Los derechos humanos
La conmemoración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos ha propiciado que, durante unos días, los medios de adoctrinamiento de masas repartiesen entre sus consumidores una abundantísima ración de alfalfa progre (los medios progres a sabiendas; los que no son progres a ciegas, con el seguidismo acomplejado que los caracteriza). Suele ocurrir con frecuencia que quienes más celebran la consecución de tal o cual logro son quienes en verdad más anhelan la reversión de sus efectos; y viendo cómo celebran esta efeméride quienes con más ahínco conspiran contra la vigencia de los derechos humanos, uno siente que se le revuelven las tripas. Para consolarme de tan nauseabundo espectáculo, me he zambullido en la lectura de un suculento ensayo de la noruega Janne Haaland Matlary, Derechos humanos depredados (Ediciones Cristiandad), que recomiendo vivamente a quienes deseen aliviarse de la congestión intestinal provocada por la alfalfa progre que en estos días nos han obligado a embaular.
Los derechos humanos, nos recuerda la autora de este ensayo, son hijos de la tradición aristotélica, que entiende la política como búsqueda de un bien común a través de la razón. Aristóteles escribió que «el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, es un rasgo exclusivo del hombre»; los derechos humanos son una plasmación de esta capacidad exclusivamente humana para razonar sobre la ética, para hallar verdades morales objetivamente válidas que el Derecho consagra. Los padres de la Declaración deseaban impedir que los derechos humanos se convirtiesen en una larga retahíla de intereses particulares, un rosario de reivindicaciones en continua expansión que atendiese a intereses y conveniencias particulares o a circunstancias históricas determinadas, descuidando el bien común. Pero hoy, sesenta años después de la proclamación de aquella carta de derechos, se afirma (¡lo afirman quienes se erigen en paladines de la misma!) que no existen verdades morales objetivas; o bien que, en el caso hipotético de que existan, la razón no puede penetrarlas. Esta concepción relativista de la verdad moral traiciona flagrantemente el espíritu de la Declaración, pues quienes la elaboraron partieron de la premisa de que la razón podía –como sostenía Aristóteles– determinar lo justo y lo injusto.
El premio Nobel Czeslaw Miloscz, al referirse a los cimientos racionales, éticos y antropológicos que fundamentan los Derechos Humanos, nos alertaba sobre el peligro de que «aquellas bellas y emotivas palabras» se convirtieran en realidad en una suerte de decorado que encubriese un abismo sin fondo. «¿Durante cuánto tiempo –se preguntaba– nos mantendremos a flote si se retira su base?» Y es que, cuando la base sobre la que se fundan los derechos humanos empieza a ser discutida, la Declaración se convierte en un texto muy vulnerable. Asistimos hoy a una paradoja lastimosa: a la vez que Occidente exhorta al resto del mundo a respetar los derechos humanos, se niega a definir de forma objetiva el significado de tales derechos; a la vez que arbitra sanciones para aquellas naciones que conculcan los derechos humanos, Occidente está debilitando tales derechos como fuentes de autoridad. Paralelamente, desde instancias gubernativas occidentales surgen constantes proyectos de «extensión de derechos», que no son sino la golosina con la que se crean nuevas remesas de votantes satisfechos en sus apetencias particulares.
Durante los juicios de Nuremberg se estableció que existe una «ley moral superior», común a todos los seres humanos y susceptible de ser conocida por todos, que prohíbe la sumisión a leyes injustas. Los Derechos Humanos establecen esa ley moral superior, «modelo común para todos los seres humanos» –como reza el preámbulo de la Declaración–, y no algo que puedan cambiar los políticos a su antojo. Los autores de la Declaración quisieron plasmar solemnemente la visión de la dignidad humana, válida para cualquier cultura, que podía alcanzarse a través de la razón. Y explicitaron que los derechos humanos son «inviolables e inherentes»; esto es, que nadie puede cambiarlos, porque son innatos, porque pertenecen a todos los hombres por el hecho de ser humanos, porque se desprenden de la propia naturaleza humana. Pero hete aquí que ahora esos derechos inherentes a la propia naturaleza humana se cambian según el antojo del politiquillo de turno, tal vez porque ni siquiera se reconoce la existencia de una «naturaleza humana».
