... RITUALES FUNERARIOS: MORTAJA, SEPELIO Y LUTO
Joaquín Zambrano González, Universidad de Granada
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Como se viene reflejando a lo largo del artículo, nos encontramos con un panorama bastante complejo referente al rito de muertos. La principal causa, es el desdoblamiento cultural en las regiones de España, dando lugar a numerosas tradiciones y creencias. Por ello, vamos a concentrar en un modelo único los tres pasos de los que se compone el ritual: amortajamiento, sepelio y luto.
Hasta el siglo XVIII, la gestión del proceso de la muerte solía quedarse dentro del seno familiar. Instituía este hecho un acto íntimo, donde los familiares cuidaban las necesidades del moribundo y acompañándole en los últimos momentos. A diferencia de hoy, donde el enfermo se ven abandonados en manos de cualquier institución sanitaria y se excluye del proceso a los infantes. Alegando ante la sociedad, aunque suena más a escusa, la protección emocional frente a este fenómeno.
Volviendo al ritual tradicional, en los últimos días de agonía y como prevención, era normal encender velas o cirios y poner entre las manos como un crucifijo o un escapulario. Ambos servían a modo de amuleto al moribundo para que actuara como intercesor de su alma. Además, si se contaba con la presencia de un sacerdote en el municipio, se le administraba los sacramentos del viático o santolio, y en el caso de que ya hubieran sido administrados, se otorgaba la extremaunción. Era también habitual, que si el doliente pertenecía a una cofradía o hermandad, fueran los miembros convocados para acudir al domicilio y orar por el perdón de su hermano. Esta costumbre era conocida como la "la hora".
Ante la ausencia de medios y de un diagnóstico certero, la única forma de comprobar que realmente se había fallecido, era acercando un espejo o vela a la boca. Una vez probado el deceso, se procedía al aseo y adecuación del finado. Un elemento diferenciador del resto, es el lavado del cuerpo que se realizaba en el País Vasco. El agua empleada para este uso, había sido previamente hervida con especies como el laurel o romero.
El aseo era llevado a cabo por manos femeninas aunque también encontramos ejemplos donde lo realizaban miembros de los familiares cercanos, independientemente del sexo. Este comenzaba con cerrar los ojos y boca, en el caso de que hubiera quedado abiertos. Pues existía la creencia popular, de que si no se realizaba tal acto, conllevaría a que la muerte vendría a por un acompañante en un plazo corto de tiempo.
Después, si el finado era hombre, se procedía a afeitarlo y se ponía un pañuelo atado a la cabeza por debajo de la barbilla. Sobre el vientre se colocaba un plato con sal, unas tijeras abiertas o una biblia, de tal manera se evitaba que la inflamación del mismo. Este hecho, se hacía especialmente incuestionable en el caso de las mujeres, y más aún cuando se trataba de una embarazada. Existiendo una creencia popular, en que las brujas vendrían a robar el feto para sus eventos malignos.
Posteriormente se pasaba a amortajarlo, es decir, vestir al difunto para su exposición ante familiares y amigos. Según condición social, se empleaba un tipo u otro de vestimenta. En los casos de extrema pobreza se recurría al sudario o sábana blanca (recordando el lienzo con el que fue envuelto el cuerpo de Jesucristo). Si se trataba de un infante, también se recurría al color blanco de las vestimentas para destacar el carácter inocente del mismo. En cambio, si se pertenecía a una hermanad u orden militar, era común portar el hábito de la de la orden o del oficio. Aunque la vestimenta más empleada para este momento era el traje. De hecho, tras el enlace matrimonial muchas mujeres de la geografía española se dedicaban a coser las prendas que llevarían en el deceso.
