Entre España y Portugal
Siendo también España un pueblo de gran empuje navegante, se hizo pronto necesario regular las empresas marítimas hispanas y lusitanas de manera que no hubiera interferencias enojosas. Así fue como el Tratado de Alcaçovas-Toledo, de 1479, establecido entre el rey lusitano Alfonso V y los Reyes Católicos, reguló las exploraciones de los navegantes ibéricos por el Atlántico central, dejando bajo el dominio de Portugal las Azores, Madeira, Cabo Verde y las islas que se encontrasen «de Canarias para abajo contra Guinea», y reservando para Castilla las Canarias «ganadas o por ganar». Nada se establecía en el Tratado respecto de eventuales navegaciones hacia el oeste.
Por eso, cuando Colón regresó de su primer viaje, los Reyes Católicos se dieron prisa, como sabemos, en conseguir del Papa Alejandro VI las Bulas Inter cætera, de 1493, que concedían a Castilla las islas y tierras que se descubriesen más allá de una línea norte-sur trazada 100 leguas al oeste de las Azores. Los portugueses, que deseaban más espacio para su ruta a la India y que pretendían también extender su dominio sobre el Brasil, negociaron laboriosamente, hasta conseguir con los Reyes de Castilla en 1494 el Tratado de Tordesillas, que alejaba la línea referida bastante más allá, a 370 leguas de las Azores. En términos actuales, esta línea partía verticalmente el Brasil por el meridiano 46º 37', es decir, dejaba en zona española por el sur Sao Paulo, y por el norte Belém.
Pocos años después, en 1500, una expedición portuguesa conducida por Cabral, al desviarse de la ruta de las especias, arribó a las costas del Brasil. Era la primera vez que los portugueses llegaban a América. Pero la tarea de colonización paulatina no se inició hasta el 1516.
El Padroâo
Las originales atribuciones que Enrique el Navegante tenía como gran maestre de la Orden de Cristo pasaron a la Corona portuguesa, desde que en 1514 el rey era constituído gran maestre de dicha Orden. De este modo, aquella antigua y curiosa forma de gobierno pastoral de las nuevas iglesias pervivió durante siglos, sin mayores variaciones, en el sistema del Patronato regio. En efecto, la Curia romana advirtió desde el primer momento que las audaces navegaciones portuguesas entrañaban inmensas posibilidades misioneras. Y por eso encomendó a la Orden de Cristo, de antiguo encargada de proteger la Cruz y de rechazar el Islam, la misión de evangelizar el Oriente y el nuevo mundo americano que se abría para la Iglesia.
El Patronato que Calixto III concedió al gran maestre Enrique el Navegante implicaba un conjunto de deberes y derechos. Por una parte, Portugal asumía la obligación de enviar misioneros y mantenerlos, financiar la erección de parroquias y obispados, y otras obligaciones, nada pequeñas, que los reyes lusitanos supieron cumplir. Por otra parte, los Papas concedían al rey de Portugal unos privilegios que iban mucho más allá de los de un patronazgo ordinario, pues al rey cristiano se encomendaba la misión de evangelizar y de administrar eclesiásticamente todos los territorios nuevos alumbrados a la fe.
De hecho, la Corona portuguesa fue la impulsora de un gran movimiento misional. Entre 1490 y 1520 envió misioneros a fundar en el Congo un reino cristiano. En 1503 envió franciscanos al Brasil, recién descubierto -Frey Henrique fue quien celebró allí la primera misa-. Y cuando en 1542 arribó San Francisco de Javier a Goa, base portuguesa en la India, llegó como legado del rey lusitano.
Pues bien, en coherencia a esta situación histórica, el Papa León X, en la Bula Præcelsæ Devotionis (1514), concedió al rey de Portugal una autoridad semejante a la que el rey de Castilla había recibido por la Bula Dudum siquidem (1493) para la evangelización de América.
