Discurso de Blas Piñar sobre Galicia, en la transición
Revista FUERZA NUEVA, nº 582, 4-Mar-1978
Blas Piñar en La Coruña
POSTURA DIÁFANA
(Discurso pronunciado por Blas Piñar en el Palacio Municipal de Deportes de La Coruña, el 22 de enero de 1978)
Amigos y camaradas:
Me llega en este momento una petición: “Que rinda un homenaje a los militares que no pueden acudir, por prohibición imperativa, a un acto como el presente, en que se ensalza a la Patria y la bandera y se recuerda a Franco; pero al que asisten, representándolos con toda dignidad, sus mujeres y sus hijos”.
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Yo también, porque me siento español universal, tengo “saudade” de Galicia, y puedo repetirme en silencio aquella estrofa dulce de Rosalía:
“Airiños, airiños, aires
airiños de miña terra,
airiños, airiños, aires,
airiños, levaime a ela”.
Pero esta verde Galicia, con maíz y castaño, con piedras románicas y rías seductoras, tiene, con su virtud, el peligro del encantamiento.
Así, Emilia Pardo Bazán transforma a la naturaleza en personaje, y este personaje omnipresente y poderoso puede adueñarse del alma.
Rosalía de Castro fue testimonio lírico de este encantamiento, y al escribir:
“Teño medo d’unha cousa
que vive e que non se ve”,
manifiesta hasta qué punto esa amenaza se torna realidad. El espíritu se hace melancólico, atemorizado, entristecido por un mundo fantasmal que vive, o se imagina vivo, y no se ve; un mundo de “meigas”, de “espantallos”, de ánimas errantes, de noches embrujadas de San Juan, de cementerios que hablan; y entonces, el arrebato lírico, el estremecimiento inicial, lleva a la huida y al refugio, al anhelo quejoso, al recuerdo de la “miña casiña” y de “o meu lar”.
La lírica gallega, que ha tenido, como es lógico, su proyección política, padece -y con acierto lo han demostrado los críticos- de esta pasividad, cargada de diminutivos. Pero si una veta del alma regional es ésa, sin duda Galicia es algo más que eso, mucho más.
Un gallego ilustre, que ha tenido el humor como nota, sin llegar al sarcasmo hiriente o a la retranca de Castelao -me refiero a Fernández Flórez -en su precioso cuadro escénico “El bosque encantado”, es decir, “la fraga” o bosque espeso, rasga con energía el velo panteísta de la naturaleza, y se introduce en la neblina de los “fantasmas” evocados por la imaginación y pone en el árbol, en los animales, en el remanso de agua, la voz y la música que rompen el conjuro y liberan a Galicia de su ensimismado encantamiento.
Galicia es un pueblo esencialmente lírico; pero la lírica, bien asimilada y vivida, no es otra cosa que el preludio o el canto final de una epopeya; y la epopeya de Galicia no sólo está en sus cancioneros, sino en sus emigrantes, fruto no tan sólo de la pobreza, como se ha repetido hasta hartarnos, sino también del espíritu nómada y de aventura, del propósito creador; en sus soldados, desde la Reconquista, y desde aquel batallón santiagués de estudiantes, que combatió a los invasores durante la guerra contra Napoleón, hasta las famosas brigadas gallegas, nutridas fundamentalmente por campesinos; que no en balde, como ha escrito la Pardo Bazán, “por los ríos amarillos y rojos de la bandera española corre con abundancia oro y sangre gallega”; y por sus hombres públicos, modelos de tenacidad, de paciencia y de patriotismo como José Calvo Sotelo, recreador de la Hacienda española y orensano ilustre, protomártir de la Cruzada; y Francisco Franco, el Capitán victorioso de la guerra, que puso su frustrada vocación marinera al timón del navío en naufragio que era la España de 1936, no sólo -como ha dicho un gran escritor gallego de las dos orillas, José María del Rey- para conducirlo, con dignidad castrense, a puerto seguro, sino para rescatar la unidad, la grandeza, la libertad de todas las tierras españolas.(…)
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Pero además, Galicia, para todos los españoles, es faro de unidad. En su recuadro, sobre el que cabalgan las Burgas, de Orense; “la Peregrina”, de Pontevedra;“Nossa Señora dos Ollos Grandes”, de Lugo, y la Torre de Hércules, de La Coruña, alberga nuestro gran tesoro espiritual y unificador, en el que en gran parte se modela la antigua Cristiandad y el concepto de Europa: el sepulcro de nuestro Señor Santiago; allá, tras el Obradoiro, el Pórtico de la Gloria.
