El español en la época de Felipe II (1555-1598)
Principales tratadistas y cultivadores de la Lengua. Crítica del habla popular. Crítica del habla toledana y triunfo de la burgalesa. Crítica del habla cortesana. El lenguaje artístico como modelo. Garcilaso, suprema autoridad de la Lengua. Superación del lenguaje garcilasiano. Tendencia neologizante. Criterio de armonía en el estilo. El español, lengua de la Ciencia. Tiranía del latín en las Universidades. Fray Luis de León, defensor de la Lengua castellana como apta para la Ciencia. El lenguaje de los místicos. Ideal imperialista de la Lengua.
Nuevas inquietudes críticas sobre el concepto de la Lengua se observan en la época de Felipe II (1555-1598). Parten de Andalucía, sobre todo de Sevilla, y también de Salamanca, ciudades ambas donde aparecen entonces los principales cultivadores del Idioma.
Esas inquietudes son especialmente propias: en Andalucía, del historiador cordobés Ambrosio de Morales (1513-1591), con su “Discurso sobre la Lengua” escrito en 1546, pero reimpreso y reformado en 1585; del gran poeta sevillano Fernando de Herrera (1534-1597), con su edición comentada de Garcilaso de la Vega (1580), y de Francisco de Medina, quien puso a dicha edición un prefacio que viene a ser una proclama imperialista de la Lengua.
Alrededor de estos insignes andaluces, admiradores de Fray Luis de Granada (1504-1587), “honra de Andalucía”, como ellos le llaman, se agrupan el maestro de Humanidades Juan de Mal Lara (1524-1571) –a cuya escuela de Sevilla han concurrido todos-, los poetas Baltasar de Alcázar (1540-1606), y Barahona de Soto (1548-1595), de Sevilla y de Lucena, respectivamente, y el sevillano Juan de la Cueva (1550-1610), iniciador de un teatro nuevo, frente al antiguo de Lope de Rueda (1510-1565), también sevillano.
En Salamanca, al abrigo de su Universidad, vive el conquense Fray Luis de León (1528-1591), editor de las obras de Santa Teresa de Avila, el cual, en “Los Nombres de Cristo” (1585), ha de hablar más de una vez sobre la Lengua. Catedrático de la Universidad, como Fray Luis, es el maestro de Retórica, Sánchez de las Brozas (1523-1601), editor y comentador de Garcilaso (1574), antes que Herrera. Estudiante en la misma es el excelso poeta San Juan de la Cruz (1542-1591).
Recordemos de otras comarcas, al poeta épico madrileño Alonso de Ercilla y al poeta nacional de los portugueses, Luis de Camoens, autor de no pocas composiciones en español.
Las inquietudes críticas que agitan a los tratadistas de este periodo nacen de la necesidad, que se siente entonces, de modificar algunas de las directrices que habían regido la valoración del español en la primera mitad del siglo XVI.
En primer lugar, creen exagerado o peligroso el prestigio otorgado al habla natural o popular, como maestra de la lengua literaria: “Piensan nuestros españoles –escribe Ambrosio de Morales, en tono de censura-, que naturaleza enseña perfectamente nuestro lenguaje, y que, como maestra de la habla, así lo es de la perfección de ella, sin que haya de aventajarse uno de otro en esto, ... Mas el hablar bien es diferente del común”.
Fray Luis de León repite en 1585 el mismo concepto: “Piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo, y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio”.
En segundo lugar, son muchos también los que entonces creen excesiva la supremacía concedida al habla de Toledo como dechado del buen decir, pues piensan que el primoroso castellano de Andalucía es tan digno de ser exaltado como el de Toledo. Tanto se puede honrar España de sus poetas castellanos, como de sus poetas andaluces, que por los años de Felipe II son precisamente los que más enriquecen y dignifican la Lengua.
A quienes de otra manera opinan les dice Herrera desde Sevilla: “¿Pensáis que es tan estrecha Andalucía como el condado de Burgos, o que no podremos usar vocablos en toda la grandeza de esta provincia, sin estar admitidos al lenguaje de los condes de Carrión y de los siete Infantes de Lara?”
