Fuente: “La crisis política del Antiguo Régimen en España”. Federico Suárez. Ediciones Rialp, Madrid, 1958. Biblioteca del Pensamiento Actual (páginas 17-36)
Capítulo 1
Planteamiento ideológico del siglo XIX español
Dado el estado actual de los estudios sobre nuestra historia, quizá no sea exagerado afirmar que el siglo XIX es una de las épocas peor conocidas. A pesar del mucho camino que queda por andar, de las muchas fuentes no utilizadas o desconocidas que pueden modificar la visión actual, del sinnúmero de lagunas y vacíos, se pisa un terreno más firme en cualquier período de nuestra historia que en la última centuria. En términos generales, se puede hablar con cierta seguridad, de los Austrias españoles, de los Borbones, de la Edad Media y hasta de la historia primitiva de España. El hecho de que en cada uno de estos períodos se puedan plantear problemas es ya un indicio de conocimiento y, lo que es más, de conocimiento orientado. Existe una conjugación lógica de los hechos que les dan un sentido, todo lo amplio y provisional que se quiera, pero descansando siempre sobre fundamentos tan sólidos como el dato, la fuente o el valor de un texto.
El siglo XIX, en cambio, si algún sentido tiene se nos oculta abrumado por una interminable lista de ministros y ministerios, de generales y cabecillas, de pronunciamientos, de motines y algaradas, de revoluciones incomprensibles y baladíes, de partidos, de pequeños sucesos. Es como un confuso caos de hechos sin más conexión que la sucesividad, sin otra razón de ser que la causa inmediata que los provoca sin originarlos. Cualquiera que se asoma a este trozo de vida española queda desorientado ante tal aluvión de hechos desconcertantes, fatigado ante tan prolongada crisis, asombrado ante un siglo en constante situación de equilibrio inestable.
¿Es simplemente eso el ochocientos español?
Ciertamente, no puede serlo. En el mundo de la historia -como en el mundo físico- las cosas no suceden al azar. Todo tiene una causa y una causa lógica. El siglo XIX tiene tanto sentido como cualquier otro de nuestra historia, y es falso que le falta existencia histórica, que su característica sea la casi total inanidad histórica. Antes al contrario, es de una personalidad tan rica que puede figurar entre los más fecundos. Lo que le ha faltado es entendimiento histórico: al menos, la visión actual que de él se tiene es tan insuficiente, que no solamente no basta a darle sentido, pero ni siquiera advierte sus propias contradicciones o el sinnúmero de problemas que deja, como piezas desencajadas, sin resolver.
Insuficiencia de la visión actual
Fue el marqués de Lema, el investigador que más hondamente y con mayor sentido histórico trabajó sobre el siglo XIX, quien denunció la inconsistencia de la visión histórica del ochocientos. En su discurso de ingreso en la Academia de la Historia escribió, tratando de Calomarde: “…figura interesante a no dudarlo, pero sobre la cual, como acerca de tantas otras, hemos sometido nuestro juicio al que en tituladas historias y en discursos políticos y seudohistóricos nos transmitieron sus contemporáneos y los sucesores y repetidores de éstos”. En parecidos términos se expresó, en otra ocasión, al hablar sobre Fernando VII y su reinado y el juicios que ha merecido, falseado “por prejuicios y vulgares conceptos amontonados por tres generaciones que sucesivamente han venido repitiendo las opiniones apasionadas de las banderías políticas de entonces”.
Hay un doble defecto en la apreciación actual del siglo XIX: de una parte, la utilización de un muy limitado número de fuentes; de otra, una ausencia total, -o casi total, si la primera afirmación se juzga exagerada- de crítica. Lo primero ha traído como resultado el que la visión actual sea idéntica a la que se tenía a mediados del siglo pasado siglo. Salvo muy rara excepción, no se ha hecho más que repetir algunas fuentes liberales -Lafuente, Bayo, Pirala, Pastor Díaz y Cárdenas, Burgos; algo menos, Rosell, Donoso y Encima-, dejando sistemáticamente de lado el grupo de historiógrafos de tendencia opuesta (carlistas) -Sánchez, Barón de los Valles, el anónimo autor del Resumen histórico- o simplemente independientes -Ovilo y Otero, Bordas. Es decir, que se ha tenido en cuenta sólo una visión unilateral, aceptando todos sus supuestos y, con ellos, todas sus consecuencias.
