En la Semana Mayor de la Hispanidad (III)
APOLOGÍA DE
LA HISPANIDAD
América es la obra de España. Esta obra de España lo es esencialmente de catolicismo. Luego hay relación de igualdad entre hispanidad y catolicismo, y es locura todo intento de hispanización que lo repudie.
Creo que esta es la pura verdad. Si no lo creyera, no rompería por ella una lanza. Ahora sí: cuantas estén a mi alcance. Y, Quijote o no, a su conquista voy, alta la visera, montado en la pobre cabalgadura de mis escasos conocimientos y de mi lógica, pero sin miedo a los duendes del laicismo naturalista, a los malandrines de la falsa historia, o a los vestigios envidiosos de la grandeza de mi patria.
AMÉRICA ES LA OBRA CLÁSICA DE ESPAÑA
América es de ayer; pero ayer es, para la historia, el lapso de cuatro siglos y medio que nos separan de su descubrimiento. Y, no obstante, la emoción histórica de este momento en que un continente vastísimo surge de entre mares inmensos, cabeza y pies adentrados en los polos opuestos de la tierra, poblado por razas desconocidas, con sus mil lenguas y sus dioses incontables, con climas que corren desde las zona tórrida a los hielos polares; esta emoción, digo, y el ideal que de ella pudo nacer, ya no hace vibrar el alma del mundo. Es que el mundo, egoísta, ha preferido echarse sobre las Américas con ansia de mercader —iba a decir con hambre de Sancho— y no a sopesar y encauzar, con alma hidalga, los valores espirituales del magno acontecimiento.
Este es el fondo único de todos los problemas del americanismo: el concepto materialista o espiritualista de la vida y de la historia. Tal vez la humanidad hubiese cantado con mejor plectro el hecho inmortal, si no hubiera sido España, la entonces envidiada y temida, hoy la cenicienta de Europa, la que arrancó al Atlántico sus seculares secretos. Quizá hubiera sido mayor la gloria, para las Américas y para la historia, si no se hubiese torcido el movimiento inicial de la conquista, espiritualista ante todo (…)
¡Excelsos destinos los de España en la historia, señores! Dios quiso probarla con el hierro y el fuego de la invasión sarracena; ocho siglos fue el baluarte cuya resistencia salvó la cristiandad de Europa; y Dios premió el esfuerzo gigante dando a nuestro pueblo un alma recia, fortalecida en la lucha, fundida en el troquel de un ideal único, con el temple que da al espíritu el sobrenaturalismo cristiano profesado como ley de la vida y de la historia patria. El mismo año en que terminaba en Granada la reconquista del solar patrio, daba España el gran salto transoceánico y empalmaba la más heroica de las reconquistas con la conquista más trascendental de la historia.
Ningún pueblo mejor preparado que el español. La convivencia con árabes y judíos había llevado las ciencias geodésica y náutica a un esplendor extraordinario, hasta el punto de que las naciones del Norte de Europa mandaban sus navegantes a España para aprender en instituciones como el Colegio de Cómitres y la Universidad de los Mareantes, de Sevilla. Libre España de la pesadilla del sarraceno, sabia en el arte de correr mares, situada en la punta occidental de Europa, con una Reina que encarnaba todas las virtudes de la raza: fe, valor, espíritu de proselitismo cristiano, recibe la visita de Colón, desahuciado en Génova y Portugal. Y España, que podía haber dedicado su esfuerzo a restañar sus heridas y a reconstruir su rota hacienda y a reorganizar los cuadros de sus instituciones civiles y políticas, oye a Colón, cree en sus ensueños, que otra cosa no eran cuando su primera ruta, fleta sus famosas carabelas y envía sus hombres a que rasguen con su pecho de bronce las tinieblas del Atlántico. Y hoy se cumplen cuatrocientos cuarenta y dos años desde que las proas de las naves españolas besaban en nombre de España esta tierra virgen de América. Tendido quedaba el puente entre ambos continentes.
