III
Ningún jefe del gobierno se ha hecho jamás cargo del Poder en circunstancias tan espantosas. En Andalucía y Levante no solamente se extendía cada vez más el cantonalismo, sino que eran frecuentes los focos de insurrección de avanzado carácter social. Desde mucho antes (1842) se hablaba de intentos comunistas en el Sur de España. Después de la Revolución de septiembre, el comunismo se extendió considerablemente por la debilidad de los gobiernos, y sobre todo por el ejemplo de la Commune de París (del 18 de marzo al 28 de mayo de 1870), que fué entonces (…) ideal de los elementos avanzados y alarma y estimulo de los de orden. El reparto de los bienes, concebido de la manera más primitiva, como una simple subversión de propietarios, la satisfacción de venganzas personales, era el ideal que alentaba a buena parte del pueblo descristianizado de los centros fabriles y de algunos núcleos rurales.
La página más terrible de la Historia de la Revolución española es sin duda la algarada de Alcoy, que estuvo algunos días en poder de elementos que tomaban el nombre de federales, vinculado entonces a la extrema izquierda, pero que eran más avanzados aún en el orden social que en el político. Los sediciosos se apoderaron del Ayuntamiento, donde estaba el alcalde Albors, uno de los más honrados y consecuentes republicanos, con algunos concejales y 19 números de la Guardia Civil. El populacho los fué arrojando por el balcón a la plaza. El alcalde fué arrastrado por las calles, y con su cadáver se cometieron las más repugnantes profanaciones. Las turbas pasearon también en una pica la cabeza del capitán de la Guardia Civil. Varios funcionarios fueron asesinados, y uno de ellos, vivo todavía, fué rociado con petróleo, al cual se prendió fuego. Ardieron aquel día el Ayuntamiento y más de 20 edificios. En Málaga, en Montilla y en otros puntos de Andalucía se cometieron también verdaderos horrores.
Para combatir a los carlistas, dueños de casi todo el Norte, y que obtenían continuos triunfos (entrada de D. Carlos en España, toma de Estella y de Igualada, establecimiento de la línea del Ebro), para someter a los cantonales y a los comunistas, el gobierno tenía como obstáculo principal la espantosa indisciplina del ejército. Los soldados y las clases de tropa, a quienes tantas veces se les había llevado a sublevarse contra los poderes constituidos, apenas si obedecían ya a los mismos oficiales.
Pocos días después de proclamada la República, en el mismo mes de febrero de 1873, la guarnición de Barcelona se declaró en completa indisciplina. He aquí cómo describen la situación testigos presenciales: «Al no interrumpido grito de «¡Viva la República Federal!», los soldados arrojaban los roses, agitando los fusiles, vueltas al aire las culatas. Acercábanse a voces a algunos de los oficiales que por allí había, mustios, cabizbajos, a quienes les decían: —Grite usted ¡Viva la Federal! El pobre jefe a quien se presentaban con tal exigencia no tenía más remedio que obedecer; y si a aquella desenfrenada soldadesca el grito del oficial le parecía débil, le obligaban a repetirlo, haciéndole al propio tiempo volar el ros por los aires con indescriptible algazara, en que tomaba parte el populacho. Ya los soldados no salieron de la plaza en formación. Muchos de ellos iban a la desbandada, vueltas al aire las culatas, con gorros frigios, con gorras catalanas; quién tenía el ros en la punta de la bayoneta; quién llevaba pegado a él uno de los papeles que se vendían por las calles, induciendo al ejército a la insubordinación. Se veían grupos de soldados que andaban abrazados con gente del pueblo; otros, completamente bebidos, iban dando tumbos por las calles... Después de aquel día, la mayor parte de los soldados pasaban la noche fuera del cuartel; las órdenes de los jefes, las señales de las cornetas no eran obedecidas por nadie. Los jefes tenían que sufrir toda clase de humillaciones, y no faltó alguno que se vio abofeteado en un sitio público por un inferior.
Es verdad que los batallones se quedaban sin tener quien los mandase. Ningún soldado quería salir a la campaña; y si a fuerza de excitaciones y de discursos, acompañándoles voluntarios federales y hasta algún diputado provincial, se lograba al fin organizar alguna brigada, a lo mejor aquella gente se echaba en mitad de una carretera, teniendo el jefe que cargarse de paciencia hasta tanto que los soldados tuviesen a bien proseguir el viaje. En muchas ocasiones, si el jefe iba montado, le daba a alguno por gritar: «-Nosotros vamos a pie y el jefe a caballo. ¿Qué igualdad es ésta? jQue baje! Y luego toda la brigada repetía a coro: —¡Que baje, que baje! No había más que obedecer; y después se oía: —IQue baile, que baile». Este famoso grito ¡Que baile! acogía, en muchos regimientos, la presencia de un oficial.
