Tema 1: los comanches.
Fuente: Norteamerica española: España vs comanches | Una Pica en Flandes
Autor: Jorge Álvarez
España contra los comanches
Siglos antes de que el ferrocarril se topara en su camino con los temibles habitantes del indómito oeste de Norteamérica, los españoles habían campado y explorado por casi todos los rincones del subcontinente. Para proteger a los misioneros, punta de lanza del Imperio, y a los aventureros europeos, el Virreinato de Nueva España creó una impresionante red defensiva que se extendía desde el Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Tejas. Si la misión requería ir más allá, la única arma a disposición del Imperio eran los dragones de cuera. Una unidad de élite especializada en la lucha contra los hábiles jinetes comanches.
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Cuando hablamos del Oeste, todos evocamos el mismo concepto, sin que haya lugar a dudas pese a lo vano del término. A nuestras cabezas vienen imágenes de rudos vaqueros, sheriffs de expresión adusta y mirada honesta, pistoleros tan crueles como eficaces, ricos ganaderos ávidos de tierras, soldados de la caballería cubiertos de polvo y fieros indios, a veces nobles y otras salvajes. El cine ha inmortalizado el oeste americano hasta convertirlo en el Oeste por antonomasia. Obras maestras que no quiero perder la ocasión de citar, como Centauros del desierto, Río Bravo, La diligencia, Los siete magníficos, Murieron con las botas puestas o La legión invencible, han creado la leyenda del Far West, en torno al cual se ha formado una auténtica mitología --pues tiene mucho más de mitología que de Historia--, quizá la mitología del pueblo americano.
Así, las grandes llanuras del sur y el oeste de Norteamérica han pasado a formar parte del imaginario colectivo indisolublemente unidas a las películas de indios, vaqueros y soldados. Pero cuando los primeros americanos se adentraron en estas tierras, hacía tiempo que habían sido ya holladas por los indómitos castellanos. Antes de que llegasen los colonos anglosajones en sus caravanas de carromatos, los españoles ya habían levantado iglesias, pueblos y ciudades; antes de que la caballería yanqui patrullase al son de Garry Owen, los dragones de cuera del virreinato de Nueva España ya habían recorrido esas sendas, antes de que se erigiesen los fuertes americanos, los presidios ya habían dominado las planicies y antes de que navajos, apaches y comanches se enfrentasen con los Estados Unidos, ya habían librado sangrientos combates contra las tropas del Rey de España.
Los confines del Imperio español
Mapa del Imperio en el Norte
Tras la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés en 1521, España organizó el inmenso territorio conquistado en Centroamérica, naciendo el Virreinato de la Nueva España. Desde el principio los españoles tuvieron que luchar por establecer la autoridad del virrey, tanto sofocando revueltas y sometiendo focos de resistencia indígena como frenando los ataques de los pueblos indios del norte, los bárbaros chichimecas que ya había hostigado al Imperio Azteca. Precisamente fueron estos pueblos de primitivos nómadas dedicados al saqueo los que llevaron a España a tomar medidas: para defender toda la frontera norteña del virreinato se estableció una línea de fuertes que controlasen y contuviesen a los chichimecas, una reinvención del limes germano que diseñó Augusto en el siglo I. Los españoles llamaron a estos fuertes presidios. Allí donde las leyes del rey no significaban nada y la justicia española no podía llegar, el presidio se alzaba para recordar que aquellas tierras eran parte del Imperio Español.
Con el tiempo, los chichimecas fueron derrotados y sometidos y la civilización llegó a su territorio, pero no por ello los presidios habían terminado su función. La línea se adelantó hacia el norte y los soldados españoles siguieron cumpliendo su cometido de guardianes de los límites del Imperio. A lo largo de los años, el avance español continuo y la línea fue ascendiendo, dejando siempre tras de sí unas tierras habitables y seguras y manteniendo enfrente el vacío salvaje de las grandes llanuras, nunca exploradas por el hombre blanco.
