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Tema: Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español

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    Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español

    INFILTRACIONES DEL OCULTISMO EN EL TRADICIONALISMO ESPAÑOL (PRIMERA PARTE)

    Joseph Conde de Maistre
    DE CÓMO EL OCULTISMO LO CONTAMINA TODO

    Por Manuel Fernández Espinosa

    La historia de las ideas políticas ha prescindido hasta la hora presente de un estudio exhaustivo de las corrientes esotéricas que pudiera ilustrarnos sobre el influjo y efectos que estas corrientes ejercieron sobre la formulación de algunas ideologías políticas, así como sobre los acontecimientos históricos que las sectas políticas protagonizaron. Entre ocultismo y política existen indudablemente vasos comunicantes (como existen nexos entre ocultismo y literatura, ocultismo y música, ocultismo y artes plásticas, etcétera). Marginando el tema del ocultismo a una especie de corral de chiflados que nunca han salido de sus antros se tiene una idea incompleta de los diversos sistemas de ideas políticas y así es como se tiende a pensar acríticamente que las ideas políticas gozan de una inmunidad a los delirios mágicos, como si esas ideas políticas pudieran jactarse de ser autónomas y siempre se hayan mantenido al margen del mundo inquietante del ocultismo, ajenas a esa infame cloaca de dementes supersticiosos que han renunciado al mundo de la “razón pura”. El ocultismo, en el mejor de los casos, es abordado con el escepticismo propio del racionalismo que se burla de todo cuanto no comprende. Y las ideas políticas parecieran dimanar de sistemas filosóficos (más o menos completos, pero eso sí: siempre separados de los siniestros ámbitos del esoterismo y el ocultismo). La realidad, en cambio, es otra muy distinta como ha mostrado la historia de las ideas y la historia de la humanidad.

    Distingamos, previamente, el significado de los conceptos “esoterismo” y “ocultismo” (pues comúnmente suelen confundirse). En principio, recordemos que una acepción de “esoterismo” (la más decente de todas) se emplea en la historia de la filosofía, cuando refiriéndonos a las antiguas escuelas filosóficas griegas, se ha entendido que los grandes filósofos antiguos tenían una obra “exotérica” (de cara al público) y unas enseñanzas “esotéricas” (que reservaban para sus discípulos); así, en la escuela pitagórica se distinguía entre discípulos “matemáticos” y “acusmáticos”, en la Academia de Platón y en el Liceo de Aristóteles también está ampliamente aceptado que los círculos respectivos de ambos patriarcas de la filosofía, se desarrollaban las enseñanzas en una vertiente “exotérica” (para el público) y en otra “esotérica” (se supone que más complicada y dirigida exclusivamente a los adeptos). El primitivo cristianismo también empleó la llamada “ley del arcano” para, de esa forma, preservar la doctrina y los sacramentos y ponerlos a buen seguro de los profanos: de ahí todo el rico simbolismo del arte paleocristiano que recurre al “pez” como símbolo de Cristo o a las palomas (como emblema de las almas). Sin embargo, con el correr de los siglos, el esoterismo se vino a convertir en una suerte de presuntos “saberes” exclusivos de una elite de iniciados que supuestamente disponen de conocimientos superiores al resto de los mortales: las sectas gnósticas y algunas herejías, que se han ido sucediendo desde los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, emplearon el esoterismo en este sentido.

    El ocultismo es un concepto mucho más general que el “esoterismo” y vendría a comprender dentro de sí el “esoterismo” (ya en su acepción peyorativa) como conjunto de saberes teóricos sobre la(s) divinidad(es), la cosmogonía, la doctrina de ultratumba y las llamadas “ciencias ocultas” (alquimia, métodos adivinatorios, etcétera). Pero el “ocultismo” que se llama “esoterismo” (cuando se trata de cualesquiera sistemas teóricos vedados a los profanos), se llama “magia” en su vertiente práctica cuya gama es muy amplia y puede ir desde la evocación de divinidades (demonios) hasta el maleficio, pasando por las artes mánticas (adivinatorias: necromancia, quiromancia, tarot…).

    En algunas etapas históricas el ocultismo (se entiende que determinadas corrientes ocultistas; pues son muchas las corrientes y sectas y, entre ellas, no existe unanimidad) ha ejercido sobre la cultura y sobre la política una influencia poderosa y, sin ninguna duda, siempre nefasta. En el caso del III Reich está suficientemente estudiada la dirección política que imprimió la ariosofía a través de sociedades secretas como la “Sociedad Thule” (en la que militaron grandes jerarcas del Partido Nazi) así como otras asociaciones secretas menos conocidas que formaban un entramado oculto; en modo alguno se ha estudiado la influencia ocultista en algunas fases del totalitarismo soviético y –huelga decirlo, no se ha estudiado satisfactoriamente la influencia ocultista en los paradigmas políticos de las democracias occidentales, como pueden ser el “liberalismo”, el “socialismo”, el “anarquismo” y… el “tradicionalismo”. Puede resultar extraño, pero sí: el ocultismo también llegó con sus miasmas al “tradicionalismo”.

