[38] León XIII, Rerum Novarum, en Col. Enc., p. 362, n. 19.
[39] Pío XII, La caridad, p. 59, n. 48, en Col. Pío XII (Ed. A. C. E., Madrid, 1943).
[40] Cf. Palacio, La Propiedad, p. 405, en Enchiridion sobre la Propiedad (E. Junta Central de A. C. E., Madrid, 1935).
[41] Mt. 25, 40.
[42] 1 Tim. 6, 18.
[43] Lc. 12, 21.
[44] Pío XII, Discursos de Su Santidad en el día 12 de Octubre de 1954, Consagración al Inmaculado Corazón de María, en Col. Enc., p. 1580, n. 5.
[45] Jn. 1, 16 – 17.
[46] 1 Cor. 13, 12.
[47] Flp. 3, 20 – 21.
[48] Act. 10, 38.
[49] Flp. 2, 4.
[50] Gal. 6, 2.
* Todas las citas de Encíclicas y Documentos Pontificios están tomadas de la Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, editada por la Junta Técnica de Acción Católica Española (Madrid, 1955).
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