En el siglo XVIII la situación de España en el complejo juego de estrategia europeo había cambiado radicalmente, pero para los hombres de la frontera todo seguía igual. En aquellos días la línea de presidios había llegado a lo que es hoy suelo estadounidense, extendiéndose a lo largo de miles de kilómetros de inhóspitas sierras y desiertos desde California hasta Tejas. Allí donde terminaba el Imperio Español y, por ende, la civilización, solo unos pocos se atrevían a establecerse. Los que lo hacían tenían que vivir en una lucha constante contra la dureza de la tierra y el clima, la enfermedad, el hambre y las incursiones de los indios hostiles. En un imperio que se extendía por todas las Americas, parte de Europa, el norte de África y algunas islas en Asia, los colonos tenían, las más de las veces, que arreglárselas solos. Como siempre, los primeros fueron los incansables misioneros, la avanzadilla de la colonización española, y tras ellos llegaron los soldados. Pronto aparecieron en las estepas las siluetas de pequeñas misiones y presidios de adobe. Algunos colonos a los que su búsqueda de un futuro prometedor había conducido a aquel remoto lugar levantaron los primeros pueblos. No obstante, entre un asentamiento español y otro podía haber cientos de kilómetros de desierto.
La red de presidios de 1780-1800
Los escasos soldados españoles eran la única representación de la autoridad en mitad de la nada, encargados de proteger un terreno enorme y prácticamente inexplorado. Para desempeñar esta misión, se creó una unidad especial del ejército español: los dragones de cuera. Como los dragones que servían en las guerras de Europa, eran soldados de caballería con capacidad para desmontar y luchar como infantes, pero ahí acababan las similitudes. Usaban unos chalecos largos hechos de siete capas de piel que ofrecían una protección maravillosa contra las primitivas armas de los indios, las llamadas cueras de las que toman su nombre. En cuanto su armamento, estaba diseñado especialmente para el tipo de guerra en el que luchaban. Frente a las colosales batallas de formaciones cerradas propias de la época, en la frontera norte de Nueva España los dragones de cuera se enfrentaban a pequeñas escaramuzas con partidas de indios en las que primaba la velocidad y la versatilidad. Por ello portaban un equipo multiusos: espada, escopeta, dos pistolas, lanza de caballería y un pequeño escudo (las típicamente españolas adargas ovaladas o rodelas circulares), además de tener cada uno a su disposición seis caballos y una mula. Los dragones de cuera eran, pues, tropas altamente especializadas y es que su escaso número les obligaba a cumplir las funciones de al menos tres soldados normales. La guarnición de cada presidio se componía de una compañía, es decir un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, un capellán y cuarenta soldados, a los que se asignaba una decena de rastreadores indios de las tribus aliadas. En la mayoría de los casos esta reducida unidad tenía que actuar de forma independiente cubriendo terrenos de cientos de kilómetros. En 1780 se alcanzó el máximo de solados españoles en activo destacados en la frontera, contabilizándose 1.495 dragones, pero durante la mayor parte de la historia del virreinato apenas alcanzaron los 600 de una costa a la otra del continente. En casos de amenazas especiales es cierto que el virrey podía enviar tropas de refuerzo y a menudo en las poblaciones más importantes, como Santa Fe, se acantonaban unidades de infantería, pero generalmente estas se reservaban para campañas y el peso de la guerra día a día en la frontera recaía sobre las compañías presidiales de dragones de cuera.
En 1771 se estableció definitivamente una línea de 13 presidios desde Altar, en Sonora, hasta Espíritu Santo, en Tejas. Al norte de esta línea quedaban dos puntas de lanza en mitad del territorio salvaje: Santa Fe, en Nuevo Méjico, y San Antonio de Béjar, en Tejas. El mantenimiento de la frontera con tan escasos efectivos fue posible gracias a la colaboración de los nativos. Los españoles eran una minoría representada principalmente por los soldados, los misioneros y los cargos administrativos, aparte de un pequeño número de colonos establecidos en ranchos o diseminados por las poblaciones, mientras la mayoría de la población la componían los indios amigos. En tiempos de guerra se reclutaban unidades auxiliares de entre las tribus, aparte de los exploradores que servían permanentemente en el ejército. Hasta finales del siglo XVII la convivencia fue difícil, salpicada de conflictos e incluso grandes revueltas como la de los indios pueblo en 1680, pero a partir del siglo XVIII la mayoría de las tribus que habitaban en los dominios españoles se sometieron sin problemas. Este cambio de actitud se debió al surgimiento de una nueva amenaza tanto para unos como para otros. Muchas tribus de nómadas de las grandes llanuras del norte emigraron hacia regiones más meridionales, empujados en parte por la colonización británica y francesa de la costa este. Estos pueblos se convirtieron en incursores dedicados a saquear los poblados de las tribus del sur. Ante estos temibles enemigos, los indios del virreinato aceptaron la dominación a cambio de la protección del ejército español.