El juicio más duro de la situación del ejército lo hizo el mismo Castelar, siendo Presidente del Consejo de Ministros, en la sesión del 8 de septiembre: «Pues qué, ¿es posible, señores diputados, consentir por más tiempo que los convoyes se extravíen y se pierdan, que los oficiales y los jefes, sobre los cuales debe caer con más rigor la ordenanza, porque tienen mayor responsabilidad; se puede consentir, repito, que los convoyes no adelanten, que los oficiales y jefes retrocedan, que dejen abandonados sus regimientos, que se grite por los soldados «¡abajo las estrellas y los galones!», que se entreguen los fusiles a los carlistas, que se deprede y se saquee por los mismos elementos destinados a la seguridad individual, que en muchas regiones de España no haya tranquilidad ninguna, prefieran la facción a las tropas del gobierno, que Cabrinety muera porque un corneta mande más que él en sus batallones; ¿se puede tolerar que esto suceda mucho tiempo sin que crean en el mundo, como van creyendo, que la sociedad española ha vuelto al estado primitivo, al estado salvaje, y que sólo ha proclamado la República para darse un barniz de civilización, conservando en el fondo de sus entrañas todos los gérmenes de la barbarie?»
A tal estado había quedado reducido el ejército que, pocos años antes, era un modelo de valor y de disciplina, tenido en la más alta estima por los técnicos extranjeros; que había tomado parte en empresas de resonancia mundial (recordaremos la intervención en Italia, en Portugal, en Méjico y la guerra de África, que podrán discutirse desde diversos puntos de vista, pero que demostraron la eficacia admirable del ejército español). En cuanto a la gloriosa Marina, que pocos años antes había puesto tan alto en el Pacifico el pabellón nacional, estaba en su mayor parte en Cartagena entregada a los desmanes de la marinería sublevada.
La persecución religiosa tuvo en los primeros meses de la República caracteres de extraordinaria intensidad; los gobiernos no extremaron en sus leyes el sentido anticlerical, que en los últimos ministerios de Amadeo había llegado ya al último límite; pero aquellos elementos de disturbio que en tantas ciudades se habían acogido bajo la bandera federal, encontraron ocasión propicia para saciar sus antiguos odios, contando muchas veces con la complacencia de las autoridades locales y con la lenidad del ministerio. El 30 de marzo de este año de 1873 se dio la señal para el asalto de iglesias en Barcelona, y muchas sufrieron espantosas profanaciones. En una de ellas los asaltantes osaron cubrir con el gorro frigio la augusta cabeza de Jesucristo crucificado, y algunas quedaron convertidas en bailes públicos. En diversas poblaciones de Cataluña se daba caza a los sacerdotes, de los cuales algunos fueron asesinados. «En aquella época—dice una relación contemporánea—, para tener derecho de vida y de muerte sobre los demás ciudadanos, bastaba hacerse con un fusil y echarse un gorro frigio. El soló título de federal bastaba para que uno o más individuos pudiesen allanar la morada de un ciudadano, apoderarse de su persona, meterlo en la cárcel, hacerle asesinar por las turbas, denunciándolo de carlista, y hasta fusilarlo sin que mediara un simulacro siquiera de proceso.» (…)
El comunismo, con una ideología simplista, se extendía, sobre todo, por Andalucía y Extremadura. Se podría hacer una larga relación de pueblos en que un reparto social, concebido de la manera más pintoresca y arbitraria, se iniciaba por una serie de saqueos y de robos. En los grandes centros fabriles, en que el gobierno disponía de fuerzas suficientes, no se llegó a tanto en vías de hecho, pero entre los obreros se extendían los mismos conceptos que habían formado el confuso y radical ideario de la Commune francesa: Anticlericalismo y antimilitarismo; abolición de la propiedad privada y de toda autoridad. En Barcelona difundía estos ideales un periódico llamado El Condenado, entusiasta de la Commune, y en cuyo tercer número se insertaba un artículo en el cual se establecía que la libertad es incompatible con la propiedad privada y con cualquier género de gobierno. Ideas absurdas, pero de facilísimo arraigo en las clases trabajadoras. En una de las reuniones que se celebraron por entonces en Barcelona (29 de marzo de 1873), uno de los oradores hizo esta afirmación: que la República Federal no era sino el camino para la República comunista.
