Revista FUERZA NUEVA, nº 40, 14-Oct-1967
MUERTOS SIN CORONA
BRASILLACH, UN AMIGO DE ESPAÑA
Fusilado por los “liberadores” de Francia
La conmemoración de la gesta del Alcázar de Toledo recordará a cierto número de franceses y de españoles el escritor francés que celebró la heroica guarnición de la vieja fortaleza frente a las fuerzas que la asediaban. Robert Brasillach escribió con Henri Massis “Los cadetes del Alcázar” en el momento mismo en que todo el mundo tenía puestos los ojos con pasión en la guerra de España. Esa pasión, la compartía. No se trataba para él de establecer con vistas a las generaciones futuras el número de raciones de que disponían los sitiados ni la temperatura de los sótanos de la plaza fuerte. Brasillach vibró intensamente al seguir las peripecias de una lucha desigual en la que un puñado de guardias civiles, de cadetes y de paisanos, mandados por un gran militar, hacía frente a enemigos incomparablemente más numerosos.
En la Francia de 1936, desgarrada por el espíritu de partido, en la Europa en que imperaba ya el ánimo de guerra civil que había de provocar la mortal locura de 1939, el Alcázar había adquirido valor de símbolo. Se estaba a favor de los milicianos rojos o de los soldados de Moscardó. Al girar el botón del aparato de radio o al abrir el periódico, el europeo medio quería saber qué estaba pasando en Toledo y, según fueran las noticias, fruncía el ceño o respiraba más a gusto.
La encarnación simbólica de España
Brasillach -lo mismo que Paul Claudel, Henri Bordeaux o Drieu la Rochelle, lo mismo que el actual comunista Claude Roy, quién, meses más tarde, lucía un pañuelo con los colores nacionales españoles, y lo mismo que tantos otros- estaban con los sitiados. En su librito ardiente de pasión expresó su admiración por unos héroes:
“Los defensores del Alcázar pertenecen ante todo a España, de la que son una encarnación simbólica, tan admirable como la de los héroes de la Reconquista y del caballero enterrado en Burgos (el Cid): pero tan altas virtudes pueden servir de ejemplo a todos". “Los hombres de nuestro tiempo habrán hallado en España el lugar de todas las audacias, de todas las grandezas y de todas las esperanzas. “Coloquemos la efigie de los héroes de Toledo en el frontón de nuestro Panteón ideal saludando ahí la nobleza de España y su misión eterna”.
Más adelante, en 1939, partiendo de datos más contrastados que los despachos de las agencias de prensa de 1936, había de rehacer su obra con el título de “El sitio del Alcázar” y escribir, en colaboración con Mauricio Bardeche, una “Historia de la guerra de España”, inteligente ya que no completa. Al final de su novela “Les sept couleurs” volvía de nuevo sobre el drama español, en el que se jugaron valores en los que creía.
Ese interés por España se debía acaso a la ascendencia española de aquel hijo de Perpiñán. “España, desde siempre, ha sido el país de nuestro corazón y, en definitiva, sólo seis generaciones de hombres me separaban de mis antepasados españoles”, escribía en “Nôtre avant-guerre”. Efectivamente aquel muchacho moreno, de redonda cabeza y ojos negros que chispeaban de malicia detrás de sus abultadas gafas circulares, se parecía notablemente a los muchachos con que se cruza uno en las Ramblas de Barcelona o en la Ciudad Universitaria de Madrid. Tal vez debíase también su hispanofilia a su vasta cultura clásica. A través de los tiempos, franceses y españoles, como todos los pueblos vecinos, tan pronto se han combatido como han colaborado en obras de paz. Las corrientes culturales de uno a otro país han sido constantes. Un francés culto no puede ignorar la influencia que la literatura del “siglo de oro” español tuvo en el pensamiento francés del “gran siglo”: el Cid de Corneille, el don Juan de Molière y el Gil Blas de Lesage lo demuestran. Por ese motivo, el joven alumno de la Escuela Superior, que desde sus primeros artículos en la Acción francesa se impuso como maestro de la crítica literaria y que temía ver hundirse en la crisis de 1936 los valores esenciales de España, tomó apasionadamente partido en favor de quienes querían salvarlos.
