Revista FUERZA NUEVA, nº 472, 24-Ene-1976
“LA MONARQUÍA ESPAÑOLA Y EL PENSAMIENTO DE FRANCO” (por Jaime Tarragó)
Filosóficamente –y con la “Historia de España” en la mano, el régimen monárquico supera en condiciones extraordinariamente ventajosas a cualquier otra manera de gobernar entre nosotros. Inmediatamente debemos aclarar que al ponderar los bienes de la monarquía estamos en las antípodas del absolutismo y mucho más de la monarquía constitucional, tan nefasta para España. Frente al absolutismo, nuestras razones se fundan en la fe católica, que había sido siempre la inspiradora de la monarquía gloriosa que forjó la unidad y grandeza de España.
El absolutismo monárquico es una mera secuela del europeísmo. Vázquez de Mella, contundentemente, pulverizaba la sinrazón del absolutismo con esta sentencia irrefutable: “La monarquía absoluta nació con la protesta luterana, que afirmó el cesarismo, y con el movimiento, en parte, de reacción pagana del Renacimiento”. De ahí que el tradicionalismo español jamás haya emparentado con la misma, ni particularmente con la herencia y desgracia de la persona y reinado de Fernando VII.
1 - CITA DE DON ENRIQUE GIL ROBLES
Los graves daños del absolutismo se acrecientan en la monarquía constitucional, liberal, normalmente llamada democrática, en el sentido de apoyarse en los partidos políticos y en el herético sufragio universal, aunque ahora algunos obispos tengan esta materia doctrinal olvidada.
Don Enrique Gil Robles –máxima autoridad tradicionalista, aunque su hijo don José María esté en otro planeta- desmenuzaba los absurdos del constitucionalismo con estas palabras:
“El gobierno monárquico representativo constitucional es “per se” ilegítimo, por naturaleza y origen; esto es, por las razones expuestas en toda la doctrina acerca de la soberanía y del sujeto de ella, y además por la errónea teoría acerca de las moderaciones del poder supremo. No hay que esforzarse mucho en señalar los absurdos de la doctrina, dice:
- Primero, en la unidad del poder, en esa unidad que es una de las propiedades del ente, está, más aún que el peligro del abuso, la necesaria e indefectible tendencia abusiva;
- Segundo, a fin de evitarla, no hay otro medio que destruir la unidad de la autoridad social, con ella, la de la ordenación o gobierno, y, por consiguiente, también la unidad de la sociedad civil, para la cual es la soberanía;
- Tercero, se sustituye ésta por la variedad de poderes, que, siendo independientes, harían imposible todo gobierno, por haberse destruido la independencia y la unidad del poder soberano;
- Cuarto, pero no son independientes, puesto que dependen unos de otros en el hecho de injerirse recíprocamente en sus respectivas esferas: el ejecutivo en el legislativo, por el veto; éste en aquél, por la inspección y examen de sus actos y por la responsabilidad, sobre todo; el ejecutivo en el judicial, por el nombramiento de los jueces, y en el sistema contencioso administrativo a la francesa, por usurpar la Administración, como Juez y parte, funciones correspondientes a la judicatura; o viceversa, en el sistema contrario, entendiendo jueces y tribunales en contiendas que, siendo judiciales en la forma, son en el fondo administrativas;
- Quinto, bien que el poder soberano, por su misma naturaleza, jerarquía y posición, esté, por lo general y ordinariamente, exento de una responsabilidad legal efectiva, por falta de un superior que se la exija, es contrario a todo principio ético y al sentido moral más evidente que los ministros respondan de otros actos que los suyos y se les traslade la responsabilidad de los del jefe del poder ejecutivo, exigiéndoles más de la que por participación en los actos soberanos deba imputárseles; porque la regla general es que el mero consejero sea irresponsable, mientras no se aprueba en el Consejo la existencia de delito, culpa o cualquiera otra infracción legal;
- Sexto, implica el sistema la negación del valor de las moderaciones éticas e internas, inherentes a la superioridad, educación, formación y aristocracia de la soberanía; esto es, la virtud y el honor, y se considera al soberano inferior a los demás hombres, en quienes, mientras no conste lo contrario, se supone honradez y decoro en el gobierno de sí propios, de los demás, y, en general, en todas sus relaciones sociales; sólo en el soberano y en la soberanía, precisamente en los que hay mayor y fundada presunción de justicia y decencia, falla de una regla tan fundada en la razón y en la naturaleza;
- Séptimo, prescinde, igualmente, de las moderaciones orgánicas, así de las que radican en la misma constitución gubernamental (distinción y reglamentación de funciones y de funcionarios), como de las que proceden de la social autarquía; esto es, de la personalidad, recursos, poder, esfera jurídica y gubernativa de las demás personas sociales, físicas y colectivas”.
