Ya en los años de Fernando el Santo, no sólo empezó a existir prosa romance, sino también poesía castellana en lengua escrita. La poesía existía, ya lo hemos visto, desde la formación del castellano, pero en boca de los juglares y de las gentes del pueblo, como espectáculo público. Era una poesía oral y popular, casi siempre anónima, íntimamente asociada a la música. No era una poesía escrita: si algún texto existe hoy, como el del Cantar del Mío Cid, es por la casualidad de haberse conservado un manoseado cuadernillo, de uso particularísimo, que para la recordación de pasajes difíciles llevaba en su bolsillo un juglar del siglo XIV, llamado Pero Abad.
La posterioridad de la prosa respecto de esa poesía popular es natural: la expresión oral, rítmica y artística, es una espontánea manifestación del sentimiento, mientras que la expresión normal, por escrito, es producto de la reflexión, del cultivo de la inteligencia, y ello supone, así en el individuo como en los pueblos, un superior nivel de formación cultural.
Existió, pues, la poesía antes que la prosa; y si se hizo escrita al mismo tiempo que ésta, fue por obra de un culto y sencillo riojano, Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano de nombre conocido, que escribe y firma su obra poética, con el fin de que la lean los doctos (Berceo ya no habla de “cantar”, sino de “leer”: “Oir tales promesas cuales vos e leidas”, S. Domingo, 259; “Meta mientes en esto que yo quiero leer”, S. Millán, 3. No habla ya de cantares sino de libros: “ca el segundo libro en cabo lo tenemos”, S. Millán, 317), aunque también, en segundo lugar, para que la canten devotamente los juglares, quizás en las romerías de Silos o de San Millán.
Y lo mismo que Fernando el Santo o Alfonso X ponen en prosa romance la ciencia, la historia o las leyes, antes escritas en árabe o en latín, Berceo compone en verso castellano las vidas de santos que antes se escribían en verso latino.
Esta innovación suya en poesía fue tan trascendental como la de la prosa de Fernando III y Alfonso X; el propio Berceo se da cuenta de ello. A nadie sino a él, consciente de la gran novedad de su expresión, podía ocurrírsele lo que, en un escritor de otra época, calificaríamos de absurdo, o sea, decir que escribe en la misma lengua clara o “paladina” que todos hablan, es decir, que compone en una lengua escrita que, al revés de lo que sucedía con el latín, todo el mundo ha de entender:
“Quiero fer la pasión del señor sant Laurent
en romanz, que la pueda saber toda la gent”,
versos estos que encierran el mismo sentido que aquellos conocidísimos:
“Voy a fer una prosa en román paladino
en el cual suele el pueblo fablar a su vecino”.
Amador de los Ríos (Historia crítica de la Literatura) y Menéndez Pelayo (Antología de poetas líricos) afirmaron que Berceo destinó sus obras a la lectura de los doctos y no a la recitación juglaresca. Lo contrario supone Menéndez Pidal quien, fijándose en versos como los aquí copiados, sostiene que Berceo compuso sus obras como repertorio juglaresco para ser recitados en las romerías de Silos.
Pero Berceo, como es sabido, fue tan sólo un poeta épico.
La lírica, en cambio, no se escribía aún, entre otras razones, porque la predominante en el siglo XIII fue la gallega, puesta en moda en Toledo por los juglares galaicos que rodeaban al Rey Sabio. El propio Alfonso el Sabio gustó de componer, por escrito, en verso gallego, las Cantigas, adaptación lírica de las leyendas piadosas de Santa María de origen latino, acompañadas con una música de abolengo árabe.
Tiene lugar, además, en este siglo XIII la expansión del castellano por Andalucía, gracias a las conquistas de San Fernando, que lo difunden entre mozárabes y moriscos. Pero estos que pudiéramos llamar “nuevos castellanos” diéronle a la lengua un acento especial, articulando algunos sonidos de una manera típica, heredada seguramente de hábitos ancestrales de pronunciación.