Primera organización de Brasil
El Brasil era un mosaico de cientos de tribus diversas, aunque puede hablarse de algunos grupos predominantes. Los indios de la cultura tupíguaraní se extendía a lo largo de la costa occidental. Los tupís practicaban con frecuencia el canibalismo, y también la eugenesia, es decir, mataban a los niños que nacían deformes o con síntomas de subnormalidad. Con algunas excepciones sangrientas, no ofrecían a los avances portugueses especial resistencia. Los indios de la cultura ge ocupaban la meseta central, los arawak se asentaban al norte, y los feroces caribes en la cuenca del Amazonas. De otros grupos indígenas particulares iremos dando noticia más adelante.
El primer modo de presencia portuguesa en este mundo indígena innumerable fueron, hacia 1515, las factorías -Porto Seguro, Itamaracá, Iguaraçu y San Vicente-. En ellas los comerciantes, con la debida licencia de la Casa da India y bajo ciertas condiciones, establecían por su cuenta y riesgo enclaves en la costa. Las factorías fueron un fracaso, pues apenas resultaban rentables y no tenían intención colonizadora, de modo que Juan III decidió sustituirlas por Capitanías.
En 1530 se estableció, con amplísimos poderes, el primer Capitán, en la persona de Martim Afonso de Souza. Bajo su autoridad, y por medio de «cartas donatarias», se establecieron capitanías hereditarias, en las que un hidalgo, a modo de señor feudal, y con derechos y deberes bien determinados, gobernaba una región, sin recibir de la Corona más ayudas que la militar.
También este sistema resultó un fracaso por múltiples causas, y el rey estableció en 1549 un Gobierno General, en la persona de Tomé de Souza, bajo el cual una organización de funcionarios públicos vendría a suplir la red incipiente de autoridades particulares. Sin embargo, las antiguas divisiones territoriales se mantuvieron, y aquellos capitanes concesionarios que habían tenido algún éxito en su gestión retuvieron sus prerrogativas.
Cuando la España de Felipe II conquistó pacíficamente Portugal, se estableció en 1580 un dominio hispano sobre el Brasil, que duró hasta 1640, año en que se restauró el régimen portugués.
Primeras misiones en un medio muy difícil
A diferencia de España, que estableció muy pronto poblaciones en el interior de sus dominios americanos -lo que fue decisivo para la conversión de los pueblos indígenas-, Portugal, que era un pequeño país de un millón doscientos mil habitantes, y que se encontraba al frente de un imperio inmenso, extendido por Africa, India, Extremo-Oriente y ahora Brasil, apenas pudo hacer otra cosa que establecer una cadena de enclaves en las costas. Pero esto limitó mucho a los comienzos las posibilidades de la misión. En realidad, perduró largamente una frontera invisible, una línea próxima a la costa, más allá de la cual unos 2.431.000 indios -según cálculos de John Hemming (AV, Hª de América latina, 40)-, de cien etnias diversas, se distribuían en un territorio inmenso y desconocido, con frecuencia casi impenetrable.
Por otra parte, el Padroâo portugués sobre los asuntos eclesiásticos venía ejercido directamente por el rey lusitano, a diferencia de lo que ocurría en los dominios españoles de América, donde los Virreyes actuaban como vice-patronos del Patronato Regio hispano.
Todo esto explica que, en comparación a la América española -que en siglo y medio, para mediados del XVII, tenía ya varias decenas de obispados, miles de iglesias, y que había celebrado varios Concilios-, «la Iglesia en Brasil fue desarrollándose en modo mucho más lento y en proporciones infinitamente más modestas» (Céspedes, América hispánica 245). Así, por ejemplo, hasta 1676 no hubo en Brasil otro obispado que el de Bahía, fundado en 1551.
La actividad misionera en Brasil, después de la visita de franciscanos en 1503, se inició propiamente cuando en 1516 llegaron dos franciscanos a Porto Seguro, y otros dos a San Vicente (1530). A estas pequeñas expediciones se unieron varias otras a lo largo del XVI. Pero sin duda alguna, fue la Compañía de Jesús, desde su llegada al Brasil en 1549, la fuerza evangelizadora más importante. En efecto, con el gobernador Tomé de Souza llegaron seis jesuitas, entre ellos el padre Manuel de Nóbrega, y el navarro Juan de Azpilicueta, primo de San Francisco de Javier. Ya en 1553 pudo establecer San Ignacio en el Brasil la sexta provincia de la Compañía, nombrando provincial al padre Nóbrega, gran misionero. En esta provincia brasileña, a lo largo de los años, hubo jesuitas insignes, como el beato José de Anchieta, Cristóbal de Acuña, el brasileño Antonio Vieira o Samuel Fritz, de los que hemos de hablar en seguida.
