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Tema: Retrato típico del Guerrillero español del siglo XIX

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    Retrato típico del Guerrillero español del siglo XIX


    "EL GUERRILLERO"

    José María de Andueza (1809-1865)

    Como el racimo
    a la cepa, como el grano a la espiga, como el contramaestre a su buque, como los harapos al pordiosero,como el hambre al exclaustrado ... , como todas estas cosas, se pega el guerrillero a España; entre nosotros nace y entre nosotros muere, sin que nadie haya podido, hasta ahora, traducir a otro idioma ni a otras costumbres extrañas ni la palabra ni el tipo que ella representa.

    El que haya visto alguna vez a un mocetón de pelo en pecho atravesar con la nieve a la cintura las más ásperas quebradas de las Amezcuas, las escabrosidades del Maestrazgo, la cima del Montserrat o las áridas montañas que producen el tan sabroso como poco célebre queso del Cebreiro; el que haya vistoa ese mocetón desafiar tranquilo, la constancia de cien valientes perseguidores y el furor de seis inviernos, sin más defensa que un fusil roñoso, no limpiado en toda la campaña, y una canana vieja, atestada de húmedos cartuchos, sin más abrigo que el pantalón y la chaqueta, el gorro catalán o la boina navarra, las alpargatas y, para casos de apuro, la parda y fementida angurina; ése tendrá una idea aproximada del primitivo guerrillero español; del soldado de fortuna; del hombre que al primer grito de guerra, contra propios o contra extraños, sacude la pereza, estira los miembros, lanza un voto y cuatro ternos al aire, y abandona el taller o la labranza, dice un alegre adiós a los padres, a la mujer, a los hijos y al miedo, y trepa a los montes y merodea por cuenta y riesgo propios, todo el tiempo que tarda en reunirse a un cuerpo irregular, compuesto de otros independientes como él.

    Pero no basta conocer el traje y las armas de nuestro aventurero de montaña, porque éstas y aquél sufren notables variaciones, a medida que se prolonga la vida errante: para no equivocarlo con otros guerreros, que aprenden el ejercicio en línea antes que la táctica de guerrillas, es necesario estudiar sus costumbres, que conservan sin alteración; y esto no es tan fácil como parece, porque al cabo, ningún guerrillero se presenta a todas horas en público, para que los diseñadores de tipos le tomen por modelo cuando se les antoje; por esto mismo se hace indispensable que sigamos a nuestro querido compatriota por las tortuosas veredas que conducen a sus guaridas, aunque nos expongamos a rodar hasta el fondo de un abismo; que le contemplemos haciendo cara al enemigo, parapetado detrás de alguna tapia, o desapareciendo sin saber cómo de las manos y de la vista de sus contrarios; que nos riamos cuando enamora al patrón de su alojamiento para que éste no oiga el cacareo de sus moribundas gallinas, víctimas inocentes del hambre golosa de un atrevido compañero, y, por último, que nos adnuremos de su ignorancia y de su paciencia.

    El guerrillero no es catalán, ni aragonés, ni vasco, ni andaluz, ni gallego: el guerrillero es español, y siempre que en España haya discordias intestinas o guerras de potencia a potencia, habrá españoles en las montañas. Además, el guerrillero es el hijo predilecto de nuestras provincias, porque todas le consideran como un reflejo de su propia gloria, por lo mismo que todas son guerrilleras.

    Éranlo ya siglos atrás, y un hombre célebre, Viriato, que
    Pasando de pastor a bandolero,
    y de aquí a capitán el más famoso,
    fue jefe a los romanos ominoso,

    fue asimismo, no sólo el primer guerrillero, el primer héroe faccioso de la Península Ibérica, sino también el verdadero, el único original de todos los facciosos, de todos los guerrilleros audaces que, como él, han sabido despreciar la muerte y adquirir gloria.

    Pesada y fastidiosa es la erudición histórica para traída a cuento en artículos como el presente, pero a la historia tenemos que acudir muchas veces, con riesgo de pasar por eruditos a la violeta, los que apetecemos escribir de cosas sabidas de todos y por ninguno examinadas. Viriato, faccioso contra Roma y de Roma vencedor, es el espejo de Pelayo, faccioso de las montañas de Asturias y restaurador de la monarquía goda; así como lo es Mina, faccioso contra Napoleón, y de Napoleón triunfante en mil encuentros. Y Mina no había leído la historia en 1808, pero, ¿qué importa? Mina, y el Empecinado, y Longa, y Sánchez, eran españoles como Viriato, y como él fueron herreros y pastores, y como él pelearon y vivieron. Corrieron los años, y en pos de 1808 llegó 1823, y renació el guerrillero lusitano en Juanito y en Merino y en Santos Ladrón; pero ya no era pastor Viriato, porque se presentaba en la tercera o cuarta edición de su vida airada, y porque 1823 no podía convertirse en el 148 antes de la venida de Jesucristo.