Ahí, en la catedral, Santiago, nuestro evangelizador, piedra de un mundo de habla española y portuguesa ganado para Cristo, el Apóstol se nos muestra, como lo fue, poliforme, como un adelanto de lo que España y cada español que se precia de serlo, sería en el futuro.
•Sedente, para contemplar en silencio, arrebatado por el éxtasis de la “lumen fidei”, enardecida por el “lumen Dei”, y por amor generoso y el espíritu de entrega.
•Peregrino, con el bordón y la “vieira” para la andadura de la predicación por todos los caminos del ancho mundo, desde el Pilar de Zaragoza hasta las Indias en la vocación de las carabelas.
•Caballero de “barba dourada”, capitán de “roxa espada”, como rezan los versos, para combatir con gallardía cuando la altura de la empresa lo exige, porque Dios vomita a los tibios y el Reino de Dios padece violencia.
Por eso, venir a Galicia, en última instancia, no es otra cosa que hacer una especie de españolía: llegarse al santuario del espíritu nacional, beber en sus aguas cristalinas y puras, saciar la sed con el cuenco de las manos, y levantar la mirada hasta la sonrisa tranquilizadora del Apóstol, y decirle musitando, con aquel teniente de la Legión y a la vez poeta, José Antonio García de Cortázar:
“Señor Santiago,
Capitán general de la vanguardia
Vuelve al peligro de la avanzadilla
y al alerta angustiosa de la guardia.
Monta en tu mar de estrellas y de soles
las claridades de tu centinela,
y orienta por la ruta de Compostela,
la rosa de los vientos españoles”.
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Sólo en Galicia y desde Galicia adquiere España su personalidad completa y descubre, como ahora se dice, su propia identidad, el latido de su pulso, su alma, en ocasiones perdida o quizá drogada. Porque si de un lado Galicia, impresionada por el mar embravecido y las viejas leyendas, se hace Finisterre frontera cerrada y límite del orbe, en el “enxembre” de su vocación, como Fernández Flórez en “la fraga”, sacude con energía el hechizo; y al “Finis Terrae” del pánico que acongoja y paraliza responde con la fe y la esperanza del “Ultreya”, se hace “Plus Ultra” estimulante, o “Mais alá” que contagia a España y nos lleva a América.
Y que allá, en América, donde muchos gallegos que arrancaron de una España débil por fuerza del liberalismo y del caciquismo que bajo él prosperaba, aprendieron a conocer y a amar a España, y donde, a base de honradez y trabajo, hicieron España, cuando la España oficial, erosionada por la masonería, abandonó América.
España en América -¡oh prodigio de españolismo gallego que desmiente todas las creaciones artificiales!- se hizo Galicia; y así como en el gran archipiélago filipino los españoles son los “castilas”, así en la América española, todos los españoles, hasta los catalanes y los canarios, son por antonomasia gallegos. ¡Decidme, pues, hasta qué punto Galicia no es síntesis y exponente de España! (…)
Hace unos años estuve en Vigo para dar una conferencia. Me parece que la titulé así: “Un hombre de cristal”. Con esta frase me refería al licenciado Vidriera, héroe de una de las más bellas y conocidas producciones de arte menor de Miguel de Cervantes.
No podía suponerme entonces -tiempos prósperos de paz y confianza en el futuro- que después de unos años los destinos de España estuvieran en manos de un hombre de cristal; porque ¿acaso no es un hombre de cristal don Adolfo Suárez?
•Hombre de cristal, por lo quebradizo, en el orden interno, de su consistencia ideológica, y en el orden externo, por la falta de apoyo y de respaldo popular auténticos.