América es la obra de España por derecho de invención. Colón, sin España, es genio sin alas. Sólo España pudo incubar y dar vida al pensamiento del gran navegante, que luchó con nosotros en Granada (…)
Al descubrimiento sigue la conquista. Cuando se funda –ha dicho alguien– no se sabe lo que se funda. Cuando España, el día del Pilar de 1492, abordaba en las playas de San Salvador, no sabe que tiene a uno y otro lado de sus naves diez mil kilómetros de costa y un continente con cuarenta millones de kilómetros cuadrados. Ignora que lo pueblan millones de seres humanos, partidos en cien castas, con una manigua de idiomas más distintos entre sí que los más diversos idiomas de Europa. No sabe que la antropofagia, la sodomía, los sacrificios humanos, son las grandes lacras de aztecas y pieles rojas, caribes y guaraníes, quechuas, araucanos y diaguitas. No importa: España es pródiga, no cicatera; tiene el ideal a la altura de su pensamiento cristiano; no mide sus empresas por sus ventajas, y se lanzará con toda su alma a la conquista del Nuevo Mundo.
Imposible hablar de la conquista y colonización de América. Una epopeya de tres siglos no cabe en una frase; y la obra de España en América es más que una epopeya: es una creación inmensa, en la que no se sabe qué admirar más, si el genio militar de unos capitanes que, como Cortés, conquistan con un puñado de irregulares un imperio como Europa, o el espíritu de abnegación con que Pizarro, el porquerizo extremeño, vencido por la calentura, traza con su puñal una línea y les dice a sus soldados, que quieren disuadirle de la conquista: “De esta raya para arriba, están la comodidad y el Panamá; para abajo, están las hambres y los sufrimientos, pero al fin, el Perú”; o el valor invicto de aquellos pocos españoles que sojuzgan a los indios del Plata, “altos como jayanes —dice la historia—, tan ligeros que, yendo a pie, cogen un venado, que comen carne humana y viven ciento cincuenta años”, fundando la ciudad de Santa María del Buen Aire, hoy la Buenos Aires excelsa; o el celo de Obispos y misioneros que abren la dura alma de aquellos salvajes e inoculan en ella la santa suavidad del Evangelio; o el genio de la agricultura, que aclimata en estas tierras las plantas alimenticias de Europa, que llevarán la regeneración fisiológica a aquellas razas y que hoy son la mayor riqueza del mundo; o el afán de cultura que sembró de escuelas y universidades estos países y que hacía llenar de libros las bodegas de nuestros buques; o aquel profundo espíritu, saturado de humanidad y caridad cristiana, con que el Consejo de Indias, año tras año, elaboró ese código inmortal de las llamadas Leyes de Indias, de las que puede decirse que nunca, en ninguna legislación, rayó tan alto el sentido de Justicia, ni se hermanó tan bellamente con el de la utilidad social del pueblo conquistado (…)
Porque esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España; resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales (…)
Porque la obra de España ha sido, más que de plasmación, como el artista lo hace con su obra, de verdadera fusión, para que ni España pudiese ya vivir en lo futuro sin sus Américas, ni las naciones americanas pudiesen, aun queriendo, arrancar la huella profunda que la madre las dejó al besarlas, porque fue un beso de tres siglos, con el que la transfundió su propia alma (…)
Tal es la América que hizo España; una extensión de su propio ser, logrado con el esfuerzo más grande que ha conocido la Historia: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Extremadura, Nueva Andalucía, Nueva Toledo, son la réplica, aquende el Atlántico, de la España vieja, su verdadera madre. Y a tal punto llegó el amor de esta madre que, como dice un historiador francés, todo su afán fue modificar sus leyes con el designio de hacer a sus nuevos vasallos más felices que a los propios españoles.
Cardenal Isidro de Gomá y Tomás
Nota: Reproducimos aquí algunos fragmentos de su alocución en el Teatro Colón de Buenos Aires, pronunciada el 12 de octubre de 1934, durante el XXXIIº Congreso Eucarístico Internacional, bajo la presidencia del Eminentísimo Cardenal Eugenio Pacelli, Legado Pontificio.
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