La tentación del fascismo
Hasta entonces, Brasillach no había sido un militante en el sentido propio de la palabra. Lo arrebataba la literatura y el teatro, y estimo que concedía mucha mayor importancia a una representación de los Pitoeff que los austeros debates de los congresos políticos (cuyos actos, después de la sesión final, eran, por supuesto, menos austeros). Tenía ideas políticas, ciertamente. Hijo de un oficial caído en Marruecos, miembro de una familia católica, estaba apegado a la tradición francesa y predispuesto por ello a recibir la influencia de Maurras.
La crítica exhaustiva que el jefe de la Acción francesa había hecho de la democracia sedujo a Brasillach, así como a muchos jóvenes de su generación. En aquel tiempo, gran parte del “Quartier latin” desechaba a la III República (francesa) decadente y -con frecuencia a falta de algo mejor- se aferraba a la idea de restablecer la Monarquía para rehacer la unidad francesa, rota por los partidos. Sin embargo, era evidente que hacer aceptar la Monarquía por los franceses, a quienes una enseñanza un tanto tendenciosa había acostumbrado a despreciar el Antiguo Régimen o, en el mejor de los casos, a considerarlo como un arcaísmo, era una utopía. Cualquiera que fuera el precio e incluso cualquiera que fuera la admiración que pudiera tenerse por los escritores de talento que fueron Maurras, Daudet o Bainville, preciso era admitir en 1936 que su doctrina no siempre respondía a las aspiraciones de los franceses y a las transformaciones de la sociedad. No ver en el Frente Popular sino un movimiento de metecos subvencionados por el extranjero, como lo profesaba la Acción francesa en 1936, parecía un poco elemental.
De novelista a escritor político
Los jóvenes nacionalistas tenían tendencia a buscar soluciones nuevas. Ahora bien, más allá de las fronteras triunfaban los movimientos revolucionarios nacionales: Italia, Portugal y Alemania recurrían a fórmulas autoritarias que pretendían sustituir la democracia desintegradora con un Estado capaz de imponer su ley a los partidos y a los grupos de presión y realizar grandes designios. Brasillach se preguntaba si Francia podía, también ella, hacer esa revolución para barrer un parlamentarismo corrompido en el que los escándalos político-financieros se producían cada año y salvar los frutos de una frágil victoria lograda en 1918 a costa de un millón y medio de muertos. Ese joven escritor, del que sus mismos enemigos no han discutido ni el talento ni la finura, se vio seducido por el impulso, el optimismo y la alegre exaltación de aquellas juventudes que avanzaban codo con codo, cantando y riendo hacia un destino que se imaginaban grande. A los treinta años de distancia, después de El Alamein y de Stalingrado, tales ilusiones pueden suscitar la ironía. Me figuro que parecen increíbles a un joven de 1967 modelado por el martillo propagandístico de los herederos de los comités de vigilancia antifascista y por las películas de Hollywood sobre la guerra. Sin embargo, aquello fue.
Tal estado de ánimo explica por qué Brasillach consideró el 18 de julio como un acontecimiento capital. Un país se alzaba contra la impotencia democrática y la tiranía comunista. Era preciso apoyarlo con tanto mayor dos cuanto que todas las fuerzas que el escritor condenaba se desencadenaban contra aquél. Así fue como el novelista del “Marchan d’oiseaux”, el ensayista de “Corneille” y de “Virgile”, se transformó en escritor político. El editor de derecha Fayard había fundado un semanario político, “Je Suis Partout”, que dirigía el historiador Pierre Gaxotte. Éste había reunido en torno a él a jóvenes periodistas, brillantes, agresivos o irónicos, que no respetaban ni la democracia ni sus bonzos. Gaxotte estimaba que la guerra germano-rusa era muy probable. Y recomendaba a las potencias conservadoras, Francia e Inglaterra, que siguieran el ejemplo de Richelieu y permanecieran neutrales mientras sus eventuales adversarios se agotaran, interviniendo entonces para dictar su paz. A este título, “Je Suis Partout” sostenía duras polémicas con el partido de la guerra preventiva. No tuvo éxito. Entonces fue cuando Gaxotte, prudentemente, se fue del semanario de puntillas.