    Durante el siglo XIX toda Europa estaba sembrada de extraños conciliábulos ocultistas: masones de las diversas obediencias y ritos, iluminados, martinistas, espiritistas, visionarios, adivinos, falsos profetas, teosofistas (también de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky), etcétera. Y una de las naciones europeas donde más proliferaba esta plaga ocultista era, precisamente, Francia. La revolución francesa fue la eclosión en la historia del trabajo subterráneo de muchas de estas asociaciones ocultistas. Pero, tras la desaparición de Napoleón Bonaparte, una vez implantado el sistema de la Restauración (que, como es sabido, resultó efímero), el ocultismo no dejó de existir. Y no sólo actuaba secretamente en los grupos enemigos del absolutismo restaurado (los liberales de diverso radicalismo), sino que también floreció entre las filas de los mismos absolutistas. El propósito de este artículo es, precisamente, aproximarnos a esta cuestión que la historia ha ignorado largamente.

    ¿Llegó el “ocultismo” a las filas del carlismo? Sería mucho decir que los carlistas se mezclaran promiscuamente con sectarios, habida cuenta de su catolicismo militante: claro que no fue el carlismo entero infectado por el ocultismo, pero lo que está más que claro es que no todos los carlistas permanecieron incólumes y algunos resultaron afectados, contaminándose con las estrambóticas ideas que recogieron en los antros ocultistas. Si los carlistas hubieran permanecido en la Península Ibérica hubiera sido más difícil esta intoxicación, pero, como es sabido, el desenlace de la primera guerra carlista (la Guerra de los Siete Años) supuso el exilio (la emigración política) de muchos carlistas (el Rey Legítimo, Don Carlos María Isidro de Borbón; oficiales del Ejército Carlista; burócratas varios; publicistas y hasta soldados que eran simples voluntarios prefirieron salir de España, puesto que no aceptaron las condiciones del tratado de Espartero-Maroto: eso que la propaganda liberal llamó “Abrazo de Vergara”). Uno de los países de acogida que más carlistas albergó fue Francia. Y en Francia, precisamente, no pocos de estos carlistas entraron en relación con los círculos legitimistas, que no pocas veces estaban frecuentados y eran polinizados por figuras que compaginaban su legitimismo político con la adhesión a conciliábulos ocultistas, mientras acomodaban su catolicismo a una mezcolanza de cristianismo interpretado en clave ocultista. Con razón podía decir el gran reaccionario Joseph de Maistre, refiriéndose a los martinistas, aquello de:

    “…El pecado original se llama [en la jerga martinista] crimen primitivo; los actos del poder divino y de sus agentes en el Universo se llaman bendiciones, y las penas impuestas a los culpables, padecimientos. Muchas veces yo mismo les he causado padecimientos [a los martinistas] cuando les echaba en cara que lo poco que había de verdad en lo que decían no era sino el catecismo desfigurado con palabras diferentes de las que emplea el verdadero catecismo”.

    El mismo Conde de Maistre (lo confesaba abiertamente en “Las veladas de San Petersburgo”) había tenido sus escarceos con los secuaces de Louis Claude de Saint Martin, más conocido como “El filósofo desconocido”.

    El siglo XIX fue el siglo de los ocultistas. En el siglo XIX Francia era una nación en la que pululaban personajes que pisaban el vidrioso terreno de la especulación esotérica, la magia ceremonial y el espiritismo, la demencia y la estafa. Y con estos individuos que trabajaban más o menos clandestinamente, tanto en las filas del liberalismo (y el primitivo socialismo utópico, también) como en las filas del legitimismo borbónico (católico en la fachada, pero emponzoñado de supersticiones gnósticas, cabalísticas y neopaganas), con estos individuos y estas sectas -digo- era imposible no entrar en contacto si se vivía en Francia.

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  2. #2
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    Re: Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español

    INFILTRACIONES DEL OCULTISMO EN EL TRADICIONALISMO ESPAÑOL (II PARTE)



