CRISTIANISMO Y ECONOMÍA
Por Juan María Bordaberry
Cuando en los países del cono Sur americano se reinstalaron los sistemas políticos basados en el diseño institucional llamado democrático, pasados unos primeros tiempos de euforia demagógica (como en el Perú de Alan García o en la Argentina de Raúl Alfonsín) y, advertidos los dirigentes políticos demócratas de que ese camino arriesgaba la vigencia misma de la institucionalidad restaurada, optaron, en el plano de lo económico, por lo que internacionalmente se denominaba economías de mercado, sistemas que se desprenden del pensamiento liberal.
Con ello, además de ponerse a tono con los países occidentales (y así además tener acceso a recursos crediticios), confiaban en poder activar sus economías para evitar dificultades y descontento (aún no se había desmembrado la Unión Soviética). En honor a la verdad, tales ideas ya regían, al menos en Argentina, Chile y Uruguay, con variada suerte en los resultados por razones que sería demasiado extenso desarrollar aquí.
Sin adentrarse en la base filosófica del liberalismo económico, digamos que sus instrumentos en esas circunstancias fueron la eliminación de los controles cambiarios y de las tasas de interés, así como del proteccionismo en el comercio exterior para que la intemperie de la competencia internacional obligara a la eficiencia y evolución técnica de la producción nacional, y la eliminación de las trabas de los numerosos controles estatales.
Pero el objetivo básico proclamado fue y sigue siendo la disminución del déficit fiscal, fuente de inflación, porque obliga, para cumplir con las obligaciones del Estado, a la emisión de moneda sin respaldo real. Esto lleva inevitablemente a elevar la reducción del Estado a la condición de objetivo principal. Largo tiempo de vigencia de sistemas políticos partidocráticos, de demagogia, de utilización del propio Estado como el gran empleador y protector determinaron que el cambio se iniciara bajo fuertes protestas, que continúan, considerando injusto el tratamiento que recibían vastos sectores acostumbrados a depender del amparo del sector público comparado con el que se daba a la actividad económica, destrabándola para que pudiera desarrollarse.
Detrás de todo esto había toda una definición de fondo. Nada más gráfico que el proceso ocurrido en Alemania, cuando la democracia cristiana dejó de triunfar electoralmente gracias al prestigio personal de Konrad Adenauer. El partido socialista llegó al poder para quedarse largos años, hasta que se registró un hecho poco valorado pero decisivo en la evolución política y económica de los países europeos. El minoritario partido liberal alemán era el fiel de la balanza.
Tanto el partido socialista como la democracia cristiana necesitaban de su concurso para poder triunfar. Su apoyo al socialismo mantuvo a éste en el poder y se basaba en sus medulares ideas liberales de justicia social, acorde con sus principios de defensa del Hombre con mayúscula y sus derechos. Sin embargo, en poco recordado congreso del partido liberal en la ciudad de Karlsruhe, sin variar los principios, el partido entendió que con su defensa del hombre a través del Estado, había hecho de él un esclavo. Dependía del estado para trabajar, para su profesión, para educar a sus hijos, para su salud, para su ancianidad. Con ello la personalidad del individuo se había ido desdibujando, su acostumbramiento a esperararlo todo del Estado le había quitado la facultad de desarrollar sus facultades naturales de iniciativa e imaginación. Llegó a la conclusión que el liberalismo económico, por entonces ya prestigiado por la opinión de reconocidos especialistas, era instrumento más adecuado para la proyección del Hombre con mayúscula hacia la realización de sus más altos destinos temporales. El Estado paternalista cayó en desgracia, sustituido por la economía de mercado. El partido liberal alemán apoyó a la democracia cristiana y el socialismo volvió por largo tiempo al llano.
