RUTAS DE «MIO CID»
(I)
V I V A R
En esta delgada primavera, Castilla estrena un juego inédito de verde-tierno cabalgado por el grisplomo de la nube en borrasca. Apenas un claror de plata, y, tímidamente, un pañizuelo azul en el lejano horizonte. Se le ve bien, ahora, a Burgos, ese no sé qué de nórdico que tiene, y que va desde su nombre mismo a las torres flamígeras que Juan de Colonia fabricó para su Catedral, pasando por aquel sorprendente gótico, decorado de follaje de piedra que, en Las Huelgas, nos trae, de pronto, la presencia del estilo ojival inglés.
Esas torres no las vio Mío Cid Campeador cuando llegó desde Vivar. Burgos se apelotonaba junto al Arlanzón, sin esas lanzas de piedra. Pero la ciudad atraía al caballero desterrado que dejaba atrás entristecidamente las "casas abiertas y uços sin candado"; las alcándaras vacías "sin falcones e sin azores mudados", de su lugar solariego.
También ahora esas casas están abiertas, sin cerrojos, como desventradas, bajo el frío todavía invernal. Y los halcones y los azores, que traían mudadas sus plumas, las aves fieles, veloces como saetas, tan diestras cuando las llevaba el jinete sobre la manopla húmeda del guante en la caza de altanería, ¿qué se hicieron?
Son esas casas grises, como piezas cúbicas desperdigadas con feroz independencia entre las eras. Treinta "fuegos". Ciento ochenta vecinos.
—Eramos doscientos ocho, me dice —en la cantina— un labriego de ojos azules —Menéndez Pidal ya notó ese tipo humano en Vivar—; pero ahora muchos se van.
Yo le pregunto que adónde:
—A Francia, a Alemania. Anteayer se marchó un matrimonio que cuida, en un hotel de Suiza, los caballos, para que se pasee la gente señorita...
Fuera, silba el viento gris. He visto, aquí mismo, en el estío, cantar el oro rubio en las eras. Ahora, las casas son del color del cielo invernizo aún. El convento de las Clarisas está semientornado. En la capilla, una lápida en verso pide una limosna para la Virgen del Espino. ¡Qué frío deben tener las monjitas!
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(En este convento fue encontrado, en el siglo XVIII, el manuscrito del "Cantar del Mío Cid", aquel precioso desperdicio de la faltriquera de un juglar, que durmió quinientos años en el desván de ese convento castellano y que ahora, por cierto, reclama el Ayuntamiento de Vivar.)
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Detrás del convento, que se abre en ángulo, como abrazando el patio de verdor que le alfombra la entrada, corre el rio Ublerna. Un río chico, que pespuntea la plata de su cristal con los hitos verticales de los chopos, ahora sarmientos rectilíneos, palmas oscuras del invierno castellano. Todos sabemos que ahí tenía Mío Cid Campeador un molino maquilero, y que —lo cuenta textualmente el Poema— cuidaba de su administración, causando por ello la risa de los orgullosos Vani-Gómez, que le denostaban por tan mercantil menester.
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(Es curioso: en el "Poema del Cid" se habla mucho de dinero. De compras, de ventas, de arriendos, de ganancias, de engaños monetarios, de repartos de botín. Pedro Comminas en un precioso libro que llevo conmigo, "Por Castilla adentro", hace notar la diferencia entre el recuento de joyas y galas en el "Poema" y en el "Romancero", y en los libros de Caballerías, donde apenas se describen estos valores materiales y suntuarios.)
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Ahi está, sí, el viejo molino del Cid —como se encarga de recordar un estentóreo rótulo—. Me acerco a oírle trepidar, sobre el agua del río Ubierna que sale, que salta espumosa y verdeante. Hay apoyadas en un muro las viejas ruedas inútiles. Y a mí me complace evocar, una vez más, en Rodrigo de Vivar, a aquel hombre cuyos pies tocaban siempre en el suelo, como decimos de catalanesco modo.
Desde allí vería sus rebaños, su heredad, tan igual como ahora la vemos, en verdeamarillos alcores ondulados. Vería seguramente la misma torre campanera de la iglesia y las mismas casas que ahora contemplamos. Y que, en el día de la desolación y del destierro miró, con los ojos húmedos, descerrajadas y sin pájaros de altanería.
Todavía al salir de Vivar, con su brazada de leales, le animaron los augurios gratos ("a la eixida de Vivar ovieron la corneja diestra"), el pájaro agorero a la mano derecha del camino.
Pero, al llegar a Burgos, el juglar nos apercibe del porvenir sombrío ("a la entrada de Burgos oviéronla siniestra"). El caballero va a encontrar puertas cerradas, ventanas temerosas, miradas hostiles o apesadumbradas. Aquella niña resplandeciente, de nueve años, le dirá la cruda verdad de la saña del rey. Empieza la ruta amarga, que coronará de triunfo.
Guillermo DIAZ-PLAJA
(1964)
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