    Jacques Cazotte

    LOS OCULTISTAS CONTRA LA REVOLUCIÓN

    Por Manuel Fernández Espinosa

    Quedó establecido con anterioridad a estas líneas una aproximación al concepto de ocultismo (en su vertiente teórica y en su vertiente práctica) y también quedó sentado que el ocultismo se entreveraba en los ambientes legitimistas franceses.
    El “tradicionalismo” constituyó toda una reacción intelectual (tras la derrota definitiva de Napoleón Bonaparte) contra la revolución francesa. La revolución había querido aplastar el Trono y el Altar y los pensadores tradicionalistas (tambien sus publicistas) respondieron a la ofensiva revolucionaria, alzándose como contrarrevolucionarios que abogaban por los fueros de la “tradición” (religiosa y política), oponiendo la “tradición” al concepto ilustrado de “Razón” que, en su virulencia enciclopedista, había sido -la Razón- la bandera en la que se envolvieron los revolucionarios para cometer sus desmanes y subvertir el orden tradicional. Con el sistema de la Restauración que se estableció con el Congreso de Viena y la red de alianzas de los monarcas absolutistas, se impuso la restauración del Trono y del Altar y fue así como una serie de autores emprendió la tarea de justificar filosóficamente las bondades del Antiguo Régimen que habían sido derrocadas por los revolucionarios de 1789: era la hora de reconstruir lo devastado. El tradicionalismo supuso, justo es admitirlo, una profundización en el concepto de "tradición", dilucidando las bases sobre las que tenía que asentarse la sociedad humana, el orden y la paz.
    En este sentido hay que entender la obra de Joseph de Maistre, la de Luis de Bonald, Hugo Felicidad-Roberto de Lammennais, la de nuestro Juan Donoso Cortés, la de Luis Bautain, Agustín Bonetty, Felipe Olimpio Gerbet, la del alemán Friedrich von Gentz, la del belga Gerardo Casimiro Ubaghs, la del italiano Ventura de Raulica y la de tantos otros que suelen ser catalogados como "tradicionalistas" o "tradicionalistas mitigados". El tradicionalismo es, por lo tanto, un movimiento intelectual que cuenta en sus filas con autores nativos de casi todos los países europeos que han sufrido la revolución francesa y su onda expansiva que fue la guerra que Napoleón extendió a toda Europa, desde España hasta Rusia. Hablar con propiedad de “tradicionalistas” en fecha anterior a la primera mitad del siglo XIX solo puede ser entendido como una licencia poética. La “tradición” siempre existió; en cambio, el “tradicionalismo” no es más que el rearme de la sociedad que ha sufrido las convulsiones tremendas de la revolución.
    La revolución francesa, a diferencia de las a ella anteriores (revoluciones inglesa y norteamericana), no sólo fue una inspiración. La revolución francesa fue una hecatombe religiosa, un holocausto político, una subversión social y un tremebundo acontecimiento de consecuencias universales: parece increíble que todavía hoy se conmemore (con gozo) este episodio histórico que hizo sus primeros ensayos con el Terror, persiguiendo a los disidentes hasta el exterminio en un aquelarre sacrílego. Es importante interiorizar esta idea: no había “tradicionalistas” antes de la revolución francesa y, tal vez, no los hubiera habido nunca. Los tradicionalistas son producto de la revolución, aunque sean sus legítimos antagonistas. Y es que lo mejor de la sociedad que había hecho la experiencia de tanto horror no quería más experimentos revolucionarios y cerró filas (ahí estaba el pueblo campesino, la nobleza menos corrompida y el clero más lúcido e inspirado). Era urgente defenderse de la atroz violencia revolucionaria que amenazaba con destruir la sociedad y los intelectuales (clérigos y laicos) se aparejan para dar la batalla, escribiendo las grandes obras clásicas del tradicionalismo.
    Y tampoco podemos olvidar la labor de algunos románticos (los de la línea tradicionalista) como fueron el francés vizconde de Chateaubriand o los alemanes Friedrich Schlegel, Joseph Görres, Clemens Brentano, etcétera; que si no fueron teóricos del “tradicionalismo” contribuyeron con su obra literaria a crear un ambiente propicio a la tradición religiosa y política que salía prestigiada en sus obras.
    Con anterioridad a la revolución francesa no hubo “tradicionalistas”, pero sí que hubo unos antecedentes del tradicionalismo y estos precedentes, en promiscuidad con el romanticismo (incluso el católico y tradicionalista), son los que contagiarán el tradicionalismo de ideas ocultistas. Lo mismo que hubo Ilustración, hubo Anti-Ilustración. Y en la Anti-Ilustración militaron autores de muy diversa índole, pero todos coincidían en rechazar los estrechos márgenes de la razón ilustrada: fueron los llamados “filósofos de la naturaleza” (todos ellos conectados a conciliábulos esoteristas o, al menos, receptores y emisores de ideas panteísticas, emanatistas, herméticas, cabalísticas... gnósticas) y, claro: además de estos “filósofos de la naturaleza”, no eran pocos los que en Europa obtuvieron una considerable fama como visionarios y profetas: ahí está el inglés William Blake o el sueco Emanuel Swedenborg, éste último mereció un panfleto nada más y nada menos que de Inmanuel Kant. En Grenoble (Francia) había nacido, quizás el año 1727, Joaquín Martínez de Pascually (a lo que parece era Joaquín uno de los hijos de un criptojudío español o portugués acogido en Francia). Martínez de Pascually es una figura escurridiza, envuelta en la nebulosa del misterio, que -por lo que se sabe- desarrolló, hasta su muerte en el año 1779, una labor soterrada y sigilosa: sistematizando una doctrina que mezclaba cábala judía con ciertas nociones cristianas, todo bajo las formas de la masonería; reclutando a sus adeptos con excesiva cautela; confiándoles a estos, en el secretismo de sus conciliábulos, las enseñanzas de su doctrina que, además de ser una especulación metafísica de signo gnóstico, tenía un correlato práctico: de marcado carácter teúrgico, dado que sus secuaces aprendían a evocar espíritus y supuestamente de esta guisa podían acceder a experiencias místicas de orden desconocido. Martínez de Pascually es uno de los personajes más importantes para entender la facilidad con la que el ocultismo se infiltró en los círculos legitimistas posteriores a las guerras napoleónicas.
    Discípulo de Martínez de Pascually fue Louis Claude de Saint Martin que también se consagró a la tarea de sistematizar sus teorías (realizando una aleación entre las doctrinas de Martínez de Pascually y el místico alemán Jakob Boehme, zapatero luterano). Entre las teorías de Saint Martin figuraba una en concreto que sería de irresistible atractivo para los “tradicionalistas”. Estos, testigos y hasta víctimas de las tribulaciones a las que había sido sometida la sociedad por el flagelo revolucionario, podían interpretar todo el dolor sufrido en sus vidas personales y en la misma sociedad gracias a la idea saint-martinista que recordaba la caída original y que apuntaba hacia la reintegración de todos los seres (eso sí: tras la purgación).
    Uno de los adeptos de la sociedad secreta que había organizado Martínez de Pascually (llamada Orden de los Caballeros Masones Elus Cohen del Universo) fue el escritor francés Jacques Cazotte. Este autor (no tan celebrado como debiera serlo por su preciosa novela “El diablo enamorado”) era, pese a su militancia en grupos ocultistas, un convencido enemigo de la revolución que identificaba con el mismo Satanás. Cazotte, según llegó a contar La Harpe en el año 1806, llegó a pronunciar una profecía allá por el año 1788. En aquella intervención que hizo en el curso de una reunión de prominentes personajes franceses anunció la inminencia de la revolución francesa así como descubrió el destino futuro de cada uno de los que lo escuchaban y ésta profecía se cumplió a la letra. El mismo Jacques Cazotte sería guillotinado el año 1792.