    Después hemos tenido nuestro 1836, en que Viriato ha vuelto a trepar por las montañas, desapareciendo como un meteoro bajo los apellidos de Zumalacárregui y de Cabrera. ¿Quién sabe los años que, andando el tiempo, tendrán nuestros hijos? Esta es en reducidisimo compendio la tradición histórico guerrillera de España; pero siempre aparece puro el tipo, en ella no ha degenerado; el mismo ahora que en su origen, anque sujeto a la influencia más o menos pronunciada de los siglos; tan activo, tan emprendedor, tan resuelto antes del quinto, como en el primer tercio del siglo XIX.

    Ningún hombre apocado sirve para guerrillero: la vocación se revela desde los primeros años por un espíritu de independencia, por un prurito de contradicción y de descontento, que impelen al español nato a murmurar de todo el que manda; así que aquellas provincias que tienen fama de más antojadizas o de menos sufridas son las que mejores guerrilleros producen: ellas son, en todo caso, las que dan la señal, arrostrando las primeras consecuencias de un levantamiento; a su ejemplo se alzan las otras y envían sus arrojados hijos a los montes, que son siempre teatros de sangrientas hazañas y de venganzas inauditas...



    Última edición por ALACRAN; 01/09/2020 a las 20:40
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Retrato típico del Guerrillero español del siglo XIX

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    ... El aspirante a guerrillero, que teme ver cortadas sus alas antes de haber podido desplegadas, desaparece de su casa y de su pueblo, sin más equipaje que el encapillado, a fin de no experimentar embarazos en su ligera marcha. Todos sus planes para el futuro se reducen a no ignorar que hacia tal parte (unas dos leguas de su pueblo) ha aparecido, no se sabe si bajada de las nubes, una partida de voluntarios, defensores de... , en esto no está muy seguro el aspirante, pero se hace prudentemente el cargo de que tendrá tiempo de sobra para conocer la bandera que ha elegido: el hecho es que hay voluntarios en el país y esto le basta.

    Bebe un trago en la primera taberna, y como posee una dosis muy regular de astucia, primera condición que debe adornar al guerrillero, se informa de si hay ladrones en el camino y en dónde están, poco más o menos. Si conoce que nada tiene que temer, en la taberna se declara voluntario y pone el establecimiento en contribución, asegurando que no tardará en llegar el jefe con la partida. El tabernero empieza a meditar las consecuencias que indudablemente acarreará para sus pellejos la irrupción de los voluntarios, y ruega al aspirante con las lágrimas en los ojos beba cuanto quiera y que se marche pronto, a fin de evitar promisos con las autoridades. Entonces da principio el mozo a un reconocimiento formal de la taberna: pide aguardiente, y un trozo de queso para hacer boca; pasa la mano por a cara a la tabernera, la cual, por el bien parecer le devuelve un bofetón mientras el marido lo toma a risa, también por el bien parecer; en seguida escribe cuatro garabatos fechados desde el campo del honor, y manda que, so pena de la vida, sea entregada aquella carta a su madre, por convenir así al real servicio; repara luego que en un rincón se consume un arma vieja, sin pie ni gato, aunque la bayoneta está corriente; asegura que es un fusil famoso, y se lo apropia, con intención de cambiarlo por otro a la primera coyuntura ; pica un cigarro, echa la espuela con el último medio chico de aguardiente, vuelve a pasar la mano a la tabernera, que esta vez no se ofende de la gracia, alarga los cinco al esposo estupefacto, que pone una cara de arcángel al contemplar tan simultáneas operaciones, y toma, sin pagar por supuesto, la vereda del monte, entonando el Mambrú se fue a la guerra.

    Al llegar al punto en que cree encontrar la partida de voluntarios, da de manos a boca con una rolliza aldeana, que compadecida de su error, le informa de que en el pueblo hay tropa.
    _¿Cuántos son? Esta es la primera pregunta del aspirante.
    _Más de veinte, contando con el comandante, responde la mozuela.
    _¿Y los voluntarios?
    _Se han ido ispersaus.
    _Ea pues, venga un abrazo por el aviso, salerosa.