Occidente –observábamos en un artículo anterior, a la vez que reclama el cumplimiento de los derechos humanos a otras naciones, se niega a definir objetivamente el contenido de tales derechos; se niega, incluso, a reconocer la existencia de una «naturaleza humana». Los redactores de la Declaración consideraban que la igualdad es la idea central del Derecho; y, aceptado que todos los seres humanos son iguales por naturaleza, se aceptaba que la naturaleza humana tiene algo que puede conocerse y que siempre y en todo lugar es lo mismo. Pero hoy se desprecia la idea de que exista una naturaleza humana y de que se la pueda conocer a través de la razón. Se defiende, a cambio, el constructivismo, que no es específicamente una ideología política (aunque tiene implicaciones políticas: del constructivismo nace, por ejemplo, la ideología de género, omnipresente en el bodrio llamado Educación para la Ciudadanía), sino más bien una postura relativista extrema, según la cual cada individuo puede configurar a su antojo su propia naturaleza, liberándose de supuestos roles culturales y sociales.
Si los derechos humanos pueden ser modificados por conveniencia política o interés particular, ¿cómo podemos esgrimirlos como modelos para otros? En una sociedad multiétnica y plurirreligiosa, la única base para los valores comunes reside en los derechos humanos; si estos derechos no se definen de manera clara, caeremos en un estado de anarquía ética. Pero hoy nos hallamos inmersos en un proceso feroz de redefinición de los derechos humanos. Así, por ejemplo, el «derecho a la vida», piedra angular de la Declaración, se conculca a través de códigos legales que admiten el aborto. El derecho al matrimonio «para todo hombre y mujer» que se contiene en la Declaración se desvirtúa mediante la legalización de matrimonios de igual sexo. El derecho del niño a conocer a sus padres naturales y a ser criado por ellos (o, en su defecto, por los padres adoptivos que restauran sus vínculos de filiación) se conculca cuando los niños ‘nacen’ de donantes anónimos. La Declaración proclama el derecho de la madre y el hijo a recibir una protección social especial, pero la maternidad es fuente de discriminación en los mercados laborales. También proclama, en fin, el derecho a practicar la religión de forma pública, pero el laicismo rampante está obsesionado en relegar su práctica a esferas privadas. Y así podríamos seguir, hasta comprobar que no hay derecho humano que no esté siendo desnaturalizado.
Vemos, pues, cómo triunfa el subjetivismo más absoluto –por no decir el nihilismo– en la configuración de los derechos humanos. Puesto que no hay naturaleza humana precisa, tampoco puede haber derechos humanos precisos, de modo que serán los que determinemos en cada momento, como resultado de un proceso político. Quienes propugnan una definición objetiva de los derechos humanos son tachados de fundamentalistas; y, puesto que no hay un modelo para definir el derecho, el poder mismo se convierte en derecho. Ya no hay una racionalidad ética; es el voto de la mayoría el que en cada coyuntura determina lo que es justo o injusto. Nos hallamos, en definitiva, ante la emergencia de un nuevo totalitarismo, aunque esta vez –a diferencia de los totalitarismos clásicos, tan ceñudos y despóticos– se disfrace de aritmética parlamentaria y filantropía. La satisfacción de apetencias, anhelos, pulsiones, incluso caprichos, convenientemente disfrazada con los ropajes de la emotividad, se erige en coartada para la formulación de nuevos derechos. De los cuales, además, quedan excluidos los nonatos, los ancianos, los enfermos, porque son débiles; esto es, ‘menos humanos’.
Esta desnaturalización de los derechos humanos es, en el fondo, el triunfo de un nominalismo radical. No puede haber –se nos dice– conocimiento de la esencia de las cosas sino a través del nombre que les asignamos. Basta, pues, que cambiemos el nombre de las cosas para que las cosas que existían dejen súbitamente de existir. ‘Familia’, por ejemplo, ya no significa nada en sí mismo, sino lo que nosotros queramos designar como tal. Y el aborto, que antes considerábamos un crimen execrable, podemos configurarlo como sacrosanto derecho, si nos conviene. Terminaremos como empezábamos, citando la Política de Aristóteles: «Las verdaderas formas de gobierno son aquellas en las que el individuo gobierna con la aspiración del bien común; los gobiernos que se rigen por intereses privados son perversos». Y pervierten todo lo que tocan, empezando por los derechos humanos.
Juan Manuel de Prada
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