Esto, sin embargo, no hubiera sido del todo grave si no se hubiera prescindido de la primera y más elemental precaución de todo investigador: la crítica. Sin recurrir a nuevas fuentes historiográficas -no ya a documentos de los archivos-, las mismas que tradicionalmente se han venido utilizando daban pie para una notable rectificación a poco que se aplicaran las reglas de la lógica.
Por de pronto, cabía tener en cuenta la personalidad política de los historiógrafos, defensores de un sistema e interesados en el triunfo de una dinastía, hombres de partidos, diputados algunos y hasta ministros (Encima y Burgos). Cabía también separar rigurosamente lo que son hechos de lo que no son más que juicios o consideraciones subjetivas del autor, o reducirlos a sus proporciones exactas limpiándolos de apasionamientos. Mariana Pineda, por ejemplo, fue considerada como mártir de la libertad y exalta por los historiógrafos sobre toda medida porque tuvo el gesto de hacer una bandera para los liberales. Josefina Cameford realizó empresas harto más heroicas, pero era realista, y su memoria, a lo sumo, ha sido aureolada con el nimbo del fanatismo.
A mayor abundamiento -y aquí ya no es posible la excusa-, los mismos historiógrafos vislumbraron la inconsistencia de sus supuestos. Cuando Encima y Piedra escribió en 1837 su libro acerca de Los sucesos de San Ildefonso, narrando hechos que había seguido muy de cerca y de muchos de los cuales había sido testigo y hasta actor, dio a su relación el sentido general que se observa en todas las fuentes liberales, esto es, la de presentar a los innovadores como portadores de todos los bienes y cargar a los de tendencia opuesta -realistas, carlistas- todos los errores y todas las maldades. No obstante, no pudo pasar en silencio -estas son sus palabras- una especie de anomalías que observaba a cada instante, es decir, de hechos que se resistían a dejarse aprisionar por su interpretación, de piezas que no encajaban en el mosaico que había trazado. Concretamente, Encima no se explicaba cómo en el período 1823 a 1833 -“ominosa década”- en que, por definición el Rey estaba mediatizado por los apostólicos, que eran dueños del Poder, hubiera sublevaciones -Capapé, Besières- y hasta guerras -la de los agraviados- promovidas por los realistas; ni cómo un Ministerio dominado por los mismos apostólicos aprobó el matrimonio del Rey con María Cristina -llave del triunfo liberal- y llevó a cabo la publicación de la Pragmática de 1830, que destruía todos sus planes y esperanzas. Unos años después, Balmes insistía en las mismas anomalías y hacía observar otras semejantes, y hasta C. Rosell llamó en 1842 la atención sobre ellas.
No cabe duda de que les cegó la pasión. Podían admitirlo todo, hasta la existencia de las anomalías, pero no la sospecha de que las cosas no fueran tal como las escribían. Generalmente, salvo en algún caso muy concreto, hubo buena fe: el liberalismo sinceramente profesado les hizo ver los hechos de determinada manera y no concibieron que pueda ser de otra. Los que vinieron tras ellos -las otras dos generaciones de que habla el marqués de Lema- se limitaron a repetirlos. De aquí el que toda la visión actual del siglo XIX no resista la más ligera crítica.