Una vez arreglado, se procedía a exponer el cadáver. El lugar elegido comúnmente era el lecho donde había fallecido, pero cubierto por un gran paño negro y rodeado de velones. Por el contrario, si no era posible que fuese velado en la habitación, se realizaba el velatorio en el salón de la vivienda. En muchas de estas se encontraba el mobiliario llamado "sofá de muertos", un asiento de enea alargado con barrotes pequeños torneados . (Fig. 1)
No menos importante que la adecuación del difunto, era la creencia en el alma. Por ello, existía una serie de acciones encargadas de que esta alcanzara la recompensa de estar en el paraíso. Era común colocar objetos junto al fallecido y nunca cruzarle las manos, ya que evidenciaría un impedimento de ascenso al reino de los cielos. Esto se complementaba con la idea era la de abrir las ventanas o en el caso de algunas poblaciones del norte de la península, levantar una teja.
Una vez concluido el amortajamiento y ubicación del difunto en la estancia, se velaba durante un día (alrededor de veinticuatro horas). Este proceso surge como una técnica más para certificar la muerte, ya que en siglos anteriores se produjeron enterramientos de personas que se encontraban vivas. Durante la celebración de estas reuniones, existía una clara división social por sexos. Es decir, las mujeres ocupaban la misma estancia o una cerca y se dedicaban a rezar, mientras que los hombres mantenían conversaciones. Es lógico pensar que entre los visitantes que surgiera en ciertas ocasiones toques de humor. En cambio los velatorios infantiles, si se daba un ambiente algo más festivo.
El medio para comunicar un fallecimiento a la comunidad era el toque de campanas, conocido en algunas poblaciones como "toques de agonía", "señal", "las esposas" o "toque de gloria" . El número variaba dependiendo de las características físicas-sociales (sexo, grupo de edad, pertenencia a un grupo, etc.), e inclusive a veces, estos iban más allá y ofrecían información como la hora en la que se produciría el sepelio.
A los familiares del fallecido que vivían lejos, se les informaba a través de invitaciones o esquelas mortuorias, ya que la ausencia de parientes directos constituía un agravio personal. De tal manera que, el velorio o velatorio constituía una de las piezas clave dentro el ritual funerario de la sociedad española, pues era muy común que toda la comunidad se involucrase.
El siguiente paso era la conducción del cadáver a la parroquia o cementerio. El cuerpo se deposita el cadáver en una caja de madera y en los casos que no se podían permitir, eran pedidos a las cofradías de ánimas. Una vez terminado el mismo, era devuelto a la estancia del cementerio donde se guardaba hasta el próximo servicio. La salida del féretro del domicilio, se producía siempre con los pies por delante, exceptuando de que se tratase el caso de un sacerdote o niños, donde solía ser al revés. Costumbre que ha derivado en la aparición de una expresión popular.
Para el traslado hacia la iglesia, se organizaba una comitiva con un orden determinado : primero iba los miembros de la hermandad con insignias, en el caso de que existieran o perteneciera a esta. Después le seguía el clero, cantores y acólitos, tras estos, iba la caja mortuoria cerrada. Era normal que fuera llevada en andas o en carroza, dependiendo del status social. Aunque comúnmente en las poblaciones pequeñas, son llevados a hombros por los hombres del pueblo. En ningún caso, era portado por los miembros más cercanos de la familia. Si se trataba de un infante, el ataúd solían llevar cintas de color blanco y eran llevadas por niños con edades similares. Tras él, se situaban los familiares y los acompañantes, dejando el último lugar a lo que se conocía como la presidencia (es decir, familiares no muy allegados, el confesor y algunos otros parientes o amigos, e incluso autoridades en el caso de que fuera una personalidad relevante11, etc.). A este conjunto se unían en muchas poblaciones, la presencia de plañideras o lloronas, contratadas para ensalzar las virtudes o defectos del finado. (Fig. 2)
La comitiva llegaba la iglesia, en cuya entrada esperaba el sacerdote para recibir al difunto. Aunque hoy en día, nos resulta chocante, la celebración del oficio se hacía de corpore insepulto, o sea que se prohibía la entrada de los difuntos en las iglesias. Después de enterrado, se realizaba la misa con la simulación del féretro o catafalco, en la nave principal de la iglesia. Finalmente, esta práctica será abolida a partir de la celebración del Concilio Vaticano II.