    No puede decirse que Cazotte fuese un “tradicionalista”, pero con antelación a la revolución sí que se iba delineando (precisamente en los círculos ocultistas; lo vemos en el caso de Cazotte) una franca oposición a la revolución que, incluso anticipándose a su consumación, ya la calificaba como subversión de signo satánico. La corriente ocultista contra-revolucionaria no sería exterminada por los revolucionarios, sino que quedaron supervivientes y estos supervivientes, una vez restaurados el Trono y el Altar, gozaron de toda la confianza en los ámbitos absolutistas y católicos, pese a su excentricidad. Habían sido compañeros de viaje y se les miraba con afecto y simpatía. Podían resultar un tanto extravagantes, si es que se sabía su filiación a grupos esotéricos, tal vez por su lenguaje oracular y su jerga para iniciados podían resultar hasta chistosos, pero fueron muchos los "tradicionalistas" que los trataron y con el trato vino el contagio.

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    Re: Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español

    INFILTRACIONES DEL OCULTISMO EN EL TRADICIONALISMO ESPAÑOL (III PARTE)

    Eugène Vintras



    LA CONEXIÓN ENTRE IMPOSTORES Y HEREJES

    Por Manuel Fernández Espinosa

    Todo indica que el malhadado Luis XVII de Francia falleció en la Prisión del Temple, donde lo recluyeron los revolucionarios, dejándolo a merced de los denigrantes abusos de un bellaco zapatero, miembro del Club de los Cordeliers, llamado Antoine Simon; éste sometió al heredero de la corona de Francia a maltratos físicos y morales. Parece que a primeros de junio de 1795 el Delfín de Francia murió en su confinamiento. Sin embargo, los monárquicos franceses lo habían proclamado Rey de Francia a la muerte de su padre Luis XVI, cuando el Delfín estaba encarcelado y, una vez que falleció, habida cuenta de la oscuridad en que se produjo el deceso y su inhumación, pronto se propaló entre el pueblo monárquico el rumor de que el joven Luis había escapado de la prisión y había sobrevivido y que permanecía escondido, esperando la ocasión propicia a su reaparición pública: se iniciaba así una nueva versión del mito del “Rey Perdido”, lo más parecido a un “sebastianismo”* francés. En los ámbitos monárquicos franceses se alimentó la esperanza del retorno de Luis XVII y no fueron pocos los oportunistas (desequilibrados mentales o simples pícaros) que se atribuyeron la identidad del Delfín (otro tanto pasó en el caso del Rey Sebastián: baste recordar a Gabriel de Espinosa, el pastelero de Madrigal, cuya historia daría tema a “Traidor, inconfeso y mártir” de José Zorrilla).