Este episodio, bien mirado, tuvo otra consecuencia trascendente, además de la que surge de lo dicho, que vale la pena destacar, a riesgo de extender demasiado estas consideraciones: el Estado paternalista cayó y con el tiempo fue arrastrando en su caída a todos los partidos socialistas europeos, que adoptaron en la España de Felipe González, en la Francia de Miterrand y Jospin, en la Inglaterra de Tony Blair y en la propia Alemania de Schröder, los principios del liberalismo económico, abandonando sus ahora caducas ideas de justicia social realizada a través de la acción directa del Estado. Hoy cuesta imaginar qué variantes puede traer un cambio de partido en alguno de esos países. Ellos se producen más por la atracción personal de los candidatos, por la habilidad de sus asesores de imagen o las denuncias, probadas o no, de corrupción.
En fin, con esta justificada condena al gigantismo del Estado, desembarcó el liberalismo económico en esta parte de América, prácticamente contemporáneamente a la restauración democrática.
El dilema liberal
No podríamos discrepar con los principios básicos del liberalismo en la economía, bien que no los llamaríamos liberales. Ellos incluyen conceptos cristianos contenidos en la doctrina y el magisterio, tales como la subsidiariedad del Estado, el derecho de propiedad y la libertad para el trabajo privado. No podemos compartir, no obstante, los principios en que se asientan tales conceptos ni mucho menos aceptar sin más sus consecuencias.
La rebelión atea, racionalista y liberal que fue inficionando la Europa cristiana durante los siglos XVII, XVIII y XIX, hasta destruir todo el edificio secular y llegar a la sociedad de hoy —que ya no podemos llamar cristiana— fue sustituyendo lentamente todas las instituciones anteriores a medida que las destruía.
Como en todos los órdenes en que fue sustituyendo la organización cristiana de la sociedad por una construcción puramente humana y artificiosa, también en el campo de las relaciones económicas encontró contradicciones entre la realidad de las relaciones de los hombres, criaturas de Dios moviéndose en armonía con una naturaleza por Él creada y la arquitectura soberbia que se pretendía implantar.
En efecto, si el hombre es libre de toda atadura proveniente de una moral objetiva, ¿cómo puede privársele de un afán desmedido de lucro y de causar con ello perjuicio a otros? El intercambio de bienes, las relaciones de trabajo, los beneficios que se puedan obtener, no pueden estar regulados por una moral y un concepto de justicia objetivos y aceptados por todos, porque eso sería violentar la intimidad intelectual de cada uno. La apetencia de los bienes materiales será el motor de las relaciones entre los hombres y los medios para obtenerlos sólo estarán limitados por la conciencia de cada uno, la que también valorará individualmente los perjuicios que la búsqueda de esos bienes puede ocasionar a los demás.
De estas ideas, nacidas de la aplicación a ultranza del liberalismo en lo económico, derivan consecuencias demasiado crudas aún para el liberalismo más acérrimo. Adam Smith intenta suavizar las consecuencias sin renegar de los principios. Es así que no sólo no condena el egoísmo sino que lo considera moralmente aceptable, diciendo que es loable que el hombre cuide de sus intereses y condenable que no lo haga. "El cuidado que dedicamos a nuestra propia felicidad," dice "e incluso a nuestros propios intereses, se manifiesta en múltiples ocasiones como un principio de acción en extremo plausible. Los hábitos de economía, de industria, de discreción, de cuidado, de aplicación, generalmente son considerados como el fruto de motivos egoístas y, sin embargo, se les reputa como cualidades loables, que merecen la aprobación de todos. La negligencia, la prodigalidad, el desorden, se reprueban unánimemente, no porque impliquen una falta de altruismo sino una falta de atención del individuo en lo que respecta a sus propios intereses".1
Agrega, a su vez, Baltra Cortés: "El interés propio deja de ser algo vituperable y se le reconoce como motivo plausible del comportamiento humano. El capitalismo funciona sobre la base de una finalidad única: el logro de ganancia, lucro o beneficio. Nada tiene que ver con el altruismo o la benevolencia".2
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1. Adam Smith, «Teoría de los sentimientos morales», parte VII, sección II, capítulo III. Citado por Alberto Baltra Cortés, «Adam Smith», pags. 34 y 35. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1979.
