DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN
Son conocidos los intentos del gobierno de Zapatero para condenar el Alzamiento presentándolo como la irrupción injustificada de una banda criminal contra una España idílica, asentada en los más caros principios que sustentan los derechos del hombre brutalmente agredidos por la barbarie militarista.
En el Cono Sur de América se da igual estrategia por parte de los gobiernos revolucionarios: martillar sin descanso ni escrúpulos a favor de los revolucionarios que hoy son gobierno y pintar con los más negros caracteres la legítima defensa que ejercitaron las sociedades frente a la agresión. Pueden hacerlo impunemente porque la debilidad intrínseca de la democracia le impide condenar el ejercicio de lo que considera derechos de quienes profesan sus mismos principios.
Derrotada en la fase militar y no precisamente por la democracia, la revolución se mueve así cómodamente en la fase política, sin apremios, con una estrategia sin tiempo. Las nuevas generaciones van olvidando lo pasado, las que lo vivieron, o se van formando en la historia falseada, la que no. El tiempo es un aliado dócil si se utiliza con prudencia. Los viejos partidos liberales los miran dejándolos hacer; son sólo los díscolos de la familia y esperan su turno que en un mundo de globalización de la democracia puede estar lejano.
Así sucede en Uruguay, Chile, Argentina y por lo que se ve, en España. Por eso me ha parecido de interés transcribir la nota de Juan Ramón Pérez las Clotas en el No.106 del boletín informativo de la Fundación Francisco Franco, titulado ¨Las leyes represivas de la II República¨, que define el carácter dictatorial, revolucionario y represivo de la República no al final de la guerra ni ante el hecho del Alzamiento sino desde su mismo inicio, cuando aún no había cumplido un año.
Pido disculpas si resulta demasiado extenso pero como no es posible responder golpe a golpe la mentira me parece una obligación señalarla cuando se da la oportunidad. En homenaje a la brevedad omito algunos pasajes históricos interesantes pero que no alteran el testimonio ni modifican el fin buscado.
¨ LAS LEYES REPRESIVAS DE LA SEGUNDA REPÚBLICA
El 12 de febrero de 1932, cuando ni siquiera se había cumplido un año de la proclamación de la II República Española, zarpaba del puerto de Barcelona el buque carguero ¨Buenos Aires¨ convertido en cárcel flotante y llevando a bordo en condiciones que difícilmente pudieran ser consideradas como tolerables, a ciento cuatro anarquistas que acababan de protagonizar una singular aventura revolucionaria: la proclamación del comunismo libertario el la comarca del Alto Llobregat. El destino de tales penados era la Guinea colonial española, en la que cumplirían la condena de extrañamiento a la que el Gobierno presidido por Manuel Azaña les había condenado en estricto cumplimiento de la recién instaurada ley de Defensa de la República.¨
¨No iba a ser, sin embargo, esta ley de Defensa de la República una excepción en la incipiente legislación represiva republicana. En intervalos de tiempo muy próximos, otra dos, la ley de Orden Público y la de Vagos y Maleantes iban a contribuir a la definición de un contexto jurídico dentro del cual la vulnerabilidad de los derechos individuales de los españoles adquiriría estado legal.
Presentada por Azaña como una fórmula defensiva para la estabilidad del sistema, la ley de Defensa de la República sería aprobada sin discusión por las Cortes el día 20 de octubre de 1931. Su carácter draconiano, que quedaba ya de manifiesto desde su preámbulo, alcanzaba su nivel más alto con el exhaustivo repertorio de situaciones o conceptos susceptibles de se considerados como agresiones a las instituciones republicanas. Tales eran, por ejemplo, la resistencia a las leyes o a la fuerza pública; las huelgas salvajes; la coacción laboral, o, el agio. No era tampoco excluída de semejante consideración la apología de la Monarquía y la exhibición de sus banderas e insignias. Pero mucho mayor calado represivo tendrían los capítulos referidos al ejercicio de la libertad de expresión y al orden disciplinario de los funcionarios.
En el primer caso, el ministro de la Gobernación, sin otro expediente que el de su libre albedrío, podría decretar el cierre de cualquier medio informativo, lo que, de hecho, implicaba una forma de censura encubierta. Y por lo que respecta al código de comportamiento de los funcionarios quedaba también en sus manos la cualificación de su celo y aptitudes, un sutil eufemismo bajo el que se disimulaba algo que no dejaba de ser inquietante: la posibilidad de una depuración.