    En esos ambientes monárquicos franceses no podían faltar los visionarios. Con anterioridad a este artículo nos hemos referido a los ocultistas (secuaces de Martínez de Pascually y Louis Claude de Saint Martin) que, con antelación a la revolución francesa, advertían sobre las calamidades que se cernían sobre Francia: para realizar esos vaticinios que el tiempo demostraría tan certeros, los iniciados en el martinecismo y en el martinismo (como era el caso de Jacques Cazotte, al que nos referíamos en otro capítulo) se servían de clandestinas sesiones en las que se evocaban los espíritus. Es una constante de las revoluciones que, ante la inminencia de las mismas, prolifere todo género de visionarios, agoreros, aspirantes al ministerio profético, etcétera. En la Revolución Francesa, no solo fueron los ocultistas los que anticiparon los truculentos sucesos revolucionarios que se desencadenarían. Cien años antes de la Revolución francesa, Santa Margarita de Alacoque había tenido las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesucristo, Jesucristo reveló a la privilegiada religiosa que se bordara su Sagrado Corazón en las banderas del Rey de Francia, para así impedir el triunfo de las fuerzas del maligno (estas recomendaciones fueron desoídas; aunque los monárquicos que surgirían para combatir el jacobinismo sí tendrían en cuenta la ostentación del Sagrado Corazón de Jesús en sus pechos, a modo de escapularios, y en sus banderas: es el origen de nuestro "detente bala"). En el curso del siglo XVIII, no habían faltado los grandes santos (como fue San Luis María Grignion de Montfort) que predicaron y proclamaron la verdad evangélica, sin concesiones para con el alto clero y la aristocracia que, corrompidos por las modas e ideas mundanas, habían adoptado posturas acomodaticias en franca desviación del catolicismo. El gran apóstol mariano, Grignion de Montfort, amonestaba severamente ante esta corrupción de las costumbres, prediciendo los luctuosos acontecimientos que, como consecuencia de tamañas ofensas a Dios, ocurrirían en Francia. Pero, si los santos profetizaban, tampoco faltó la extraña fauna de personajes, mejor o peor intencionados, que desarrollaron una actividad similar en un territorio intermedio entre la ortodoxia católica y la abierta heterodoxia.

    En el año 1772 un vecino del pueblecito de Saint Mandé que respondía al nombre de Loiseaut tuvo una visión mientras rezaba en su iglesia: un misterioso hombre se le apareció con un libro en que podían leerse, en letras áureas: “Ecce Agnis Dei”. Tenía largas barbas y ostentaba en su cuello sendas cicatrices. El misterioso aparecido también visitó a ese hombre en su propia casa. Loiseaut le hablaba, pero el visitante permanecía mudo. En sueños Loiseaut también pudo ver la cabeza del extraño personaje sobre una bandeja. Un buen día un mendigo abordó a Loiseaut en la plaza, pidiéndole una limosna y éste le dio una moneda. El pordiosero le respondió que pronto verían la cabeza de un rey en la plaza. Loiseaut reconoció en su interlocutor al personaje de sus visiones, fue cuando éste le reveló que era San Juan Bautista. Las visiones se hicieron recurrentes y, alrededor de Loiseaut, se congregó un conciliábulo de visionarios “juanistas” que, cayendo en trance magnético tenían una serie de revelaciones; como fruto de esas experiencias, se fueron registrando un elenco de profecías concernientes a la Revolución que se aproximaba. A la muerte de Loiseaut (año 1788), le sucedió en el liderazgo de la sociedad visionaria un religioso llamado Dom Gerle que no duró mucho en la jefatura del grupo pues, una vez que estalló la Revolución, Dom Gerle se reveló como un partidario de la república y esta adhesión le valió ser expulsado del grupo “juanista” que hacía profesión de fervientemente monarquismo. El grupo de Loiseaut, tras prescindir del díscolo republicano Dom Gerle, empezó a valerse de las visiones de la religiosa Françoise André. En el curso de la Revolución, este grupo (con su vidente a la cabeza) fue una de las principales sociedades ocultas que alimentaron la idea de que Luis XVII se había fugado de su prisión y todavía sobrevivía oculto hasta que se revelara. Este grupo es llamado en ocasiones con el nombre de “Los Salvadores de Luis XVII” por los pocos que lo han estudiado y es el principal promotor de la serie de impostores que se arrogaron la identidad del Delfín de Francia. Prosperaban los impostores, pero el relojero alemán Karl Wilhelm Naündorff pareció el más convincente y, por eso, fue el que más partidarios arrastró. La ciencia ha demostrado recientemente que, aunque Naündorff pudiera creerse en su megalomanía el mismísimo Delfín de Francia, su ADN lo desmiente.

    Con Naündorff a la cabeza de estos legitimistas visionarios apareció otro polémico personaje: Eugène Vintras (1807-1875) que, además de predicador, quedaría envuelto en el halo de la milagrería y la herejía, sin que se escapara de ser acusado de practicar rituales satanistas. En 1840, Vintras fundó la “Oeuvre de la Misericorde” (la Obra de la Misericordia) y aspiró a ser reconocido por la Iglesia Católica. Vintras y Naündorff mantuvieron una estrecha relación por la convergencia de sus intereses ocultistas y políticos. El grupo de Vintras también recibió el nombre de “Iglesia del Carmelo” y Vintras llegó a proclamarse a sí mismo como reencarnación del profeta San Elías. En 1843 la secta fue condenada por el Papa Gregorio XVI y sus miembros fueron fulminados con la excomunión.