2. Alberto Baltra Cortés. Op. cit. pág. 35.
Smith pensaba, enseñaba y escribía hacia fines del siglo XVIII, en plena efervescencia del pensamiento liberal, con el aplauso de la burguesía que se aprestaba, con la revolución francesa, a ser dueña de todos los medios de producción, y de la inglesa que ya lo era, y a las que no podía menos que entusiasmar la justificación moral del lucro. No se crea que Smith defendía los abusos a que podía llevar la conducta del hombre liberado de los frenos de la moral cristiana; por el contrario, formado en la Universidad de Glasgow, tan alejada de Roma en todo sentido, y tras unos años en Oxford, intrascendentes para él, quería encontrar un fundamento que sustituyera aquella base moral. El resultado es una intrincada elaboración en la que se confunden elementos económicos, históricos y psicológicos, sin llegar nunca a lo metafísico.
Europa entra en el siglo XIX con la riqueza en nuevas manos, manos desguarnecidas de principios morales que frenaran el afán de lucro y con el inicio de la gran revolución industrial. La fuerza laboral y artesanal entró indefensa en este tiempo de tan profundos cambios. La revolución había abolido las corporaciones y los gremios, de raigambre medieval, por medio de la famosa ley Le Chapelier; las logias revolucionarias no querían más organizaciones que ellas mismas y la masa amorfa de los ciudadanos.
El transcurso del siglo marca la reacción de los ahora asalariados, que empiezan a defenderse de las injusticias de la sociedad industrial, por todos conocidas. El marxismo da sus primeros pasos y en 1872 aparece el "Manifiesto Comunista". París vuelve a ensangrentarse en luchas callejeras: ahora la rebelión anarquista contra la burguesía, que la aplasta sin piedad. En Francia y Alemania surgen movimientos católicos que intentan armonizar el pensamiento cristiano con las nuevas condiciones de relación entre el capital y el trabajo.
Aparece, en fin, la democracia cristiana. Al respecto, dice Ploncard D´Assac : Si la sociedad capitalista del siglo XIX muy a menudo se mostraba dura y egoísta, esto mostraba un deterioro de la fe y de la caridad cristianas bajo la presión del liberalismo económico. El agregarle el liberalismo político no era ninguna oportunidad de mejorar la situación. Todo el esfuerzo debió cargarse en la recristianización de las clases dirigentes. El resto hubiera venido por añadidura. Se necesitaba decir aristocracia cristiana y no democracia cristiana".3
El masón Clemenceau, pragmático e irreductible, se opuso a la presencia de la Iglesia dentro de las instituciones republicanas, diciendo: "La Iglesia es como nosotros: o lo es todo o no es nada".
El liberalismo económico campea por sus cabales: es la plenitud del tiempo del "laissez faire, laissez passer".
3. Jacques Ploncard D´Assac, «La Iglesia y la revolución», México 1970.
El siglo se cierra en 1892 con la Encíclica "Rerum Novarum" del Papa León XIII, que expresa con amplitud y realismo el pensamiento de la Iglesia, a la luz de la doctrina católica, condenando tanto las soluciones socialistas como el mal uso de la riqueza. Es de hacer notar especialmente la afirmación del hombre frente al Estado, lo que hace al condenar al socialismo, así como la legitimidad de la intervención del Estado cuando se trata de hacer respetar los derechos de los débiles y los pobres. Es decir, subsidiariedad del Estado frente a la iniciativa y la actividad privadas y también rechazo al neutralismo del Estado cuando el juego de las condiciones económicas conduce a situaciones de injusticia.
Desde luego que uno u otro extremo deberá ser juzgado con un recto espíritu cristiano porque, de lo contrario ¿cómo se juzga lo justo y lo injusto?
El Siglo XX
El siglo XX se inicia, pues, con el liberalismo económico en su plenitud, con su inevitable secuela de injusticia en una sociedad cada vez más descristianizada.
La figura luminosa de San Pío X representa la vigencia de la tradición católica frente al avance del modernismo, condena el error del concepto ateo de libertad, en términos tan amplios que es legítimo pensar que incluye la libertad irrestricta en las relaciones económicas. En su alocución del 3 de noviembre de 1903 dice: "La Iglesia no teme la libertad pero condena la desatinada licencia en el pensar y en el obrar, con arreglo a la cual no existe autoridad humana ni divina, ni hay ningún derecho inviolable. La consecuencia de ello es que, desaparecidos los fundamentos del orden y la disciplina, los Estados caminan hacia la ruina, porque tales licencias son la corrupción de la libertad y no la libertad propiamente dicha".