Brasillach ocupó su puesto de redactor jefe. La cuestión de la guerra que se avecinaba lo dominaba todo. Si Hitler la preparaba para conquistar su espacio vital en el Este, otros, en Londres, en París y en Washington, querían romperle el espinazo al tercer Reich. Y Stalin trataba de desviar hacia el Occidente la tormenta que se le venía encima. Brasillach y sus amigos denunciaban a los demagogos que para lograr que el pueblo aceptara la guerra aseguraban que el III Reich se derrumbaría tras el primer choque. Fueron acusados de hitlerianos. Sin embargo, en septiembre de 1939, mientras Maurice Thorez desertaba cuando la guerra había estallado, el teniente de la reserva Brasillach, persuadido de la victoria final francesa, iba a ocupar su puesto en las casamatas de la línea Maginot.
Se sabe lo que advino. En 1940, la ofensiva alemana barría a los ejércitos de la coalición e hizo cientos de miles de prisioneros. Brasillach figuraba entre ellos. Estando en un “oflag” se enteró de la caída de la III República francesa, de la llegada al poder del mariscal Pétain, de la agresión inglesa a Mers el Kebir y, posteriormente, de Montoire y del acercamiento franco-alemán. Creyó que la Francia vencida y humillada, pero que conserva todavía bazas como su flota, su imperio y el prestigio de su anciano jefe, podía levantarse de nuevo y ocupar un puesto en la Europa que Hitler convidaba a sus vasallos y sus vencidos a constituir en torno al III Reich. Puesto en libertad -como Bidault y como Sartre- volvió a Francia y se posesionó nuevamente de su cargo en “Je Suis Partout”, lo que motivó su ruptura con Maurras, enemigo mortal del germanismo y que pesaba con toda su autoridad sobre Vichy para que la colaboración no fuera más que una comedia destinada a ganar tiempo. Brasillach jugaba limpio. Dado que Inglaterra atacaba las colonias francesas, había que responder a cañonazos. Dado que Alemania luchaba contra el bolchevismo ruso, había que ayudar y hacer de hecho la política que se exponía en teoría. Ello le suscitó innumerables enemigos. Arrebatado por la acción, no se prevenía.
La batalla perdida
Hasta el día en que todo se derrumbó. En noviembre de 1942, los norteamericanos desembarcan en el norte de. África sin que Vichy, reaccionara. Los alemanes ocupaban la zona Sur. La flota francesa se afondaba. La gerontocracia de Vichy estaba en quiebra de la misma manera que lo estuvo la gerontocracia de la III República, mientras que la juventud europea se desangraba en los campos de batalla. Finalmente, la caída de Mussolini (1943) inició la muerte del mismo fascismo.
De cuanto Brasillach había amado, solo quedaban ruinas. Entonces, ¿para qué seguir escribiendo y sosteniendo polémicas?, ¿para qué rebajarse a una propaganda intensiva y falaz que había condenado en los periodistas de 1940? Se separó de sus compañeros de “Je Suis Partout” -y aquella ruptura le fue particularmente dolorosa-; escribió todavía algunos artículos, por “pundonor”, pero, sobre todo, volvió a lo que había amado en su juventud: la literatura, el teatro, el cine, los largos paseos a través de París. Así esperaba serenamente la muerte.
Adiós a la vida
Lo vi por última vez en la trastienda de una librería de la orilla izquierda del Sena, donde un grupo de amigos -escritores, periodistas y actores de teatro- se reunían para hablar de literatura. Aquella tarde se leían poemas de su antología griega. Él mismo leyó la despedida de Antígona: Más de todos abandonada y bajo el fardo de mis penas, hacia las tumbas de los muertos en vida me voy.