•Hombre de cristal por la transparencia de su propio tejido, de su ontología, sin vigor propio, sin luz interior, sin mensaje, mero vehículo traslúcido de quien opera realmente y lo utiliza, instrumento facilón, permeable y maleable: un día de la Falange más estricta y uniformada; después del Movimiento, cuya Secretaría General desempeñara; antes presidente de la “Unión del Pueblo Español”, fuente depresiones gubernativas y disociadoras del Movimiento mismo; más tarde jefe del Gobierno de Su Majestad, correa de transmisión bien engrasada del “motor del cambio”, prestidigitador hábil, y a nivel europeo, que en la chistera mágica de la política nacional:
-metió la perfección del Régimen y sacó sus escombros;
-metió la reforma y sacó la ruptura;
-metió la libertad y sacó el Partido Comunista;
-metió la voluntad del pueblo y sacó la dictadura del decreto-ley;
-metió las Cámaras de representantes del pueblo y sacó el Pacto de la Moncloa;
-metió la paz y la convivencia y sacó la amnistía a terroristas y el aumento del terrorismo;
-metió la economía pujante y sacó la ruina empresarial, el paro obrero y la inflación creciente;
-metió el prestigio y el respeto alcanzados en el mundo y sacó la carcajada y el aplauso hipócrita;
-metió la Monarquía del 18 de Julio y sacó la Monarquía sin garra del 14 de abril;
-metió, en suma, a España y sacó las “nacionalidades” de un Estado al que sólo por misericordia se califica, como un adjetivo casi indiferente, de español.
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Tal es el panorama nacional al concluir los dos años sucios de desgobierno, en los que la existencia misma de España se encuentra en juego; en que se hallan en peligro las vidas, la hacienda y la libertad de los españoles; en lo que los tres separatismos, de las tierras, de las clases y los hombres, fruto del despegue y alejamiento de nuestra propia tradición, están azuzados por los enemigos de ayer, de hoy y de siempre; aquellos enemigos, ya legalizados, que el Caudillo denunció con su palabra envejecida pero enérgica desde el balcón del Palacio de Oriente: la masonería liberal y el marxismo ateo y leninista.
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Ya sé que se trata de ablandarnos. Nuestra época, que pasará a la Historia enmarcada en el capítulo de la cobardía y de la insinceridad, pretende disimular las cosas y los problemas, para que, enflaquecida la voluntad y enturbiada la inteligencia, seamos incapaces de la reacción oportuna y salvadora. Se ha hablado de la ceremonia de la confusión. Pero habrá que hablar también de la ceremonia del algodón y del perfume, que se inicia con la objeción de conciencia al servicio militar, y acaba con la pornografía que disipa relaja y adormece ante el peligro.
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Yo no voy a dibujar ante vosotros -porque es innecesario- el drama que vivimos. España es una pieza de incalculable valor. Lenin quería que fuese el segundo Estado comunista de Europa. No lo consiguió, porque España, en el extremo occidental de Europa, supo sacar fuerzas de sí misma para evitarlo; y aunque se puso en juego hasta lo más noble, como el apego a la tierra y a la propia cultura, la exaltación desorbitada y centrífuga del sentimiento regional y el odio de clases estimulado por la envidia, la frustración o el resentimiento, la nación española, fiel a sí misma, se levantó en armas, y la antigua fe religiosa y el amor profundo a la Patria la rescató con esfuerzo y con sangre para su grandeza y su libertad.
Pero esto no se perdona: ni el fracaso de la profecía de Lenin ni la derrota del comunismo en nuestro suelo; y menos aun el grado de prosperidad alcanzado, los niveles de vida, la presencia de España en los mercados internacionales.
¡Todo esto era insoportable! Había que crear un clima de abandonismo, de cansancio y hasta de vergüenza; un complejo de culpabilidad, en suma, que terminara como ha terminado.
Por conseguir la entrega de la victoria por los vencedores a los vencidos;
por arrancar la bandera de España y poner en su sitio lábaros y pendones que debieran acompañarla con amor y no suplantarla con odio.
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Y ahora que hablamos de bandera y por tanto de autonomías y de preautonomías, permitidme que toque un tema de la máxima actualidad: el de la autonomía gallega.
Tarradellas, presidente de la Generalidad, ha condenado prácticamente todas las autonomías, con excepción, claro es, de la autonomía catalana.
