Cuando los godos van abandonando su idioma (siglo VI), la lengua que aprenden no es ya el latín de los tiempos de Prudencio (siglo IV), sino más bien un incipiente romance hispánico, cuyos principales rasgos fonéticos venían a ser los que hoy caracterizan las hablas peninsulares de la parte occidental, Portugal y Galicia, y de la parte oriental, Cataluña y Valencia. Así conservaban la f- inicial, diciendo fazer (de facere); conservaban la g- inicial, diciendo germano (de germanum); convertían en ll- el grupo li- o cl-, diciendo fillo (de filium) o uello (de oculum); convertían en -it el grupo -ct o -ult, diciendo noite (de noctem) o muito (de multum).
Análogas pronunciaciones se escuchaban en los demás territorios de la Romania; pero, en cambio, en la articulación de otros sonidos, la Península se iba separando notablemente, pues aquí se diptongaban las vocales tónicas e y o, diciendo tiarra o tierra (de terram), puarta o puorta (de portam); conservaban los diptongos –au- y –ai-, diciendo tauro (de taurum) o ferrairo (de ferrarium), y palatalizaban la l inicial, diciendo lluna (de lunam) (Mdez Pidal, Orígenes del español, 532).
De esta manera iba siendo ya difícil la comprensión entre un español y un franco, por ejemplo, pues cada territorio de la Romania iba estabilizando pronunciaciones propias. Ya San Jerónimo, a principios del siglo V, decía que “la latinidad de ha modificado según los lugares y tiempos (Opera, VII, 347). Dos siglos después (siglo VII), y de una manera concreta, San Isidoro de Sevilla nos dice que en su tiempo en Italia se había mudado la d latina en z, pronunciando ozzie en lugar del latín hodie (Etym., XX, 9).
Las diferencias se irían acentuando no ya sólo en la pronunciación sino también en el léxico. Y el de España, sin duda, era ya en aquellos tiempos singularmente rico en expresiones propias nuestras.
San Isidoro, que escribe para todo el mundo culto, se encuentra ya –dentro de Sevilla o de Toledo- con un vocabulario que, aunque sea ajeno al latín, tiene que incorporar a su lenguaje científico, advirtiendo, claro es, a cada momento que son los españoles los que usan esos nombres especiales: “hispani vocant mantum” (XIX, 24, manto); “hispani, gallecum” (XIII,11, viento gallego); “nostri, falconem” (XIX, 24, halcón); “nos, coccineam” (XIX, 22, cochinilla); “camisias vocamus” (XIX, 22, camisas); “nos corrupte baselum dicimus” (XIX, 1, bajel). Otras veces, en fin, atribuye las voces no al lenguaje hispánico general, sino al del vulgo: “corrupte vulgo dicitur salma” (XX, 16, jalma). (J. Sofer, Lateinisches und Romanisches aus den Etymologien den Isidor von Sevilla, Gottingen 1930).
Claro es que en el ambiente culto de las grandes ciudades, como Toledo, Sevilla o Mérida, no se escucharía quizá esa pronunciación hispánica antes descrita, sino más bien un latín algo más descuidado que el que reflejan los documentos escritos desde entonces en las notarías, latín que hombres cultísimos, como San Isidoro, cuidarían de mantener con mayor corrección, sobre todo en la vida oficial.
Como lengua escrita, no se empleaba otra que la latina. Claro es que ya no se redactaba con el mismo gusto y estilo de los antiguos escritores. Entre los de este periodo hubo dos que fueron testigos de la invasión de los pueblos del Norte: el uno fue Orosio, presbítero lusitano, quien, después de huir de España a poco de la invasión bárbara, escribía en 417 en Hipona (Africa) y en la morada misma de San Agustín, el primer ensayo de historia universal; el otro, el gallego Idacio, obispo de Aquas Flavias (Chaves, Portugal), muerto hacia 468, nos legó una narración de las invasiones de suevos, vándalos y alanos, por él mismo vividas.
En pleno esplendor de la monarquía visigoda, el patriarca de la cultura española, San Isidoro de Sevilla (570-636) redactó sus Etimologías, síntesis de la Ciencia y obra fundamental en la que se formaron las generaciones de estudiosos de la Edad Media.
Preclaros discípulos suyos fueron San Braulio, maestro de Tajón, y los obispos toledanos San Eugenio, San Ildefonso y San Julián.
La cultura de todos estos escritores procede de fuentes bíblicas, patrísticas y grecorromanas, pues de los visigodos no heredamos una cultura original, como no sea algunas instituciones jurídicas.
En cambio, a los visigodos debe España su organización en monarquía nacional, realizadora y mantenedora de la unidad política y religiosa de la Península.
Cuando en 711 esa organización se ve en grave peligro, el objetivo de los españoles no es otro que el de conseguir la íntegra restauración de aquella monarquía goda, lograda por fin en 1492. Y aun después de aquella fecha, España al sentirse llamada a resucitar el Imperio Romano (el César Carlos), sustituye su monarquía nacional por una monarquía universal, no por eso deja de seguir considerando a los godos como los más legítimos ascendientes de la nueva España. “Colón pasó los godos al ignorado cerco de esta bola”, decía don Francisco de Quevedo.
De la época visigótica proceden, además, algunas de las voces griegas del español, propagadas aquí en tiempos de Justiniano (527-565) como consecuencia del dominio político, religioso y artístico que los bizantinos ejercieron durante setenta años en una zona extendida entre la Bética y la Cartaginense. De ellos aprendieron los godos no poco en arquitectura y orfebrería (corona de Guarrazar, de arte bizantino).
Natural es por tanto que se introdujeran voces griegas como bodega (apotheca); pocas desde luego, pues la mayoría de nuestros helenismos venían ya de Roma, que los latinizó como gypsum, yeso; orphanum, huérfano.
Otras las hicieron suyas los árabes y luego con su propia lengua las difundieron por España como zaguán, del griego stoan (pórtico), alcaicería, de caisarea (plaza real).
J. Oliver Asín, Historia de la lengua española
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