    Un coronel carlista de Artillería, de los que emigró a Francia tras la primera guerra carlista, trajo a España la “Obra de la Misericordia”. Menéndez y Pelayo, en su piadosa circunspección, oculta la identidad del introductor de la “Obra de la Misericordia” vintrasiana en España bajo las siglas “D. R. T.”. Como fuente de sus noticias Don Marcelino nos confiesa que tuvo al presbítero D. José Salamero, que le reveló algunos datos sobre el carácter de la secta. Menéndez y Pelayo no parece que supiera que el fundador de la secta francesa fuese Vintras, pues en todo momento se refiere a él como “un tal Elías”, pero en cuanto al carácter extravagante de la secta sí que da cuenta de estar bien informado, pues hace mención de cómo este grupo sectario pasó de ser “político” a ser “religioso”: de ser de carácter “exclusivamente político, reduciéndose sus esfuerzos a apoyar a uno de los varios impostores que tomaron el nombre del martirizado delfín Luis XVII” a establecer “un consistorio en Lyón, foco de una especie de iglesia laica, en que Elías, a modo de sumo pontífice, comenzó a oficiar revestido de capa pluvial, con anillo de oro en el dedo índice de la mano derecha y leyendo sus oraciones en el libro de oro de la secta”.

    Menéndez y Pelayo nos da más información, en lo que atañe al desarrollo de la “Obra de la Misericordia” en España: “Esta aberración tuvo algunos prosélitos obscuros en Madrid, y los papeles que tengo a la vista fijan hasta el lugar de sus reuniones, que era una casa de la calle del Soldado. Poseo una carta del fundador Elías a una afiliada española, llamada en la secta María de Pura Llama; documento extraordinario, especie de apocalipsis, dictado por un frenético; pesadilla en que el autor conversa mano a mano con los espíritus angélicos y con el mismo Dios; aberración singularísima de un cerebro enfermo, perdido por la soberbia y por cierto erotismo místico”.

    Menéndez y Pelayo se muestra asaz perspicaz, puesto que la secta vintrasiana siempre estuvo bajo sospecha de desarrollar en el secretismo de sus sesiones rituales de magia sexual y sacrilegio. Pero Menéndez y Pelayo no sería el único estudioso español que se ocupó de la “Obra de la Misericordia” de Vintras en España. El eminente Joaquín Costa no permanecería tan impasible ante los delirantes anuncios apocalípticos de Vintras, pues se sabe que leyó y comentó “Opúsculo acerca de ciertas revelaciones que anuncian la Obra de Misericordia”. El gran polígrafo aragonés comentaría sobre este “opúsculo” que: “Es el anuncio de una nueva era en medio del mundo”. Hasta cierto punto, las visiones vintrasianas ejercieron una influencia en el pensamiento regeneracionista de Joaquín Costa, lo cual no es de extrañar en tanto que Vintras venía a anunciar una regeneración de la Iglesia y del mundo.

    En una de las novelas más inquietantes de J. K. Huysmans podemos reconocer a Vintras en el personaje de Johannès que se nos presenta como en el retrato más célebre de Vintras: “Su traje se componía de una túnica larga de cachemira bermellón, ceñida al talle por un cordón blanco rojo. Encima de esta túnica llevaba un manto blanco de la misma tela, con un calado sobre el pecho en forma de cruz invertida”.

    Huysmans nos explica más abajo, a través de la intervención de un personaje, el significado esotérico de esa “cruz invertida”:

    “…esa cruz significa que el sacerdote Melquisedec debe morir muy viejo y vivir en Cristo, a fin de hacerse poderoso con el poder del mismo Verbo hecho carne y muerto por nosotros”.

    Si no toda la emigración carlista, puede decirse que gran parte de los carlistas exiliados sufrieron la contaminación de ideas que, emanadas desde las centrales emisoras del ocultismo, corrompieron el tradicionalismo hasta extremos como el que protagonizó la sucursal de la “Obra de la Misericordia” en Madrid. Y puede ser que no fuese escrito en la misma línea en que nosotros estamos indagando, pero se muestran muy atinadas las palabras de Gregorio Marañón cuando escribió:

    “Puede decirse, en conclusión, que el carlismo, como fuerza política, murió en la emigración y no en los campos de batalla” (“Españoles fuera de España”)

    *El sebastianismo, como es sabido, es una de las corrientes más duraderas de la mitografía portuguesa. Sostienen los sebastianistas que Sebastián I de Portugal no falleció en la batalla de Alcazarquivir (año 1578) y el mito de su retorno movilizó las fuerzas del pueblo lusitano, en la esperanza de verse restituido nuevamente bajo la soberanía de su Rey Perdido. El tema del Rey Perdido se conecta con el tema, no menos interesante, de todo mesianismo judío, musulmán: “El Imam Oculto” o cristiano: “El Encubierto”. Es curioso, por otra parte, advertir que el escapulario con el que se reviste Vintras (en la imagen que encabeza este texto) recuerda el símbolo con el que es conocida la extraña sociedad secreta (que se autoproclama católica) llamada el Yunque. Ver imagen del símbolo pinchando aquí.