Hacia un nuevo planteamiento
Los supuestos en que descansa la historia del pasado siglo se pueden reducir a una sencilla fórmula: sobrevaloración de lo liberal y negación del valor de la corriente opuesta (1). Aun en historiadores muy recientes es de uso común aplicar a los realistas y carlistas los mismos calificativos que en los tiempos de pasión, cuando estaba candente la cuestión sucesoria, empleó la historiografía liberal: furibundos, fanáticos, apostólicos, ultrarrealistas, reaccionarios, etc. Se dio como hecho indiscutible su atraso, su inactualidad, reduciéndolos a un pequeño círculo de personas que por monstruosa e incomprensible mentalidad o por calculado egoísmo prefería la tiranía del absolutismo a la libertad y las reformas. Por el contrario, los liberales aparecían como salvadores de la civilización, como portadores de la luz en un mundo oscuro, como redentores de la dignidad individual y colectiva. Toda la historia del ochocientos se vio a esta luz.
Ahora, a la vuelta de los años y con la lejanía suficiente para poder contemplar los hechos con alguna perspectiva, llama la atención la pervivencia a lo largo de cien años del carlismo, con su fuerte vitalidad a prueba de derrotas y su poderoso arraigo en el país, suficiente para sostener dos largas guerras a base de voluntarios, sin otros medios que los proporcionados por el pueblo y con un Estado organizado y en posesión de todos sus resortes enfrente. ¿Cómo explicarlo? No bastan para ello, ciertamente, las premisas con que hoy se cuenta, como no bastan tampoco para resolver las anomalías de que hablaban Encima y Balmes.
El estudio detenido de las fuentes de matiz liberal, la utilización de las que hasta ahora se han venido dejando de lado y la investigación en los archivos, así como el recto planteamiento de los problemas y los resultados de las investigaciones en el campo de la Historia Moderna, permiten orientar por camino distinto la historia de nuestro siglo XIX, planteándola con una mayor objetividad.
A los historiadores de la cultura debe agradecerse, respecto de la cuestión que aquí nos ocupa, la teoría de lo moderno, elaborada lentamente en los últimos veinticinco años, y la valoración de lo ideológico en el desenvolvimiento de la vida de los pueblos. Lo primero ha permitido reducir al liberalismo a sus proporciones justas, como consecuencia de unos principios que hunden sus raíces inmediatamente en los supuestos intelectuales de la Ilustración y mediatamente en la Reforma y el humanismo antropocéntrico del Renacimiento. Lo segundo lleva a buscar el sentido de la vida política de un período en los supuestos ideológicos que informan la mentalidad de sus hombres. En último extremo, todo acto es siempre resultado de un pensamiento, y sólo cuando éste llega a ser comprendido es cuando aquéllos adquieren explicación lógica, sentido.
Esto lleva a buscar la comprensión del siglo XIX español, mediante una nueva modalidad, orientada hacia las ideas. La visión que hoy se tiene de este período descansa -ya quedó indicado- sobre supuestos falsos. Si éstos no resisten la crítica y se desploman, ¿es de extrañar que todo el edificio se cuartee? El fundamentar de nuevo nuestra historia del XIX requiere, pues, en primer término, la revisión de los supuestos; sólo cuando estén sólidamente asentados será posible levantar el edificio con garantías de seguridad.
El período 1800-1840
Fueron tantas y de tal índole las vicisitudes por que pasó España desde la última década del siglo XVIII, tantos y tan profundos los trastornos experimentados por la vida española en el primer tercio del XIX que, haciendo verdadero el refrán, el pormenor ha impedido ver la trascendencia del reinado de Fernando VII en toda su honda complejidad.
De la misma manera que el reinado de los Reyes Católicos es, a la vez, el fin de toda una época y el alumbramiento de un nuevo modo de vida política, así el reinado de Fernando VII -con su epígono de liquidación, es decir, con los siete años de la Regencia de María Cristina y de la guerra civil- contempla el fin del Antiguo Régimen y la implantación del sistema liberal. Todo él es una época de transición, un período de crisis, con la característica fundamental de tales tiempos: la desorientación.
