El Tradicionalismo español del siglo XIX (I).
En varias entradas extractaremos parte del prólogo del escritor grancanario Vicente Marrero Suárez a la selección de textos que él mismo hizo en "El Tradicionalismo español del siglo XIX", para la colección de Textos de Doctrina Política de Publicaciones Españolas. Dicho prólogo constituye una síntesis bastante certera sobre la génesis y desarrollo del carlismo, con conclusiones que llegan hasta el siglo XX.
1. Las dos corrientes del siglo XIX: la liberal y la carlista.
Dos grandes corrientes actúan con toda claridad desde los comienzos del siglo XIX en la Historia de España: la liberal y, frente a ésta, lo que se ha llamado primero realismo y más tarde carlismo y tradicionalismo. En toda Europa, aunque el problema no se plantea de un modo tan radical como en España, sucede otro tanto. Tan es así, que historiadores de la talla de Leopoldo Van Ranke y Schnabel ven en la lucha entre monarquía y democracia el nervio central del siglo XIX. Democracia se entiende tal como fue acuñada en la baja Ilustración.
En España estas dos grandes corrientes suelen considerarse como una pugna entre absolutismo y liberalismo, como una lucha entre nuevos sistemas y viejo régimen, lo que fácilmente puede conducir al error. En y en otro bandos la mayoría de los diputados estaban de acuerdo en que debía hacerse una reforma, distinguiendo entre sí en el modo de proponerla.
Así, por un lado, se fue formando el bando liberal, y por el otro, primero, los realistas, con sus posiciones y manifiestos; después, en 1833, Don Carlos declarando la guerra, hasta que llegamos al año 1868, fecha memorable para el sector carlista, al engrosarse con grandes figuras del campo moderado, al mismo tiempo que toma más cuerpo la doctrina y gran pujanza en todo el país. Desde entonces se perfilaron las líneas y directrices que se han mantenido hasta el presente.
2. Realismo, carlismo, tradicionalismo.
La palabra realismo en las fuentes históricas, como dice Suárez Verdaguer, se emplea para designar a la corriente ideológica que desde las Cortes de Cádiz de 1812 hasta la guerra de los agraviados, en 1827, combate el liberalismo en todos los terrenos. La palabra carlismo se usa para ratificar las mismas ideas y los mismos nombres desde el momento en que Don Carlos se constituye en cabeza de esas ideas. La palabra tradicionalismo en muy tardía, y aparece en la segunda mitad del siglo, alcanzando vigencia en los años anteriores a la Revolución de 1868. A partir de esta fecha, los españoles comenzaron a alarmarse ante el auge de la revolución y el presentimiento de la quiebra de la monarquía de Isabel II.
Estas tres palabras, habitualmente se utilizan para designar el mismo hecho, significando confusamente, en el ánimo de la gente, lo mismo. La denominación de realismo cayó en desuso a partir de 1833. (...)
3, La dinastía y las ideas.
Por encima de un sistema, lo que caracteriza en España al campo carlista, si se le compara con otras tendencias tradicionales, fue su sometimiento leal a una dinastía que se consideró legítima desde su principio, que no claudicó, pese a sus muchas dificultades, en el ostracismo y que combatió sañuda y doctrinalmente todo lo que tuviera sabor liberal. Este es el secreto de la suprema madurez política de los carlistas frente a toda otra clase de tradicionalismo: el tener una dinastía que les unía ante las masas. El carlismo representa en el siglo pasado español [se refiere al siglo XIX, nota del transcriptor] a la ortodoxia monárquica, que reúne a los hombres en masas compactas y activas, y a la más estricta ortodoxia católica. Por el contrario, la monarquía liberal parlamentaria, aunque intente cubrírsele con salmodias religiosas, representa un principio, que hunde sus raíces en la honda intranquilidad social que conoció el mundo desde que el protestantismo hizo su erupción en la historia del espíritu de Occidente. María Cristina, como es sabido, se encontró con el dilema de conservar el régimen tradicional, reconociendo a Don Carlos, o de conservar la corona a cambio a cambio de reconocer el sistema liberal. (...)
