"Al rescate de Franco y del franquismo: el hispanismo mexicano en la encrucijada de la segunda guerra mundial"
Carlos Sola Ayape csola@itesm.mx
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México
Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, núm. 95, 2016
Resumen:
En 1945, y una vez terminada la segunda guerra mundial, los países vencedores –México, entre ellos– identificaron al régimen franquista como un saldo de guerra y, entre otras medidas en contra, se prohibió el ingreso de España en las Naciones Unidas. En defensa propia, y con un Franco acorralado, los arquitectos del franquismo diseñaron un plan estratégico para aguantar los embates del exterior, contando para ello con la ayuda de hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo. Así, y teniendo en cuenta los perfiles de esta encrucijada histórica, el objetivo del presente artículo es analizar el discurso del hispanismo mexicano, concebido instrumentalmente para salir en defensa de Franco y del franquismo.
Palabras clave: Alfonso Junco, Francisco Franco, franquismo, hispanismo mexicano, Jesús Guisa y Azevedo, nazismo, segunda guerra mundial.
FRANCO Y EL FRANQUISMO EN LA ENCRUCIJADA DE 1945: A MODO DE INTROITO
Estamos que nos morimos de rabia porque Franco gobierna España. Y la gobierna
bien, según testimonio de Churchill. Queremos, quieren las izquierdas emprender
una cruzada ideológica para limpiar al mundo y a España del fascismo. Vemos la
paja en el ojo ajeno y no tenemos ojos para ver la viga y la indignidad de los
gobernantes de América. Y todavía así nos hablan del hombre libre de América.
Fuente: Jesús Guisa y Azevedo (1 de agosto de 1942)
El larvado final de la segunda guerra mundial puso a la España del general Franco en el punto de mira de los países aliados y, a la postre, vencedores en aquella terrible tragedia bélica que condujo a la aplastante derrota de los países del Eje. Aquel 19 de mayo de 1945, y en el marco de la Conferencia de San Francisco, el delegado mexicano Luis Quintanilla subió a la tribuna de oradores para presentar la postura oficial del ejecutivo de Ávila Camacho con respecto a uno de los puntos cruciales que debía sustentar la esencia de un organismo internacional de nueva creación como la Organización de las Naciones Unidas.
Concebida como una institución para vertebrar el nuevo tiempo de posguerra desde el diálogo conciliatorio y, entre otras misiones, para preservar la paz en el mundo y evitar una nueva conflagración, se hizo sentir la necesidad de definir el perfil de los países que, cuando menos, se habían ganado el derecho de pertenecer a la misma y, en consecuencia, también el de aquellos que debían ser excluidos por sus implicaciones directas con el origen del conflicto armado. Aquel día de mayo en la ciudad californiana, vísperas de la batalla de Berlín y de la consiguiente debacle del nazismo de Adolf Hitler, la tesis expuesta por el delegado Quintanilla no dejó lugar a las dudas. Así, y con notoria claridad, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no debía admitir a “los gobiernos vencidos del Eje ni a los gobiernos impuestos de alguna manera por las fuerzas militares del Eje”. Era evidente que sin mencionar nombres se señalaba implícitamente a los culpables. Si en la primera parte de su entrecomillado Quintanilla hacía alusión directa a Alemania, Italia y Japón, en la segunda se apuntaba directamente a la España franquista y, concretamente, a aquel Caudillo que la gobernaba desde 1939, porque es “un hecho bien conocido que las fuerzas militares de la Italia fascista y de la Alemania nazi intervinieron abiertamente para colocar a Franco en el poder”. En consecuencia, y a tenor de estos testimonios, el ingreso a este nuevo organismo internacional tampoco debía contemplarse para aquellos Estados “establecidos con la ayuda de las fuerzas militares de países que han luchado contra las Naciones Unidas, mientras que estos regímenes permanezcan en el poder” (Matesanz, 1978, p. 123).
Con estos antecedentes, y sin entrar en otras valoraciones, lo cierto es que la proposición mexicana finalmente fue aprobada en San Francisco, tal y como daría forma y fondo al capítulo segundo –artículos 4, 5 y 6– de la carta constitutiva de las Naciones Unidas. En pocas palabras, y para el caso que nos ocupa, no sólo los países del Eje quedaban excluidos de formar parte de la ONU, sino también la España de Franco, algo que, implícitamente y más allá de las primeras repercusiones directas, significaba que su régimen político había sido y seguía siendo cómplice con el derrotado nazi-fascismo.1 A decir verdad, esta tesis se encontraba a la altura de una de las propuestas que con más insistencia defendió el exilio republicano español a través de la Junta Española de Liberación, con el fin de que los países aliados tomaran una determinante decisión en contra del régimen franquista.