El español –viene a decir Herrera- es creación de toda España, de todas sus comarcas, y no hay por qué establecer preferencias regionales: la lengua perfecta es la de la “gente bien hablada”, lo mismo si es de Bilbao o Bermeo que de Zaragoza o Sevilla” (31).
Sin embargo, entre todas las hablas castellanas, hemos de otorgar la supremacía: Castilla la Vieja, la creadora de la lengua, es la que, contra la actitud de los escritores que como Garcilaso quisieron imponer las modalidades del castellano nuevo de Toledo, y contra la de quienes, como Herrera, no quisieron reconocer modalidad geográfica alguna, impuso, al fin, su fonética en el lenguaje general de toda España, completándose así de manera perfecta la función expansiva y unificadora de Castilla.
Porque ya en tiempos de Felipe II, la lengua general de España se va moldeando a la fonética de Burgos, Cabeza de Castilla, y las gentes van dejando de pronunciar la h aspirada; confunden la z y ç pronunciándolas como ç sorda (la actual z); confunden s y ss (en nuestra s actual) y asimismo confunden la j y la x en la j moderna actual (32).
O sea, que es entonces (finales del siglo XVI) cuando el español adquiere su actual fisonomía fonética, que es la misma del auténtico castellano medieval.
Señalemos, en tercer lugar, que los escritores de entonces rechazan además el habla de la Corte como autoridad del lenguaje. En realidad, había motivo para ello, puesto que la convivencia de los intelectuales –que nutren la lengua general- ya no era tan estrecha como en tiempos del Emperador Carlos.
Nadie, desde luego, combate entonces con tanto empeño el tópico del ideal cortesano, como Herrera, el cual pregunta a su adversario, el Conde de Haro (33), defensor de este ideal: “decidme, por vuestra vida: “¿qué son dicciones cortesanas? ¿Son de otra naturaleza que las que se usan en todo el Reino? ¿Tienen mayor privilegio, o son las que todos sabemos y nos sirven para el uso de hablar y escribir?” Y es que para Herrera “la lengua cortesana es menos propia, más adulterada, como aquella que sufre más alteración por la diversidad de gentes extrañas que concurren a la Corte”.
No podía ser, pues, el habla modelo, para los escritores de entonces, ni la del pueblo, ni la de Toledo, ni la de la Corte. Tenía que ser, sencillamente, el lenguaje artístico –el proclamado por Villalobos-, o sea, el conseguido por artificio de los grandes poetas y estilistas. En realidad, el conseguido ya por Garcilaso, en quien aquellos hombres descubren la autoridad suprema de la Lengua, la autoridad literaria que cincuenta años antes echaba España en falta, cuando se comparaba con Italia, satisfecha con su Petrarca.
Ven, pues, entonces en Garcilaso al “Príncipe de los poetas castellanos”, cuya lengua –como dice Medina- escogerán las Musas, todas las veces que hubiesen de hablar castellano”. De ahí que se dediquen a estudiar filológicamente su obra poética, en ediciones comentadas, tanto en Salamanca, gracias al Brocense (1574), como en Sevilla, poco después, gracias a Fernando de Herrera (1580) con su comentario, mucho más amplio que el salmantino.
Un defecto, sin embargo, criticarán en la obra de Garcilaso, como consecuencia de la actitud despectiva que hemos visto adoptaron sobre el prestigio de la lengua popular: Herrera, en sus “Anotaciones” tiene que rechazar las expresiones de Garcilaso que cree humildes o vulgares: “escurrir”-dice, por ejemplo-, es verbo indigno de la hermosura de los cabellos de las Náyades”.
Al criticar así el lenguaje de Garcilaso es porque sienten, especialmente los andaluces, el anhelo de superarlo, sin apartarse por eso del camino marcado por él. Para ello, no han de limitarse a repetir las expresiones garcilasianas, sino que han de crear otras muchas siguiendo el ejemplo del maestro: “Garcilaso –dirá Herrera- osó entremeter muchas voces latinas, italianas y nuevas; y sucedióle bien esta osadía; y temeremos nosotros traer al uso de la Lengua otras voces extrañas y nuevas, siendo limpias, propias, magníficas, numerosas y de buen sonido, y que sin ellas no se declara el pensamiento con una sola palabra?”
