Hacia 1800, la situación en Irlanda, «la Isla de los Santos» era lamentabilísima. Sus siete millones de habitantes, de los que seis profesaban el catolicismo, gemían bajo el yugo de Inglaterra, trabajando como viles esclavos, sin ningún derecho y en la más degradante miseria. Sujetos a la expropiación forzosa labraban los campos de su patria para provecho de los amos ingleses. No les era lícito adquirir bienes por más de treinta años, ni un caballo por valor de más de cinco libras esterlinas. Y les era forzoso sustentar de su miseria al clero católico, despojado de todo.
Eran 32 las diócesis, con mil parroquias. El gobierno inglés nombraba obispos y pastores anglicanos, que no eran aceptados por el pueblo, pero cuyo sustento debían pagar los fieles de cada parroquia. Al lado de estos titulares estaban los verdaderos párrocos católicos, mantenidos por la caridad popular.
Abrumados por los inicuos arrendamientos y despojados de sus míseras chozas cuando la mala cosecha les impedía pagar el arriendo, los irlandeses protestaban de su condición de esclavos y, en 1797, se levantaron en bandas armadas, que fueron sangrientamente reprimidas. El ministro Pitt les quitó por esto toda autonomía en 1800.
Ni los conservadores ni los liberales mostraban deseos de levantar el yugo que pesaba sobre Irlanda, y menos los conservadores, por su tradicional empeño en conservar el estado de cosas y la religión nacional. En 1821 se propuso un bill (o proyecto de ley) en pro de la liberación de Irlanda, pero fue rechazado en la Cámara alta. Casi 7 millones de católicos vivían supeditados a 850.000 protestantes.
Entonces surge "el Libertador". Daniel O’Connell consagrará toda su vida a la emancipación de sus compatriotas. Aunque se daba a sí mismo el nombre de agitador, era un legalista convencido. Entraba en sus métodos no derramar jamás una gota de sangre y respetar todas las leyes de Inglaterra. Astuto y audaz, supo levantar a todo un pueblo tras él y hacer capitular una nación que parecía omnipotente. O’Connell era primeramente abogado, conocedor perfecto de las leyes británicas; era también un conductor de multitudes que entendía maravillosamente la psicología de las masas; un tribuno elocuentísimo que triunfaba en los mítines populares ante muchedumbres de 500.000 y 700.000 personas congregadas por él para protestar pacíficamente contra Inglaterra; un organizador hábil y tenaz que, en 1823, creó la Asociación católica para la emancipación, transformada en 1825 en la Sociedad para la instrucción, y que no cesaba de arbitrar medios que le condujesen a su fin; que se prohibía un mitin, convocaba en seguida otro y otro, sin desalentarse nunca. Y por encima de todo era un católico ferviente, un apóstol que unía el amor a la Iglesia con el amor a su patria y juntaba en un ideal sus luchas y trabajos por la libertad de ambas.
O'Connell se puso al frente de sus compatriotas, empeñado en conquistar para Irlanda la libertad política como medio para la libertad religiosa. Seguíale el país en masa, fascinado por su elocuencia, tanto que el gobierno inglés no pudo menos de alarmarse.
Aunque O’Connell como católico no podía ser elegido diputado, presentó su candidatura en las elecciones de 1828: “Electores del condado de Clare -les arengaba el 24 de junio- escoged entre mí y el señor Fitz Gerald. Escoged entre el que va buscando sus intereses y el que sólo piensa en los vuestros; entre el calumniador de vuestra fe y el que consagró toda su vida a vuestra causa y vivió siempre y está dispuesto a morir por el honor y la pureza de la fe, por la causa de la libertad y la felicidad de Irlanda”. Y poco antes en la misma arenga: “Os dirán que no puedo ser elegido. Tal aserción, amigos míos, es falsa. Puedo ser elegido y ser vuestro representante. Verdad es que, como católico, no puedo prestar y no prestaré jamás los juramentos impuestos a los miembros del Parlamento; pero la misma autoridad que ha ordenado esos juramentos puede abolirlos; y yo confío que nuestros más fanáticos enemigos comprenderán, si me elegís, la necesidad de ahorrar a un representante del pueblo el impedimento de cumplir su deber para con el rey y su país. El juramento impuesto por la ley proclama que la misa y la invocación de la Virgen y de los santos son cosas impías e idolátricas. Naturalmente no mancharé mi alma con tal blasfemia. Dejo esta gloria a mi dignísimo adversario”.
O’Connell salió elegido con tal entusiasmo popular, que se adivinaba el triunfo definitivo. Compareció en el Parlamento y se negó a jurar lo establecido por la ley: no se le permitió, pues, sentarse con los diputados. Pero los ministros Peel y Wellington, ambos tories,deseosos de ganarles una partida a los whighs, plantearon el problema en las Cámaras y pidieron la emancipación de los católicos en general, so pena de tener que entrar en guerra civil con Irlanda. Opúsose al principio el rey Jorge IV, mas ante la amenaza de dimisión de los dos ministros,no pudo menos de otorgar el bill de emancipación (13 abril 1829) según el cual todo católico que jurase fidelidad al rey estaba capacitado para desempeñar cargos civiles y militares, salvo algunos casos, y ser elector y elegido para el Parlamento.
Torna O’Connnell a su distrito electoral; es de nuevo elegido para cumplir con la ley y va finalmente a ocupar su asiento en las Cámaras. Contaba el valiente luchador cincuenta y cinco años. Ya tenía Irlanda quien defendiese sus derechos legítimamente. Y no era sólo Irlanda la que alcanzaba la liberación, eran todos los católicos de los dominios ingleses. Tal fue el primer triunfo del catolicismo en Inglaterra desde hacía tres siglos.
O’Connell se reveló como un parlamentario habilísimo, obteniendo en el parlamento de Londres no menores victorias que en las plazas y en los campos de sus paisanos. Y no se contentó con lo alcanzado. Apoyando a los whighs, que necesitaban de sus votos, obtuvo la abolición de los diezmos que pagaban los católicos irlandeses a los pastores protestantes, la facultad de la Iglesia de adquirir propiedades, etc.
Se comprende que el pueblo sintiese hacia él verdadera adoración. En su propósito de conseguir la independencia política para su patria, organizó mítines monstruos, como el de Tara (750.000 personas), el de Mullaghmast (400.000): otro mayor fue impedido por el gobierno.
No le faltaron amarguras que devorar. Durante 1846, el hambre y la peste desolaron los campos irlandeses. El “Libertador” vio además que frente a sus campañas legalistas y pacíficas se alzaba «la joven Irlanda» preconizando la violencia para la conquista de la libertad política. O’Connell murió en Génova (Italia) el 14 de mayo de 1847 en viaje a Roma y sus últimas palabras fueron: “Mi cuerpo para Irlanda, mi corazón para Roma, mi alma para el cielo”.
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