A los pocos años de la conquista, el relieve geográfico de España recibía también nombres nuevos. Los ríos y los valles por donde éstos corren se llamaban guad: Guadalajara: el río de las piedras; Guadalmedina: río de la ciudad; Guadalaviar: el río blanco. Al monte llamábanle yabal: Gibraltar (Ca) es el monte de Tarik; Gibraleón (H), el monte de las fuentes; Gibralfaro (Ma), voz híbrida, es el monte del faro (donde se hacían señales a navíos). Al “cerro” llamaban Alcudia (V). A la “isla”, Algeciras (Ca) o Alcira (V). A la llanura, Albacete. A la “punta” de España, Tarifa (Ca).
Muchos lugares se denominaban por alusión al nombre de la familia propietaria, o al jefe de tribu o al del individuo sobresaliente que agrupó a su alrededor a los pobladores o repobladores del lugar.
En lo que luego fue reino de Valencia, este procedimiento de denominación geográfica es de una frecuencia tal, que nos hace pensar en organizaciones por tribus, análogas a las existentes en Marruecos. La lista de pueblos españoles del tipo Benicasim o “hijos de Casim” sería interminable: baste recordar Benidorm, Benaguacil, Benihumeya, extendidos todos ellos desde Tarragona, por la costa, hasta Málaga. A tribus, familias o personas determinadas se refieren también Alamín (To), “los de la tribu de Alfahmín”, Albarracín (Te): “la familia de Ibn Razin”; Medinaceli (So): “la ciudad de Salim”; y Masalcorreig (L): “Posada de Coraix”.
La vida religiosa musulmana dio nombre a muchos lugares que se llamaron Mezquita o Mezquitas (Se, V, Sa, Cu, Za). Un poblado de Sevilla se llamaba del Almuédano, por alusión al “sacristán” que convocaba a la oración de los fieles. San Carlos de la Rápita (T), Rápita (L), La Rábida (H), y otros varios lugares que se conocen por el mismo nombre, se llamaron así porque fueron rábitas, es decir, fortalezas a la vez que conventos levantados en la costa o en el interior para defender las fronteras del territorio musulmán ciertos soldados monjes, que fueron el modelo y precedente de nuestras órdenes militares.
La vida comercial musulmana también se refleja a veces en los nombres de lugar: Alarba y Castejón de Alarba (Z) se llamaban así, como hoy Suk al Arba en Marruecos, por alusión al día “cuarto” o miércoles en que se celebraba el mercado de aquel pueblo. La misma palabra Suk en diminutivo es Sueca (V), “mercadillo”. Análogo recuerdo evoca la plaza principal de Toledo o Zocodover, “mercado de las bestias”; y las calles de Granada con su Zacatín o “calle de los ropavejeros”, y Hatabín o “calle de los leñeros”.
A la vida industrial musulmana aludían nombres de poblados como Almadén (CR): “las minas”; Almadraba (Al) o “sitio de pesca del atún” etc.
Hoy conservamos topónimos que evocan el arte de las construcciones de sus alarifes: Alcázar (Gr, Cu, CR, y hasta en Orense) es voz árabe derivada del latín castrum; un plural castellano de la misma palabra árabe es Cáceres, lo mismo que Los Alcázares (Mu) y Alcacer (V); un dual árabe de alcázar es Alcazarén (Va, Sa), o “los dos castillos”; un diminutivo árabe de alcázar es Alcocer (o “el castillejo”). Calat, que tiene el mismo significado, es, con el artículo árabe, el topónimo tan frecuente de Alcalá; y sin el artículo, más un genitivo posterior, reaparece en Calatayud (Z): “castillo de Ayub”; Calatañazor (So): “castillo de las águilas”; Calatorao (Z): “castillo del polvo”; Calatrava (CR): “castillo de Rabah”. Castillo era también Hizn, como en Iznalloz (Gr): “castillo del almendro”; e Hiznatoral (J): “castillo de los límites”.
A los puentes llamábanlos Alcántara; y ni siquiera respetaron su nombre latino a los dos romanos sobre el Tajo que hoy llamamos con inconsciente tautología Puente de Alcántara (Cc y To). De la misma manera, a otro romano de peregrina construcción llamáronle también así: Alconétar (CC), o sea, el puentecito. (Véase Miguel Asín Palacios, “Contribución a la toponimia árabe de España, Madrid 1940).
Claro es que tales topónimos árabes aparecen en las zonas más arabizadas (Andalucía, sobre todo), siendo por tanto raros hacia el Norte y predominando conforme se avanza hacia el Sur. El límite se observa claramente desde la provincia de Tarragona (sierra de Almusara; Almoster, forma híbrida y mozárabe de Al-monasterium) y pasa por Lérida (Alcoletge, Alguaire, Almenar), Huesca (Albelda, Alquézar) para descender en seguida al Ebro por Alfaro, Azagra, Alcanadre, bajando hacia el Sur de Logroño (Alberite, Albelda, Azofra) y perderse hacia el Sur del Duero.
Los nombres propios de persona, por otra parte, perduran hoy en apellidos castellanos. Basta abrir una guía, un repertorio cualquiera de apellidos, para leer nombre árabes como Cid, Benjumea, Benomar, Benavides etc.
Finalmente, algún rasgo de la fonética del castellano, como la conversión en j de s inicial latina (jabón de saponem, jerga de sericam) procede de pronunciaciones moriscas. Lo mismo puede decirse de una z procedente de st latinas: Zaragoza de Cesar Augusta, Cazalla de Castella, almáciga de masticum.
Arabes son también los indefinidos “fulano y mengano”, la preposición “hasta” y varias interjecciones como “ojalá, hola, eh” etc.
Arabe es además el sufijo –í, conservado en voces de origen árabe como jabalí, maravedí, guadamecí, y adoptado en castellano, durante la Edad Media, para la formación de voces nuevas, como alfonsí, zaragozí (Otros ejemplos sacados del Diccionario académico: zafarí, zaquizamí, romí, rumí, muladí, neblí, valí, carmesí, cequí, hurí. Algunos han sido modificados o confundidos con un sufijo romance: albaní en albañil, celemí en celemín).
Muy intensa fue, en resumen, la influencia del árabe en España, pero no tan grande que anulase, lo mismo arriba en Asturias que abajo en Andalucía, el romance incipiente de la España visigoda, según se verá.
Jaime Oliver Asín, Historia de la lengua española
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