Los rasgos más típicos del andaluz son:
- uno, la articulación predorsal de la s, o sea que actúa no la punta de la lengua (de herencia ibérica, como ya se vio), sino el predorso de la misma elevándose hacia los alvéolos;
- el otro rasgo consiste en que, al contrario de lo que pasa en Castilla, no se distinguen entre sí s- y c- (o z-), pues ambos sonidos, los andaluces los confunden (o seseo o ceceo).
- otros rasgos son la conservación de la h- aspirada (que en puntos de Castilla la Vieja se abandonó en el siglo XI y en el siglo XVI aun era corriente en Castilla la Nueva) y el yeismo, o sea la pronunciación de ll- como y- (“yave” por llave).
Observemos además en el andaluz: cierta propensión a la economía del esfuerzo articulatorio en la pronunciación de la d- intervocálica (“Granáa” por Granada, “crúo” por crudo), o en la pronunciación de las consonantes finales (“uhté” por usted, “salí” por salir, “lú” por luz); aspiración de la s (“ehtudio” por estudio); aspiración floja de la j- (“muhé” por mujer); aspiración floja de la h- (“jasé” por “(h)acer”, “jondo” por (h)ondo; pronunciación de la “y” como una “j” francesa (“masho” por mayo).
Tales y otros fenómenos no son, desde luego, exclusivos de los andaluces ni uniformes en todo él, presentándose muchas de ellas en Extremadura, Murcia y aún Castilla (en Madrid el yeísmo es corrientísimo). Los hispanoamericanos articulan la s predorsal y sesean.
Por todo eso, el andaluz aparece hoy como una variante del castellano, desde luego, la más graciosa, brillante y ubérrima, por su vocabulario riquísimo, lleno de bellísimas expresiones metafóricas, si bien su fonética es inaceptable en el lenguaje literario.
Documentos notables del andaluz son el teatro maravilloso de los Quintero, las coplas andaluzas recogidas por Rodríguez Marín y algunas obras de Valera, Fernán Caballero, Estébanez Calderón etc.
Diversos aspectos del andaluz han sido estudiados por Schuchardt (Die Cantes flamencos, 1881); Wulf (Un chapitre de phonétique andalouse, 1889) y por N. Tomás (La frontera del andaluz, RFE, 1933).
Los caracteres fonéticos de la lengua castellana en la época del Rey Sabio no difieren grandemente de los de la lengua moderna. Formado ya el castellano y sujetas sus palabras al yugo de su constante representación gráfica, su evolución desde el siglo XIII hasta nuestros días incumbe a la Fonética estudiarla. Sus vicisitudes, propiamente, afectan más bien a los vocablos que a los sonidos.
No obstante en tiempos antiguos, en los de San Fernando, y en los posteriores hasta el siglo XVII, el castellano sonaba de una manera algo distinta a la de hoy, pues se escuchaban las siguientes articulaciones:
- h aspirada, pronunciada, como ahora en Andalucía, en todas las palabras escritas hoy con h;
- s sonora, pronunciada como la s francesa de “maison” (análoga a la que hoy pronunciamos en español cuando va agrupada a otra consonante sonora: rasguño, trasbordo...; la s sorda, que conservamos la transcribían generalmente con dos ss: clarissimo, desangrar...
- x sorda (lexos, dixo) análoga a la francesa de chanson, o al sonido inglés “sh”.
- j sonora (viejo, hijo) análoga a la j francesa en “jouer”. Ambas a dos x y j se confundieron más tarde en el sonido actual y moderno de j.
- z sonora (hazer) distinta de la ç sorda (çapato, çoçobra) que es la que hoy en cierto modo perdura, y a la cual daba Nebrija origen árabe. La z sonora se percibe hoy cuando precede a otra consonante sonora: juzgar.
- v fricativa sonora articulada en forma distinta de la b oclusiva. Pronunciaban, pues, b y v intencionadamente de manera distinta según la ortografía.
J. Oliver Asín: Historia de la lengua española
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