Por esto, Aparisi Guijarro podía proclamar: “Monarca que reina y no gobierna es ridículo espantajo, que sólo sirve de juguete a las ambiciones y a los caprichos de los ministros”.
Y más apodícticamente, Mella decía: “La monarquía del rey que reina pero no gobierna, no cae por la revolución, se suicida”.
2- OTRAS RAZONES CONVINCENTES
Frederick D. Wilhemsen, tan conocedor de la historia de la historia de la monarquía española, resume el eje diferenciador de la auténtica tradición ante los sofismas demoliberales:
“En la monarquía liberal nadie es responsable, porque no se puede echar la culpa a ninguna persona determinada. La diferencia entre el rey cristiano y tradicional y el rey liberal consiste menos en el grado de poder ejercitado que en la manera de ejercerlo; concretamente, en la autoridad, de la cual proviene el poder. Un rey liberal, generalmente, puede a veces tener mucho poder. Pero en ningún caso viene su poder del papel de rey dentro del Estado. Tiene que estribar en otras circunstancias, como, por ejemplo, en su personalidad (el caso de Eduardo VII de Inglaterra) o de su dinero (el caso de Jorge III de Inglaterra, quien, apoderándose de las riendas del Estado, compró a sus ministros y su Parlamento; el caso de los Orleáns, cuyo poder, con corona o sin corona, siempre se ha debido a una inmensa fortuna hecha con su alianza con el capitalismo protestante y masónico).
Lo que define al rey liberal es el hecho de que no es responsable de lo que hace. Puede actuar solamente con tal de que un ministro contrafirme la firma suya. El mismo ministro, por su parte, proviene de un grupo político al cual debe su posición política. ¿De dónde, entonces, viene la autoridad del ministro y, por lo tanto, su responsabilidad? ¿Del rey o del partido? Nadie lo puede decir con certeza. Así, la monarquía liberal carece de responsabilidad propia. Ahí tenemos poder sin responsabilidad: una monstruosidad ética y política, un pecado contra los primeros principios de la autoridad y de la libertad.
No es de extrañar que Alfonso XIII se marchara de España abandonando la monarquía y el pueblo español a las masas republicanas y socialistas, que anhelaban tomar su venganza contra el régimen liberal y la sociedad que lo respaldaba. Alfonso XIII no había sido rey nunca. Desempeñaba un papel ambiguo dentro de la política española. Cuando quería actuar eficazmente tuvo que aceptar el apoyo de la Dictadura de Primo de Rivera, y así abandonar el poco poder que le era suyo, según la Constitución liberal. Cuando volvió al Régimen Constitucional [1930] tuvo que aguantar todo el odio de la izquierda hacia la Dictadura. Don Alfonso, literalmente, no sabía cuál era su sitio en la vida política de España. Y no lo sabía porque no lo tenía. En el fondo, ya había desesperado de la monarquía cuando salió de España sin pegar ni un tiro en defensa de la institución que pretendía representar”.
El gran pensador tradicionalista Vogelsang expresó el contraste entre la monarquía católica y la liberal en estas palabras: “la monarquía cristiana, responsable y profundamente arraigada en los corazones, ofrece el contraste más brutal con el engendro nacido del liberalismo: el rey constitucional. En él se quita al rey lo que constituye la dignidad de los hombres: la responsabilidad de sus actos. Y se le convierte en un fantasma, un juguete de los partidos, el cuño en manos de un ministerio de mayoría, la burla del pueblo”.
3- LAS CRUZADAS DEL SIGLO XIX
Por ello Francisco Franco, en el Decreto de la Jefatura del Estado, de 9 de marzo de 1938, al reconocer el grado honorario de tenientes del Ejército español a los voluntarios de las guerras carlistas, en el preámbulo nos dice:
“Todo el valor emocional y espiritual de esta fecha, evocación de los que ofrecieron sus vidas en aquellas cruzadas del siglo XIX, que bien pueden considerarse precursoras del actual Movimiento Nacional, ya que fueron intentos y esfuerzos realizados por la auténtica España para reintegrarse al cauce de sus destinos históricos, debe ser recogido por el nuevo Estado, que aspira a enlazar el espíritu que animó a los defensores históricos de las más puras tradiciones con el esfuerzo actual por el resurgimiento patrio”.