La monarquía liberal, como la carlista, comenzaba en el trono, pero si la primera terminaba en la puerta del Palacio, la segunda llegaba al interior de los hogares españoles. La dinastía liberal no tenía pueblo; a lo largo de los siglos XIX y XX salió solitaria varias veces de España. El pueblo, en cambio, fue fiel a la dinastía carlista, batiéndose siempre que fue necesario por sus reyes y emigrando con ellos en grandes núcleos.
El Tradicionalismo español del siglo XIX (II).
4. Las dos dinastías.
A la monarquía liberal española del siglo XIX no debe juzgársele por éste o aquel hecho, ni por un reinado bueno, si este reinado hubiese existido. Se la juzga por la desgraciada ruta que para las instituciones monárquicas y para España se siguió desde Fernando VII hasta Alfonso XIII.
A la realeza carlista se la juzga por la continuidad y pureza de su lucha frente a la revolución liberal, por su afán de guardar la libertad española, no obstante el lamentable momento en que Juan III faltó a sus deberes reales de miembro de la dinastía.
(...) Lo que en un principio era casi un movimiento de hombres de acción, una organización de militares más que de políticos, en una palabra, de leales, fue cuajando por propio peso en la restauración de los genuinos valores políticos. Su labor no ha sido labor de investigación histórica, de laboratorio. Tampoco se trata propiamente de un rebrote romántico. Ha sido una larga y sostenida toma de conciencia, a lo largo de todo un siglo, de las características propias de las instituciones sociales y políticas de la tradición, que recogió lo esencial, lo que es acertado en nuestra alma histórica. Frente a las nuevas modalidades y formas abstractas de gobernar que iban surgiendo, primero en el extranjero y luego en España, mantuvieron un pensamiento concreto. Y el pueblo compartió esta actitud, y con esto volvemos a un principio que ya formulamos anteriormente, no porque eran teóricos quienes la fundamentaban o porque Asambleas y Juntas fijasen programas y trazaran directrices. Había un órgano, un elemento, una institución, un poder eminentemente entrañable que se encargó de guardarla y transmitirla de generación en generación: el Rey. Reyes que no representaban a la ciencia, sino a la autoridad; no a sistemas, sino a realidades concretas, con calor y recuerdos. Esta razón de ser, repetimos, explica no solo la superior madurez política del carlismo sobre el mero tradicionalismo doctrinario, sino, en suma, la suprema madurez política de la ortodoxia monárquica, reconocida por los más egregios pensadores de todos los tiempos, sobre la demo-monarquía, que ya es una cuasi-república. Las inconsecuencias también en política, a la larga, se pagan.
5. El tradicionalismo y la revolución.
Desconocen la historia de España los que no ven el carlismo como una fuerza actuante en nuestra vida política. La revolución que trajo el liberalismo avanza en España y triunfa violentamente cuando se cree que el carlismo está agonizante. Como escribe Melchor Ferrer, el periodo lamentable de Juan III es signo de la revolución de 1868. La creencia de que el carlismo ha terminado desgarrado por discordias intestinas en tiempo de Don Jaime es signo de la revolución de 1931. Sólo los que conocen bien el alma española saben que el cálculo de la revolución fue equivocado, y nunca, en los últimos años, surgió más pujante el carlismo que en 1872 y en 1936.