El fenómeno, sin embargo, no es particular y privativo de España. Con más o menos contemporaneidad la crisis del Antiguo Régimen es general en Europa y hasta en América; pero, por lo que respecta a España, no ha sido todavía exactamente valorado, quizá por las mismas causas que antes se indicaron referidas a toda la historia del ochocientos, pues ni siquiera falta aquí el hecho de que algunas fuentes lo percibieran. Así, por ejemplo, Pacheco en su Historia de la Regencia de la Reina Cristina, en 1841.
La personalidad de este período es indudable. Tal como hoy se ven las cosas, en 1800 nadie sospechaba la posibilidad de que los principios de la Revolución de 1789 habían de guiar la vida política española; en 1840, tras el vencimiento militar del carlismo, el régimen liberal quedaba tan firmemente asentado que nadie podía creer fundadamente en la posibilidad de una vuelta al pasado o, más sencillamente, de su desaparición. ¿Cómo tuvo lugar este cambio tan profundo?
La fórmula absolutismo-liberalismo, reacción-innovación a que tan aficionado fue la historiografía del pasado siglo, no basta a explicarlo. Dejando a parte las anomalías, es evidente el desconocimiento en que hoy estamos respecto del valor -o, si se prefiere, del contenido- de los términos de la ecuación. Sin duda existen estudios relativos a las Cortes de Cádiz, a la Constitución de 1812, al Estatuto Real… No obstante, en el campo de lo histórico, lo puramente teórico sólo tiene valor cuando es expresión de la conciencia contemporánea, y los textos liberales del período 1800-1840 están todavía por estudiar. Por no citar más que algún caso que otro, a modo de ejemplo, nadie -que yo sepa- ha tenido en cuenta los libros de los doctrinarios José de Presas o Urquinaona, ni los folletos de carácter político, ni los proyectos de Constitución o reformas de las Cortes del Trienio. Por otra parte, nuestra ignorancia acerca del contenido político del carlismo es tan patente que ni siquiera necesita demostración (2). Es necesario, pues, como un paso previo, trazar las líneas fundamentales de estos dos movimientos, más complejos de lo que a primera vista parecen.
De la solución de esta incógnita depende el éxito de la investigación del proceso que siguió al hundimiento del Antiguo Régimen y que dio el triunfo al nuevo sistema, y el fijar hasta qué punto puede hablarse de una victoria de las nuevas ideas en España.
Las tendencias reformistas
Los sucesos del año 1808 pusieron de manifiesto la debilidad interna de la Monarquía española. El malestar ocasionado por el desgobierno, por la ausencia de criterio en la dirección de los negocios políticos de todo orden se había manifestado ya desde años antes, reinando Carlos IV. El grupo de los “ilustrados”, poco numeroso pero extraordinariamente selecto, comulgaba con las ideas de allende el Pirineo y soñaba quizá en una reforma profunda de la gastada y vieja Monarquía. Los escritos de Jovellanos lo indican con frecuencia, más o menos veladamente. El descontento, sin embargo, no era exclusivo de los intelectuales ilustrados, sino que era también participado por otro sector, si bien venía condicionado por causas más particulares: al menos, no cabe por ahora suponer en los hombres que se agruparon en torno al príncipe Don Fernando otro móvil que la aversión a Godoy y a su política. Bien es verdad que el hecho en sí llevaba implícito un saneamiento de la Monarquía.
En los años 1810 a 1812 es cuando se percibe con toda crudeza el choque entre dos mundos de ideas opuestas, con ocasión de las Cortes de Cádiz. Los liberales -afrancesados o patriotas- aprovecharon el momento de confusión, de quiebra de las instituciones- para crear un nuevo orden. La conmoción de la guerra de la Independencia había dejado a la nación, en lo político, como cera virgen: se podía moldear de nuevo. No fueron ellos, solos, sin embargo, los que quisieron conformar un nuevo mundo político. Los contradictores del liberalismo en Cádiz tenían también ideas propias y las querían imponer, y si entonces no se nos aparece este grupo con la fuerza del primero quizá deba achacarse, entre otras causas, a que no se les ha prestado la misma atención. En cambio, cuando en 1814 aparece el Manifiesto y Representación de los diputados a Fernando VII (Manifiesto de los Persas), documento cuya significación para los realistas es análogo a lo que la Constitución de 1812 fue para los liberales, las líneas que sustentan su posición se ven aparecer firmes y claras.
