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Tema: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

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    Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

    "Al rescate de Franco y del franquismo: el hispanismo mexicano en la encrucijada de la segunda guerra mundial"

    Carlos Sola Ayape
    csola@itesm.mx
    Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México

    Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, núm. 95, 2016

    Resumen:
    En 1945, y una vez terminada la segunda guerra mundial, los países vencedores –México, entre ellos– identificaron al régimen franquista como un saldo de guerra y, entre otras medidas en contra, se prohibió el ingreso de España en las Naciones Unidas. En defensa propia, y con un Franco acorralado, los arquitectos del franquismo diseñaron un plan estratégico para aguantar los embates del exterior, contando para ello con la ayuda de hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo. Así, y teniendo en cuenta los perfiles de esta encrucijada histórica, el objetivo del presente artículo es analizar el discurso del hispanismo mexicano, concebido instrumentalmente para salir en defensa de Franco y del franquismo.

    Palabras clave: Alfonso Junco, Francisco Franco, franquismo, hispanismo mexicano, Jesús Guisa y Azevedo, nazismo, segunda guerra mundial.


    FRANCO Y EL FRANQUISMO EN LA ENCRUCIJADA DE 1945: A MODO DE INTROITO


    Estamos que nos morimos de rabia porque Franco gobierna España. Y la gobierna
    bien, según testimonio de Churchill. Queremos, quieren las izquierdas emprender
    una cruzada ideológica para limpiar al mundo y a España del fascismo. Vemos la
    paja en el ojo ajeno y no tenemos ojos para ver la viga y la indignidad de los
    gobernantes de América. Y todavía así nos hablan del hombre libre de América.


    Fuente: Jesús Guisa y Azevedo (1 de agosto de 1942)


    El larvado final de la segunda guerra mundial puso a la España del general Franco en el punto de mira de los países aliados y, a la postre, vencedores en aquella terrible tragedia bélica que condujo a la aplastante derrota de los países del Eje. Aquel 19 de mayo de 1945, y en el marco de la Conferencia de San Francisco, el delegado mexicano Luis Quintanilla subió a la tribuna de oradores para presentar la postura oficial del ejecutivo de Ávila Camacho con respecto a uno de los puntos cruciales que debía sustentar la esencia de un organismo internacional de nueva creación como la Organización de las Naciones Unidas.

    Concebida como una institución para vertebrar el nuevo tiempo de posguerra desde el diálogo conciliatorio y, entre otras misiones, para preservar la paz en el mundo y evitar una nueva conflagración, se hizo sentir la necesidad de definir el perfil de los países que, cuando menos, se habían ganado el derecho de pertenecer a la misma y, en consecuencia, también el de aquellos que debían ser excluidos por sus implicaciones directas con el origen del conflicto armado. Aquel día de mayo en la ciudad californiana, vísperas de la batalla de Berlín y de la consiguiente debacle del nazismo de Adolf Hitler, la tesis expuesta por el delegado Quintanilla no dejó lugar a las dudas. Así, y con notoria claridad, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no debía admitir a “los gobiernos vencidos del Eje ni a los gobiernos impuestos de alguna manera por las fuerzas militares del Eje”. Era evidente que sin mencionar nombres se señalaba implícitamente a los culpables. Si en la primera parte de su entrecomillado Quintanilla hacía alusión directa a Alemania, Italia y Japón, en la segunda se apuntaba directamente a la España franquista y, concretamente, a aquel Caudillo que la gobernaba desde 1939, porque es “un hecho bien conocido que las fuerzas militares de la Italia fascista y de la Alemania nazi intervinieron abiertamente para colocar a Franco en el poder”. En consecuencia, y a tenor de estos testimonios, el ingreso a este nuevo organismo internacional tampoco debía contemplarse para aquellos Estados “establecidos con la ayuda de las fuerzas militares de países que han luchado contra las Naciones Unidas, mientras que estos regímenes permanezcan en el poder” (
    Matesanz, 1978, p. 123).

    Con estos antecedentes, y sin entrar en otras valoraciones, lo cierto es que la proposición mexicana finalmente fue aprobada en San Francisco, tal y como daría forma y fondo al capítulo segundo –artículos 4, 5 y 6– de la carta constitutiva de las Naciones Unidas. En pocas palabras, y para el caso que nos ocupa, no sólo los países del Eje quedaban excluidos de formar parte de la ONU, sino también la España de Franco, algo que, implícitamente y más allá de las primeras repercusiones directas, significaba que su régimen político había sido y seguía siendo cómplice con el derrotado nazi-fascismo.
    1 A decir verdad, esta tesis se encontraba a la altura de una de las propuestas que con más insistencia defendió el exilio republicano español a través de la Junta Española de Liberación, con el fin de que los países aliados tomaran una determinante decisión en contra del régimen franquista.
    Recordemos que, tan sólo unos días antes, y ante la inminente capitulación de la Alemania nazi, esta junta publicó uno de sus muchos comunicados con el propósito de hacer referencia expresa a la “espantosa tragedia” de la guerra civil española y de apelar a la responsabilidad de los grandes mandatarios para “liquidar el pasado”, para no sustraerse al deber que les imponía “facilitar a la democracia española, hoy proscrita y errabunda, los medios morales de reconstruir su hogar nacional” y, en definitiva, para que España no quedase “como una monstruosa excepción en un mundo libre de la tiranía totalitaria”.
    2 A la postre, el mensaje último no era otro que el siguiente: la España republicana había sido agredida por Alemania e Italia, y los republicanos caídos en la guerra –y el resto, en las cárceles o en el exilio– habían sido las primeras víctimas propiciatorias del nazi-fascismo y la prueba más fehaciente de la gran catástrofe bélica que se avecinaba.

