En 1953, en el pueblo de Molá, Tarragona, aun vivía don Segundo Roig Roca, de 83 años de edad, último superviviente del asedio de Cascorro (Cuba), que en la gloriosa Historia de España es una de las mas célebres epopeyas, por los rasgos de valor y heroísmo que se registraron entre los sitiados.

Llevó a cabo la gesta una compañía del primer batallón del Regimiento de María Cristina que guarneciendo dicho poblado se defendió desde el 22 de septiembre hasta el 4 de octubre de 1896 contra fuerzas insurrectas cubanas muy superiores, dirigidas por Máximo Gómez.
Ni las doscientas y pico de granadas que estas dispararon, ni la debilidad de los muros de los fuertes que los españoles guarnecían, ni las repetidas intimaciones de rendición, ni los cuatro muertos y once heridos que tuvieron los defensores, fueron bastantes para conseguir que el ánimo de éstos decayese un solo instante, seguros como estaban de que serían socorridos, como lo fueron, por las fuerzas del general Castellanos, comandante general de la división.

El señor Roig Roca, pese a su avanzada edad, relató la nombrada hazaña de Cascorro, en los siguientes términos:
«El frente que unos ciento cuarenta hombres defendíamos en un extremo de la población, frente a una calle estratégicamente situada fue, durante muchos meses, infructuosamente atacado por el enemigo, decidido a capturarlo a toda costa, mediante el ininterrumpido fuego de los guerrilleros y los disparos de sus piezas de artillería. La orden que teníamos de ahorrar balas, les hizo concebir la creencia de nuestro agotamiento o desmoralización.
Mediante unos emisarios, nos enviaron sendos mensajes condoliéndose de nuestro inútil sacrificio ya que — nos decían — los refuerzos de retaguardia con los que podíamos confiar eran trasladados por el mando español desde Nuevitas a Filipinas. Invitándonos a reflexionar y bajo promesa de respetar nuestras vidas y de justificar ante el capitán general nuestro admirable comportamiento, nos invitaban a la, según ellos, honrosa capitulación.
Nuestro pundonoroso capitán don Francisco Neila, interpretando el sentir de toda la guarnición, contestó que a él no le persuadían» los halagos, las promesas ni siquiera la visión de la muerte y que, como sea que la Patria nos había confiado una misión, sabríamos cumplirla como buenos españoles, venciendo o muriendo. Cada vez que recibía esas categóricas contestaciones, redoblaba el enemigo sus furiosos ataques pero, comprobando la esterilidad de los mismos, recurría de nuevo a los emisarios.
Harto ya de tantas intimaciones, el capitán Neila contestó con firme decisión. «No escriban más, pues todo es inútil. Nuestras diferentes posiciones sólo pueden solventarse mediante la valentía y las balas. Si mandan otro emisario le recibiremos a tiros, y suplico que no me obliguen a disparar contra una mujer.»

Una noche, repetidos y opacos golpes permitieron a la guardia observar que en una casa inmediata de gruesas paredes y recias puertas y ventanas, el enemigo — por traición del dueño del inmueble- había abierto unas aspilleras desde las cuales, sin exposición de su vida, podía molestarnos a su antojo, con sus tiros. Si del mismo modo lograba instalar una pieza de artillería de las que disponía, nuestra defensa podía fácilmente ser arrasada. Era, pues, preciso, apoderarnos de la casa mediante el incendio de sus puertas y ventanas para tener el paso libre y vernos cara a cara con los atacantes.
Medida acertada que todos estábamos dispuestos a cumplir con voluntad y abnegación, pero el capitán pidió sólo un hombre. Eloy Gonzalo se presentó primero «ganándonos en mano». Dispuesto a todo, nos dijo: «Buena suerte para todos, camaradas. Sé a lo que me expongo, pero ello no importa. El honor de la Patria lo necesita y hay que darlo todo por ella. Sólo pido que me atéis una cuerda a la cintura para que si me matan recuperéis mi cadáver y el enemigo no pueda ensañarse con él».
Atada la cuerda conforme deseaba y provisto de botellas de petróleo y trapos partió como un rayo, bajo una lluvia de balas enemigas, hacia su objetivo, que cumplió con serenidad y aplomo. Al poco rato flameaban puertas y ventanas con inmensa alegría para nosotros y con justificado terror para aquéllos al comprobar que nuestro heroico teniente don Carlos Perier, seguido de veinte soldados, fusil en mano, pasando por encima del fuego, penetraban en la casa, que ellos abandonaron por la parte trasera, siéndoles hecho un prisionero.
La lección cundió hasta que la columna del general Castellanos, formada por unos dos mil hombres, vino a liberarnos.
«Me felicito a mí mismo — proclamó el señor Roig Roca — por haber sido elegido por Dios como último representante corporal en la tierra de tan esculpida hazaña, que hizo pública el general Weyler en su orden general del Ejército, fechada en La Habana, el 14 de octubre de 1896».

Don Segundo Roig Roca recordaba que el Generalísimo Franco se dignó conceder una buena pensión a todos los supervivientes de la epopeya.
«A pesar del reconfortante moral y económico que significa para mi vejez — declaró — la estimo en más, si cabe, porque asi sabrá el mundo que el Caudillo ha tenido la delicadeza de reparar las negligencias de los anteriores Gobiernos para con los buenos patriotas. Y así sabrán también, los reacios de dentro, que nuestro deber cumplido para con España no caerá nunca más en el vacío».

Preguntado finalmente si, pese a su avanzada edad, empuñaría de nuevo el fusil si se le presentara un caso análogo al de Cascorro, decía: «Pocas sensaciones, angustias y penalidades podrían ya resistir mis años. Pero... ¿somos o no somos españoles? ¿Lo somos de verdad? Pues si es así hay que demostrarlo en todo momento, incluso después de morir.»