    Y quiera que no, arroja el fusil a tierra, me la pesca por la cintura, y entre chillidos y juramentos, y traspieses y carcajadas, le espeta un par de besos, tan sonoros y redoblados, como un castañeteo de dedos en tiempo frío; ella se limpia los abrasados carrillos con el delantal y huye hacia el pueblo a todo escape; nuestro voluntario se oculta entre las quebradas del monte y acecha el instante de la salida de la tropa. El oficial que la manda ha olido que anda algún moro por la costa, y dispone una batida; el voluntario ni se mueve ni respira en su escondite; agachado, con la bayoneta calada observa cuanto pasa, Y cuando ve que los soldados están a veinte pasos, se desliza monte abajo como una culebra, sube a otro repecho y da un silbido para escarnecer a sus adversarios: éstos continúan el alcance, y él los lleva de monte en monte y de quebrada en quebrada, hasta que el comandante, convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, reúne la tropa, medio estropeada de subir y bajar cuestas y oprimida con el insoportable peso de la mochila y el correaje.

    El voluntario, cada vez más ligero y dispuesto a nuevas correrías, vuelve, por lo regular, al mismo punto de partida, y entra en el pueblo abandonado una o dos horas antes por el enemigo. Allí, sin encomendarse a Dios ni al diablo, llama a la plaza al señor alcalde, y en medio de todos los muchachos que le rodean, pide alojamiento, tres raciones de pan y carne y un cuartillo de vino. Sorbe éste de un sólo envite, manda a la patrona que le prepare un guisado, se lo tragela, guarda las sobras del pan en una funda de almohada de la misma patrona, que ha tenido la habilidad de convertir en morral interino, cuenta a quien quiere escucharle cuatro bolas acerca de sus campañas, y se marcha socorrido para dos días.

    Como no hace aún veinticuatro horas que falta de su casa, prosigue su aventurera ruta con la camisa que de ella ha sacado; pero si tropieza con el ama o con la sobrina de algún cura, o con el mismo cura, es de cajón que ha de mudarse todas aquellas prendas del vestuario compatibles con la carrera profana que ha emprendido. No comete un robo, supuesto que permuta, dejando su camisa, basta y sucia, y sus raídos pantalones, por los pantalones nuevos y por la camisa delicada y limpia del cura. Verdad es que por las gallinas, por los chorizos y por los jamones, nada deja, pero en desquite, agasaja al cura y al ama, y a la sobrina, con los sabrosos manjares que a la iglesia regalan las bellísimas devotas del contorno. En honor suyo, es preciso confesar que nunca toma chocolate, ni es aficionado al dulce, porque estas golosinas enervan el valor del hombre y dan muy poca consistencia al estómago: fuerte trago y razonable pitanza de volátiles y cuadrúpedos componen la cocina del voluntario, cocina que está seguro de encontrar todos los días a su disposición, por muchos obstáculos que se opongan a sus irregulares marchas y contramarchas.

    El aspirante se matricula de guerrillero desde el momento en que pide raciones a un alcalde, o en que se ve perseguido por la tropa. Llegado cualquiera de estos casos, se deja crecer el bigote y las patillas, porque ya tiene a mengua el ocultar su profesión, y se convierte, de la noche a la mañana, en un soldado tan temible y tan agradecido, que ni olvida un favor ni perdona una injuria. Pero no siempre puede permanecer aislado y se hace para él cuestión de vida o muerte, el formar una partida y constituirse en jefe, o e! ingresar en otra ya formada. Como son menos en todos los estados del mundo las notabilidades que las individualidades, y como éste no es un artículo excepcional, dejemos a un lado los genios de la profesión, o sea, el guerrillero organizador, y concretémonos al guerrillero en general, al soldado montañés de infantería, que es el guerrillero puro de España, sin tener en cuenta las combinaciones politicas y diplomáticas que, de poco tiempo a esta parte, intentan abrir una brecha en los rancios hábitos guerreros del tipo que nos ocupa.