Esta era la situación de España cuando, en 18 de julio, es elegido Presidente de la República D. Nicolás Salmerón, hombre de talento y de cultura reconocidos —aunque no extraordinarios— y de notoria probidad, que era de aquellos republicanos cuyo ideario político, que en el fondo se reducía a una cuestión religiosa, se caracterizaba por un fanatismo republicano que tendía a ver en la República —unitaria, según el patrón francés del 92—, no un medio, como lo son todas las formas de gobierno, sino un ideal en sí misma. Uno de los primeros actos de su gobierno señala el punto más bajo a que haya nunca llegado nuestra Patria en ningún momento de su Historia. Un decreto firmado por Salmerón y por Oreiro, ministro de Marina, declaraba piratas a los buques de la gloriosa escuadra española que, sublevados ahora en el Mediterráneo, constituían un gravísimo peligro para las poblaciones de la costa, y autorizaba a las potencias extranjeras para apresarlos. A este decreto contestó la Junta de Salvación Pública de Cartagena declarando traidores a la Patria al Presidente de la República y a sus ministros. Pocos días después, la fragata alemana Federico Carlos apresaba al vapor Vigilante.
El cantón de Cartagena, refugio de los oradores de plazuela de toda España, y en el cual dominaban el populacho, los soldados y los marineros, embriagados por la profusión de una oratoria absurda, estuvo a punto de declarar la guerra al victorioso Imperio alemán. En la fortísima plaza mediterránea, el general Contreras había formado un gobierno de opereta, que se abrogaba la representación de la España federal (27 de julio de 1873). Al día siguiente salió del puerto la escuadra sublevada. No hay en las gestas navales de ningún país nada tan pintoresco como aquella correría marítima. La Almansa y la Vitoria, vigiladas por la fragata alemana Federico Carlos y la goleta inglesa Pigeon, llegaron a Almería, que fué bombardeada por negarse a satisfacer una contribución de guerra.
En Motril lograron los federales obtener algún dinero, pero el comandante de la Federico Carlos, dueño de la situación, no consintió que continuase aquella razzia grotesca, y obligó a Contreras a encerrarse con sus buques en Cartagena. Poco después se situó ante esta plaza una escuadra inglesa, y a sus conminaciones tuvieron que someterse nuestros marinos. Así arrastraba la honra de España aquella escuadra que se había sublevado en septiembre del 68 al grito de «¡España con honra!».
En Cartagena se entusiasmaba la gente ante la idea de una guerra contra Alemania, y para vengar las afrentas recibidas salieron del puerto las fragatas Numancia y Méndez Núñez. Suerte fué que embarrancaron por la impericia de los que las gobernaban. La Almansa y la Vitoria quedaron por algún tiempo en poder de la escuadra inglesa.
En general, la República española fué más desordenada que cruel; pero en Cartagena se manifestaron conjuntamente las dos cualidades. Roque Barcia, exaltado republicano, una de las personas que más influyeron en el cantón cartagenero, hizo algunos meses más tarde (16 de enero de 1874) una descripción espantable del pequeño estado levantino. Allí nadie daba cuentas y los caciques disponían de los fondos incautados con el mayor desenfado, pero un pobre raterillo fué ejecutado por haber robado un pañuelo que valía cuatro pesetas. Los consejos de guerra prodigaban las sentencias de muerte; «se hablaba de fusilar, escribe Barcia, como puede un creyente hablar de la Gloria» ; y pareciendo esto poco, corrió por las calles de la ciudad una manifestación con bandera negra pidiendo se aplicase con mayor rigor la pena de muerte. Hubo personas que permanecieron en las cárceles meses enteros sin que se les tomase declaración; hubo «homicidios alevosos», «asesinatos increíbles». «Aquí hemos hablado mucho de república, de federación, de cantonalismo, de humanidad, de historia, de la tierra y del cielo; pero es el caso que ha reinado una tiranía más violenta que las más violenta opresión».
No se limitaron los cantonales a brillantes empresas marítimas. Una expedición militar, salida de Cartagena, saqueaba Orihuela y otras poblaciones. Martínez Campos tuvo que bombardear a Valencia—fué la segunda vez que, desde la Revolución, sufría la bella capital levantina los horrores del bombardeo—, que se había proclamado en cantón independiente. El general Pavía consiguió deshacer, no sin sangrientos combates, el cantón de Sevilla, y rindió, sin disparar un tiro, el de Granada. Dirigióse luego contra el cantón de Málaga, que era de los más radicales y levantiscos. Y, cosa singular, parece que aquella situación favorecía extraordinariamente los intereses de algunos opulentos malagueños, que se valían de ella para hacer un inmenso contrabando, y sus intrigas cerca del gobierno central consiguieron detener la marcha de Pavía, que hubo, después de pintorescos incidentes, de retirarse a Córdoba…
(continúa)
Marcadores