    BIBLIOGRAFÍA:

    Menéndez y Pelayo, Marcelino, "Historia de los heterodoxos españoles".

    Costa, Joaquín, "Memorias", edición de Juan Carlos Ara Torralba, Larumbe, Textos Aragoneses.

    Huysmans, Joris-Karl, "La bas".

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    Re: Infiltraciones del ocultismo en el tradicionalismo español

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    INFILTRACIONES DEL OCULTISMO EN EL TRADICIONALISMO ESPAÑOL (IV PARTE)

    Juan Bautista de Erro

    ERRO Y LOS ERRORES DOCTRINALES
    DEL TRADICIONALISMO

    Por Manuel Fernández Espinosa

    Con el paso del tiempo, el vocablo “tradicionalismo” ha venido a presentar un aspecto equívoco en virtud de su polisemia. Veamos algunos de los significados más destacados del término. En primer lugar, tenemos en España el carlismo que (surgido tras la muerte de Fernando VII, aunque sus raíces son mucho más profundas que un simple conflicto dinástico y sucesorio), vino a llamarse con el tiempo “tradicionalismo” (todavía a día de hoy existen la Comunión Tradicionalista y la Comunión Tradicionalista Carlista). En la Cristiandad tenemos, por otra parte, a los católicos llamados “tradicionalistas”; cuyas posturas van desde un “tradicionalismo” respetuoso para con la autoridad pontificia hasta el sedevacantismo más abierto. Y tampoco podemos olvidar que en Europa (también en América) no son pocos los que se autodenominan “tradicionalistas” y con ello quieren decir que pertenecen a las “escuelas” de René Guénon o de Julius Evola; estos pueden presentarse como católicos, pero sus posiciones a poco que reflexionen los distancian de la ortodoxia católica y, en algunos caso, hasta pueden pertenecer a los ámbitos del ocultismo.

    Ponemos a un lado al “tradicionalismo” católico, pues no es objeto de este artículo, por más que pudieran establecerse nexos entre este “tradicionalismo” y posturas políticas (e incluso esotéricas): es harina de otro costal. La recepción de René Guénon y Julius Evola fue en España muy poco significativa hasta tiempos recientes. Trabajos de Guénon fueron publicados en España a finales de la década de los años 20 del pasado siglo XX, por dos revistas de signo muy diferente: “La Rosacruz”, revista mensual de AMORC editada en Barcelona y la revista católica “El Mensajero Social del Sagrado Corazón”. Por esos mismos años, el jesuita Joan Tusquets, embarcado en su labor polemista contra la masonería y el teosofismo de Blavatsky, empleó, recurrió y citó profusamente pasajes del libro “Le Théosophisme. Histoire d’une pseudo-religion” de Guénon, donde el ocultista francés había refutado la Sociedad Teosófica, por entenderla una obediencia poco "regular" y "tradicional" (en su peculiar jerga). En cuanto a Julius Evola diré que en español conozco una versión española de la Tercera Edición italiana de la interesante introducción que redactó Evola para “Los Protocolos de los Sabios de Sión", editada por la Sociedad Editora de “Novissima” de Roma, en el año 1938 (ese es el año de la edición que poseo en mi biblioteca) y también puede mencionarse la relación personal que Evola tuvo con D. Francisco Elías de Tejada; este eminente pensador carlista escribiría un artículo en 1977, titulado “Julius Evola desde el tradicionalismo español”. Posteriormente, otros se han ocupado de divulgar el pensamiento evoliano en España, siendo Ernesto Milá el más competente de todos cuantos puedan citarse. La relación de Elías de Tejada con Evola no deja de ser una anécdota, puesto que es impensable que un pensador católico de intachable ortodoxia, como Elías de Tejada, pudiera contaminarse con los errores heterodoxos de Evola (y menos todavía podemos imaginarnos a D. Francisco Elías de Tejada participando en las sesiones de magia del Grupo de Ur).

    Sin embargo, después de todas estas distinciones, por someras que sean, aparcando el “tradicionalismo” eclesial o extra-eclesial, dejando un lado a los carlistas que con la mejor de las intenciones se autoproclaman “tradicionalistas”, olvidándonos por un momento de Guénon y Evola… ¿Qué es lo que del “tradicionalismo” puede resultarnos sospechoso e inadmisible desde el catolicismo? El error del “tradicionalismo” nos lo dilucida D. Marcelino Menéndez y Pelayo, refiriéndose éste a los autores decimonónicos franceses (como Louis Gabriel de Bonald, Hugues Félicié Robert de Lamennais y Joseph de Maistre, aunque Maistre será el único de la tríada que Menéndez y Pelayo exonere del “error tradicionalista”). Menéndez y Pelayo define “el error tradicionalista” con estas palabras: “…consiste en negar las fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de una tradición o revelación primitiva, transmitida por Dios juntamente con la palabra” (“Historia de las Ideas Estéticas en España”, Menéndez y Pelayo, C.S.I.C., Madrid, 1974, pp. 422-423).