    Al margen de este desenlace, lo cierto es que para los intereses de México la Conferencia de San Francisco fue una plaza donde se alcanzó un notorio triunfo diplomático, especialmente por el particular pulso de fuerza que el régimen revolucionario venía manteniendo en contra del franquismo ya desde la presidencia del general Lázaro Cárdenas.
    3 Los testimonios reunidos para acreditar cuanto se dice son muchos. Por recuperar algunos, y a título de ejemplo, recordemos que el 20 de agosto de 1936, tan sólo un mes después del levantamiento militar del general Franco (18 de julio), el presidente Cárdenas salía en defensa de la España agredida, aduciendo que el gobierno de México estaba “obligado moral y políticamente a dar su apoyo al gobierno republicano de España, constituido legalmente y presidido por el señor don Manuel Azaña”.4 Además de la venta de pertrechos de guerra al ejército republicano español, México hizo de la tribuna de la ginebrina Sociedad de las Naciones un baluarte para la defensa de la esencia constitutiva de este organismo internacional, de los principios del derecho internacional y, en consecuencia, de la España de Azaña que, a la postre, encontraría verdaderos defensores de su causa en aquellos grandes diplomáticos mexicanos (Fabela y Rodríguez, 2007). A comienzos de octubre de 1936, uno de ellos, Narciso Bassols, pronunció estas palabras en el foro ginebrino: “Apoyado en sólidas bases jurídicas y de comprensión del problema del gobierno español […], el gobierno de México definió desde luego su política de cooperación material para el gobierno legítimo de España, que tenía enfrente el hecho crudo de una sublevación militar.”5

    Unos meses después, a principios de 1937, el presidente Cárdenas instruyó a Isidro Fabela, su nuevo delegado en la Sociedad de las Naciones de Ginebra, para que insistiera cuantas veces fuera necesario en la tesis de que México era y seguiría siendo un “Estado fiel” a los fundamentos de la Liga, un defensor de “cualquier país que sufra agresión exterior de cualquier potencia” y, específicamente en el caso del desastre español, el gobierno mexicano reconocía que España, como Estado miembro de la Sociedad de Naciones, estaba siendo “agredido por las potencias totalitarias, Alemania e Italia” y, en consecuencia, tenía “derecho a la protección moral, política y diplomática, y a la ayuda material de los demás Estados Miembros” (
    Fabela, 1947, pp. 3-5). Por eso, y tal y como estaba anunciado, aquel 28 de septiembre de 1937 Isidro Fabela (1943) leyó desde la tribuna de la Liga uno de sus más célebres discursos en torno a la enquistada problemática española, sustentando la idea de que España estaba siendo víctima de “una agresión exterior” –contraviniéndose el artículo 10 del pacto de la Sociedad– y que, por lo tanto, el conflicto presentado era una “guerra ilegal”, con presencia de “soldados extranjeros” en territorio español que ya reunían pruebas de haber “bombardeado por mar, tierra y aire ciudades abiertas, a fin de hacer triunfar por el terror la ideología política que no tienen derecho a imponer fuera de su propia patria” (Fabela, 1943, pp. 49-55).6

    Con semejante elocuencia, estos testimonios evidenciaban el posicionamiento del ejecutivo mexicano en torno al problema de las dos Españas. De una parte, el reconocimiento de la legitimidad de la España republicana del exilio –incluso hasta después de la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975)– y, de otra, la rotunda negación a mantener relaciones oficiales –aun- que sí oficiosas– con la España franquista. Así planteada, y con estas pretensiones anunciadas, quedaba acrisolada lo que en el ámbito diplomático mexicano se conoció con el nombre de la “posición vertical” en torno a España, la misma que habría de ser mantenida durante siete administraciones sexenales, desde Lázaro Cárdenas hasta Luis Echeverría.
    7

    Presentados los preliminares, esenciales para entender el contenido de las páginas siguientes, lo cierto es que a la altura de 1945, donde ya había visos de la inminente guerra fría, la España del general Franco quedaba relegada de las Naciones Unidas y colocada en el punto de mira de los países aliados que habían llegado a la conclusión de que el franquista seguía siendo un régimen con notorias complicidades con el derrotado nazi-fascismo. Por eso, recuérdese también que, descartadas opciones de fuerza mayor, la ONU llegó a aprobar dos importantes resoluciones condenatorias contra la España franquista: la del 12 de diciembre de 1946 y la del 17 de noviembre de 1947. Si en la primera se instaba a los países miembros a retirar sus ministros y embajadores de Madrid, en la segunda se depositaba la confianza en el Consejo de Seguridad para que asumiera “sus responsabilidades conforme a la Carta, tan pronto como estime que la situación respecto a España lo exige”.

    Lejos de permanecer en la pasividad, los arquitectos del franquismo pasaron a la ofensiva diseñando una estrategia poliédrica para aguantar las hostilidades procedentes del exterior. En esencia, y en pocas palabras, aquello derivó en la programación y ejecución de una operación cosmética del régimen militar, primero, para distanciarse gradualmente del nazismo y, segundo, para mostrar y demostrar la pertinencia de aquella insurrección armada en contra del régimen republicano, por más de que este hubiera sido legal y legítimamente constituido.
    8 A partir de ese entonces, y a propuesta de Luis Carrero Blanco, uno de los estrategas del régimen, la política del gobierno de Franco quedó sustentada sobre el aforismo “orden, unidad y aguantar” frente a los enemigos externos y sobre la “buena acción policial” frente a cualquier subversión proveniente del interior.9 Implícitamente aquello estaba en consonancia con la actitud frontal y hasta retadora que mostró el régimen ante la ya comentada declaratoria de los tres grandes en Potsdam. El 5 de agosto de 1945, inmediatamente después de aquella cumbre, el Gobierno español sacó una nota oficial donde, entre otras cosas, y además de invocar a su espíritu pacífico, se decía lo siguiente: “España se ve obligada a declarar que ni mendiga puestos en las conferencias internacionales ni aceptaría el que no fuera acorde con su importancia histórica, volumen de población y contribución a la paz y a la cultura.”10