Y los voluntarios carlistas del siglo XIX lucharon por una monarquía “católica, social y representativa”, exactamente igual como determina el artículo primero de nuestra actual Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado. Franco no quería una monarquía absolutista, ni de partidos políticos, ni constitucional de las democracias inorgánicas. Franco quería la monarquía defendida en “las cruzadas del siglo XIX” , que enaltece en el artículo único del Decreto precitado, de marzo de 1938.
4- EL MAGISTERIO MONÁRQUICO DE FRANCO
Franco no fue parco en exponernos su mente explícitamente sobre las directrices del futuro político español, destacando a quienes lucharon por los mejores ideales de la Cruzada. En 10 de noviembre de 1937, al conceder la Cruz Laureada de san Fernando a Navarra, Franco dice:
“En el resurgir de España se destaca Navarra de modo señalado por su heroísmo y sacrificio. Fue Navarra la provincia en que se fijaba la mirada de los españoles en los días tristes del derrumbamiento de la Patria. Fue el crédito de sus virtudes el que la convirtió en sólida base de partidos de nuestro Alzamiento, y fue su juventud en armas la que en los primeros momentos formó el nervio del Ejército del Norte”.
En 2 de diciembre de 1952, otra vez Franco, desde el balcón de la Diputación Foral de Navarra, exclama en términos de justicia indudable:
“No puedo venir a esta bendita tierra de Navarra sin la emoción de aquellos primeros días de nuestro Movimiento, cuando bullía esta plaza de entusiasmo, los mozos se lanzaban a la calle a pedir un arma y las madres empujaban a sus hijos a la defensa de la fe y de la tradición”.
Y la fe y la tradición que evocaba Franco no son conciliables con la podredumbre de los partidos políticos ni de los constitucionalismos, manejados siempre por la masonería y los poderes ocultos de enemigos de la genuina monarquía española. Es el mismo Franco que en Navarra, en la plaza de los Mártires, en 1952, vuelve a reiterar la enemiga que los partidos políticos han presentado siempre en España. Y nos dice:
"Nosotros no tenemos partido. Nosotros somos un Movimiento; como el tradicionalismo y la Falange no quisieron ser nunca partido, aunque para la lucha aparecieron como tales, somos un movimiento que hemos cogido de todos los españoles y de nuestras tradiciones aquello que nos es común, aquello que nos une y no lo que nos divide”.
Y en el mismo discurso evocaba a Vázquez de Mella, Donoso Cortés, Balmes, “vuestros pensadores del siglo XIX”, en la reivindicación de la vitalidad fecunda e inagotable que tiene la tradición, sin las caricaturas de las momias de la democracia, incapaces de hacer otra cosa que volver a las andadas de los que llevaron a España a la catástrofe.
El 5 de diciembre de 1952, en Corella, Franco daba esta consigna:
“No dejéis jamás introducirse a los caciques, a la masonería, a las fuerzas del mal”. Es de suponer que Franco entre estas fuerzas del mal también entendía a Carrillo y a sus amigos.
Franco jamás imaginó que la monarquía que él fundaría, como fruto maduro de la Cruzada, la monarquía del 18 de Julio, pudiera convertirse en trampolín para volver a la decadencia de los partidos políticos. En el mensaje de fin de año de 1959, Franco registraba:
“Cada día se acusa con mayor claridad en el mundo la ineficacia y el contrasentido de la democracia inorgánica formalista, que engendra en sus mismas entrañas una permanente guerra fría dentro del propio país; que divide y enfrenta a los ciudadanos de una misma comunidad; que inevitablemente alimenta los gérmenes que más tarde o más temprano desencadenan la lucha de clases; que enciende la unidad nacional al disgregar en facciones beligerantes unas partes de la nación contra las otras; que mecánica y fatalmente provocan con ritmo periódico la colisión entre las organizaciones que se dicen cauces y mecanismos de representación pública; que en lugar de constituir un sistema de frenos morales y de auxiliares colaboradores del Gobierno, alimentan la posibilidad de socavar impunemente el principio de autoridad y el orden social”.