Los carmelitas llegaron al Brasil en 1580, y en dos decenios se establecieron en Olinda, Bahía, Santos, Río, Sao Paulo y Paraíba. Los benedictinos, que arribaron en 1581, fundaron su primer monasterio en Bahía, y antes de terminar el siglo también se establecieron en Río, Olinda, Paraíba y Sao Paulo. Capuchinos y mercedarios contribuyeron también a la primera evangelización del Brasil.
Entre aquellos cientos de tribus -casi siempre hostiles, de lenguas diversas, y dispersas en zonas inmensas, difícilmente penetrables-, apenas era posible una acción evangelizadora si no se conseguía previamente una reducción y pacificación de los indios. Por eso el sistema de aldeias misionales o reducciones fue generalmente seguido por los misioneros, e incluso exigido por la ley portuguesa.
Eso explica que a los misioneros del Brasil correspondió siempre no sólo la evangelización, sino también la pacificación y organización de los indios, así como su educación y defensa. Ellos, en medio de unas circunstancias extraordinariamente difíciles, desarrollaron una actividad heroica, bastante semejante a la que hubieron de realizar los misioneros del norte de América para evangelizar a los pieles rojas. La historia dura y gloriosa de las misiones brasileñas, inseparablemente unida a la aventura agónica de la conquista de la frontera, se desarrolló en cuatro zonas diversas: sur, centro, nordeste y Amazonas.
El sur
Las primeras poblaciones brasileñas meridionales fueron, en la misma costa, San Vicente y, no lejos de ella, sobre una colina, Sao Paulo. Esta pequeña población, situada en la frontera, que sólo a fines del XVI llegó a los 2.000 habitantes blancos, dio origen a innumerables expediciones de exploración y conquista, unas veces buscando piedras y metales preciosos, otras para ganar tierras, pero casi siempre y principalmente para capturar esclavos indios.
Las bandeiras paulistas, formadas por unos pocos blancos, y un mayor número de mestizos e indios, a partir sobre todo de la segunda mitad del XVI, arrasaron con extrema audacia y ferocidad la población indígena, comenzando por los carijó y otras tribus próximas a Sao Paulo.
Sus primeras incursiones fueron por el río Tieté contra los tamoio y contra los bilreiros o coroados. En 1590, Jorge Correia, capitán mayor de Sao Paulo, con Jerónimo Leitao, iniciaron expediciones por el sur hasta Paranaguá y después por el río Tieté, destruyendo cientos de poblados indígenas, y matando o reduciendo a esclavitud unos 30.000 indios. Otra expedición de 1602, guiada por Nicolau Barreto, después de causar muchos estragos, regresó con 3.000 temiminó apresados.
Aún más graves fueron las incursiones paulistas contra las reducciones. Los jesuitas españoles, dirigidos por el padre Ruiz de Montoya, a partir de 1610, habían establecido en veinte años 15 reducciones de indios en la zona de Guayra, junto a los ríos Paranapánema, Tibagi e Ivaí, es decir, a medio camino entre la Asunción española y el Sao Paulo portugués. Y esto constituía para los bandeirantes paulistas una tentación demasiado grande.
Ataques conducidos por Manoel Preto, se produjeron en 1616, 1619 y 1613-1624. En 1628, una enorme bandeira guiada por el terrible Antonio Rapôso Tavares, y otras incursiones de 1630 y 1631, consumaron el desastre: miles y miles de indios cristianos neófitos eran muertos o esclavizados por otros hermanos cristianos. Las ciudades hispanas de Vila Rica y Ciudad Real fueron despobladas para siempre, y los jesuitas, con unos 10.000 indios que todavía quedaban de las reducciones, hubieron de emigrar en cientos de canoas hacia el sur, por el Paraná. Posteriormente fundaron reducciones a orillas del Ijuí y del Ibicuí, tributarios del Uruguay, e incluso se extendieron en 1633 por el Jacuí, que desemboca al este en la Laguna de los Patos.
