La Revolución cambió la faz de Francia y de Europa, también la del resto del mundo en diferente medida. Mucho nos tememos que no haya sido para mejor. Tenemos regímenes representativos y democráticos, pero precisamente 1789 es la prueba de que el pueblo puede ser manipulado y equivocarse miserablemente. Hoy nuestra civilización es una civilización de muerte, que predica y apoya la muerte: la de los inocentes (el aborto), la de los más indefensos (la eutanasia), la de la justicia (la indefensión jurídica ante la delincuencia), la de los más pobres (el capitalismo liberal salvaje), la de los desheredados de la Tierra (no queremos que vengan los inmigrantes, pero tratamos y comerciamos con sus opresores), la del sentimiento religioso (el laicismo, que es sólo un disfraz del ateísmo). Y curiosamente lo hace en nombre de la sociedad del bienestar, el mismo mito de los iluministas. Es la triste herencia del 14 de julio y, sinceramente, no es para estar orgullosos.
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