Recordemos que, tan sólo unos días antes, y ante la inminente capitulación de la Alemania nazi, esta junta publicó uno de sus muchos comunicados con el propósito de hacer referencia expresa a la “espantosa tragedia” de la guerra civil española y de apelar a la responsabilidad de los grandes mandatarios para “liquidar el pasado”, para no sustraerse al deber que les imponía “facilitar a la democracia española, hoy proscrita y errabunda, los medios morales de reconstruir su hogar nacional” y, en definitiva, para que España no quedase “como una monstruosa excepción en un mundo libre de la tiranía totalitaria”.2 A la postre, el mensaje último no era otro que el siguiente: la España republicana había sido agredida por Alemania e Italia, y los republicanos caídos en la guerra –y el resto, en las cárceles o en el exilio– habían sido las primeras víctimas propiciatorias del nazi-fascismo y la prueba más fehaciente de la gran catástrofe bélica que se avecinaba.
Al margen de este desenlace, lo cierto es que para los intereses de México la Conferencia de San Francisco fue una plaza donde se alcanzó un notorio triunfo diplomático, especialmente por el particular pulso de fuerza que el régimen revolucionario venía manteniendo en contra del franquismo ya desde la presidencia del general Lázaro Cárdenas.3 Los testimonios reunidos para acreditar cuanto se dice son muchos. Por recuperar algunos, y a título de ejemplo, recordemos que el 20 de agosto de 1936, tan sólo un mes después del levantamiento militar del general Franco (18 de julio), el presidente Cárdenas salía en defensa de la España agredida, aduciendo que el gobierno de México estaba “obligado moral y políticamente a dar su apoyo al gobierno republicano de España, constituido legalmente y presidido por el señor don Manuel Azaña”.4 Además de la venta de pertrechos de guerra al ejército republicano español, México hizo de la tribuna de la ginebrina Sociedad de las Naciones un baluarte para la defensa de la esencia constitutiva de este organismo internacional, de los principios del derecho internacional y, en consecuencia, de la España de Azaña que, a la postre, encontraría verdaderos defensores de su causa en aquellos grandes diplomáticos mexicanos (Fabela y Rodríguez, 2007). A comienzos de octubre de 1936, uno de ellos, Narciso Bassols, pronunció estas palabras en el foro ginebrino: “Apoyado en sólidas bases jurídicas y de comprensión del problema del gobierno español […], el gobierno de México definió desde luego su política de cooperación material para el gobierno legítimo de España, que tenía enfrente el hecho crudo de una sublevación militar.”5
Unos meses después, a principios de 1937, el presidente Cárdenas instruyó a Isidro Fabela, su nuevo delegado en la Sociedad de las Naciones de Ginebra, para que insistiera cuantas veces fuera necesario en la tesis de que México era y seguiría siendo un “Estado fiel” a los fundamentos de la Liga, un defensor de “cualquier país que sufra agresión exterior de cualquier potencia” y, específicamente en el caso del desastre español, el gobierno mexicano reconocía que España, como Estado miembro de la Sociedad de Naciones, estaba siendo “agredido por las potencias totalitarias, Alemania e Italia” y, en consecuencia, tenía “derecho a la protección moral, política y diplomática, y a la ayuda material de los demás Estados Miembros” (Fabela, 1947, pp. 3-5). Por eso, y tal y como estaba anunciado, aquel 28 de septiembre de 1937 Isidro Fabela (1943) leyó desde la tribuna de la Liga uno de sus más célebres discursos en torno a la enquistada problemática española, sustentando la idea de que España estaba siendo víctima de “una agresión exterior” –contraviniéndose el artículo 10 del pacto de la Sociedad– y que, por lo tanto, el conflicto presentado era una “guerra ilegal”, con presencia de “soldados extranjeros” en territorio español que ya reunían pruebas de haber “bombardeado por mar, tierra y aire ciudades abiertas, a fin de hacer triunfar por el terror la ideología política que no tienen derecho a imponer fuera de su propia patria” (Fabela, 1943, pp. 49-55).6
Con semejante elocuencia, estos testimonios evidenciaban el posicionamiento del ejecutivo mexicano en torno al problema de las dos Españas. De una parte, el reconocimiento de la legitimidad de la España republicana del exilio –incluso hasta después de la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975)– y, de otra, la rotunda negación a mantener relaciones oficiales –aun- que sí oficiosas– con la España franquista. Así planteada, y con estas pretensiones anunciadas, quedaba acrisolada lo que en el ámbito diplomático mexicano se conoció con el nombre de la “posición vertical” en torno a España, la misma que habría de ser mantenida durante siete administraciones sexenales, desde Lázaro Cárdenas hasta Luis Echeverría.7
Presentados los preliminares, esenciales para entender el contenido de las páginas siguientes, lo cierto es que a la altura de 1945, donde ya había visos de la inminente guerra fría, la España del general Franco quedaba relegada de las Naciones Unidas y colocada en el punto de mira de los países aliados que habían llegado a la conclusión de que el franquista seguía siendo un régimen con notorias complicidades con el derrotado nazi-fascismo. Por eso, recuérdese también que, descartadas opciones de fuerza mayor, la ONU llegó a aprobar dos importantes resoluciones condenatorias contra la España franquista: la del 12 de diciembre de 1946 y la del 17 de noviembre de 1947. Si en la primera se instaba a los países miembros a retirar sus ministros y embajadores de Madrid, en la segunda se depositaba la confianza en el Consejo de Seguridad para que asumiera “sus responsabilidades conforme a la Carta, tan pronto como estime que la situación respecto a España lo exige”.