De Aparisi y Guijarro son las siguientes palabras: "si muere el carlismo, la España de nuestros padres morirá con él". O, como dijo en otra ocasión: "el partido carlista tiene un encargo providencial, siempre que se muestre digno de ese favor de Dios: salvar a España cuando aparezca a los ojos de los hombres que no hay para ella humano remedio". No en vano ha sido "la carta de la catástrofe", la carta que han jugado con predilección los carlistas hasta 1936. El ilustre tribuno que pronunció estas palabras militó, como muchos españoles, gran parte de su vida política en un partido católico, moderado, y sólo fue carlista en los cuatro últimos años de su vida. Un día se levantó en el Parlamento y dijo lo que claramente veía: "los partidos medios se van; todo esto se va. A la postre debe triunfar el partido carlista, y no sólo porque es el más numeroso, el más sano, el más entero, el de más fe, sino porque tiene, como ahora se dice, una solución cuando los demás partidos no tienen ninguna. Por eso debe triunfar, porque es el único que puede salvar". El carlismo, en la política occidental del siglo XIX, representa en cierto sentido lo que representa en otro terreno en las letras, Kierkegaard, Dostoyevski o incluso Nietzsche, pese a la contradicción que entre ellos existe, y, claro está, también pese a las actitudes frente al mismo catolicismo: una determinación radical que en último término en una cuestión de fe. Entre la afirmación y la negación extrema existe una estrecha relación, y el carlismo es un extremo polar, foco de auténtica atracción, como el comunismo, su más crudo antípoda. Afirmación y negación extremas brindadas desde entonces, a las generaciones desilusionadas que inundarán el siglo venidero.
La España de los Reyes Católicos, de los Habsburgos, archicatólica, archimonárquica, architradicional..., que todavía en el siglo XIX se levantaba con el grito tan castizo de "¡Viva la inquisición y muera la policía!", ¿cómo es posible que de golpe, y como por milagro, se hiciera liberal, demócrata, revolucionaria? Una historia oficial, escrita hasta ahora con inspiración y fuente liberal, nos ha impedido ver en toda su trascendencia cómo el carlismo es una clave para comprender nuestra historia. Los valiosísimos trabajos históricos de uno de nuestros mejores historiadores del siglo XIX, Suárez Verdeguer, han puesto recientemente de manifiesto hasta qué punto es trascendental y necesaria la revisión histórica de este siglo que ha solido presentarse desde miras muy parciales. Por lo que respecta a la significación histórica del carlismo, don Ramón de Nocedal decía: "nuestra bandera es anterior y muy superior al Duque de Madrid y al Conde de Montemolín y Carlos V, que nada pudieron darle ni quitarle, sino que recibieron de ella sus derechos a la cuestión dinástica, ideada y planeada por la revolución en daño de nuestra bandera. Los tradicionalistas de hoy defendemos la misma bandera que los tradicionalistas de 1833 y 1848, con Carlos V y Carlos VI; la misma bandera que los tradicionalistas de 1822 y 1823 defendieron por Fernando VII y en 1827 contra Fernando VII, con evidente razón, a pesar de su legitimidad indisputada; la misma bandera que los tradicionalistas de 1809 y 1812 defendieron contra los jansenistas en las Cortes de Cádiz y en los campos de batalla contra los ejércitos de Napoleón". Esto último habría que subrayarlo de un modo especial, ya que entre nosotros, como insiste ecuménicamente don Eugenio d´Ors, no han existido entre nosotros guerras nacionales propiamente dichas, y con más sutilidad de lo que pudiera parecer a primera vista, afirmaba que la guerra de la Independencia había sido una guerra de Pérez Galdós. Igualmente lo que se ventiló en los campos de batalla de las guerras carlistas, como decía Menéndez y Pelayo y recordaba justamente en el centenario de estas guerras Eugenio Vegas Latapie en Accción Española, "fue una verdadera guerra de religión, que para desgracia nuestra tomó matiz dinástico". Don Antonio Machado decía "... que los españoles se dejarán matar mejor por Jesucristo, o por la libertad, o por el comunismo, que no por España..." "¡Tan universalistas somos!" exclamaba Maeztu, al comentar esta misma idea.
Por algo la "cuestión carlista -y este es otro pensamiento de Aparisi-, más que una cuestión española es una cuestión europea. Es más, mucho más que una cuestión política: es una cuestión social y religiosa; de suerte que en nuestros aciertos o errores está interesada Europa; y si es lícito usar de una fuente atrevida, no sólo están interesados los hombres, sino que lo está Dios mismo".
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