    De este modo, la contraofensiva del régimen franquista, debidamente sobredimensionada por la propaganda oficial, tuvo su primer gran colofón aquel lunes 9 de diciembre de 1946, cuando Franco reunió en la madrileña Plaza de Oriente a varios cientos de miles de personas para pedirles “unidad y firmeza” y lanzarles el siguiente mensaje: “La situación del mundo y sus vergüenzas llenan una vez más de contenido nuestra gloriosa Cruzada. […] Unamos a la gran fuerza de nuestra razón la fortaleza de nuestra unidad. Con ellas y la protección de Dios nada ni nadie podrá malograr nuestra victoria.”
    11 Huelga decir que toda amenaza desde el exterior fue traducida en clave de intromisión en asuntos soberanos, de ahí que no se tuviera reparo alguno en señalar que España estaba dispuesta “a aislarse de quienes pueden tener un tan menguado concepto de las relaciones internacionales entre los pueblos”.12

    En este sentido, y como se verá a continuación, buena parte de estas estrategias autodefensivas del franquismo fueron secundadas al pie de la letra por parte de hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo, hasta el grado de ser la fuente de inspiración de la propuesta discursiva que acabarían haciendo pública a través de la prensa mexicana y española del momento, así como de la publicación de libros en editoriales mexicanas con Polis, Jus, Botas o Patria. Si Franco había liberado a España a través de una cruzada, desde México también había que salvar a Franco de los enemigos externos –el México revolucionario, entre ellos– y de cualquier tentativa que condujese a su deposición. En juego estaba no sólo la supervivencia de aquel que se hacía llamar “Caudillo de España por la gracia de Dios”, sino también del modelo político, ideológico, cultural y hasta religioso que este decía representar. La consecuencia era fehaciente: en aquellos años cuarenta el hispanismo mexicano quiso hacer de aquel México revolucionario un bastión para la defensa de Franco y del franquismo (
    Sola, 2014b, pp. 171-193).

    https://www.redalyc.org/jatsRepo/319...tml/index.html
    Última edición por ALACRAN; 06/08/2020 a las 21:01
    Smetana dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

    HISPANISTAS MEXICANOS EN DEFENSA DEL CAUDILLO FRANCO: FUNDAMENTOS DE UN DISCURSO

    En enero de 1944, Jesús Guisa y Azevedo (1946) hizo su particular valoración de la hispanidad, en ese entonces, y sin duda alguna, uno de los grandes conceptos en boga en aquellos primeros años del franquismo. Así, Franco no sólo había ganado la guerra civil, sino que lo había hecho para España y para un pueblo que pasaba a tener “más sentido y más conciencia de la historia”. A partir de entonces, España volvía a ser católica, y “el catolicismo del español, individuo, institución o Estado tiende forzosamente a ser universal, a volver a sus traiciones y a hacer historia”. En suma, y para este escritor mexicano, “esto y no otra cosa es la Hispanidad” (Guisa y Azevedo, 1946, p. 395).

    Es evidente que detrás de estas valoraciones se escondían las profundas convicciones religiosas de un Guisa y Azevedo que, al igual que Junco, vieron en el catolicismo la única verdad universal capaz de salvar al ser humano de la zozobra ideológica en la que se había visto sumido ante la irrupción de ideologías en conflicto como el liberalismo, el fascismo o el comunismo, por no hablar del laicismo. Tal era el caso de aquel México posrevolucionario con la existencia de un Estado con un fuerte componente ateo y masón y con amplios sectores simpatizantes de la cultura bolchevique. Por eso, este tipo de escritores y pensadores creyeron que México, y en palabras de Beatriz Urías (2013), debía regresar al “modelo de una nación católica remitida a sus orígenes hispánicos, en donde el papel conductor de la Iglesia y de las elites ligadas a ella fuera incontestable” y donde la tradición hispánica debía ser “el instrumento idóneo para conjurar la influencia anglosajona, el protestantismo y la amenaza comunista” (p. 150).13

    En consecuencia, no es de extrañar que, para hispanistas como el regiomontano Alfonso Junco o el guanajuatense Jesús Guisa y Azevedo, México debía convertirse en una trinchera para la defensa de la obra del Caudillo, en el entendido de que había que hacer un frente común y, desde la propuesta de la letra impresa, salir en defensa del general Francisco Franco.14 Dadas así las cosas, ellos pensaron que era más que necesario neutralizar la aludida ofensiva internacional, destruir las supuestas mentiras, desmantelar prejuicios y difundir la verdad del régimen franquista desde la palabra impresa en periódicos del momento o en libros publicados en editoriales de perfil conservador. Y esto así en un país que había sido uno de los más señalados receptores del exilio republicano español y que, por algo más que por simpatías y hasta afinidades políticas, esta diáspora tenía ganada no sólo la condescendencia del gobierno mexicano, sino de amplios sectores revolucio- narios del país.15

    Implícitamente, no se oculta que la defensa del régimen franquista no sólo tendría como destinataria a la España de Franco, sino también al México revolucionario de esos años. Loa para unos, denuncia para otros. He aquí el siguiente entrecomillado de Guisa y Azevedo del 1 de abril de 1939, precisamente el día, mes y año en que Franco anunció la victoria del “nacional” sobre el bando republicano. Dice así: “México fue partidario de los rojos [republicanos]. No el México natural, sino el legal. Hace un mes, hace unas semanas todavía nuestros políticos creían en el triunfo del socialismo y de la democracia. ¿Por qué esa ceguera? Porque el régimen de México se justificaba a sí mismo justificando a los demagogos, a los pillos, a los asesinos rojos.”16 En tan sólo unas líneas, la pluma de este escritor mexicano retrataba el régimen político revolucionario que gobernaba su país e implícitamente las formas de gobierno que, bajo la faz democrática, venían implantándose en el resto del continente americano. En palabras de Guisa y Azevedo (1946), estas de principios de agosto de 1944, en plena crisis bélica mundial, “estamos que nos morimos de rabia porque Franco gobierna España. Y la gobierna bien, según testimonio de Churchill. Queremos, quieren las izquierdas emprender una cruzada ideológica para limpiar al mundo y a España del fascismo. Vemos la paja en el ojo ajeno y no tenemos ojos para ver la viga y la indignidad de los gobernantes de América. Y todavía así nos hablan del hombre libre de América” (p. 418).