Herrera y sus discípulos refuerzan entonces el lenguaje poético, con mayor libertad que Garcilaso, incorporando muchas voces griegas, latinas, italianas o de los otros “reinos peregrinos”. Y es porque quieren hacer así nuestra lengua más pomposa, solemne, magnífica y rotunda, más digna, en una palabra, de la grandeza de España. Lo cual es a ellos, a los poetas, a quienes compete, pues –como Herrera y los suyos sabían muy bien- ellos eran quienes, desde sus versos, introducían las nuevas expresiones “abriéndoles el paso” para “vestir y aderezar su Patria y amplialla con hermosura”.
No falta, sin embargo, en aquellos tiempos algún espíritu timorato que injustamente tilde de afectado al sonoro Herrera. Cuando es así que en él, como en casi todos los grandes escritores de entonces, no falta un sentido de la medida, un buen juicio, un criterio fijo y armónico: Herrera advierte bien que “no a todos compete la formación de voces nuevas, pues requiere excelente juicio”; y rectificando una expresión de Valdés declara lícito el neologismo, cuando sea, no por ornamento y por necesidad a la vez, como Valdés decía, sino por “ornamento” o por “necesidad” distintamente (34).
En el fondo, es el criterio de Herrera casi el mismo de Ambrosio de Morales. Para éste, el ideal es no tener ni aquella confianza ciega en el lenguaje natural que hace estimar como afectado todo cuanto sale de lo común y ordinario, ni tampoco una desenfrenada afición a lo extraño y peregrino, que pocos entiendan, sólo por ganas de distinguirse uno de los demás.
En fin, “yo no digo –dice Morales, recreándose con una comparación de “El Cortesano”- que afeites nuestra lengua castellana, sino que le laves la cara. No le pintes el rostro, mas quítale la suciedad. No le vistas de bordados ni recamos, mas no le niegues un buen atavío de vestido que aderece con gravedad”.
A pesar de la constante exaltación de la Lengua y de tantos éxitos alcanzados en su cultivo, el español tenía, dentro de la Península, una lengua rival, la latina, a la cual se concedía un prestigio formidable, como lengua universal de la Ciencia.
Es decir, que nuestros teólogos, médicos y científicos en general se resistían a emplear el español, redactando sus escritos en latín, por considerar al romance como inapropiado para la expresión científica.
Contra tal actitud se alzó ya la voz de algunos escritores de la época de Carlos V, mas nunca con tanto tesón como en la de Felipe II, cuando realmente alcanzó el español la categoría de lengua de la Ciencia. En ello se distinguieron Castilla y Salamanca muy especialmente. Y comenzó la transformación en la Universidad salmantina, donde, como en todas las universidades, era el latín, no sólo la lengua de la cátedra, sino también la impuesta a los estudiantes de los claustros, llegando en esto a tal extremo, que ni siquiera podían entonar a la guitarra las canciones romances como no fuera en latín o griego.
Hasta que alzáronse los estudiantes contra la tiranía del latín, capitaneados por su maestrod de Retórica, el “Brocense” quien decía: “Latine loqui corrumpit ipsam latinitatem”.
Pensaban lo mismo en cuanto a los libros. “Escribieron los griegos en griego y los romanos en latín” –decían. “Y lo mismo hemos de hacer nosotros”, proclamaba Fray Luis de León, -el más “fuerte león en la defensa del español” (35)- “pues nuestra lengua reciba bien todo lo que se le encomienda, y no es dura ni pobre, como algunos dicen, sino de cera y abundante para los que la saben tratar”.
Una modalidad nueva, dentro de la Literatura Universal, surgió entonces, como consecuencia del nuevo empleo de la lengua en las materias más elevadas. Y fue la que crearon Santa Teresa y San Juan de la Cruz, al tratar en español los temas de la Teología Mística, sobre la cual nadie hasta entonces hubiera concebido que se escribiese en una lengua vulgar.