La propia realidad se encargaría bien pronto de ratificar la sectaria intencionalidad de la nueva norma legal. En los meses siguientes a su puesta en vigor, serían cerrados no menos de cien periódicos, entre ellos el asturiano ¨Región¨. Hasta tal punto llegaría la situación que el propio Unamuno, uno de los patriarcas de la República, secundado por varios diputados, solicitaría de las Cortes nada menos que la vuelta a la ley monárquica de 1893, establecida por el Partido Liberal de Sagasti, ¨que si proporcionaba ciertas garantía contra el periodismo incendiario, otorgaba más libertad que las draconianas leyes republicanas¨ (Stanley C.Payne: ¨El colapso de la República¨.)
Quedaba claro que la ley de Defensa de la República no era, desde luego, el mecanismo más adecuado para conseguir la integración de los españoles en el nuevo régimen, teóricamente contrario por principio a todo método defensivo de carácter policíaco. Utilizar el extrañamiento, la depuración y las multas sin un previo proceso judicial no era precisamente un ejemplo de la democracia que los ciudadanos esperaban de la idealizada República. Un año después, en 1933, y con el ánimo, sin duda, de terminar con la discrecionalidad sancionada hasta entonces, el Gobierno presenta en las Cortes y éstas aprueban, el proyecto de una ley de Orden Público. Meramente un gesto, ya que no sería otra cosa más que un enmascaramiento de los aspectos más drásticos de la que se pretendía sustituir. No sólo se mantenían éstos, sino que se establecían en su articulado los que serían denominados estados de alarma, prevención y guerra, cuya reiterada aplicación del primero de ellos haría que desde la promulgación de la ley hasta el comienzo de la guerra civil apenas si se pudiera encontrar un mes de normalidad institucional en España.
Si con las dos leyes referidas el Gobierno de la II República perseguía el mantenimiento de la seguridad del Estado, con la de Vagos y Maleantes, de diciembre de 1933, que las seguiría, el objetivo propuesto sería algo más conceptual: la protección de los valores éticos de la nueva sociedad. Una sociedad de la que quedaban excluídos los homosexuales, a los cuales se los incluían en un extenso repertorio no precisamente escaso de personas ¨con inclinación al delito¨, tales como vagos, rufianes, proxenetas, indocumentados, tahúres, corruptores de menores, alcohólicos y toxicómanos, cosa que sin pensárselo dos veces habían aprobado los puritanos diputados de la República. (Juan Gil Pecharromán: ¨Segunda República española¨.)
No puede tampoco dejarse en absoluto fuera de este contexto represivo la creación de la denominada Guardia de Asalto, con la que en cierta forma se pretendía sustituir a la Guardia Civil, de supuesta dudosa fidelidad. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo de fuerza pública fuertemente concienciado. Sus armas operativas eran una pistola de reglamento y una larga porra de goma, y sólo en situaciones excepcionales sus números hacían uso de las tradicionales carabinas o tercerolas. Sus oficiales procedían del Ejército y es curioso que su primer jefe fuera el entonces teniente coronel Muñoz Grandes, que tanta relevancia alcanzaría después en el franquismo. Los niños de la época, que veían a los guardias saltar casi en marcha de sus grandes vehículos descapotados, cantaban una surrealista canción: ¨Mamá, yo quiero ser guardia de asalto / porque se come bien y no trabajo. / Cuarenta duros dan y una pistola y un tolete de goma que estira y toma¨. No eran moco de pavo doscientas pesetas en aquel tiempo, desde luego.
Pero acaso una de las formas menos explícitas en su definición, pero sin duda de mayor alcance represivo de las adoptadas por la República, consistiría en lo que, de hecho, fue la constante utilización que el Gobierno hacía del Ejército en el mantenimiento del orden público. No se trataba solamente de su participación activa en las situaciones de carácter subversivo o revolucionario, iniciado ya en el mismo año 31 con la presencia de tropas coloniales por primera vez en la historia contemporánea, en la revuelta anarquista de Sevilla, sino incluso de una actuación subsidiaria de la de los agentes sociales, eso que ahora se llama ¨misiones de paz¨. En toda clase de huelgas y conflictos laborales los soldados eran presencia obligada. Ellos conducían trenes y tranvías, vigilaban los edificios públicos, franqueaban las cartas y fabricaban el pan. Paradójicamente, la República, que pretendía unas Fuerzas Armadas sometidas al ordenamiento político del país – de ahí las leyes de Azaña sobre el Ejército -, las acreditaba sin remilgos desde su misma instauración como garantes del orden establecido.
Si los últimos meses de la II República, tras las elecciones de febrero del 36, transcurrieron ya definitivamente por unos cauces que difícilmente pudieran ser calificados como democráticos, tampoco los de sus inicios tampoco fueron, como se ve, demasiado proclives a una ordenada convivencia entre los españoles, en función sobre todo de una legislación sectaria y represiva. Entre el republicanismo y la democracia, sus dirigentes escogieron el republicanismo sin dudarlo demasiado. Las trágicas consecuencias de tal opción no tardarían en pagarlas todos los españoles. ¨
Banda Oriental
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