CONSIDERACIONES FINALES

Si bien es cierto que la España franquista quedó fuera de las Naciones Unidas durante una década, es importante señalar también que los países triunfadores en la segunda gran guerra no tomaron medidas de mayor alcance en contra de aquella “monstruosa excepción” –recordando la expresión de Indalecio Prieto–, exceptuando, eso sí, una simbólica retirada de embajadores extranjeros de la capital española. Y, al respecto, no se oculta tampoco que el inmediato arranque de la guerra fría permitió a la España de Franco posicionarse estratégicamente ante aquel conflicto maniqueo de bloques como bastión eficaz y conveniente para los países de Occidente en su lucha contra la expansión del comunismo soviético en suelo europeo. En aquel tenso y enrarecido ambiente bipolar, Franco fue visto como un Caudillo que bien podía servir a los intereses militares y propagandísticos, especialmente de Estados Unidos, en su particular batalla dialéctica en contra del comunismo.

No en vano, todo hay que decirlo, muy pronto quedó superado el espíritu que impregnó la reunión de San Francisco. La fragilidad de aquella condena contra el régimen franquista quedó exhibida tan sólo cinco años después de aquella conferencia internacional, cuando el 4 de noviembre de 1950 las Naciones Unidas tomaban la decisión de rescindir las sanciones impuestas sobre el gobierno de Madrid, bajo el peregrino argumento de que el establecimiento de relaciones diplomáticas y el intercambio de embajadores y ministros con un gobierno no implicaba, precisamente, “juicio alguno sobre la política nacional de este gobierno”.32 Dadas así las cosas, la culminación de la estrategia franquista alcanzó su cénit en diciembre de 1955, cuando España ingresaba definitivamente en las Naciones Unidas, formando parte, eso sí, de un paquete de 16 países.

Buena muestra de la zona de confort en la que Occidente logró instalar al régimen franquista fue aquel mensaje de fin de año, cuando el 31 de diciembre de 1946 el general Franco se dirigió a los españoles haciendo gala, entre otros mensajes, de la presente prueba de gratitud: “Nuestro afecto y nuestra gratitud se dirigen en este día a todos los que en el mundo nos comprendieron y nos ayudaron, en especial al mundo católico, que tanto nos asiste y nos conforta.”33

A buen seguro, este ejercicio de afecto y gratitud de aquel Caudillo también estaba pensado para hispanistas mexicanos como Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo, quienes desde la fuerza de la palabra impresa habían salido durante y después de la guerra civil española en defensa del general Franco y de su obra, en especial durante aquella incierta encrucijada de 1945. Desde sus convicciones católicas, estos hispanistas fueron apologetas del franquismo y quisieron hacer de aquel México, en manos de los herederos de la revolución de 1910, un bastión para predicar la verdad del régimen franquista.

Así, sus páginas impresas se convirtieron en trincheras desde donde, línea a línea, defendieron del régimen de Franco su carácter ecuménico, entendido este como un gran ejemplo universal para el mundo y del que debían aprender aquellos países que, por unas razones u otras, habían inoculado, parafraseando a Alfonso Junco, el microbio moscovita. De ahí que el discurso de estos hispanistas mexicanos se pusiera al servicio de la propaganda oficial del franquismo, muy especialmente después de la segunda guerra mundial cuando el mundo aliado tildó al de Franco de presentar claras connivencias con el nazismo.

Así, personajes como Junco y Guisa y Azevedo legitimaron una y otra vez el alzamiento nacional del 18 de julio de 1936, justificaron la violencia en contra del régimen republicano instituido y, una vez finalizada la guerra, el régimen militar posterior que incluiría una fuerte represión para los “rojos” que no pudieron abandonar España y la condena al exilio para el resto. En pocas palabras, gracias a Franco y al franquismo, España recuperaba el sino de la historia, revertía el irreversible estado de decadencia en el que se encontraba y retomaba su destino de la mano de la espada y de la cruz. De ahí también la justificación del franquismo no sólo como cruzada, sino también como cruzada permanente en contra de los enemigos de España.

La nueva España católica, como país de referencia, y el general Franco, como un caudillo modélico, se convirtieron en las coordenadas conceptuales para orientar un discurso para los de fuera y también, todo hay que decirlo, para los de adentro. Implícitamente, cada ejercicio de apología al franquismo era una crítica velada al régimen revolucionario que venía llevando las riendas del país desde 1910 y que, para desdicha de estos católicos, había sido puesto en jaque, aunque sin éxito, durante la guerra cristera de 1926. Por eso, y teniendo a la madre patria como modelo a seguir, no era de extrañar que un hispanista como Jesús Guisa y Azevedo (1946) recordara en aquellos años cuarenta del siglo pasado que el primer deber de los mexicanos era “ser españoles” (p. 315).

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