"¡Vivan las cadenas!"
Esta aclamación popular, con la que dicen que fue recibido Fernando VII al regresar de su exilio en Francia, ha quedado grabada en la historia como prueba del servilismo de unos españoles aborregados por el absolutismo. Se ha perpetuado como todo un símbolo, que seguramente oiremos repetir abundantemente durante este glorioso año bicentenarial.
La frase, desde luego, resulta impactante. ¿Serían capaces de estar celebrando su propia esclavitud? No parece probable. El esclavo más feliz es el que se cree libre: al menos es así en nuestros tiempos, donde nuevas formas de esclavitud aparecen bajo sutiles subterfugios. El “vivan las cadenas”, más bien, parece esconder un punto de ironía burlona.
Y si lo entendemos así, pensándolo un poco, en seguida cobra todo un significado que estaba oculto detrás de nuestra primera impresión sensacionalista. La escena se nos representa rápidamente: pongamos la imaginación en una calle de Madrid de 1814.
La Guerra de la Independencia ha acabado. Casi podemos ver las caras largas de aquellos diputados de Cádiz que pasaron la guerra aleccionando paternalmente desde sus púlpitos convertidos en tribuna ―que si la Nación soberana, que si hasta ayer vivíais en las serviles tinieblas, que si las luces romperán vuestras cadenas― cuando Fernando VII entra triunfalmente en Valencia y declara nulas las Cortes y la Constitución. Y nos imaginamos a los entusiasmados españoles, que acaban de experimentar los amargos frutos de la “Liberté, Égalité, Fraternité (ou la Mort!)” de la mano de Napoleón, y que ya parecían presentir su secuela en lo que traería el liberalismo español del siglo XIX, saliendo a las calles engalanadas a celebrar la venida del monarca. Al encontrarse entre la muchedumbre a aquellos improvisados repúblicos que ayer condescendían en instruirles (que ya han dejado sus aires de soberanos para intentar pasar desapercibidos) la gente no se puede contener:
―Si eso es la libertad... ¡vivan las cadenas!―
Es imposible conocer la intención que perseguían los que pronunciaron la frase, si es que es verdad que se llegara a pronunciar. Pero eso importa menos: es un símbolo lo que nos ha quedado. Y un símbolo que tiene su valor... no solo para los liberales.
Desde Firmus et Rusticus lanzamos una reivindicación del "vivan las cadenas", sazonado con esta pizca de ironía, como una exclamación auténticamente realista (es decir, monárquica), sin servilismo alguno. Y no lo hacemos para defender el cariz absolutista que tomara en sus últimas épocas el desafortunado gobierno de Fernando VII (que no el de sus antecesores), como se ha venido entendiendo de una lectura literal de la frase, sino en recuerdo de ese pueblo indudablemente realista que supo con su sabiduría práctica, su seny, mantenerse inaccesible a las fantasiosas abstracciones de aquellos serios y elitistas teorizantes y a sus grandes palabras vacías de contenido concreto, a la vez que supo hacer la guerra en sus propias casas al temible Corso y sus legiones de “antiguos cristianos y herejes modernos” [1].
Bajo los auspicios de este incomprendido grito inauguramos la nueva sección de escolios, que se colocará debajo de la columna de la Agencia FARO, servicio de noticias ajeno y muy anterior a esta bitácora, pero que por su importancia única enlazamos en puesto de honor. En constante actualización, FARO es de interés no solo por su cobertura de la actualidad del tradicionalismo, sino por llevar a cabo una formidable labor de periodismo independiente, informando sobre las noticias incómodas que son calladas por la prensa principal.
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[1] Así lo decía un "catecismo popular" de 1808. Una prueba más de que aquella guerra no se entendía en clave nacionalista, como se la presenta ahora interesadamente. No era una lucha contra "el francés" en cuanto tal, sino contra el enemigo de la Religión y del Rey. Menos de diez años después, en 1823, los "cien mil hijos de San Luis" cruzan España aclamados por la población para rescatar a Fernando VII. Los soldados franceses, muchos de los cuales habían luchando bajo Napoleón, han dejado constancia en su correspondencia de la sorpresa generalizada francesa ante la facilidad y rapidez de esta campaña, cuando algunos esperaban una resistencia tan tenaz como la de 1808. Naturalmente, los herederos de los diputados de Cádiz insisten en la visión nacionalista de la Guerra de la Independencia, pues solo así se puede creer que la resistencia española se debiera a la imposición extranjera de las doctrinas de la Revolución francesa, y no a las doctrinas mismas.
FIRMUS ET RUSTICUS
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