5- FRANCO CONOCÍA BIEN LA HISTORIA
Franco nos amaestró como estadista e intérprete de la Cruzada, que no podía jamás degenerar el Estado del 18 de Julio en la miseria agarrotadora del liberalismo de los partidos políticos. En 2 de octubre de 1961, solemnemente afirmaba:
“La gran debilidad de los Estados modernos radica en su carencia de contenido doctrinal, en haber renunciado a mantener una concepción del hombre, de la vida y de la Historia. El mayor error del liberalismo es su negación de toda categoría permanente de razón, su relativismo absoluto y radical, error que, bajo versión distinta, se acusó en aquellas otras corrientes políticas europeas que hicieron de la «acción» su exigencia única y la suprema norma de su conducta. Y como la manifestación específica y más sustantiva del Estado es la positivización del orden jurídico, éste, cuando no procede de un sistema de principios, ideas y valores reconocidos como superiores y anteriores al mismo Estado, desemboca en un omnipotente voluntarismo jurídico, ya sea su órgano la llamada «mayoría», puramente numérica e inorgánicamente manifestada, ya sean los supremos órganos del poder”.
Franco conocía muy bien la mentira de los que sustentan que los partidos políticos son representativos de los intereses particulares, así como las cataplasmas de los gobiernos llamados de concentración nacional. Y así en «Excelsior», de Méjico en 1 de mayo de 1959, gallardamente asentaba otra vez la andadura arquitectónica del sistema español, con esta definición:
“Se confunde fuera de España la política nacional de unidad con la que llaman de partido único. Si la política de partidos llevó a España en el siglo XIX a tres guerras civiles, y al estado gravísimo de que la sacamos, es natural que busque sus soluciones políticas por otros cauces fuera de lo artificioso de los partidos, que nosotros hemos conducido por el camino tradicional de las organizaciones naturales de la familia, el municipio y el sindicato. Con ello hemos superado los años más difíciles de nuestra vida: hemos liquidado una guerra interna, nos hemos librado de una guerra universal, hemos alcanzado veinte años de paz ininterrumpida.
Sin apenas medios hemos hecho resurgir a la nación y creado unas ilusiones y un espíritu de resurgimiento. Y hemos elevado considerablemente el nivel de vida de la nación. Como usted comprenderá, nos va demasiado bien para pensar en un suicidio colectivo. Por otra parte, no es imperativo de la democracia que ésta haya de practicarse a través de los partidos artificiales tipo siglo pasado. Lo que a unos pueblos puede irles bien, a otros, como nosotros, está demostrado nos era fatal. «Suele en las grandes crisis políticas de las naciones acudirse a los tópicos de los gobiernos de unión nacional, en que se pretende unir temporalmente a las cabezas, dejando divorciados los cuerpos. Y así sale ello. Nosotros somos más sinceros: unimos los cuerpos en lo que nos es común, para poder marchar más lejos bajo una dirección y una cabeza.”
…
6- INSTAURACIÓN, NO RESTAURACIÓN
Francisco Franco dibujó en forma imborrable su concepto de la monarquía del 18 de Julio, en el discurso del 22 de julio de 1969. Clarísimamente, para Franco, la monarquía no podía ser apoyada en la partitocracia. Y Franco denosta los males de la monarquía liberal que habíamos padecido con estas palabras:
“Si la democracia inorgánica de los partidos políticos puede constituir para otros pueblos un sistema, si no de felicidad, al menos llevadero, ya se vio por dos veces en nuestra historia lo que la República representó para nuestra Patria. El mal no residía en sus hombres, sino en el sistema. Lo padeció nuestra monarquía, bajo el sistema parlamentario de la democracia inorgánica, basado en los partidos políticos, que la arrastró a sucumbir, ante el simple hecho de unas elecciones municipales, en que se perdió la mayoría en las grandes ciudades. Ni lo tradicional de la institución monárquica, ni la existencia de una franca mayoría en la totalidad de los sufragios de la nación, le permitieron superar el hecho de la debilidad intrínseca a que había llegado la institución bajo el régimen de partidos”.
Franco enraíza la legitimidad de la monarquía del 18 de Julio, libre de pactos sectarios y de clanes del orden que fueren. Y así nos dice:
“En este orden creo necesario recordaros que el Reino que nosotros, con el asentimiento de la nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendente que no admite pactos, ni condiciones. La forma política del Estado Nacional establecida en el Principio séptimo de nuestro Movimiento, refrendada unánimemente por los españoles, es la Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.