    Con estos antecedentes señalados, el discurso del hispanismo mexicano de aquellos años cuarenta volverá a ponerse al servicio de la defensa del régimen del general Francisco Franco, secundando la estrategia que desde Madrid se diseñará, como se ha dicho, para sortear la adversa coyuntura internacional. Para tal fin, y en esencia, la propuesta descansó sobre tres grandes pilares: 1) la legitimidad de la obra de Franco; 2) la catolicidad del régimen franquista y, 3) el distanciamiento y hasta negación de Hitler y del nazismo. Así presentados, vayamos por partes.

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    Re: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

    A) La legitimidad de la obra de Franco

    Del pensamiento y obra del hispanismo mexicano de esta época se desprende como idea toral la necesidad de esgrimir cuantos argumentos fuesen precisos para legitimar la obra del general Franco en su condición de constructor de esa nueva España salida de las cenizas de la guerra. Así, no sólo se avaló la conveniencia del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, sino la pertinencia del enfrentamiento armado en contra del bando republicano y las tres grandes consecuencias que posteriormente se derivaron de la guerra: primera, la imposición de un régimen militar unipersonal; segunda, la permanente y violenta cruzada en contra de los enemigos de España –represión física y moral incluida– y, tercera, la condena al exilio de la España “roja” derrotada. En pocas palabras, la severa imposición de la victoria sobre el bando republicano, entendida esta como una gran lección universal y ejemplo de lo que debería hacerse en todos los países donde se diagnosticara la más mínima señal de comunismo. En palabras de Guisa y Azevedo (1946), “Franco en España hizo lo que tienen que hacer para ellas y para el mundo las naciones unidas, con Rusia y a pesar de Rusia” (p. 398).

    Secundando este principio, Alfonso Junco (1946) no tuvo dudas en el momento de señalar que “el imperialismo soviético” había querido “madrugar en España [y] fracasó” (p. 353). Por eso, y al hilo de su valoración, este hispanista mexicano se preguntaba qué se le había perdido a Rusia en España, para responder de la forma siguiente en su libro El difícil paraíso, teniendo presente el fenómeno político que, a su entender, se había dado en España a partir del 14 de abril de 1931 en el marco de la segunda república española: “Y, sin embargo, [Rusia] estaba allí, infectándolo todo. Lenin lo había prenunciado, y le andaban haciendo buena la profecía. Confabulados o inconscientes, los gobernantes contemplaban. Y era urgente salvar de la gangrena moscovita la esencia hispánica” (Junco, 1940, p. 17).17

    La elocuencia de este fragmento era contundente, como contundente pareció ser la necesidad de cortar por lo sano con aquella gangrena que estaba devorando tal esencia de estirpe hispánica. Así, huelga decir que la violencia se presentaba como un medio tan eficaz como irremediable para revertir el cauce de la historia en la madre patria. He aquí la siguiente valoración de Guisa y Azevedo (1946), esta de octubre de 1942: “Estos imbéciles no se dan cuenta de que sin espada, esto es, sin la fuerza, no se ha llegado nunca a ninguna parte.” Para hacer después la siguiente argumentación: “La civilización empieza cuando un hombre de macana o de honda, de hacha de piedra o de cuchillo o de espada, cercó un terreno y protegió a los suyos y a los que se le arrimaron” (p. 356). En sintonía con esto, para Alfonso Junco (1946), y de la mano de un militar como el general Franco, el uso de la fuerza se hizo necesario en España, “porque se le cerró todo otro camino. Y la fuerza se puso al servicio del Derecho; en defensa no sólo de la patria, sino de Dios y de la civilización” (p. 72).

    En materia de justicia, y con la violencia como coartada, la cruzada de Franco –clara evocación a aquella cristiana, emprendida en la península ibérica durante la Edad Media para recuperar la cruz frente a la hegemonía islámica–, estaba más que garantizada, por cuanto “la guerra española fue inequívocamente […] una guerra justa” (Junco, 1946, pp. 63 y 69). En la misma línea, en diciembre de 1939, tan sólo unos meses después del fin de aquel conflicto, Junco no tendría dudas a la hora de señalar que la insurrección armada no se había hecho en contra de “una determinada forma de gobierno, ni muchísimo menos [de] un republicanismo leal”, sino por “la urgentísima defensa del ser hispánico ante una tiranía inexcusable, cada vez más influida y mangoneada por el comunismo internacional” (Junco, 1940, p. 199).