Manuel Iglesias Corral, entre vosotros, ha respondido que el impulso autonomista gallego es anterior al catalán.
Lo cierto es, sin embargo, que el autonomismo gallego es un puro mimetismo que polariza la atención en Barcelona, olvidándose de Madrid, que es donde los políticos gallegos, que han sido muchos, debieron dar la batalla.
Para probar el mimetismo señalemos lo siguiente:
•Al libro de Piferrer y Pi y Margall: “Cataluña”, sucede el de Murguía: “Galicia”.
•Al “Ay Castilla castellana” de Víctor Balaguer, el “Castellanos de Castilla” de Rosalía.
•A los ”jocs florales” de Barcelona, los juegos florales de La Coruña
•A la solidaridad catalana, la solidaridad gallega
•A la provenzalidad, la celtomanía.
Pero lo que se olvida, y por ello sorprende de las declaraciones de Tarradellas, es que el planteamiento de las autonomías obedece a coordenadas muy distintas de las de 1931.
Hoy (1978), las autonomías son algo más que un movimiento romántico, que terminó como el suicido de Larra, con el levantamiento suicida de la “Generalitat” en 1934.
El catalanismo, el “bizcaitarrismo”, han brindado gratuitamente su dialéctica diferenciadora y seccionista, su romanticismo -el de la gaita y la lira- y el dinero burgués de los beneficiarios del proteccionismo aduanero, a los dirigentes de la subversión marxista.
Y así, las creaciones más o menos líricas de Murguía y Vicetto, han llevado a las de Luis Peña Novo y Vicente Risco.
Por eso, no se trata hoy tanto de proteger una cultura autóctona en olvido, o de una negociación pactada entre el Estado y una u otra región con personalidad histórica definida -en este caso celtismo, reino suevo e idioma- sino de la constitución básica y desintegradora de España en nacionalidades diferentes; porque troceando es más fácil la conquista, y porque sigue en vigencia el antiguo adagio “divide y vencerás”.
Por eso, si como dice Manuel Iglesias,“el pueblo gallego no quiere morir”, no pueden embarcarse los que realmente le aman en la aventura autonomista que le acecha para devorarlo, prostituirlo y arruinarlo cultural y económicamente, ahora que había iniciado la ruta de su pleno desarrollo.
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¿Qué hacer ante el drama presente?
¿Quejarnos, lamentarnos, imprecar, llorar? ¿Divertirnos? ¿Proclamarnos neutrales? ¿Apoyar al “Centro” o al perjurio institucionalizado, por aquello del mal menor, de la economía del voto, de la vía posible, ya que una cosa es lo que dice el corazón y otra la que impone la cabeza?
Recuerdo que cuando regresé a mi escaño, en las Cortes, de combatir lo que se llamó reforma política (1976), y yo califiqué como ruptura -y los hechos me han dado la razón-, alguien me dijo: “Perfecto tu discurso, incontestable; pero la política es otra cosa”. A lo que contesté: “Pues si la política es otra cosa, si en la política no hay verdades de fondo y una ética fundamental inamovible, yo no quiero ser político”.
Y si he entrado, por una exigencia imperativa de un deber sagrado para con mi Patria, en el juego ingrato del quehacer público, es porque creo sinceramente en que la política no está marginada de la ética; es más, porque creo que, sin ética, la política sólo conduce al caos. Sólo al amparo de un esfuerzo moral ortodoxo, y desde la raíz misma de la lealtad a ese esquema, se descubre cuándo es posible y aconsejable la tolerancia o la concesión y cuándo toda concesión o tolerancia, por ir contra la justicia y la prudencia, son imposibles.
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Nuestra postura ha sido diáfana en todo momento: al nacer, al combatir abiertamente la política de los últimos gobiernos de Franco, y después de la muerte del Caudillo, es decir, ahora.
Dijimos que “no” a la reforma política en las cámaras y en el referéndum (1976).
Acudimos sin ilusión a las elecciones (1977), pero con fe en nuestra doctrina, anunciando lo que iba a suceder si el voto popular consumaba el proceso de ruptura.