Es tal la confusión que en aquellos años existe en el orden de las ideas que difícilmente se puede especificar. No obstante, hay algunos puntos que sí se nos aparecen claros. Uno de ellos es que existía un orden político, el del siglo XVIII, vigente hasta el momento de la guerra -1808- , que carecía de base y quizá, apurando las cosas, hasta de legalidad. Este orden político era repudiado por la parte más culta del país, cuya visión del problema coincidía en la parte negativa, en la imposibilidad de que prosiguiera el régimen bajo el cual habían vivido, existiendo una divergencia radical en cuanto al modo de resolverlo. La que buscaban los liberales, formados en los principios de la Ilustración, consistía fundamentalmente en una importación de fórmulas ajenas; la que propugnaban los realistas descansaba en la aplicación, con las ligeras modificaciones que requiriese, de la tradicional constitución política de la Monarquía española, vigente a la sazón -puesto que no había sido derogada-, pero sólo de derecho, ya que de hecho se venía gobernando a sus espaldas y como si no existiera.
En los comienzos, pues, de la reanudación de la normalidad (1814), existían, en lo político, tres posiciones definidas: el Antiguo Régimen, que las fuentes liberales llaman absolutismo y las realistas despotismo ministerial; la corriente reformista liberal, y, por último, la corriente reformadora realista. La primera de ellas era pura inercia: el pasado, simplemente. No tenía fuerza ni virtualidad alguna; se limitó a subsistir. Las otras dos eran fuerzas jóvenes, con un propósito preciso, pero inmaduras. Cayó el Antiguo Régimen y ambas pervivieron y continuaron su pugna por modelar el mundo nuevo. Todavía hoy no es posible afirmar quién de ellas venció a la opuesta.
La desorientación en las ideas
Todo régimen de transición tiene una determinada vigencia en el tiempo, la que históricamente necesita para dar paso a una forma política estable. Contra toda la opinión que prevaleció en el siglo pasado adversa a los Austrias y su política, los estudios modernos han reivindicado no poco su actuación. Incluso su centralismo y gobierno personal -su absolutismo- puede justificarse por las necesidades que imponía la defensa de toda una ordenación del mundo contra las fuerzas que lo desintegraban. Cuando sobrevino la derrota y se impuso lo moderno -la palabra se toma en su significación cultural-, cesó la resistencia y, con ella, el esfuerzo. En cierto sentido, también la nación que heredó Felipe V era como una página en blanco: se podía volver a escribir una nueva vida. No se escribió, y al abrirse el período de crisis -primera década del ochocientos- no se supo hacerle frente. La quiebra era absoluta.
La paulatina formación de las fuerzas que brotan a la luz en los años 1810 a 1814 es muy oscura. El estudio que Paul Hazard realizó acerca de la mutación del pensamiento francés falta en España, y puntos tan decisivos como la recepción de la Enciclopedia permanecen todavía inéditos. Es necesario, pues, ir situando las manifestaciones de la crisis del pensamiento sin que los necesarios precedentes nos sean bien conocidos.
La desorientación en las ideas tiene un doble aspecto interesante para el objeto de este estudio: el religioso y el político, consecuencia éste de aquél, ya que, al cabo, lo político siempre responde a una determinada concepción de las cosas en cuya base está lo religioso. Los Borbones dispusieron de un siglo para renovar la mentalidad española, para crear -permítaseme la frase- una nueva espiritualidad que respondiera a los tiempos, para salvar lo que del pensamiento español estaba fuera de toda derrota. Tal como ahora se ve, la causa fundamental de este vacío fue el desconocimiento del problema.