Lejos de permanecer en la pasividad, los arquitectos del franquismo pasaron a la ofensiva diseñando una estrategia poliédrica para aguantar las hostilidades procedentes del exterior. En esencia, y en pocas palabras, aquello derivó en la programación y ejecución de una operación cosmética del régimen militar, primero, para distanciarse gradualmente del nazismo y, segundo, para mostrar y demostrar la pertinencia de aquella insurrección armada en contra del régimen republicano, por más de que este hubiera sido legal y legítimamente constituido.8 A partir de ese entonces, y a propuesta de Luis Carrero Blanco, uno de los estrategas del régimen, la política del gobierno de Franco quedó sustentada sobre el aforismo “orden, unidad y aguantar” frente a los enemigos externos y sobre la “buena acción policial” frente a cualquier subversión proveniente del interior.9 Implícitamente aquello estaba en consonancia con la actitud frontal y hasta retadora que mostró el régimen ante la ya comentada declaratoria de los tres grandes en Potsdam. El 5 de agosto de 1945, inmediatamente después de aquella cumbre, el Gobierno español sacó una nota oficial donde, entre otras cosas, y además de invocar a su espíritu pacífico, se decía lo siguiente: “España se ve obligada a declarar que ni mendiga puestos en las conferencias internacionales ni aceptaría el que no fuera acorde con su importancia histórica, volumen de población y contribución a la paz y a la cultura.”10
De este modo, la contraofensiva del régimen franquista, debidamente sobredimensionada por la propaganda oficial, tuvo su primer gran colofón aquel lunes 9 de diciembre de 1946, cuando Franco reunió en la madrileña Plaza de Oriente a varios cientos de miles de personas para pedirles “unidad y firmeza” y lanzarles el siguiente mensaje: “La situación del mundo y sus vergüenzas llenan una vez más de contenido nuestra gloriosa Cruzada. […] Unamos a la gran fuerza de nuestra razón la fortaleza de nuestra unidad. Con ellas y la protección de Dios nada ni nadie podrá malograr nuestra victoria.”11 Huelga decir que toda amenaza desde el exterior fue traducida en clave de intromisión en asuntos soberanos, de ahí que no se tuviera reparo alguno en señalar que España estaba dispuesta “a aislarse de quienes pueden tener un tan menguado concepto de las relaciones internacionales entre los pueblos”.12
En este sentido, y como se verá a continuación, buena parte de estas estrategias autodefensivas del franquismo fueron secundadas al pie de la letra por parte de hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo, hasta el grado de ser la fuente de inspiración de la propuesta discursiva que acabarían haciendo pública a través de la prensa mexicana y española del momento, así como de la publicación de libros en editoriales mexicanas con Polis, Jus, Botas o Patria. Si Franco había liberado a España a través de una cruzada, desde México también había que salvar a Franco de los enemigos externos –el México revolucionario, entre ellos– y de cualquier tentativa que condujese a su deposición. En juego estaba no sólo la supervivencia de aquel que se hacía llamar “Caudillo de España por la gracia de Dios”, sino también del modelo político, ideológico, cultural y hasta religioso que este decía representar. La consecuencia era fehaciente: en aquellos años cuarenta el hispanismo mexicano quiso hacer de aquel México revolucionario un bastión para la defensa de Franco y del franquismo (Sola, 2014b, pp. 171-193).
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