Santa Teresa, toda llaneza, compuso sus obras en el más candoroso y sencillo castellano de Avila; San Juan de la Cruz, artífice supremo del lenguaje, escribió, en cambio, en estilo esmerado; pero ambos en su afán de expresar lo inexpresable por medio de realistas comparaciones, nos legaron un lenguaje que por excelso escapa al análisis literario.
Los más altos valores que Europa ha reconocido a nuestra cultura son, al lado del Refranero y Teatro, las obras de nuestros místicos, porque acertaron a describir y explicar los más inefables fenómenos de la vida sobrenatural en la lengua de nuestro pueblo.
Señalemos, finalmente, que durante esta época del Escorial a todos guió, en su tarea de cultivar y perfeccionar el idioma, el ideal imperialista de hacer del español la lengua universal y perfecta, convencidos siempre de que el caso de Grecia y de Roma volvía a repetirse con creces en España.
Hoy como antaño -viene a decir Francisco de Medina, representando la opinión sobre todo de Herrera- tanto más se ha de adornar la Lengua, cuanto más infinitos son los términos del Imperio. Y así, gracias al esfuerzo de nuestros brazos y al Arte de los buenos ingenios, “veremos extenderse –precisaba Medina- la majestad del lenguaje español, adornada de nueva y admirable pompa, hasta las últimas provincias, donde victoriosamente penetraron las banderas de nuestros exércitos”.
Que estos ideales eran también los de Felipe II, nos lo dice su historiador Cabrera de Córdoba. Sabía el monarca latín, y francés e italiano que aprendió por intérpretes; mas de tales lenguas “usó muy pocas veces, aunque muchas entendió con ellas, haciendo la castellana general y conocida en todo lo que alumbra el sol, llevada por las banderas españolas vencedoras, con envidia de la griega y latina, que no se extendieron tanto en doce partes”.
(31) Herrera, “Controversia sobre sus anotaciones a las obras de Garcilaso”. El pasaje de Herrera recuerda aquel otro de Juan Martín Cordero (“De la manera de escribir en castellano”, Amberes, 1556): “No debe darse alguno a entender que, por no ser uno de Castilla, no puede saber la manera de escribir, mejor que muchos que lo son”.
En el siglo siguiente hay ya quienes estiman el castellano de Andalucía como mejor y más delicado que el de otras partes; así lo dice Ambrosio de Salazar en su “Espejo general de la Gramática”, 1636: “Aunque la lengua andaluza sea la mesma que la castellana, con todo esso yo la estimo mejor y más delicada. De essa manera será menester leer los libros impresos en el Andaluzía para aprender el español, antes que los que son impresos en otro reyno.”
(32) La discusión por la hegemonía lingüística de Castilla la Vieja sobre Castilla la Nueva no deja de tener relación con la disputa por la hegemonía política de Burgos sobre Toledo, que en las Cortes tenía lugar desde antiguo, cuando una y otra ciudad recababan para sí el primer lugar en el asiento y en el derecho de dirigir la palabra. La preeminencia se daba, desde luego, a Burgos, pero con todos los honores para Toledo: “Hable Burgos –decía Alfonso XI- que yo hablaré por Toledo”. Fórmula que varía en el siglo XVI: “Hable Burgos, que Toledo hará lo que yo le mandare”.
(33) Don Juan Fernández de Velasco, autor de las “Observaciones del Poeta Jacopín... en defensa de Garcilaso de la Vega contra las Anotaciones que hizo a sus obras Fernando de Herrera”.
(34) “Divídese en dos especies la formación de los vocablos nuevos, por necesidad para exprimir pensamientos de Teología y Filosofía y las cosas nuevas que se hallan ahora, y por ornamento. Y así es lícito y loable en los modernos, lo que fue lícito y loable en los antiguos”.
(35) Lope le dice a Fray Luis en “El Laurel de Apolo”:
“Tú el honor de la lengua castellana
que deseaste introducir escrita,
viendo que a la romana tanto imita,
que puede competir con la romana,
si en esta edad vivieras,
fuerte León en su defensa fueras”.
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