La falta de criterio se manifestó ya a fines de 1808, cuando se comenzó a pensar en la reunión de Cortes. Primero se pensó -y es importante observar que Jovellanos defendió la idea- en el modo español; luego, dejando a salvo la convocatoria por brazos, pareció mejor el sistema de dos Cámaras; otros propugnaron un régimen constitucional nuevo. Hubo casi tantos pareceres como opinantes: sobre el modo, sobre cuándo debía reunirse, acerca de su duración… Al final terminó por hacerse al modo revolucionario francés: una Cámara y representación general. La Constitución de 1812, copia servil y no pocas veces literal de la francesa, es todo un índice de cuál era entonces la inanidad del pensamiento político de los reformistas liberales.
En 1814, tras la vuelta del Rey y a raíz del Manifiesto, Fernando VII dio el muy censurado y poco conocido decreto de Valencia, prometiendo gobernar con arreglo a la antigua costumbre: junto con las Cortes. Pero cuando sobrevino la revolución de 1820 ni un solo paso se había dado todavía para salir del régimen de “despotismo ministerial” contra el que se había pronunciado lo más selecto del país. Este es el carácter fundamental del sistema político de Fernando VII: el no tener ninguno. Se siguió viviendo en perpetuo desconcierto, sin conciencia del abismo sobre el cual se caminaba, lo mismo durante el período 1814-1820 que en el conocido con el nombre de “ominosa década”. En este último, sobre todo, acosado el régimen por los reformistas de una y otra tendencias, es cuando se hace más patente su absoluta incapacidad para hacer frente, no ya a las acometidas de los descontentos, sino a los problemas fundamentales del país.
Quedó afirmada anteriormente la coincidencia de liberales y realistas en cuanto a la parte negativa de sus ideas, es decir, su acuerdo en el repudio del Antiguo Régimen. Había, además, otro punto de semejanza entre ellas: ambas postulaban una mayor participación del pueblo en la gobernación del país. Se separaban profundamente en cuanto a todo lo restante, por partir de supuestos distintos, sobre todo en lo relativo a la posición ante el Rey. Pero hay todavía otro factor, a parte de los tres mencionados -Antiguo Régimen, liberales y realistas-, que, si bien no encarna una posición teórica en el problema, es parte esencial en la vida política y necesaria su presencia para la comprensión del período: es el pueblo.
Las fuentes -y entre ellas, de modo particular, E. San Miguel en su libro De la guerra civil en España, publicado en 1836- y los estudios realizados sobre la guerra de la Independencia -especialmente los de G. de Grandmaison- han puesto de manifiesto los motivos ideológicos que constituyeron la entraña de la resistencia española al invasor. Se combatía por la Religión, por la Patria, por el Rey. El motivo religioso, sobre todo, resalta con fuerza. ¿Era el pueblo reformista? Difícilmente se puede contestar a la pregunta. Probablemente no lo era de modo explícito y consciente. Sin embargo, y sin perjuicio de que más adelante se insista, conviene poner de relieve algunos hechos que llaman la atención. Que el pueblo estaba descontento del Gobierno durante los años de Carlos IV, es evidente; que las censuras se dirigían a Godoy, dejando, en general, a salvo al Rey, lo es también. Aquí se puede encontrar, hasta cierto punto, una explicación de la posición del pueblo en los años sucesivos, los que transcurren bajo la égida del Deseado. Adhesión al Rey y divorcio entre el pueblo y el Gobierno. Es otro de los caracteres de la crisis del pensamiento: el desconocimiento, por parte de los gobernantes, de las aspiraciones del pueblo, de sus necesidades. También en este punto se manifiesta el divorcio entre las innovaciones -y por tales se entiende siempre las ideas liberales, extrañas- y los deseos del país, entre los liberales y el pueblo. Ni una sola de las empresas de los innovadores tuvo el calor popular: las veían como dirigidas contra los mismos principios que ellos habían defendido en su guerra contra los franceses. Por el contrario, los movimientos realistas -en nombre y defensa del Rey- se hicieron siempre sin otro apoyo que el proporcionado por el pueblo, y la afirmación es válida hasta fines de siglo.