Franco, paladinamente repudia todo liberalismo y democracia subversiva –la de los partidos políticos, la del sufragio universal-, con esta declaración terminante:
“Esta designación se halla en todo conforme con el carácter de nuestra tradición, gloriosamente representada en los bravos luchadores que durante un siglo se mantuvieron firmes contra la decadencia liberal y frente a la disolución de nuestra Patria por la obra del marxismo; asegura la unidad y la permanencia de los Principios del Movimiento Nacional, está en todo conforme con las normas y previsiones de nuestras leyes. Se trata, pues, de una instauración y no de una restauración, y sólo después de instaurada la Corona en la persona de un Príncipe comienza el orden regular de sucesión que se refiere en el artículo once de la misma Ley”.
Y Franco no presenta como arquetipo de la monarquía forjada por la Cruzada que él acaudilló ningún modelo de la decadencia española, sino que postula este ideal:
“La Monarquía de los Reyes Católicos, que tantos años de gloria dio a la nación, es un ejemplo perenne de su popularidad y de la defensa constante de los derechos sociales de nuestro pueblo”.
7- TESTIMONIO DE LA MASONERÍA
Franco, conocedor expertísimo de la historia de España, sabía que el liberalismo dentro de la monarquía era su gusanera. El gran maestre de la masonería española Miguel Morayta, en su libro «Masonería española. Páginas de su historia», sitúa en el reinado de Carlos III este hecho: “Todos los indicios convienen en que Carlos III nombró su consejero al conde de Aranda, conociendo su condición de masón; pero es error, propalado tendenciosamente, que el monarca depositó en él su confianza por estar también iniciado. En Nápoles, es verdad, las sociedades secretas penetraron en la Corte y aun en el seno de la familia real antes de gobernar allí Carlos III, pero la masonería no tuvo la honra de contar entre los suyos a aquel gran monarca que, sin embargo, hizo mucha obra masónica”.
De ahí que Franco remachó que se trataba de una instauración y no de una restauración. ¡Ya es bastante triste la historia de la Restauración del siglo XIX, con su liberalismo impenitente! La monarquía del 18 de Julio no necesita ni el liberalismo ni ningún Cánovas del Castillo. Porque hoy como entonces, con otro Cánovas del Castillo, se podría repetir lo que en el Ateneo de Madrid dijo don Enrique Gil Robles: “En el año 1875 y en el periodo constituyente en que, con insigne torpeza congregó el señor Cánovas unas Cortes de sufragio universal…, dando así por legítima la obra revolucionaria, no había más hipótesis anticatólica y antinacional que la que fantaseó el jefe del Partido Conservador”.
Hoy [1976] el liberalismo conservador, el europeísmo masónico, la democracia de los partidos políticos no solamente nos llevarían a la descatolización, al divorcio, al enfrentamiento entre españoles, sino que sería la plataforma por la que otra vez España se deslizaría, hundiendo a la monarquía en el más trágico comunismo. ¿Se ríen ciertos sabihondos? Pues Franco nos lo advirtió así:
“Resulta incomprensible que algunos desconozcan o subestimen la potencialidad del comunismo internacional y los dispositivos que utiliza para la subversión en aquellas naciones que le abren sus puertas. Por una experiencia que nadie se permitirá negarnos, sabemos qué tesón y perspicacia son necesarios frente a un atacante tan tenaz como implacable; tan sutil en sus métodos de penetración como cínico y amoral en la utilización de sus servidores directos o indirectos; tan fácil e inclinado a cualquier tipo de compromisos, tácitos o expresos, como calculador y frío a la hora de abandonar a sus aliados y explotar la victoria”.
La monarquía instaurada por Franco no tiene, en la mente del Caudillo, ningún parentesco con Fernando VII. La voz del Caudillo todavía retumba en el espacio para arengar a todos los españoles, para “afirmar en la convivencia nacional los Principios del Movimiento, que garantizan la continuidad del Régimen nacido el 18 de julio de 1936, en cuya legitimidad se funda”. Y ésta es la legitimidad de origen y de ejercicio que consagra, justifica y asegura el futuro histórico de la monarquía surgida de la Cruzada y de nuestras Leyes Fundamentales.
Jaime TARRAGÓ
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