    Era claro que con esta argumentación se pretendía neutralizar la tesis de que el levantamiento armado de Franco se había hecho en contra de un verdadero régimen democrático. Es más, era precisamente aquella democracia tan sui generis la que en realidad estaba acabando con España. En palabras de Junco (1940), y esta fue una de sus más importantes sentencias con respecto al franquismo, “no hubo insurgencia contra auténticas democracias, sino contra tiranías efectivas. Ante el oprobio comunista, síntesis de la antipatria, se intensificó el hambre de Patria. Y la aspiración central se concretó en un grito: ‘¡Arriba España!’” (pp. 17 y 18).18 Por eso, y a su entender, “el alzamiento español no [era] un hecho solitario, sino vitalmente conectado con el desenfreno irreligioso y tiránico, bolchevizante y criminal que estaba ahogando a España” (Junco, 1946, pp. 63 y 69). Por consiguiente, y señalando con el dedo a los actores y a sus obras, Guisa y Azevedo (1946) estaba convencido de que el “gran pueblo español” había sido traicionado y desfigurado “por los profesorcillos, por los Unamunos, por los Ortega y Gasset, por los Azañas” y, por si esto fuera poco, había sido “saqueado y estuprado por los Negrín, los Vayos, los Indalecios” (pp. 354 y 355).19

    Al respecto, y ante una de las tesis preferenciales del republicanismo español en el exilio, según la cual la segunda guerra mundial había comenzado con la guerra civil española, hispanistas como Guisa y Azevedo (1946) no dudaron en referirse al respecto de la forma siguiente, esta de agosto de 1943: “Muy cierto es decir que la guerra mundial presente empezó en España. Los rojos representaban lo antihistórico, lo antiespañol, lo extraño, unas veces; la irresponsabilidad, la ausencia de Estado, la anarquía, otras; y otras el autoritarismo cruel y vesánico”. Dicho de otra manera, “la España buena, la tradicional, la católica ganó la guerra civil en contra de los traidores, de los republicanetes, masonetes y comunistoides. Por esto España le ha dado la pauta al mundo” (p. 390). En consecuencia, y para Guisa y Azevedo (1946), durante el lapso 1931- 1936 la España republicana sólo se limitó a practicar un tipo de democracia y de socialismo que acabó desembocando en “los asesinatos de los rojos”, producto de una “ideología absurda” que sólo había testado “la persecución, las cárceles, la miseria del pueblo, la hipocresía, el despotismo” (p. 232). De ahí la contundente conclusión a la que llegaba el periodista guanajuatense: “Franco nos viene a curar a todos. […] El triunfo de Franco es el triunfo de las realidades sociales, de la nación, de los hombres buenos, de la honestidad” (p. 233).

    Por momentos, y frente a la pretensión de ser más franquistas que el propio Franco, estos hispanistas mexicanos también hicieron gala de sus particulares reservas. “Somos franquistas –dijo Guisa y Azevedo (1946)no porque Franco sea militar, sino porque la España que él representa reanuda la tradición española.” A su entender, esta tradición no era otra que la del imperio y la universalidad,20 ya que el régimen de Franco significaba “la gran oportunidad que la historia ha estado ofreciendo desde hace siglos a España y a la que España no ha respondido por la incapacidad de su Estado. El pueblo se ha impuesto y, a pesar de las fallas de sus gobernantes, ha creado el tipo de católico militante, que es el tipo perfecto de Occidente” (pp. 354 y 355). Por esto, y a la altura de este principio rector, en octubre de 1942 Guisa y Azevedo (1946) dejó escrito lo siguiente: “Que Franco resulte inferior a su misión, es otra cosa. No nos hemos casado con él ni hemos hecho juramento ante el altar de seguirlo en todas partes y en cualesquiera circunstancias. Pero de aquí a hacerle el juego a los rojos hay un abismo” (p. 356).

    A nuestro entender, dos importantes conclusiones se desprenden del fragmento anterior: la primera, el hecho de que Franco sólo había sido un mero portador de los intereses del pueblo español, el mismo que, en realidad, se había sublevado en contra del régimen republicano instituido y, la segunda, la persistente y feroz crítica a los líderes del republicanismo español, en ese entonces la mayoría de ellos si no muertos, sí en el exilio. El siguiente comentario de Guisa y Azevedo (1946) viene a reforzar estas valoraciones: “Franco nos aparece grande y fiel a su pueblo y mezquinos, pequeños, bandidos, asesinos y miserables los Prietos, Negrines, Vayos, etc.” (pp. 354-355). Ciertamente, el hispanismo mexicano fue especialmente crítico con la elite política del exilio español. En pocas palabras, y habida cuenta de que México fue refugio para una muestra representativa de aquella diáspora, había que seguir cargando de tinta la acerada pluma de estos escritores y periodistas para criticar no a los refugiados como tales, sino a aquellos que no querían aceptar la derrota y, en consecuencia, seguían dispuestos a recuperar la España perdida por todas las vías a su alcance.21

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    Re: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

    B) La catolicidad del régimen franquista

    En 1945, y ante presión internacional en contra de la España de Franco, buena parte de la mencionada operación cosmética del régimen franquista se sustentó en la idea de una defensa a ultranza del catolicismo, primero, y como se verá después, como ejercicio estratégico de distanciamiento del paganismo nazi y, entre otras motivaciones más, para aprovechar las redes católicas en el mundo y ponerlas al servicio de la propaganda y hasta legitimidad del régimen político franquista. Así, se hizo sentida la necesidad de reivindicar no sólo el franquismo católico, sino también el catolicismo franquista.
    22