Las injusticias que padecen los trabajadores industriales van cimentando una reacción de clase. El siglo ve también la lenta afirmación de una organización sindical de trabajadores, pero no en un orden vertical de gremios y corporaciones cristianas, prohibidas por la revolución un siglo atrás, que propendían a la armonía y la unidad de las sociedades, sino en una división horizontal, condición básica para la lucha de clases, azuzada por los agitadores revolucionarios radicales durante todo el siglo. Un desafiante Jaurés puede citar a Mirabeau: "Tened cuidado: no desdeñéis ese pueblo que todo lo produce y al cual, para hacerse temer, bastaría con permanecer inmóvil".4
Dos acontecimientos marcarán todo el resto del siglo. La Primera Guerra Mundial, más allá de los cuatro años de horrores de muerte y sufrimiento, permitió a los dirigentes masones de la política mundial desmembrar el Imperio Austro Húngaro, último Imperio cristiano de la historia, y hacer caer la última Monarquía católica de Europa. El Tratado que puso fin a la guerra echó la simiente de la Segunda Guerra Mundial, tan sólo veintiún años después, también con su carga de dolor y que significó además, el cambio del centro de gravitación de la política mundial de Europa a Estados Unidos.
4. Jean Jaurés. «Causas de la revolución Francesa», pág. 76. Grijalbo, 1979
De unaEuropa cada vez más descristianizada y abierta al error modernista, pero con la madurez de veinte siglos de historia, a un poderoso y rico estado joven, lleno de ambición plutocrática y política, sin madurez ni cultura propia.
La instauración del primer estado comunista en Rusia creando la Unión Soviética, inmediatamente después de finalizar la Primera Guerra mundial, fue el segundo hecho que pesó durante casi todo el siglo, llegando a dominar la mitad de Europa y buena parte del orbe, con la complicidad, al menos culpable, de las naciones triunfantes en la contienda.
La economía liberal en tiempos de turbulencia
El primer hecho a destacar es el fortalecimiento de las organizaciones laborales. De ser un débil mecanismo de defensa frente a la injusticia de un descarnado liberalismo económico, va constituyéndose en una fuerza social organizada y de envergadura, que empieza a pesar en el plano político. El proletariado, consecuencia inevitable del concepto puramente materialista del capital, crece y agranda sus filas en la misma medida en que se extiende el campo de acción del industrialismo y el comercio capitalistas.
Durante años el socialismo y el comunismo soviético descalificaron peyorativamente al capitalismo, contraponiéndolo a sus ideas colectivistas. El comunismo, bueno y justo; el capitalismo, malo e injusto, fue el maniqueísmo dominante durante casi todo el siglo. El mundo occidental, llamado así por oposición al Este sovietizado, sintió el golpe de la acusación implícita en los calificativos y no se atrevió a llamarse a sí mismo capitalista, prefiriendo calificarse como democracia.
Belloc, escribiendo en el primer tercio del siglo XX, ayuda a colocar el término "capitalismo", en su lugar: "...La palabra «capitalismo» usada en esta forma, como nombre para la gran calamidad que, en su madurez, amenaza la existencia misma de nuestra Sociedad, no significa el derecho a la propiedad desarrollada fuera de toda medida...El Capitalismo constituye una calamidad no porque defienda el derecho legal a la propiedad sino porque representa, por su propia naturaleza, el empleo de ese derecho legal para beneficio de unos pocos privilegiados contra un número mucho mayor de hombres que, aunque libres y ciudadanos en igualdad de condiciones, carecen de toda base económica propia. Por lo tanto, la calamidad básica que de una manera drástica llamamos capitalismo, debiera, con más precisión llamarse «Proletarianismo», dado que las características del mal estado de la sociedad que hoy llamamos «Capitalismo» no consisten en el hecho de que unos pocos tengan propiedades sino en el hecho de que la mayoría, aún cuando desde el punto de vista político sean iguales a sus amos y libres para ejercer todas las funciones inherentes a un ciudadano, no pueden disfrutar la libertad económica completa". "La presencia de un proletariado tan amplio es la que imparte el tono a todo el conjunto de la sociedad y lo que hace que ella sea una Sociedad Capitalista".5