Y cuando la ruptura instala el terrorismo diario, divide a la Patria y nos conduce a la ruina económica, convocamos con éxito, que sorprendió a todos, la gran manifestación del 21 de octubre por las calles más céntricas de Madrid.
Luego, en la Plaza de Oriente, con ocasión del segundo aniversario de la muerte del Caudillo, un millón de españoles renovó, al conjuro de sus recuerdos su voluntad de servicio y de lucha.
Hace unos días hicimos patente en la calle nuestra protesta por el centenar de asesinatos, que ya se rebasan (pese a las condenas verbales), formulamos nuestra protesta por las detenciones de los patriotas que la encabezaban y por el trato discriminatorio, escandalizante y nada caritativo de una parte del Episcopado español que oficia el santo sacrificio por los ateos comunistas y los veta por los mártires de Dios y de la Patria.
A esto nos han llevado:
• los “Poemas del Sí e non”, que diría Álvaro Cunqueiro;
• las maniobras del jefe de Gobierno (Adolfo Suárez) que, desposeído de su vieja camisa azul, podría llamarse, en recuerdo del color que tanto admiraba, “el Marqués de Bradomín” de vuestro Valle-Inclán o “el caballero de las botas azules”, de Rosalía, con su “Secreto de Barba Azul” de Fernández Flórez;
él ha robustecido este “Viento del Norte”, de Elena Quiroga, con el reconocimiento de la “ikurriña” y el pacto con el nacionalismo vasco; y erosionado y dinamitado España, al introducir si no el caballo, al menos “La casa de la Troya”, de Alejandro Pérez Lugin, por la “Corredeira y la rúa” de la Patria.
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Nosotros vamos a estudiar con detenimiento la “Instrucción de la política que se usa y de la que Dios nos guarde” que escribiera el padre Feijoo, a fin de oponernos a los “des” que se hallan tan de moda: desestabilización, desdramatización, descomposición, destrucción y desmoronamiento.
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Con José Antonio, nos duele España. Yo estoy seguro que le dolía a aquella generación del 98, que tuvo su exponente en Rosalía, en Prat de la Riba y en Sabino Arana. Pero así como el dolor conduce al arrepentimiento o a la desesperación, simbolizados en Pedro y en Judas, así el dolor de España puede conducir al crimen de deshacerla o al heroísmo de rehabilitarla.
Pero no rehabilita el amor físico, sino el amor de perfección: noel “eros” sino la caridad.
Podemos preguntar: “España: ¿ubi moras?”. Porque como parece que nadie quiere ser España, no encontramos a España, oscurecida y desaparecida entre tantas “nacionalidades”. Y España -y nosotros con España- responde: “Ven y lo verás”: España vive en su historia, en sus monumentos, en el sepulcro del Apóstol Santiago, pero también en el alma del pueblo, en las mujeres, en esta juventud enfervorizada que llega a nuestras filas con voluntad de futuro.
No me cansaré de repetirlo: la unidad no es la uniformidad, pero la diversidad no es la dispersión.
Hay, pues, una manera gallega de ser españoles, y también una forma española de vivir la plenitud de España en todas sus raíces.
Dijo Rosalía:
“De vuelta está la joven primavera”.
Por ello, “Corazón ao vento”, porque hay que distinguir entre “os camiños dos homes y os camiños de Deus”
Y este camino es el de Santiago, el del alma de España, el de la Vía Láctea, que es algo así como un chorro de luz divina para los corazones de la España en angustia.
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Por eso, y porque la guerra de España no fue la de ayer, sino que es la de hoy y también la de mañana, recordemos el hermoso poema de la orensana Pura Vázquez, que nos viene a nosotros como anillo al dedo:
“Yo te pido, Señor, pasión, pasión de brasa,
No llama que deslumbre y pase como viento.
Dame tu soplo, dámelo ardiente en arrebatos
que manen de impaciencia. Abrásame viviendo”.
O aquellas palabras bien significativas por su autor, de Antolín Faraldo:
“Coruña querida, posta por Dios frente o mar, para, podente, velar por l’a España q’hoxe olvida o que non debe olvidar”.
Camaradas y amigos
¡Arriba España!
Última edición por ALACRAN; 26/07/2024 a las 14:19
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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