Los comanches y los españoles
Ataque comanche a la misión de San Sabá (Texas), en 1758
De entre todas las tribus que llegaron del norte sembrando el caos en la frontera del virreinato los más numerosos, feroces y temidos eran los comanches. Originarios del oeste de las Montañas Rocosas, los comanches abandonaron este territorio en busca de caza más abundante y cruzaron las sierras hasta llegar a las grandes llanuras en el siglo XV. Allí se establecieron como pueblo nómada que vivía de la caza del bisonte, en grupos pequeños y muy dispersos de base familiar. Desde el primer momento el rasgo característico de los comanches fue su agresividad y su espíritu guerrero. Durante su migración lucharon contra cuantas tribus encontraron en su camino y ya asentados en las llanuras se dedicaron a saquear las tierras de sus vecinos. Hasta tal punto es así que si bien ellos se llamaban a sí mismos Numunuu -las personas-, los indios utes les llamaron kohmahts -los que nos atacan-, de donde deriva el nombre español comanches. El historiador y militar español Pedro Pino 1 decía en 1812:
“Ninguna de las demás naciones se atreve a medir sus fuerzas con la comanche; aun aliados han sido vencidos repetidas veces; [el comanche] no admite cuartel ni lo da a los vencidos.”
Los comanches atacaban en partidas, generalmente de número reducido, y usaban la lanza y, sobre todo, el arco, con el que eran maestros. Pocos pueblos se aprovecharon tan bien de la introducción de los caballos en América por parte de los españoles como los comanches. En apenas un siglo toda su cultura giraba alrededor de este animal. Criaban ponis pequeños y ligeros y los usaban para cazar, para desplazarse y, por supuesto, para atacar. Los españoles los consideraban los mejores jinetes de las grandes llanuras.
Comanche a caballo
A principios del siglo XVIII, los comanches emprendieron una nueva migración más hacia el sur. Los motivos solo pueden suponerse; tal vez buscasen los tan imprescindibles caballos que los españoles tenían en gran número, tal vez las otras tribus les expulsaron hartas de sus saqueos y es probable que el empuje de la colonización británica y francesa en la costa este jugase también un papel importante. El caso es que los comanches avanzaron hacia el sur, guerreando con las tribus que hallaban, entre ellas los apaches, con los que mantuvieron un brutal conflicto que terminó en la casi aniquilación de los apaches en la batalla del Gran Cerro del Fiero y la huida de los supervivientes hacia tierras españolas. Expulsados sus antiguos dueños, los comanches ocuparon una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma, el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Tejas. Este territorio fue llamado por los españoles la Comanchería, una inmensa extensión de tierra casi deshabitada justo frente a la línea de presidios española que todas las demás tribus rehuían.
El primer contacto de los comanches con los europeos del que se tiene noticia ocurrió en 1716, en la provincia española de Nuevo Méjico (actual estado de Nuevo Méjico). Aprovechando que el gobernador Martínez estaba en el oeste luchando contra los moquis, atacaron Taos, el pueblo español más al norte y último puesto civilizado antes de las tierras salvajes. Pese al factor sorpresa, fueron derrotados por el capitán Serna, que capturó a varios de ellos, junto con algunos indios utes que habían ayudado a los comanches. Desde ese momento, las incursiones contra los pueblos aliados, los ranchos de colonos o incluso poblaciones españolas se sucedieron una tras otra con la crueldad inconfundible de los comanches, que pronto fueron considerados la principal amenaza por parte de las autoridades españolas. Generalmente los ataques eran de poca entidad, pero casi siempre incluían algún asesinato y, lo que es más, el rapto de mujeres que daría pie a John Ford para su obra maestra Centauros del desierto. En estos casos, lo habitual era que desde el presidio más cercano un cabo saliese a golpe tendido con una decena de dragones de cuera en pos de los indios, persiguiéndoles hasta su propio territorio para darles caza. Estas persecuciones fueron innumerables a lo largo de las guerras contra los comanches y tenían como objetivo demostrar que toda incursión en el virreinato implicaba irremediablemente un castigo; al principio los españoles solían capturar a los indios, pero conforme se recrudeció el conflicto se optó por emplear métodos más disuasivos y los dragones de cuera no cejaban hasta dar muerte a la partida y volver con sus cabelleras.