Los trazos esenciales de este período, en cuanto al planteamiento ideológico, pueden quedar resumidos en esta fórmula: de una parte, tres sistemas políticos, uno de los cuales, el Antiguo Régimen, es ya tan sólo una forma caduca y prácticamente muerta, en tanto que las otras dos se presentan como soluciones de una nueva forma política; de otro lado, el pueblo, cuya ideología, aspiraciones, necesidades, cuya realidad, en una palabra, es piedra de toque del acierto o desacierto de las fórmulas políticas. Está comprobado el divorcio entre el pueblo y el Antiguo Régimen y entre el pueblo y el sistema liberal y, al parecer, la compenetración del pueblo con la corriente realista, carlista. Esto último, sin embargo, todavía no puede pasar de conclusión provisional, por la sencilla razón de que el contenido político doctrinario, de los reformadores realistas está prácticamente inédito, toda vez que nunca -que yo sepa- se ha intentado sobre él un estudio con garantías científicas.
El problema fundamental
Surge así el problema fundamental, la clave del planteamiento de la historia del siglo XIX. Efectivamente, es lógico que el Antiguo Régimen desapareciera, pues que su esterilidad la había convertido en una simple estructura si contenido ni vida. Pero, ¿cómo explicar el triunfo del sistema liberal, cuando no sólo no respondía a las aspiraciones y necesidades del pueblo, sino que lo tenía en frente? ¿Cómo explicar el vencimiento del carlismo, siendo eminentemente popular?
El problema se hace todavía más agudo a la vista de la desorientación política de los liberales en el período 1833-1840, carentes todavía de otro criterio que no fuera la pura teoría, es decir, la adhesión a los principios enciclopedistas y revolucionarios de 1789. Un texto liberal ayudará a comprender mejor toda la profunda debilidad intrínseca del sistema. Escribía Martínez de la Rosa, exaltado en 1812, moderado en 1834 y liberal siempre: Desacreditados los sistemas extremos, sólo se ocupa la generación actual en resolver el problema más importante para la felicidad del linaje humano: ¿cuáles son los medios de hermanar el orden con la libertad? Ciertamente, en España, este problema ha sido el más importante para los hombres de gobierno desde 1833 hasta 1936, período en que el sistema liberal constituye la forma política de la vida del país. Es evidente que, así planteado el problema, es ya posible llegar a un entendimiento de los caracteres que, al comienzo de este capítulo, se señalaban como típicos del siglo XIX.
El objeto de este libro es la solución del problema inicial, esto es, seguir el desenvolvimiento de los factores antes apuntados, de sus modificaciones y manifestaciones, hasta que el Antiguo Régimen se hunde en el pasado y el carlismo sucumbe ante el liberalismo en la lucha por la dirección de la política española.
(1) En adelante utilizaré el término carlismo para significar esta corriente. El vocablo es exacto a partir de 1827; antes tiene un nombre propio en las fuentes: realismo. No empleo la palabra tradicionalismo porque se presta a equívocos y en su sentido actual es inexacta. Así, al hablar de tradicionalismo se pueden comprender, dentro de la corriente ideológica que representa, las figuras de Donoso, Balmes y Menéndez y Pelayo, que caen fuera del carlismo, de la tendencia histórica y doctrinalmente opuesta al liberalismo.
(2) Téngase en cuenta que se habla del período 1800-1840. El que existan estudios sobre el pensamiento político de Cánovas o de Carlos VII interesa aquí muy poco, toda vez que, a lo sumo, darán una idea de una época muy posterior que en nada afecta a la que ahora se trata, puesto que en el mejor de los casos es tan sólo su resultado.
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