    Por eso, y al respecto, no fue casual que lo que venía sucediendo en el escenario de la ONU fuese traducido desde Madrid como una afrenta misma no en contra de España, sino directamente en contra del catolicismo. Por momentos, aquello no era asunto de régimen político, sino de religión. Para el diario ABC, en esos años de clara filiación franquista, “las fuerzas reunidas contra la España católica son enormes, como ya se vio […] en la ONU”. Dicho de otro modo, España, la de Franco, estaba pagando su condición de gran defensora de la religión católica, y lo que estaba sucediendo a raíz de 1945 era una abierta conjura internacional contra España, con manifiestos “fines anticristianos”.23 En palabras del general Franco, estas de enero de 1945, “no es un Estado caprichoso el que salió de nuestra Cruzada, sino un Estado católico”, de ahí que “el inspirar un sentido católico a todas las actividades del régimen” pasó a convertirse en una “peculiaridad que nos caracteriza” (Pensamiento, 1975, p. 253). Por eso, y en este juego de apariencias, es donde encuentra su razón de ser el nombramiento de Alberto Martín Artajo como nuevo ministro de Asuntos Exteriores, un hombre de profundas convicciones católicas que, en su calidad de miembro de Acción Católica, acabó encarnando en su figura la calculada identificación entre la causa del régimen con la del catolicismo (Tusell, 1984, p. 130). En un momento histórico, donde ya se anunciaba la cercanía de la guerra fría, la España de Franco se posicionaba ante el mundo como católica y, en consecuencia, frontalmente anticomunista. Para la ocasión, la religión no era precisamente el opio del pueblo, y el de Franco pasaba a convertirse en un régimen edificado sobre la base de los valores católicos.24 Como era de prever, y habida cuenta de que desde Madrid se instaba a cada católico del mundo a defender la causa del régimen, esta estructura discursiva merecerá la aceptación por parte del hispanismo mexicano, formado por hombres fundamentalmente católicos. En palabras de Guisa y Azevedo (1946), “nosotros en México también queremos afirmar nuestra civilización católica” (p. 373). Por eso, y un mes después del fin de la guerra civil, el escritor guanajuatense tenía bien claro que el triunfo de Franco era “el triunfo de la fe”, entendido este como una restauración del cristianismo en un país tradicionalmente católico.25 Así, la victoria de Franco era “la victoria de Dios y la victoria de la verdadera noción del hombre”. Por eso, y he aquí su gran conclusión, Franco acababa de “modificar el mundo” (Guisa y Azevedo, 1946, p. 232).

    En consecuencia, su cerril defensa de Franco no se hacía “a la manera femenina, esto es, por motivos personales”, sino porque “nosotros defendemos su régimen y lo que significa”, en suma, porque el de Franco era, a su entender, “un régimen oficialmente católico y el único en el mundo” (Guisa y Azevedo, 1946, pp. 386 y 387). Su siguiente aforismo, como si de un verdadero silogismo se tratase, no dejaba lugar a las dudas: “Somos franquistas porque somos católicos” (p. 356).

    Amén de estas valoraciones, la propuesta del hispanismo mexicano también tuvo un claro sesgo ideológico y no sólo por el simple hecho de que la espiritualidad y la cultura de España estuvieran “entretejidas con el prestigio de los valores religiosos” (Guisa y Azevedo, 1946, p. 397). Aquello no era un asunto religioso o de religiosidad, sino también del tipo de ideología que se pretendía a toda costa defender. En palabras de Alfonso Junco (1939), “el liberalismo envejeció: el cristianismo sigue mozo. Caducará la novelería del comunismo; subsistirá la novedad del cristianismo” (p. 245).

    Para Guisa y Azevedo (1946), el verdadero hombre libre y el verdadero hombre humano era el católico, puesto que el liberalismo, tanto en lo religioso, en lo intelectual como en lo económico, “había ensoberbecido al hombre” (p. 403). Así, y con “la falsa teoría de una falsa dignidad humana y de una falsa exaltación del hombre, había hecho de este un ser egoísta, insociable, enemigo de los demás” (p. 230). De ahí que el catolicismo español venía a dar un claro ejemplo a todos, ya que, lejos de tener aspiraciones únicamente nacionales, “quiere ser y ha sido ecuménico” (p. 394).

    Estas premisas volvían a insistir en la idea de que Franco estaba dando un gran ejemplo al mundo, ya que su obra venía alcanzando un rango de verdadera universalidad, esto es, de validez para aquellos países que se vieran inmersos en situaciones políticas e ideológicas similares. En palabras de Guisa y Azevedo (1946), cuando recién se había cumplido un año del fin de la guerra civil española, “Franco y España nos dan la pauta. Su guerra fue una guerra de significación universal”. He aquí su argumentación a este respecto: “España, gracias al Caudillo, se sobrepuso a las negaciones, a las ignorancias, a la malevolencia. Con el triunfo de España sale una nueva Humanidad, la Humanidad que, al fin, quiere volver a ser cristiana” (pp. 258 y 259). Por eso, España se había convertido en “la nación del sentido católico” (p. 405).26

    De repente, y a tenor de estas valoraciones, el hispanismo mexicano de aquellos años cuarenta del siglo pasado se construyó en torno a dos grandes, y por momentos únicos, “ismos”: el catolicismo y el franquismo. De una parte, la referencia iconográfica de Cristo en la cruz y, de otra, la presencia de un caudillo como Franco postrado ante ella pero con la espada permanentemente desenvainada para hacer frente a los enemigos de la única religión, y hasta ideología, posible. En palabras de Junco (1946), Franco luchó en los campos de batalla en contra del bolchevismo verdadero “enemigo de Dios y de la civilización” (p. 72). Por eso, y a esta argumentación legitimadora de la acción de Franco y el franquismo en su totalidad, faltaba únicamente un tercer elemento: la negación de Hitler y su obra, así como la eliminación de toda vinculación del franquismo con el derrotado nazismo.