A partir de 1745 los ataques aumentaron en intensidad y frecuencia y los comanches venían ahora equipados con armas de fuego que los comerciantes franceses les vendían a cambio de caballos españoles. Taos, Galisteo, Pecos y otros pequeños asentamientos alejados sufrieron repetidos ataques mientras el odio hacia los comanches se iba arraigando más y más entre los españoles y sus aliados indios. Varias expediciones partieron desde Nuevo Méjico a las órdenes de sucesivos gobernadores internándose en la Comanchería para escarmentar a los “bárbaros impíos”, pero la mayoría era incapaz de dar alcance a los comanches en la inmensidad de ese territorio que ellos conocían tan bien. En 1748, el gobernador Codallos, con 500 soldados y algunos auxiliares indios, sorprendió a una gran partida en Abiquiú y mató a 107 comanches, capturando a otros 206. Pensando que con esta victoria había doblegado a los belicosos salvajes, inició negociaciones con ellos y les invitó a asistir anualmente a la feria de Taos. Una junta convocada en Santa Fe por el virrey decidió estimular el comercio con los comanches en dicha población, pensando que así podrían ser convertidos por los misioneros. Los comanches no entendieron del mismo modo la idea y si bien participaron activamente en la feria vendiendo pieles y carne, no dejaron por ello de atacar a los españoles. El resultado fue que en diciembre de 1760 una reducida fuerza militar a las órdenes del gobernador Urrisola les prohibió el paso a la feria y tras una escalada de tensión se desencadenó un brutal combate que dejó a 400 comanches sobre el terreno. Quedaba claro que negociar con los comanches era inútil.
Dragón de Cuera español
Las escaramuzas, incursiones y persecuciones se sucedieron hasta el año 1777. A Santa Fe empezaron a llegar informes sobre un líder comanche al que llamaban Cuerno Verde por la cornamenta de búfalo que utilizaba como tocado. Había logrado reunir en torno a si una de partida de leales de considerable número y gozaba de una enorme influencia entre los comanches por su fama de guerrero bravo. Su nombre auténtico era Tabivo Naritgant -Hombre Peligroso- y era hijo de otro jefe también llamado Cuerno Verde al que habían matado los españoles en el ataque comanche a Ojo Caliente en 1768. Odiaba a los españoles y dirigió una serie de ataques que, incluso entre los comanches, llamaban la atención por su audacia y crueldad. Ese año el pequeño pueblo de Tomé fue atacado por los comanches y cuando, tras oír los rumores, el sacerdote de Alburquerque se acercó al pueblo descubrió horrorizado que los indios habían matado hasta al último hombre. Este brutal ataque, el más sangriento de todos los que hay registrados, tuvo una respuesta inmediata por parte de los españoles.
A las órdenes del veterano militar don Carlos Fernández, un contingente de tropas presidiales alcanzó una gran partida de comanches a las órdenes de Cuerno Verde cerca de la localidad de Antón Chico y con las primeras luces del día atacó el campamento. Los indios plantaron cara a las tropas españolas, entablándose un durísimo combate que se prolongó todo el día hasta que con el atardecer los comanches emprendieron la huida. Don Carlos había hecho cientos de prisioneros y acabado con otros tantos enemigos, pero Cuerno Verde y muchos de sus guerreros lograron escapar. El resultado del choque había sido desastroso para la nación comanche, pero la reputación de Cuerno Verde entre los suyos no se vio perjudicada, sino todo lo contrario. Había combatido con un valor casi suicida y había plantado cara a los soldados españoles cuando lo normal entre los comanches era evitar la lucha con los militares. El jefe incluso aprovechó la derrota para inflamar a su gente con deseos de venganza y como los comanches eran un pueblo tenaz y altivo pronto se le unieron varias partidas de jóvenes guerreros dispuestos a hacer pagar a los españoles su victoria.
Con todo, la noticia del triunfo pasó de pueblo a pueblo y de presidio a presidio, siendo motivo de alborozo entre los españoles. Inspirándose en este enfrentamiento, un autor anónimo que probablemente tomase parte en la batalla escribió una breve composición teatral titulada Los comanches que gozó de bastante popularidad en la Frontera hasta bien entrado el siglo XIX. Aún hoy, en la localidad de Alcalde, un diminuto pueblo de Nuevo Méjico, se representa anualmente la obra con los actores montados y caracterizados como comanches y dragones de cuera, en un modesto homenaje a aquellos los tiempos en los que el Oeste era español.
Fuentes:
-1º Pedro B. Pino, Noticias Históricas y Estadísticas de la antigua provincia del Nuevo Méjico. Cádiz, 1812. Pino dirigió tropas contra los comanches y estuvo presente en la victoria de don Carlos sobre Cuerno Verde en 1777.
Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.
Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI
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