Una vez conquistada Granada, también los moros de aquel antiguo reino tuvieron que usar el castellano. En ellos pensó aquel amigo de Nebrija, Fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada. Este gran apóstol de los moriscos se propuso formar sacerdotes que sabiendo árabe llevasen al territorio granadino la religión y la lengua española.
Para ello reunió a varios alfaquíes, bajo la dirección del fraile Pedro de Alcalá, quien en 1505 publicó un diccionario español-árabe, el primero que hasta entonces en el mundo se había compuesto para traducir una lengua moderna al árabe. Una gramática o “Arte para ligeramente saber la lengua arábiga” lo completaba, a imitación el latino y castellano de Nebrija.
Más arraigado que en los moriscos estaba el castellano en los judíos, pues éstos venían cultivándolo incluso literariamente: recordemos a Sem Tob (1350), rabino de Carrión, el autor de los “Proverbios morales”, o a otros poetas, como Antón de Montoro y Juan Alfonso de Baena.
Los judíos utilizaron, pues, el castellano con una especial afección, que conservaron y conservan, después de ser expulsados precisamente en 1492: todavía lo hablan hoy los descendientes de aquellos expulsos o sefardíes, que están diseminados por el Norte de Africa, Palestina, Siria, Turquía y hasta por Rumanía, Bulgaria, Servia y Bosnia, o sea por lo que fue el antiguo Imperio Otomano, donde mejor fueron acogidos. Mantienen, además, un vivo recuerdo de la Poesía española: recitan de memoria, sobre todo, romances, y guardan fielmente los refranes antiguos. Cultivan también el español escrito, publicando libros y periódicos, bien con tipos latinos, bien con hebraicos.
Ahora bien: estos judíos, aislados de la Península desde 1492, no hablan el español de hoy, sino el de entonces, o sea que todavía emplean sonidos y palabras del siglo XV, distinguiendo la s de la ss, y la j de la x, y la b de la v (como en la época de Alfonso el Sabio), o empleando en el vocabulario arcaísmos como “agora”.
Claro es que este castellano no se conserva tal como saliera entonces de España: toda lengua se renueva constantemente, y los sefardíes han renovado su judío-español, incorporando a él hebraísmos y extranjerismos tomados de los idiomas de aquellos países donde residen. (Ver: Wagner: “Caracteres generales del judeoespañol de Oriente, Madrid 1930; Mdez. Pidal: “Catálogo del Romancero judío español”, Cultura Española, 1906-07; Kayserling: “Biblioteca española-portuguesa-judaica”, Estrasburgo, 1890).
Al propósito de unificar lingüisticamente la Península iba parejo –como ya hemos indicado- el de difundirla por Ultramar. Esa fue precisamente la idea obsesionante de Nebrija al redactar su Gramática Castellana en 1492: Nebrija soñaba en una prodigiosa expansión de nuestra lengua por el mundo.
Un día de aquel año se acercó a Isabel la Católica acompañado de su amigo Fray Hernando de Talavera, a la sazón obispo de Avila e íntimo de Colón; quería Nebrija que viese la reina aquella Gramática, antes que corriese en manos de las gentes; la Reina preguntó entonces “que para qué podía aprovechar”, y arrebatando el obispo a Nebrija la respuesta, dijo solemnemente contestando por él: “Después que vuestra Alteza meta debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas e con el vencimiento aquellos ternán necesidad de recebir las leyes que el vencedor pone al vencido e con ellas nuestra lengua, entonces por este Arte podrán venir en el conocimiento della.”
En fin, los tres sabían ya que aquellos pueblos de peregrinas lenguas no podían ser otros que los que Colón estaba a punto de descubrir.
Un gran invento, el de la Imprenta, vino además a asegurar esa difusión del español y aun a variar favorablemente su rumbo histórico. Hasta entonces las gentes no habían podido gozar de la eficacia del lenguaje escrito, primero como medio poderoso de difusión de la lengua, con reproducciones múltiples de una misma obra; segundo, como elemento renovador del lenguaje hablado, y tercero, como elemento estabilizador del mismo.
Con la Imprenta, el lenguaje escrito llegaba a las muchedumbres y convertíase en fuente renovadora del lenguaje; llegaban los escritos intactos a las gentes tal como salieran de las plumas de los grandes autores, y así se hacían permanentes unas mismas palabras y sonidos, alcanzando así el lenguaje, poco a poco, la fijación y estabilización imprescindible a toda lengua civilizadora.
Nebrija (1441-1522), el árbitro lingüistico de aquella España, era, según el retrato que de él nos ha transmitido Nicolás Antonio, mediano de estatura, pero bien formado; su rostro, que respiraba majestad, decía ser el de un hombre consagrado al estudio; su voz, grácil o sutil; delgadas piernas; ojos pequeños. Había nacido en Lebrija (Sevilla); se formó en Italia principalmente. Explicó luego en Sevilla, Salamanca y Alcalá de Henares.
Como todos los grandes humanistas del Renacimiento, Nebrija aspiró a poseer una visión totalitaria del universo. Por eso trabajó en tan diversas disciplinas como la Teología, Derecho, Ciencias Naturales, Cosmografía y Geodesia. Estudió griego y hebreo; pero el latín absorbió casi toda su vida: su diccionario romance latino (1491), al lado del que por encargo de la Reina compuso el anciano Alonso de Palencia un año antes, son, en realidad, los dos primeros diccionarios de la lengua española. Su interés y amor hacia el Imperio romano le llevaron a estudiarlo no sólo en los libros, sino también en las ruinas de Mérida, cuyo Circo y Naumaquia exploró por vez primera en España.
Mas Nebrija no es sólo el restaurador de la Antigüedad profana, sino también de la sagrada: en 1513 colabora con Cisneros en la Biblia Políglota y se adelanta a Erasmo- su contemporáneo, aunque mucho más joven éste- en los métodos científicos de exégesis bíblica.
Trascendental en la marcha del Renacimiento europeo fue también su estudio de la lengua castellana, pues con él despertó en Europa el interés por las lenguas vulgares: Nebrija, primer historiador, por cierto, del español (en el prólogo de su Gramática sienta el origen latino del castellano y, en pocas palabras, traza la primera historia del español), dignificó nuestra lengua haciéndola objeto de estudio como el latín y proclamándola política y estéticamente émula de la de Roma; años después, Italia, Francia y Alemania se dedicaban a estudiar y valorizar sus lenguas vulgares respectivas.
Los Reyes Católicos le estimaban mucho. La Reina tenía el empeño de que él fuera el maestro de su hijo, el malogrado príncipe don Juan. De sus obras se informaba con todo detalle y hasta gustaba tenerlas en sus manos en muestra, antes de que salieran a la luz.
En fin, cuando los Reyes pensaron en esculpir y bordar en piedras y estandartes el símbolo de España, llamaron a Nebrija y él fue quien hizo “la acertada aguda y grave empresa de las saetas, coyunda y yugo, con el alma Tanto Monta, que fue ingeniosa alusión.” (Léese esta noticia en la Historia del Escorial del padre Sigüenza, fijándose en el retrato de Nebrija: “A la parte de Oriente están los dos conocidos Aelios... Aelio Donato y Aelio A. de Nebrija, romano el uno, español el otro.”
Cristiano y patriota, su “pensamiento e gana siempre fue engrandecer las cosas de nuestra nación.”
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