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    Re: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

    C) La negación y desconocimiento de Hitler y del nazismo

    Como se ha visto más arriba, a la altura de 1945 los países vencedores en la segunda guerra mundial venían tildando al de Franco de ser un régimen político con especiales connivencias y vinculaciones con el derrotado nazismo, bandera ideológica de la Alemania del Tercer Reich que, a la postre, metió al mundo en una segunda y desastrosa guerra mundial.27 De ahí que, en consonancia con la estrategia diseñada, otra de las medidas de los arquitectos del franquismo –hispanistas mexicanos, incluidos– fuese la de mostrar y demostrar toda desvinculación con el régimen nazi y, en especial, con la figura de Adolf Hitler, bajo la premisa de superar este estigma que, entre otras consecuencias, impedía a España el ingreso a las Naciones Unidas y por momentos ponía en entredicho la propia durabilidad del régimen.28

    Para la ocasión, tres fueron los objetivos a alcanzar: primero, el progresivo distanciamiento de la cultura falangista, algo que, en la calculada y progresiva reducción de la parafernalia fascista, condujo hasta la prohibición del saludo fascista en los actos oficiales; segundo, la defensa a ultranza de la neutralidad en la guerra, una propuesta que acabó siendo un elemento crucial en la nueva propaganda del régimen y, tercero, la gestación de un discurso sustentado sobre el zócalo de toda desvinculación del régimen franquista con el nazismo. Y esto sumado a la necesaria proximidad a los estamentos eclesiásticos bajo la idea, tal y como se ha insistido más arriba, de presentar al franquismo como un régimen particularmente católico, así como a la escenificación de una España nueva que había sabido librar con éxito la primera batalla en contra del comunismo.29

    Como se dice, la primera consideración al respecto estuvo relacionada con poner la mediática propaganda del régimen al servicio de publicitar la idea de la neutralidad de España en la pasada guerra mundial, algo que estará muy presente en el discurso del hispanismo mexicano del momento. En palabras del historiador Paul Preston (1994), “el fin de la guerra en Europa fue recibido con los más exaltados panegíricos al ‘Caudillo de la Paz’, por la sabiduría y firmeza que le había permitido ofrecer a España el don de la paz”. De ahí que la supuesta neutralidad española en la segunda guerra mundial “sería ensalzada durante los siguientes treinta años como el logro más grande de Franco” (p. 659).30

    Y esto así, a pesar del compromiso de Franco de formar la llamada “División Azul”, esto es, un cuerpo de voluntarios españoles que debía ayudar a las tropas alemanas en su ofensiva contra la Unión Soviética, tal y como así sucedió en la batalla de Krasny Bor o en el sitio de Leningrado. Paradójicamente, y el matiz no puede pasar desapercibido, aquellos soldados españoles prestaron su juramento para luchar no en favor del nazismo, sino en contra del comunismo, un aspecto que, ya en ese entonces, advertía de las intenciones de Franco pensando en una posible derrota de la Alemania nazi.31 Sólo así se entiende la obstinada premisa de presentar a Franco como un exitoso cruzado contra el expansionismo comunista no sólo en España, sino también en el resto de Europa. De ahí, y en consonancia con lo visto hasta aquí, la insistencia del hispanismo mexicano en deslindar la figura de Franco con la de otro militar como Hitler. En palabras de Guisa y Azevedo (1946), “comunismo y nazismo son la misma cosa” y, porque hubo comunismo, “hubo totalitarismo” (p. 325). En enero de 1942, este mismo hispanista mexicano (1946) esgrimió la idea de que, desde su llegada al poder, Franco había venido gestando “una obra maestra de defensa de la civilización cristiana porque no se ha sumado al Eje” (p. 325). Su consideración posterior no tiene desperdicio alguno, reivindicando además el gran favor que Franco venía haciendo a los aliados que estaban luchando contra el nazismo: “[Franco] tiene a los bárbaros tocando a sus puertas y apercibidos. Y él, en toda Europa, ha sido el único capaz de detenerlos, dando con ello ventajas enormes a los aliados” (p. 325). Para Guisa y Azevedo (1946), la limpieza de republicanos de aquella España por parte de las tropas franquistas era lo que permitía explicar la no intervención de la Alemania de Hitler. Su apreciación era contundente: “Si tuviéramos a los asesinos y ladrones del Frente Popular gobernando España, si Indalecio, Álvarez del Vayo, Negrín o los que se dedican a asaltar, robar y asesinar en México hubiesen triunfado sobre Franco, Alemania, desde hace años, habría ocupado totalmente a España” (p. 325).
    Para estos hispanistas lo que había sucedido y hasta venía sucediendo en España no guardaba relación alguna con lo acontecido en los años precedentes en la Alemania del Tercer Reich o en la Italia de Mussolini, en buena medida, porque el nazi-fascismo había fracasado en su intento de traspasar la frontera de los Pirineos gracias al empuje del general Franco. He aquí el siguiente entrecomillado firmado por Alfonso Junco (1940): “El Estado español no tiene nada que ver ni con la aberración racista y el neopaganismo de los nazis, ni con la estadolatría y otros excesos de Mussolini y Hitler.” Por eso, y si Franco estaba libre de estos pecados, “¿por qué envasarlo sistemáticamente –se preguntaba Junco– bajo una etiqueta equívoca que le traiga una condenación que no merece?” (p. 94). Y, de nuevo, la catolicidad como prueba identitaria para justificar la negación del nazismo. En palabras de Junco (1940), “Franco y los suyos son católicos sinceros, y como tales repudian todo lo que en el nazismo es repudiable. No hay quien condene el fanatismo racial y la idolatría del Estado tan radicalmente como la doctrina católica” (p. 19).

    A renglón seguido, en marzo de 1942, Guisa y Azevedo (1946) se confesará frontalmente contrario a una ideología como el nazismo, ya que su líder representaba, a su entender, “la negación completa de la civilización cristiana”. Así, Adolf Hitler era visto por el escritor guanajuatense como “el enemigo de todos nosotros” y, en consecuencia, “oponerse a él y desear su derrota y colaborar en ella es afirmar y defender los principios cristianos”. En pocas palabras, “la única forma completa de ser antihitleriano es ser católico” (pp. 332 y 334).