No había en él ningún histrionismo, pero parecía que aquel adiós a la vida fuera el suyo, que no se hacía ilusiones en cuanto a su suerte.
Me figuro que le hubiera sido fácil trasladarse a algún país neutral o a Italia, donde tantas personas escaparon de las persecuciones de los vencedores de la guerra civil gracias a la protección de la Iglesia, a la generosidad del pueblo italiano y a la… comprensión del Gobierno de Roma. No lo hizo. Acaso por laxitud, acaso por optimismo. Tenía preparado un escondite en el “Barrio Latino”. Allí vivió mientras gaullistas y comunistas andaban a la caza de los “colaboracionistas”, etiqueta que encubría a barullo a escritores, a políticos, a militantes, a prostitutas y a esbirros de la Gestapo.
Posteriormente supo que la Policía había detenido a su madre y que le devolvería la libertad sólo si él se entregaba. Así lo hizo. Se organizó un proceso sumarísimo y se le condenó a muerte. Esa sentencia de odio se les antojo inconcebible a numerosos escritores. Muchos pidieron el indulto. Algunos, como Colette y Camus, después de vacilar, firmaron. La pareja Sartre-Simone de Beauvoir, cuyos grandes corazones sangran por las injusticias de que son objeto los bambaras y los ainos, se negaron. Claude Roy, su amigo, los imitó. François Mauriac y el antiguo ministro radical François Albert intercedieron personalmente cerca del general de Gaulle. Éste prometió hacer cuanto pudiera. Sus interlocutores anunciaron que el condenado estaba salvado. Más tarde los periódicos les informaron que a Robert Brasillach lo habían fusilado el 6 de febrero (1945). La razón de Estado había actuado. Los comunistas querían liquidar a sus adversarios. El general los necesitaba. Les arrojaba las cabezas que pedían y que junto a aquéllos pedían los neo-jacobinos obsesionados con el recuerdo de la guillotina.
Pero ¿se mata a un escritor de talento? Mientras que, vestido de burda estameña y con los pies arrojados, Brasillach esperaba la muerte, escribió en Fresnes unos poemas que habían de conmover a muchos franceses. Había sido un crítico de gran lucidez, un novelista brillante capaz de escribir un ejercicio de virtuosismo como “Les sept couleurs”, en el que empleaba todos los procedimientos de la novela. A punto de dejar la vida, abandonaba sus artificios literarios para expresar en términos de emocionante sencillez su resignación y su esperanza de que sus compatriotas pusieran término a sus discordias.
Era aquel tiempo en que los partidos victoriosos establecían listas de escritores malditos a quienes se les prohibía la radio, los periódicos y las editoriales y en que se reducía a silencio todo un sector del pensamiento francés, desde Maurras y Chardonne hasta Montherlant y Anouilh. Los “poemas de Fresnes” empezaron a circular a escondidas. Posteriormente se publicaron ediciones clandestinas. Hoy en día, se leen públicamente, como toda la obra del escritor. Bajo la presidencia de Pierre Favre, se ha fundado en Lausana una asociación de amigos de Robert Brasillach. Tiene secciones en el extranjero. Publica unos Cuadernos que gozan de bastante amplia difusión. Las obras completas de Robert Brasillach están en curso de publicación. “El libro de Bolsillo” ha reeditado sus novelas “Comme le temps passe” y “Les sept couleurs”, así como su “Histoire du cinema”. Los jóvenes franceses que tienen tendencia a mandar al mundo de los pelmazos a los maestros de las anteriores generaciones, lo leen todavía, como leen a Drieu la Rochelle y a Malraux. Me imagino que en cierto modo descubren en sus libros a su hermano mayor -tierno e irónico-, que sienten próximo a ellos por muchos rasgos. Brasillach hubiera preferido seguramente esa fidelidad de la juventud a los elogios a los académicos y de los sesudos profesores.
Claude MARTIN
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