5. Hilaire Belloc: «La crisis de nuestra civilización», pags. 154 y 155. Editorial Sudamericana, Buenos Aires – 1979.
Hemos señalado el tiempo en que Belloc, historiador católico por sobre todo, incursionaba en estos temas, para que se pueda imaginar, sin mucho esfuerzo, cómo era la sociedad de su tiempo, seguramente dominada en lo económico por un liberalismo mucho más crudo que el del tiempo subsiguiente, pero asentado en los mismos principios. No obstante, tiene el mérito de marcar la distinción entre la propiedad y su mal uso y con ello, la necesidad de un código de moral objetiva para impedir, o al menos sancionar socialmente, esto último. Implícitamente también, está señalando la diferencia entre las denostadas instituciones gremiales de origen cristiano medieval, que no sólo por la civilización en que estaban insertas sino por su propia estructura, no hacían posible el enfrentamiento de clases y la injusticia en las relaciones económicas.
Es de toda evidencia que sigue la enseñanza de "Rerum Novarum": la doctrina católica considera el derecho de propiedad como inseparable de la condición de persona humana, pero condena su mal uso cuando es fuente de injusticia.
Pero en un mundo que abandonaba el cristianismo progresivamente, fueron otros los factores que introdujeron cambios en las políticas económicas. Por una parte, la Unión Soviética era una realidad insoslayable, por más que su nacimiento y consolidación respondiera a la debilidad de unos y a la audacia de unos pocos. Su infiltración en los países europeos, a través de los partidos de izquierda, era una realidad en la que es difícil discernir si las corrientes socialistas europeas temían o estimulaban, tal el grado de su irresponsabilidad.
Sólo España enfrentó al comunismo en una guerra heroica y al precio de centenares de miles de vidas, en una verdadera guerra de religión, como lo demuestra la posterior condena por las potencias masónicas.
La democracia, por su propia definición y por tener la misma raíz atea, está imposibilitada para enfrentar al comunismo como un enemigo, rechazando y condenando su ideología. Prefiere, en cambio, intentar quitarle argumentos, aprobando normas que van mejorando progresivamente la condición de los trabajadores. Esta conducta, en un sistema político que obliga periódicamente a captar la simpatía del electorado, va pavimentando el camino a la demagogia, comprometiendo la estabilidad económica de los países. Una intrincada trama de normas legales de amparo al trabajador va conformando una rama del derecho positivo que equipara el poder del capital, antes libérrimo, con el de los asalariados, antes desguarnecidos.
Otro fenómeno confluye para consolidar el equilibrio de poder entre el capital y el trabajo: los gobiernos empiezan a tomar a su cargo funciones antes en manos privadas, algunas de las cuales hacen directamente a la seguridad de las clases menos pudientes: salud, vivienda, previsión social, educación.
Es el tiempo de la planificación estatal, de los programas, de las metas, de los estímulos a las actividades que se consideran de mayor interés, de la fijación de precios y salarios.
El neo liberalismo en Hispanoamérica
Pero todo esto tiene un costo que llega a ser insoportable. La fiscalidad debe crecer para sustentarlo y llega a ser disuasiva para la rentabilidad del capital que, si puede, emigra en busca de mejores condiciones o de lo contrario, deja de invertir perdiendo competitividad. El péndulo oscila hacia el otro lado, como se ha visto al inicio, tratando de disminuir el rol paternalista del Estado.
La economía liberal, como lo quería Adam Smith, es aceptada como una consecuencia congruente e inevitable del liberalismo racionalista y como un fenómeno independiente, que puede ser objeto de una ciencia, con sus leyes propias que no pueden ser violentadas —en todo caso investigadas y utilizadas— pero nunca contrariadas.