Pero hasta allí llegó en 1636 Antonio Rapôso, el mayor de los bandeirantes, al frente de una formidable expedición autorizada por el gobernador de San Vicente, y otra gran bandeira incursionó también en los años siguientes. Fue entonces cuando los indios de las reducciones jesuitas, ya armados con autorización de la Corona, frenaron en 1641 a los paulistas, infligiéndoles una gran derrota, que ya describimos en otro lugar (476). De este modo quedó fijada por entonces la frontera meridional entre las posesiones españolas y portuguesas.
Por otra parte, las aldeias misionales organizadas en la zona de Sao Paulo por los jesuitas alcanzaron una considerable prosperidad, pero los problemas con los blancos, que exigían de los indios reducidos un trabajo durante una parte del año, fueron continuos. Y tantas eran las protestas de los jesuitas, que de 1640 a 1653 fueron expulsados de Sao Paulo, y también de Río, de manera que la mayor parte de la población indígena, tan laboriosamente reunida, volvió a dispersarse.
El centro
Durante muchos años, los portugueses de Espíritu Santo (1535), Salvador de Bahía (1549), Río de Janeiro (1555), o de Porto Seguro e Ilhéus, constreñidos al oeste por la selva, por las cordilleras costeras, y sobre todo por la hostilidad de los aimoré, se limitaron a vivir del comercio en la costa.
A pesar de esto, los primeros jesuitas, entre ellos Nóbrega y Anchieta, lograron reunir a partir de 1550 varios miles de indios en poblaciones próximas a Bahía. Pero cuando el primer obispo de Bahía, Pedro Fernandes Sardinha, naufragó en 1556 al norte de ese puerto y fue comido por los indios caeté, Mem de Sá autorizó una gran expedición punitiva y esclavizadora.
Y en 1560 otro desastre, una terrible epidemia de disentería, acabó de aniquilar las poblaciones misionales. Por lo demás, Luís de Brito de Almeida, el gobernador que sucedió en Bahía a Mem de Sá, no tenía escrúpulos en luchar contra los indios y tomarlos como esclavos. Bajo su gobierno, Antonio Dias Adorno apresó 7.000 tupiguenes y Luís Alvares Espinha volvió de otras expediciones con innumerables indios capturados.
Así las cosas, las epidemias y las expediciones despoblaron de indios casi completamente el interior de la zona de Bahía. Y aún fue más adelante la extinción de la población indígena cuando por esos años vino a descubrirse que el sertâo, la pampa del nordeste brasileño, tenía notables posibilidades para la cría de ganado. Se formaron inmensos ranchos, fazendas al frente de las cuales estaban los poderosos do sertâo. Y como los pocos indios que quedaban no podían superar la tentación de cazar parte de aquellos ganados innumerables, los portugueses de Bahía llamaron a los paulistas, dándoles el encargo de asolar a los indios por todos los medios.
En la década de 1660 los tapuya todavía se resistían, y el gobernador general Afonso Furtado de Castro (1670-1675) importó más refuerzos paulistas, para atajar los problemas en su misma raíz, destruyendo y extinguiendo totalmente los poblados de los indios. Finalmente, en 1699 el gobernador general Joâo de Lancastro pudo escribir con satisfacción que los paulistas «en pocos años habían dejado su capitanía libre de todas las tribus de bárbaros que la oprimían, extinguiéndolas tan eficazmente, que desde entonces hasta el presente no se diría que haya algún pagano vivo en las tierras vírgenes que conquistaron» (+AV, Hª América latina 205).
Las tribus que se rendían a los blancos se ponían a su servicio, se alistaban a veces en los ejércitos particulares de los poderosos ganaderos, o bien aceptaban reducirse a poblaciones misionales, regidas principalmente por franciscanos, jesuitas y capuchinos. Así quedaron todavía de las tribus ge y tupí algunas aldeias misionales, como Pancararú en el San Francisco, algunas tribus tupina y amoipia más arriba, varios grupos de indios mezclados en algunas aldeias jesuitas situadas en la desembocadura del río, y otros restos, como los carirí, de varias tribus.