    Unos meses después, en diciembre de 1942, y a la altura del comentario anterior, Guisa y Azevedo (1946) se recreaba en la siguiente consideración con el afán de desmantelar toda vinculación entre Franco y el Führer, y anteponiendo lo católico a cualquier otra valoración: “España no entrará en la guerra. No toma partido porque ya lo ha tomado y lo tomó para afirmar la civilización católica, que es la que necesita el mundo. Y, puesto que los bárbaros no han entrado a España ni llegado a Gibraltar, está demostrado que Franco no es el lacayo de Hitler” (p. 373). Por eso, Guisa y Azevedo (1946) no albergaba dudas a este respecto, habida cuenta de que la civilización católica, “dentro de la que está España, es contraria al totalitarismo” y, en consecuencia, y a modo de recomendación, “lo que ha hecho Franco en España es lo que tienen que hacer todos los pueblos, esto es, volver a la tradición humana” (p. 390). Más allá de esta consideración final, es notorio el mensaje que este hispanista mexicano dejaba entrever entrelíneas: México era uno de esos países que debía seguir el ejemplo de España –la de Franco, entiéndase– para recuperar la senda perdida de la tradición humana a raíz de la imposición del proyecto revolucionario iniciado en 1910.

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    Re: Hispanistas mejicanos al rescate de Franco y su Régimen tras la II Guerra Mundial

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    CONSIDERACIONES FINALES

    Si bien es cierto que la España franquista quedó fuera de las Naciones Unidas durante una década, es importante señalar también que los países triunfadores en la segunda gran guerra no tomaron medidas de mayor alcance en contra de aquella “monstruosa excepción” –recordando la expresión de Indalecio Prieto–, exceptuando, eso sí, una simbólica retirada de embajadores extranjeros de la capital española. Y, al respecto, no se oculta tampoco que el inmediato arranque de la guerra fría permitió a la España de Franco posicionarse estratégicamente ante aquel conflicto maniqueo de bloques como bastión eficaz y conveniente para los países de Occidente en su lucha contra la expansión del comunismo soviético en suelo europeo. En aquel tenso y enrarecido ambiente bipolar, Franco fue visto como un Caudillo que bien podía servir a los intereses militares y propagandísticos, especialmente de Estados Unidos, en su particular batalla dialéctica en contra del comunismo.

    No en vano, todo hay que decirlo, muy pronto quedó superado el espíritu que impregnó la reunión de San Francisco. La fragilidad de aquella condena contra el régimen franquista quedó exhibida tan sólo cinco años después de aquella conferencia internacional, cuando el 4 de noviembre de 1950 las Naciones Unidas tomaban la decisión de rescindir las sanciones impuestas sobre el gobierno de Madrid, bajo el peregrino argumento de que el establecimiento de relaciones diplomáticas y el intercambio de embajadores y ministros con un gobierno no implicaba, precisamente, “juicio alguno sobre la política nacional de este gobierno”.32 Dadas así las cosas, la culminación de la estrategia franquista alcanzó su cénit en diciembre de 1955, cuando España ingresaba definitivamente en las Naciones Unidas, formando parte, eso sí, de un paquete de 16 países.

    Buena muestra de la zona de confort en la que Occidente logró instalar al régimen franquista fue aquel mensaje de fin de año, cuando el 31 de diciembre de 1946 el general Franco se dirigió a los españoles haciendo gala, entre otros mensajes, de la presente prueba de gratitud: “Nuestro afecto y nuestra gratitud se dirigen en este día a todos los que en el mundo nos comprendieron y nos ayudaron, en especial al mundo católico, que tanto nos asiste y nos conforta.”33

    A buen seguro, este ejercicio de afecto y gratitud de aquel Caudillo también estaba pensado para hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo, quienes desde la fuerza de la palabra impresa habían salido durante y después de la guerra civil española en defensa del general Franco y de su obra, en especial durante aquella incierta encrucijada de 1945. Desde sus convicciones católicas, estos hispanistas fueron apologetas del franquismo y quisieron hacer de aquel México, en manos de los herederos de la revolución de 1910, un bastión para predicar la verdad del régimen franquista.

    Así, sus páginas impresas se convirtieron en trincheras desde donde, línea a línea, defendieron del régimen de Franco su carácter ecuménico, entendido este como un gran ejemplo universal para el mundo y del que debían aprender aquellos países que, por unas razones u otras, habían inoculado, parafraseando a Alfonso Junco, el microbio moscovita. De ahí que el discurso de estos hispanistas mexicanos se pusiera al servicio de la propaganda oficial del franquismo, muy especialmente después de la segunda guerra mundial cuando el mundo aliado tildó al de Franco de presentar claras connivencias con el nazismo.

    Así, personajes como Junco y Guisa y Azevedo legitimaron una y otra vez el alzamiento nacional del 18 de julio de 1936, justificaron la violencia en contra del régimen republicano instituido y, una vez finalizada la guerra, el régimen militar posterior que incluiría una fuerte represión para los “rojos” que no pudieron abandonar España y la condena al exilio para el resto. En pocas palabras, gracias a Franco y al franquismo, España recuperaba el sino de la historia, revertía el irreversible estado de decadencia en el que se encontraba y retomaba su destino de la mano de la espada y de la cruz. De ahí también la justificación del franquismo no sólo como cruzada, sino también como cruzada permanente en contra de los enemigos de España.

    La nueva España católica, como país de referencia, y el general Franco, como un caudillo modélico, se convirtieron en las coordenadas conceptuales para orientar un discurso para los de fuera y también, todo hay que decirlo, para los de adentro. Implícitamente, cada ejercicio de apología al franquismo era una crítica velada al régimen revolucionario que venía llevando las riendas del país desde 1910 y que, para desdicha de estos católicos, había sido puesto en jaque, aunque sin éxito, durante la guerra cristera de 1926. Por eso, y teniendo a la madre patria como modelo a seguir, no era de extrañar que un hispanista como Jesús Guisa y Azevedo (1946) recordara en aquellos años cuarenta del siglo pasado que el primer deber de los mexicanos era “ser españoles” (p. 315).

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