    Una partida de guerrilleros, por numerosa que sea, nunca ataca en campo raso a tropas disciplinadas, si su jefe sabe la obligación; lo que hace es sorprenderlas cuando puede y, aunque se encuentra precisamente organizada para la ofensiva, las ventajas de la táctica que observa, cansando al enemigo, son portentosas para su conservación y aumento. Por eso, el guerrillero nunca tiene plazas que guarnecer; por eso, resiste en un punto, no porque el punto le interese, sino porque en él causa mayores pérdidas que las que recibe; por eso, lo abandona y vuelve a recobrarlo cuando le conviene; por eso, en una palabra, no puede ser jamás vencido, aunque casi siempre anda disperso en sus reveses.

    Una de las principales obligaciones del guerrillero, tal vez la más importante, es conocer a palmos el país en que opera: pocas veces traspasa los limites de su provincia natal para combatir en otras. De aquí resulta que siempre es dueño de fijar a su capricho el campo de batalla; desde que el éxito se manifiesta contrario, grita el jefe: Muchachos, a dispersión; dentro de dos días todos en tal parte. Y las guerrillas desaparecen en cinco minutos y avanza el vencedor, y por más que se empeña, no logra dar alcance a cuatro hombres reunidos; es decir, que ha peleado tres horas para apoderarse de una posición, que tiene que abandonar si no quiere perecer de hambre. El guerrillero, entretanto, merodea por los pueblos y caseríos, que casi siempre le protegen, se informa de cuanto hace el enemigo, penetra muchas veces en sus acantonamientos, y a los dos días se incorpora, infaliblemente, a sus compañeros, para continuar aquella serie nunca interrumpida de encuentros, escaramuzas, sorpresas, retiradas, victorias, descalabros, dispersiones y emboscadas. Pierde una acción, pierde seis, veinte: nunca padece de aprensiones, nunca se cree en mala situación, porque está seguro de la bucólica y engaña el tiempo ocioso en pelar la pava con sus patronas, gente que se paga mucho de aventuras y de proezas: si ve la cosa demasiado apurada, se esconde en cualquier parte, por ejemplo, en casa de sus mismos padres; porque sabe muy bien que es imposible que en ella le busquen, y a fuerza de atrevimiento se burla de la más exquisita vigilancia.

    Mejora el tiempo o se hace menos activa la persecución, y ya le tenemos otra vez en campaña, sacando raciones, tiroteándose desde un ribazo, arrastrándose a guisa de reptil, para caer de improviso sobre un soldado que dos minutos antes le encaraba el arma, entonando canciones alusivas a la causa que defiende, asistiendo a las romerías con riesgo de quedar prisionero, aporreando alcaldes, y mojándose hasta los tuétanos.
    Los aguaceros, la nieve, el hielo, las ventiscas de diciembre, las polvaredas, el abrasador sol de agosto ... , he aquí los más terribles adversarios del guerrillero, adversarios gue no consiguen domar su brio, ni enfriar su resolución de vivir y morir defendiendo, malo o bueno, el partido que ha abrazado. En el invierno, camina, se bate, come, bebe, fuma, saquea, enamora y duerme empapado hasta los huesos; en el verano, no se limpia el sudor para ninguna de estas operaciones. Cuando oye a medianoche el toque de generala, salta del lecho y por muy cruda que sea la estación, acaba de abotonarse los pantalones en la calle; se restrega los ojos, echa dos cuartos de aguardiente y ya está dispuesto para lo que quiera ordenar el señor comandante.

    El guerrillero jamás hace traición a su bandera, es inaccesible a la seducción y aborrece los finos modales, nunca acepta gustoso por jefe suyo a un oficial del Ejército, gana sus ascensos a balazos, y cuando se acaba la guerra, vuelve satisfecho a su taller o a la labranza de sus tierras, si tal es la voluntad del gobierno, seguro de la gratitud y consideración de sus compatriotas. Si le toca la desgracia de caer prisionero y ser fusilado, muere como ha vivido; es decir, que las últimas prendas que le abandonan en el mundo, son el valor y la conformidad. Si, al contrario, llega a ser general, el Estado se procura en la persona del guerrillero una adquisición preciosa, porque su ruda franqueza, su talento, hijo de la experiencia y del infortunio, y la noble vanidad con que se complace en referir diariamente sus plebeyos principios, son una garantía segura contra la adulación cortesana, contra todas las emboscadas que los ambiciosos preparan sin cesar al hombre elevado, de quien en alguna manera dependen la administración de justicia, el decoro y el brillo de una nación.

    José María de Andueza (1809-1865)
    Última edición por ALACRAN; 01/09/2020 a las 20:35
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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