La liberalización de la economía, sin excesos de injusticia, era necesaria en estos países, ahitos de intromisión estatal demagógica. Pero por desgracia no vino sola sino atada a los altos intereses financieros internacionales, con su cabeza en Washington. Ya no se necesitan bayonetas ni "marines": basta con cortar los créditos o subir las tasas de interés. Hispanoamérica ya no es libre para insertar valores cristianos en un sistema económico liberal. Sus representantes ya no pueden y —porqué no decirlo— no quieren, dejar de ir a la Corte del dólar.
Sobre la base de estas ideas y estas realidades, retorna el liberalismo económico a ser el fundamento teórico de las medidas de estos países para la reactivación de su actividad. No es fácil, porque aunque se consideren las leyes económicas como leyes naturales inevitables, no tienen categoría de valores morales y recaen, en definitiva, sobre personas humanas. Una honda brecha se abre en la sociedad: entre quienes son perjudicados por las nuevas políticas y quienes las defienden. La izquierda radical revolucionaria, siempre hábil y rápida para acuñar nombres que pronto ella misma hace denigratorios, utiliza el término "neo liberalismo". Con ello evita hablar de capitalismo, con lo cual correría el riesgo de ser identificada con la ahora caída Unión Soviética y no encontrar techo donde guarecerse.
Los defensores del liberalismo suelen citar como ejemplo la Alemania de post-guerra, levantándose de sus cenizas con el liberalismo económico de Ludwig Erhard. No parece comparable: el alemán es un pueblo disciplinado y ordenando, que salía de una guerra devastadora por la cual había sufrido gran padecimiento y destrucción.
Nuestros países, al contrario, vienen de tiempos de bonanza, en los cuales la demagogia política derrochó los recursos, elevando la condición económica de quienes fueron beneficiarios, inocentes del camino a donde llevaba la dilapidación de recursos.
Pero hoy esa condición social es una realidad que no puede ser desconocida al formular en las políticas, lo que supone incorporar un elemento de orden moral en la consideración de las políticas a adoptar.
La búsqueda infructuosa de un fundamento moral para el liberalismo económico viene, como hemos visto, desde los tiempos del propio Adam Smith. Pero sus acérrimos defensores no aceptan esa intrusión: la economía de mercado se sustenta en leyes intocables que distribuyen los bienes con justicia.
Hace algunos años el Dr. Ramón Díaz, profesor uruguayo de economía y que ha ocupado prominentes cargos públicos, escribió en un diario montevideano un memorial con motivo de la muerte de Hayek, en el que recuerda una carta enviada por Keynes a Hayek. En ella Keynes defiende la planificación, pero reclama reglas morales en su aplicación: "... será segura", (la planificación moderada) dice Keynes "si los que la practican están rectamente orientados en sus mentes y en sus corazones hacia la cuestión moral". Rechaza Díaz irónicamente toda participación de la moral en las reglas de la economía, lo que califica como "subirse al púlpito".6
Una brecha se ha abierto, como queda dicho, y en ella intervienen frecuentemente hombres y jerarquías eclesiásticas no siempre, a mi juicio, cumpliendo cabalmente con su misión pastoral. En primer término, pronunciándose siempre a favor de los perjudicados parecen plegarse a la antinomia pobres buenos—ricos malos, que tanto daño ha hecho a la paz de las sociedades modernas.
En segundo lugar parece no advertirse que esta opción entre liberalismo y socialismo —vamos a llamar las cosas por su nombre— no es cristiana. El péndulo oscila porque los hombres, olvidados de Dios y endiosados ellos mismos, no encuentran fórmulas de paz y justicia.
Es oportuno recordar a León XIII en "Rerum Novarum": "Por eso, si ha de haber algún remedio para el mal que hoy padece la sociedad humana, este remedio no puede ser otro que la restauración de la vida y de las instituciones cristianas".7
Juan María Bordaberry
Montevideo, 26 de mayo de 2001
6 «El Observador Económico», Montevideo, 31 de marzo de 1992.
7 «Rerum Novarum» (22) "Acción de la Iglesia".
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