El nordeste
La situación de la frontera al interior de Pernambuco (1536, Recife) o Ceará (1612, Fortaleza) era semejante a la de Bahía y el valle del San Francisco; pero había aquí algunas etnias indígenas, como los tobajaras, los potiguar y los tarairyu, más numerosas y organizadas. Pernambuco, ya desde los años 40, fue una capitanía próspera, aliada con los tobajara. Los territorios que tenía al sur habían sido despejados de indios en una terrible expedición que en 1575 partió de Bahía, dirigida personalmente por el gobernador Luís de Brito de Almeida. Otra expedición conducida por Cristovâo Cardoso de Barros, en 1590, mató 1.500 indios, capturó otros 4.000 y fundó allí, en la costa, una población, a la que dio el nombre de Sâo Cristovâo.
Los potiguar, en cambio, al norte de Pernambuco, repelieron durante años los avances portugueses, pero en 1601 fueron derrotados y se sometieron. Un joven oficial portugués, Martim Soares Moreno, ocupó y logró colonizar pacíficamente Ceará, con solo cinco soldados y un capellán, confiando en el afecto y la amistad que había trabado con todos los jefes indios en ambas márgenes del Jaguaribe.
Por lo que se refiere a la región de Maranhâo (Marañón), más al noroeste, una expedición de tobajaras y potiguar, conducida en 1604 por Pedro Coelho de Sousa, sometió a algunos grupos de tupinambá. Por esos años, los franceses, que rondaban la zona en sus barcos, lograron ciertas alianzas con grupos indígenas, a pesar de que cualquier francés que fuera atrapado en tierra era ejecutado.
Su presencia, sin embargo, no fue duradera, pues en 1614 una expedición portuguesa venció en esa zona a franceses y tupinambá, y acabó para siempre con la intrusión de Francia en la región. Las tierras potiguar de Río Grande, sujetadas en 1599 con un tratado de paz, fueron divididas en grandes ranchos ganaderos. Pero la expansión portuguesa se vió en esta zona retrasada por la intrusión de otra potencia europea, Holanda, con la que se mantuvo guerra desde los años 1624 hasta 1654, fecha en la que los holandeses hubieron de abandonar definitivamente sus fortines del Brasil.
Más al interior, los tarairyu del jefe Jandui estuvieron en paz hasta 1660, pero en esa fecha, hartos de ver sus tierras invadidas por los ganaderos, se aliaron con los paiacú, y atacaron a los tupí que estaban reducidos por los jesuitas en poblaciones de la ribera de Río Grande y del Paraíba. En 1687 estalló un gran levantamiento de los carirí, que ocasionó grandes daños. También la zona del actual estado de Piauí, al norte del curso medio del San Francisco, fue campo de muchas luchas, libradas con los indios por pioneros aguerridos.
Domingos Afonso, Sertâo, ganó allí luchando extensos territorios, y al morir dejó en la zona treinta enormes ranchos a los jesuitas. En esta región, algo más al oeste, otro pionero portugués, Domingos Jorge Velho, con su ejército particular, ganó también muchas tierras. A juicio del obispo de Pernambuco, era éste «uno de los mayores salvajes que he conocido... No obstante haberse casado hace poco, le asisten siete concubinas indias... Hasta el presente, anda metido en los matos a la caza de indios y de indias, éstas para ejercitar su lujuria y aquéllos para los campos de su interés» (+AV, Hª América latina 212). A este hombre, y a su tosco ejército, recurrieron en 1687 las autoridades al estallar la guerra contra los tarairyu, confiando en su reconocida eficiencia.
En 1692 se firmó en Bahía un tratado de paz con estos indios, en el cual el rey de Portugal les concedía grandes territorios y una relativa autonomía, bajo su jefe propio; pero pronto las invasiones de ganaderos y las agresiones paulistas violaron el tratado.
El Amazonas
Marcadores