Nuevamente, en la celebración del óbito las mujeres no se encontraban presentes, se solían quedar en la vivienda rezando por el difunto. Aunque tenemos constancia de que no en todas las poblaciones se llevaba a cabo. Uno de esos casos, eran los entierros de etnia gitana, donde la presencia de la mujer estaba justificada si se trataba del marido. Una de las mejores obras que ilustra todo este compendio de actitudes y acciones es la del autor granadino Federico García Lorca, donde en La casa de Bernarda Alba recoge la tradición popular andaluza de mediados del siglo pasado.
Con respecto al proceso de inhumación, se producía una vez comprobados los datos de fallecido, así como el lugar que ocuparía dentro del cementerio. Lo normal, es que a esta parte del acto acudiera solamente el duelo (los familiares no muy allegados, parientes, amigos, etc.). Allí se procedía a verter un puñado de arena sobre el féretro y orar un responso por el alma. A la salida del cementerio o en la misma casa del fallecido, se daba el pésame a la familia, terminando así el ritual físico, pero dando lugar al comienzo del tiempo de luto.
Este tiempo constituye un periodo donde el que el familiar fallecido estaba presente en la vida de los que quedaban. Existían claros signos de que se había producido un fallecimiento en el domicilio, pues las puertas y ventanas permanecían cerradas, los visillos eran cambiados por el color del luto y los cuadros girados sobre la pared. La familia quedaba al menos tres días sin salir a la calle, aunque era muy frecuentemente llegaban hasta los nueve (cuando se realizaba la llamada misa de difuntos o de la luz). Por lo tanto, estaba vetada socialmente la presencia en los actos públicos o fiestas, acudir a los bares, etc. El silencio se volvía un hecho consustancial durante el luto. Se cubrían con paños los aparatos eléctricos como la radio o la televisión, y solamente era roto por los rezo de las mujeres o por los hombres al recibir las condolencias.
Respecto a la vestimenta, toda la familia incluida los niños, quedaban marcados por el luto, tiñéndose de negro. Durante el siglo pasado, dará lugar a toda una transformación en el vestir. Como hemos contemplado anteriormente, son las mujeres las que tienen una mayor diversidad en la vestimenta, como el mantón, la mantilla o pena negra. En cambio, los hombres solamente llevaban capa y sombrero. La modificación, llegó años después donde el luto se simplificó en un triángulo negro en la solapa de la chaqueta o un brazalete de tela del mismo color en el brazo.
El hecho de llevar luto tenía un tiempo determinado, dividiéndose en tres grados: riguroso, medio luto o alivio y final. En la mayor parte, este tiempo dependía del grado de parentesco con el fallecido. El luto riguroso duraba aproximadamente unos seis meses. Aunque es cierto, que dependerá en gran parte de la zona geográfica, ya que va a tener unas características distintas. El medio luto o alivio concluía con la misa de cabo de año, y se empleaban colores como el malva o gris. Y el luto final, se caracterizaba por la introducción de colores vivos.
Sin embargo, vestirse de luto era un hecho más que evidente en el caso de las mujeres, pues en todavía muchas poblaciones rurales de España se mantiene la costumbre de que las señoras con edad avanzada vistan con prendas negras. En muchas ocasiones, derivado del proceso enlazando con otro fallecimiento, lo que establecía un proceso continuo que evitaba quitárselo de encima durante toda la vida.
A partir del siglo XX, las reformas en la sanidad hacen que todo este ritual que hemos contemplado pase a manos de expertos (en un principio varones), como son los médicos y hospitales. Con respecto al proceso de vestimenta del fallecido, se han creado industrias nuevas como los tanatorios, encargados de adecuar en muchos casos y cubrir con una estela de normalidad los cuerpos.
Se ha derivado a un cambio en ritual del morir tradicional, donde la casa familiar era el seno donde se desarrollaba todas las acciones, y hemos pasado al hospital-tanatorio-cementerio, perdiéndose por el camino ese sentido aglutinador, de familiaridad, pero sobre todo de solidaridad. Ahora, como bien lo define el historiador francés Philippe Ariés se trata de un rito aséptico, donde predomina la frialdad.
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