RUTAS DE «MIO CID»
(II)
MEDINACELI
CADA vez que subo a la altura cimera de Medinaceli traigo conmigo los obligados recuerdos librescos. Ortega ha escrito que el juglar produjo aquí su poema —el Cantar de Mío Cid— como "un alcotán gritando desde su risco". Unamuno ha dicho cosas bellas y adustas; y dulce y vagamente evocadoras, como siempre, Azorín. Menéndez Pida!, utilizando sutiles deducciones, ha dado a Medinaceli como cuna del "Cantar de Mío Cid". De uno de sus juglares, se entiende; porque ahora sospecha de un cantar anterior, más fidedigno, que escribió en San Esteban de Gormaz. El Cid, en el poema, pasa varias veces por "Medina", camino de Aragón. Y por allí regresaron con su primo Félez Muñoz, las tundidas hijas de Ruy Díaz, después de "aquello" de Corpes. ("Aquello" tan extraño, tan poco español).
Hay que subir, pues. Vemos, en lo alto —más de mil metros— un verde prado donde unos caballos, que no serán nunca Babieca, pacen bajo el cielo limpio, en el aire de cristal. El convento de las Clarisas —como en Vivar— parece marcar su fidelidad al itinerario cidiano. Hay casonas abrumadas por su escudo y el palacio de Medinaceli, vacío. Las torres de la muralla exterior son como de corcho corroído. Las puertas y las ventanas están casi todas cerradas. Asoman la cabeza algunos vecinos.
¿Qué hace esta gente aquí? Esta población fue, desde Roma, una garita militar. Todo el val del Arbujuelo, donde debió asentarse la Ansarena del "Cantar" se abre al ojo avizor que alcanza muchas leguas de profundidad. Desde aquí, la centinela era fácil y la sorpresa, difícil, ¿vivió aquí el juglar? ¿No vivió —como apunta otra tesis— en Molina de Aragón más grata villa, más rica y mercantil, más apta al menester intelectual? Pero Castilla no se deja quitar esta gloria.
Cultivan estas gentes el cereal. Cuidan unos gallos que pasean por las calles su cresta fluctuante. Sucesores de aquellos que a la madrugada querían "quebrar albores" o marcan, con su quiquiriquí, otra hora posterior, "pasados los gallos". El juglar los oye desde su casita, mientras renglonea los versos del Cantar, tal como Azorín, en una fina miniatura verbal, lo ha evocado.
Lo que nos preocupa ahora es captar la fuerza geográfica e histórica del "Cantar". Aquí, desde esta encimada raya fronteriza, cabe Aragón, el oscuro poeta evoca a su héroe. ¿Tiene conciencia de su envergadura histórica, o es simplemente un rimador juglaresco de sucesos que conviene recordar en este año —1140— en que el martillo islámico amenaza de nuevo? El medio siglo transcurrido desde la muerte del héroe ha ensanchado su nombre. "Hoy los reyes d'Espanna sos parientes son."
Y, sin embargo, la pregunta torna otra vez a inquietarnos. La mitología de Castilla es reciente. Acaso arranque de aquella "pasión de mandar" que Marañón diagnosticó en el Conde Duque de Olivares. Con los Reyes Católicos, hay una fusión bilateral; con Carlos V, unos comuneros desmandados frente a la nueva concepción de la historia que personifica el Emperador. Recorremos estos pueblecitos de adobe, estos claustros románicos, esas iglesias que agruman a los caseríos; esas ciudades de la Castilla menor que se apellidan Burgo de Osma o Peñaranda de Duero. Y vemos unas gentes silenciosas o anonadadas. Antonio Machado vio ahí solamente "atónitos palurdos sin bailes ni canciones". Y, sin embargo, ¿qué duda cabe que estamos paseando por la matriz de un fabuloso Imperio?
Esta es Medinaceli: Un gran arco romano alza su triple pupila increíble sobre este paisaje. En el convento de las Clarisas las monjas de clausura confeccionan alfombras de nudo. Un pastor, en la plaza porticada, llena de ventanas cegadas, nos dice que las ferias de Medinaceli ya no son lo de antes. Ahora la importante es la feria de Almazán. Cae la tarde, y unos pájaros negros —¿cuervos?— trazan arabescos sobre el cristal azul.
Contemplamos —nosotros, gentes de la ribera-— este mar de piedra cuyo oleaje amedrenta y que tiene en su fondo los reflejos de cristal de las salinas de Medinaceli. En lo alto, siguen anclados veinte siglos de historia.
Guillermo DIAZ-PLAJA
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