    Atendiendo a la magistral definición de Menéndez y Pelayo tenemos que el “tradicionalismo” filosóficamente considerado es heredero de las filosofías anti-ilustradas del siglo XVIII, hasta cierto punto precursores del Romanticismo: desde Johann Georg Hamann (el llamado “Mago del Norte”) hasta Friedrich Christoph Oetinger (no por casualidad llamado “Mago del Sur”). La “Filosofía de la Naturaleza” (“Naturphilosophie”) alemana también presenta aspectos comunes que la emparenta con la teosofía europea de Swedenborg y otros visionarios. Todos ellos coincidían en su reacción contra la Razón ilustrada, hegemónica durante el siglo de las luces y, aunque no fuesen “tradicionalistas” en sentido estricto, aportan un elemento que será asumido por el “tradicionalismo” desviado que, en palabras de Menéndez y Pelayo, consiste en: “negar las fuerzas naturales de la razón”. Una vez negada la capacidad de la Razón es como se comprende que Menéndez y Pelayo se refiera a la “tradición o revelación primitiva” a la que van a parar los “tradicionalistas” (la Tradición Primordial de los René Guénon, Julius Evola o Frithjof Schuon). La relación entre esa “revelación primitiva” y la “palabra” explicaría que tantos filólogos de los siglos XVIII y XIX llegaran, por los vericuetos de la filología, a estas doctrinas anti-racionalistas que no en pocos casos desembocan en la magia.

    Estas doctrinas heterodoxas de los anti-ilustrados protestantes eran ajenas a la tradición hispánica que se había hecho una con el catolicismo: estos errores solo pudieron florecer en España traídos del extranjero. Sobre todo, como estamos viendo en esta serie, de Francia, tierra en la que los carlistas más firmes en sus posiciones tuvieron que buscar refugio tras el Convenio de Vergara. Pero también hubo franceses que actuaron como agentes transmisores de estos errores en el campo carlista. Y uno de los más importantes fue Joseph Augustin Chaho (1810-1858).

    Nacido en Sola (en vascuence Zuberoa; Pays de Soule, Francia), Chaho reúne todas las características que hemos señalado arriba: es un filólogo formado en París, donde estudió lenguas orientales y fue miembro del círculo del romántico Charles Nodier, familiarizado con el ocultismo francés y vinculado al llamado "movimiento órfico". Chaho se declaraba republicano, de tendencia socialista y radical (en su tiempo no se podía ser más revolucionario), pero eso no parece que fuera un obstáculo para sentir una curiosa afinidad por el carlismo: su simpatía por el carlismo pueden explicarse por la identificación que estableció entre “carlismo” y “vasconismo”, pues no en balde pasa por ser un precursor del nacionalismo vasco. En tanto que “socialista” público y “órfico” esotérico, Chaho había recibido también la influencia de Pierre Simon Ballanche. En 1836 publicó Chaho en francés su “Voyage en Navarre pendant l’insurrection des basques (1830-1835)”. En esa visita a España que relata en este libro es cuando conoce a Juan Bautista de Erro que había sido Ministro de Hacienda tras la restauración absolutista de Fernando VII en el trono, tras la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis y, más tarde, firme partidario de Carlos María Isidro de Borbón a quien sirvió en asuntos económicos. Aunque Erro desempeñó tareas económicas, su actividad cultural era tan amplia como su curiosidad intelectual y una de las vertientes que más cultivó fue la de los estudios del vasco, recibiendo el legado de Pablo Pedro Astarloa. Según Jon Juaristi: “…el origen de todas las fantasías ocultistas sobre los vascos está en Juan Bautista de Erro y en su más directo secuaz, Joseph-Augustin Chaho” ("Cambio de destino", Jon Juaristi, Seix Barral, Barcelona, 2006, pág. 204). Con “fantasías ocultistas sobre los vascos” Juaristi se refiere al mito que hace de los vascos los descendientes de la Atlántida (tema que trataremos, si Dios quiere, en un parágrafo aparte). En el imaginario de esta galaxia de visionarios vasconistas existía la idea de que el “vascuence”, por su enigmático singularismo y desconocido origen, vendría a ser, más o menos degradada, la “lengua del Edén”. Y este asunto nos remonta a la obra de Antoine Fabre d’Olivet, una de las influencias constantes en el ocultismo del siglo XIX y XX, cuyas secuelas pueden apreciarse incluso en poetas como Rainer Maria Rilke.

    RAIGAMBRE
    ReynoDeGranada, Leolfredo y Pious dieron el Víctor.

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